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Historia universal de los hombes gato
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Libro electrónico157 páginas2 horas

Historia universal de los hombes gato

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Josu Arteaga Dicen que atrapa desde el primer capítulo con sus frases cortas y sus comas racionales. Que da vuelcos felinos y sorprende a cada vuelta de página. Que ha sido disfrutada en la gestación y que ello retraslada a su lectura. Que en la novela están importante lo que se dice como lo que se esconde. Que puede resultar polémica. Políticamente incorrecta incluso para lo políticamente menos correcto.

Dicen que supura un profundo pesimismo antropológico y que, sin embargo, es capaz de hacer reír. Que es ácida y descarnada. Una forma de neo-tremendismo que descoloca y noquea al lector. Que lo sacude. Que deja un poso de literatura de verdad. Trabaja. No construida desde parámetros comerciales de usar y tirar.

Dicen…
IdiomaEspañol
EditorialAlberdania
Fecha de lanzamiento1 ene 2010
ISBN9788498681901
Historia universal de los hombes gato

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    Historia universal de los hombes gato - Josu Arteaga

    Historia universal de los hombres gato

    HISTORIA UNIVERSAL

    DE LOS HOMBRES GATO

    © 2010, Josu Arteaga

    © De la presente edición: 2010, ALBERDANIA, SL

    Plaza Istillaga, 2, bajo C. 20304 IRUN

    Tel.: 943 63 28 14

    Fax: 943 63 80 55

    alberdania@alberdania.net

    Portada: Antton Olariaga

    Digitalizado por Comunicación Interactiva Adimedia, S.L.

    www.adimedia.net

    ISBN edición impresa: 978-84-9868-188-8

    ISBN edición digital: 978-84-9868-190-1

    Depósito legal: SS. 340/2010

    HISTORIA UNIVERSAL

    DE LOS HOMBRES GATO

    JOSU ARTEAGA

    A L B E R D A N I A

    A S T I R O

    A Iosune por todo

    A Taxio por venir

    Antecedentes

    En 2007, Patxi Irurzun organizó, junto a Vicente Muñoz, el concurso de relatos breves Hijos de Satanás, en homenaje a Charles Bukowski. Ellos me afilaron las uñas.

    Arañé tan fuerte como pude, y La lengua de los gatos debió de dejarles marcas. Primer premio.

    En 2008 fue publicado en Caballo de Troya - Mondadori, bajo el título: Hank over (resaca), junto a relatos de otros felinos sin domesticar.

    En 2010, aquel relato ha pasado a ser un capítulo más de: Historia universal de los hombres gato. Un zarpazo a los ojos del mundo. Novela, dicen algunos.

    Gracias a todos los hombres y mujeres gato. A Vicente Muñoz. A Jorge Giménez Bech, por atreverse. Pero sobre todo a Patxi Irurzun. Por ronronear con mis poemarios. Por hacernos aullar en Madrid. Por enseñarme a cazar en el monte literario. Por el prólogo de lengua gatuna. Por gato que escribe a zarpazos.

    Josu Arteaga

    Libre y salvaje

    Un libro como este sólo podía haberlo escrito uno de ellos: Un hombre gato. Un espíritu libre y salvaje. Un piel roja. Un tipo curioso, como es Josu Arteaga.

    La curiosidad es para los que creen de verdad en la vida. Para los que se pasean orgullosos como príncipes por los tejados y por los callejones; para los que roban a zarpazos en los platos de los estómagos agradecidos; para los que se revuelven cuando intentan ponerles el cascabel; en definitiva, para los que se defienden como gatos panza arriba y están dispuestos a morir siete veces (y a levantarse otras tantas). Para ellos. Para los demás sólo hay una vida y a veces ni siquiera eso, sólo un simulacro de vida.

    En Olariz, el pueblo en el que transcurre esta novela, lo saben muy bien: La vida es violencia, dolor, soledad… La vida es muerte. El ronroneo de ese cadáver que todos arrastramos dentro de nuestro cuerpo y que un día despertará.

    De todas todas.

    Y en mitad de ese vía crucis, claro, la vida también es el milagro de un huevo de dos yemas para untar un currusco de felicidad. Y las vidas que no vivimos, que querríamos vivir, eso también es la vida, quizás la vida auténtica, algo que también saben, lo saben muy bien, los hombres y las mujeres gato de Olariz: un gato despanzurrado en mitad de la autopista o fusilado a perdigonazos es sólo un gato muerto, no va a resucitar; no, los gatos no tienen siete vidas por eso, sino porque pasan las dos terceras partes de su vida soñando.

    El libro, además, arranca bien, con un gran título: Historia universal de los hombres gato. Olariz es sólo un pueblico de Navarra, en el que el espacio y tiempo reales están desdibujados, y, sin embargo, ese territorio mítico e imaginario alberga el mundo entero, convertido en una bolsa de basura que Josu Artega, que es un tipo curioso, desgarra con sus uñas como escalpelos de hombre gato, para dejar al descubierto vísceras, manos desgarradas, despojos humanos… La elección del medio rural en Navarra, a pesar de ese afán universal –o precisamente por ello– no es aleatoria, Josu opta –creo– a conciencia por un escenario tradicionalmente poblado por furtivos sin otra licencia de caza que el hambre, por contrabandistas, por chivatos, por chaqueteros, por chiquiteros, por gente que calla y por gente a la que obligan a callar o decir lo que otros quieren oír, por asesinos en el nombre de Dios y asesinos que matan envueltos en una bandera… Un escenario sobre el que perdura el odio y el enfrentamiento, el rencor, las carlistadas, la guerra civil… Un escenario, en suma, perfecto para abrir en canal cuerpos y existencias a la que hacer la autopsia de la condición humana, que al final es la misma en Olariz que en Sillycon Valley.

    En la elección de un mundo rural hay además –creo– un deseo de huir de ese simulacro en que se pretende convertir la vida en las sociedades urbanas y tecnológicas, en donde casi todo viene en un envoltorio (donde casi todo es, sólo, envoltorio); o viene a través de medios de comunicación, privados o públicos, que evitan la exposición directa, el contacto humano, medios que para no enfrentarse a la muerte han convertido en muertos a los vivos, los han despojado de la capacidad de pensar, de juzgar, de sentir por sí mismos; frente a ello, Josu Arteaga se echa al monte, se tumba sobre la tierra, decide mirar de frente, palpar y escribir con la sangre derramada sobre ella a lo largo de siglos, en una suerte de neo-tremendismo (pienso ahora, también en La cruz de barro, de Miguel Ángel Mala) que tiene algo de mágico (el mundo rural, en realidad, tampoco es ya como en Olariz o como en Garmaz, los personajes de estos libros parecen más bien fantasmas que envían burbujas desde pueblos sumergidos).

    Un neo-tremendismo, pues, rural y mágico que, intuyo, puede convertirse curiosamente en una alternativa a una fórmula narrativa, el realismo urbano y sucio, quizás ya agotada y sobre todo inofensiva (de hecho, uno de los cuentos que componen este libro, en realidad aquel alrededor del que se gestó, fue el ganador de un concurso literario llamado «Hijos de Satanás», que era un homenaje a un autor, desde luego nada rural, como Bukowski).

    Pero todo eso ya es pura elucubración –o tal vez, como dirían en Olariz, echar las cartas con mano de cuto–, así que os dejo ya con Historia universal de los hombres gato, que como señalaba antes, arranca bien y –anticipo– acaba a arañazo limpio. Eso sí, antes los lectores tendrán que atravesar la plaza, los montes, las simas de Olariz, entrar a sus casas y chabisques, subirse a sus tejados y bajar a revolcarse en el barro de sus calles. Es fácil. Lo único que hace falta es un poco de curiosidad.

    Patxi Irurzun

    (Zarraluki, 19 de agosto de 2009)

    HISTORIA UNIVERSAL

    DE LOS HOMBRES GATO

    1

    La gata tuerta

    Hay un tiempo para la vida. Los vientres hinchados de las hembras alumbran a sus crías. Así ha sido desde siempre. No importa la raza ni la especie. Es algo hermoso. Mágico. El milagro más grande que nadie pueda presenciar.

    Padre era partero. Asistía a las yeguas. A veces me llevaba con él. Asomaban primero las pezuñas de las paticas delanteras. Tras las largas patas, la cabeza. Entonces padre agarraba al potro y tiraba de él con cuidado. Mientras tanto hablaba a la yegua en una lengua extraña. Tan suave y cadenciosa que amansaba los dolores de la parturienta.

    Luego ella empujaba y el potro caía al suelo. Al poco comenzaba a levantarse. Enclenque. Gracioso. Doblaba las patas. Caía torpe y volvía a levantarse. Así una y otra vez. Sus paticas de alambre conseguían, al fin, mantenerlo en pie. Con el tembleque de un borracho. Después, como por instinto, se acercaba a la ubre de la madre. La cabeceaba y mamaba.

    Mi difunto padre era como los de antes. Curtido en mil labores. Un hombre recio. Sólo cuando el potrillo se ponía en pie, algo parecido a una sonrisa asomaba a su boca. Como la estela fugaz que deja una estrella. Un brillo en sus ojos acompañaba ese gesto. La vida. El más grande de los milagros. Capaz de convertir aranas amargas como la bilis en marrubis maduricas y dulzonas. Ese es el poder de la vida.

    En Olariz la vida y la muerte se entienden a nuestra manera. Todo nace y todo muere. Sin más. Así ha sido desde el primer amanecer. Para hombres y animales. Sin distinción. La vida es nieve primeriza. La muerte es nieve pisada. Ambas son lo mismo. Blanca y pura cuando se posa. Barro que desaparece en el barro, cuando el invierno muere bajo un sol que nace. Principio y fin del dolor. Así lo aceptamos desde siempre. Sin grandes aspavientos. Sin vueltas a la cabeza. Esos son quehaceres de curas y gente de carrera. Con tiempo de sobra para barruntar.

    La muerte hace posible el milagro de la vida. Viene grabada a fuego. Desde antes del nacer. Cuando no se es más que una ondarra. Desde que un vientre se pone a obrar. Merodea. La muerte merodea hambrienta. Como esos perros asilvestrados que atacan a los ganados. Desde antes del principio mismo. Empecinada. Con la espuma colgando de los colmillos y el costillar esculpido por el hambre. Jamás se sacia.

    Duele cuando viene. Duele sobre todo cuando viene caprichosa. Si lo hace antes de tiempo. Si nadie la espera. Entonces duele un poquico más que de costumbre. Es un dolor que no mata pero que mella. Que no ahoga pero que aprieta. Un dolor que se olvida de mudarse. Que se queda. Que se adueña de la noche y del día. Como la niebla cerrada de meses. Como cuando la llama tiembla y el hielo muestra sus colmillos. Colmillos colgados desde los aleros.

    El día en que acompañé a padre a Olaiceta cumplía siete años. Madre dispuso el almuerzo. Dos huevos para el padre. Uno para el mocete. Pero aquel día fue diferente. De mi huevo salieron dos yemas. Una sola clara y dos yemas. Casi junticas y redondas como dos soles. Sin tocarse la una con la otra. Padre me dijo que era cosa de buena suerte. Un huevo con dos yemas. Madre sonrió también. Me dijo que había de apechugar cuando las cosas venían torcidas y aprovechar las que venían de a derecho. Esa ha sido la enseñanza que más y mejor me ha valido. Esperar un huevo de dos yemas. Sobrellevando las calamidades. Sabiendo que la vida da más del doble de palos que huevos de yema doble.

    Aquel día que prometía trances de a derecho, nos llevó a padre y a mí a caminar horas. Bajo el pesado paraguas de pastor. Con una lluvia menuda dueña de todo. Por una senda que se perdía a cada momento. Con los pies mojados y la comida a la espalda. Padre había de hacer de partero. Yo quería alargar la buena traza que apuntaba aquel día de perros.

    Llegamos a Olaiceta justo en el momento oportuno. Cansados pero con tiempo para participar del milagro. Allá nos esperaba el dueño de aquella yegua roya. Nervioso ante aquel poderoso ejemplar. Tras trece meses de espera. Trece son los meses que necesita una yegua para parir de a derecho. Apuraba a mi padre para que todo fuera rápido y como es de bien. Nunca había visto animal más bello. Patas recias. Porte señorial. Lomo lucido. Un bonito animal que rebosaba salud. Hermosa y salvaje. Inquieta ante nuestra presencia. Ajena al mundo de los hombres como era. Espíritu libre del monte que paría por primera vez. Que sólo días antes había conocido corral y pesebre. El dueño agarraba del ramal. Padre le hablaba y le acariciaba el cuello. Yo no quería perder detalle de aquella hermosura. Con mis ojos anchos como las dos yemas del huevo. Con la suerte a mi vera.

    De nuevo surgió la vida. Allá mismo frente a mis ojos de yema. Sucedió el milagro. Un milagro que nadie esperaba. Un milagro que nos encogió el gesto. Que nos sacó el corazón a la boca. El final que había de tener un día que ofrecía las cosas a pares. Algo que sólo mi padre y yo entendimos.

    Padre se santiguó. Se remangó. Escupió y se frotó las manos. La yegua estaba inquieta. Relinchaba de dolor. Pateaba el suelo e intentaba zafarse del ramal. Cabeceaba. Padre intentaba tranquilizarla con aquel suave y cadencioso susurro. Con esa vieja lengua que entienden los animales. Maaa, maaa, maaa. La yegua parecía sosegarse. Y llegó el momento. Pero no asomaron las pezuñas. A padre no se le ablandó la mirada. No hubo estrella fugaz. No apareció en su rostro la estela de sus colas. Estelas ante los que los enamorados piden deseos. No aquella vez. Dijo que venía del revés. De los cuartos traseros. Salieron las paticas de atrás plegadas bajo el tronco. La yegua no dejaba de patear el suelo. Tiraba del ramal y abría sus enormes ojos.

    Después salió la cabeza. Las dos cabezas. Dos cabezas con un solo ojo en cada una de ellas. Un enorme ojo en medio de cada una de las dos frentes. El silencio se hizo en la cuadra. Como si

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