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Jorge Isaacs. Verás huir la calma
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Libro electrónico383 páginas5 horas

Jorge Isaacs. Verás huir la calma

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Una biografía subjetiva del autor de María (1867), narrada en la voz de su esposa Felisa González: “A pesar de las continuas separaciones, a pesar de la rabia y la impotencia, me hace feliz saber que soy la mujer junto a quien Jorge ha vivido más tiempo. Ahora puedo amarlo libremente, sin sospechar que añora a otras. Lo amo con un sentimiento protector, que nada podría destruir. Aun sin proponérmelo, le he perdonado todo: la soledad, la distancia, los sueños irrealizables, los fracasos, sus aventuras. Me siento orgullosa de él, de lo que ha hecho por el país, por la literatura, por nosotros. Siempre supe que algún día Jorge sería del todo mío. Ese momento ha llegado y pienso vivirlo íntegramente, antes de que la muerte me lo arrebate”.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento23 oct 2014
ISBN9789588887074
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    Jorge Isaacs. Verás huir la calma - María Cristina Restrepo

    armonía.

    I

    1893

    Sin tener en cuenta el grave estado de salud en que se encuentra, Jorge piensa viajar una vez más a Bogotá. Pasados más de cuarenta años de continuas visitas a la capital, volverá a maravillarse con la belleza del paisaje, con el verde esmeralda de la sabana bajo el cielo plomizo que siempre promete lluvias. Pero me tranquiliza saber que esta vez se hospedará en casa de su hermana Sara, con quien resolvió hace poco las diferencias que los desunieron en el pasado.

    Está decidido a pedirle al gobierno una nueva prórroga para el contrato de las minas de carbón, asunto en el cual ha trabajado durante los últimos trece años sin darse por vencido ante las dificultades y peligros que presentan las exploraciones en el tórrido clima de la costa atlántica, ante las trabas oficiales, o la imposibilidad, hasta ahora, de encontrar financiación.

    Sé que después no habrá otros viajes. Pasado un tiempo que presiento corto, quedaré sola bajo la protección de nuestro hijo Lisímaco, ese hombre cuya belleza sombría me parece un don que nadie pidió para él. La idea de una vida sin Jorge se hace aún más penosa cuando considero sus continuas ausencias durante los más de treinta años que llevamos juntos por las leyes de Dios y de los hombres, que de nada valdrían si no estuvieran sustentadas por las nuestras. Porque sé que él, a pesar de lo que haya podido vivir, me ama con un sentimiento tan hondo, tan real e indestructible como el mío.

    Desde hace semanas le escribe a Sara, organiza las cuentas que nunca dan, deja instrucciones para Lisímaco y Jorge, el segundo de nuestros hijos. Aunque nada dice, sé que sufre un intenso malestar, anuncio de otro ataque de malaria, la enfermedad que le malogró la existencia y que le negará la recompensa de una vejez sosegada a mi lado, como quise tenerlo siempre: conmigo, sin pensar en la ausencia del mañana, en la despedida que duele igual a la primera, cuando éramos unos adolescentes y partió como el más airoso de los soldados, con el cuaderno de tapas de cuero en el que anotaba sus versos al lado del fusil, para batirse en el ejército del general Tejada por los derechos ancestrales, por la tradición.

    Cada vez que veo su hermosa cabeza inclinada sobre el papel siento el impulso de pasar la mano por el pelo casi blanco que ayer era tan negro y lustroso como el de Lisímaco, de abrazar ese cuerpo quebrantado por las fiebres contraídas en la selva cuando trabajaba por mi bienestar, por el de nuestros hijos, en aquel entonces unos niños que extrañaban la presencia de su padre y me atormentaban reclamando su regreso.

    Jorge tiene cincuenta y seis años. De no haber padecido la enfermedad del bosque, como la llaman los indios, contaríamos con unos días de más. Ahora, cuando no le exijo nada a la vida, al contrario de Jorge, que todavía cree en esta última posibilidad como explotador del petróleo y el carbón que descubrió, me contento con muy poco. La mayor dicha sería tenerlo conmigo de la mañana a la noche, tomar su mano cansada de escribir cartas, de corregir expedientes, de componer los últimos versos, cansada de afanarse por completar otro capítulo de Camilo, esa novela que lo obsesiona, inspirada en hechos históricos, y sentarme a su lado aquí en el jardín para mirar la caída del sol o esperar junto a la ventana a que las luciérnagas repitan frente a nuestros ojos el milagro de las estrellas en el cielo.

    *****

    Veo con preocupación lo mal que se alimenta. Apenas una taza de café, un poco de pan y queso al desayuno, algo de pescado al almuerzo, una sopa a la cena. Esta mañana volvió a manifestar el deseo de morir en Medellín. No me explico por qué razón, transcurridos casi quince años desde aquella desventurada revolución en Antioquia, después de las humillaciones que recibió en el Congreso de parte de quienes creía amigos, se obstina en recordar esa ciudad como una especie de sereno paraíso, el lugar ideal donde lo aceptan y comprenden, el territorio limpio de envidia, poblado de personas dispuestas a brindarle el apoyo que tantas veces le faltó. Lo que sí sé es que no conocerá el descanso, ni aún en vísperas de marcharse de este mundo, así lo haga en Medellín, aquí en Ibagué, en Bogotá o en alguno de esos caminos plagados de peligros que a estas alturas se obstina en recorrer.

    Riquezas sí le dejará a la nación, como le asegura una y otra vez al presidente Núñez, a los miembros del Congreso, a sus amigos en Antioquia, a Carlos y Jorge Holguín, quienes, tal como se anunciaba desde que éramos jóvenes, han ido escalando posiciones hasta llegar a las más elevadas. Las hulleras de Aracataca y La Guajira, los yacimientos de petróleo, serán una incalculable fuente de ingresos para el Estado. Nadie sabe todavía hasta dónde se extienden los depósitos de carbón. Sin embargo, a pesar de lo que Jorge pueda creer, el país no lo recompensará por haberlos descubierto. Si acaso, mis hijos recibirán una mísera retribución. Este será el último de los muchos desengaños que han sembrado de amargura nuestra vida.

    *****

    Jorge se desvela al pensar que desde hace más de diez años vivimos como pobres vergonzantes en Ibagué, después de salir del Cauca en un exilio que muchos llamaron soberbia y que yo acepté porque sabía que no podía ser de otra manera.

    Contrariamente a lo que hubiera podido creer cuando llegué para ocupar con los hijos la casita a orillas del Combeima, la vida en el Tolima ha transcurrido sin mayores sobresaltos, si se deja de lado la emboscada que nos tendieron hace siete años algunos amigos de la Regeneración. Aprendí a estar en paz a mi manera, en parte porque no espero más de lo que tengo, en parte también porque mis siete hijos han crecido sanos, contentos, libres de ese sentimiento de pérdida que persigue a su padre desde que fuimos expulsados de aquel mundo que no ha podido olvidar. Ellos han sido mi compañía durante las ausencias de Jorge, han alegrado mis días con su charla, con sus risas, con sus adelantos, con sus preguntas sin fin; me han alentado con su presencia en las noches, cuando duermen y me acerco con una vela hasta la estantería de caoba para tomar un libro y leer unas páginas, antes de caer rendida por la fatiga.

    El tiempo ha corrido, acelerando la engañosa lentitud de los días. Es difícil creer que David y Clementina tienen hoy diecinueve y diecisiete años. No me explico a qué horas llegaron a convertirse en adultos, cuando apenas ayer debía advertirles que no se acercaran al río, que no se alejaran de la casa, responder a sus interrogantes, diciéndome que Jorge lo habría hecho mejor. Clementina, por quien siento una predilección que no alcanzo a ocultar, es ahora una hermosa muchacha con una salud a toda prueba, como si algún hado benéfico quisiera compensarme por la enfermedad que hace ya tantos años arrancó de mis brazos a esa otra niña que llevaba su nombre. David, el consentido de Jorge, es un joven juicioso, que promete salir adelante aunque no haya recibido una educación tan esmerada como Lisímaco y Jorge, sus hermanos mayores, quienes tuvieron el privilegio de estudiar por un tiempo en Bogotá.

    Pero su padre ha hecho lo posible por remediarlo, ocupándose personalmente de los menores, orientando sus lecturas, despertando en sus mentes una sed de conocimiento, igual a la suya. A veces me digo que Julia, María, Daniel, David y Clementina han sido más afortunados porque no tuvieron que apartarse de mi lado para ir a la capital en calidad de estudiantes pobres, hijos de unos padres venidos a menos que se privaban de lo necesario para tratar de mantener las apariencias y sostenerlos con las comodidades más indispensables.

    Si las cosas hubieran sucedido tal como esperábamos, nuestros hijos serían los herederos de cultivos de caña, de ingenios azucareros, de sembrados de cacao, de bosques de chagualo, de aquellos paisajes de belleza inigualable que perduran a través de las páginas de María. Aun así, parecen satisfechos. Sin duda aceptan mejor que su padre la suerte que les tocó. Lisímaco y Jorge comienzan a formar sus propias familias y ayudan a pagar nuestros gastos con las utilidades del almacén de miscelánea que tienen en el marco de la plaza. No miran atrás, pues desconocen aquel brillante pasado. Su realidad no está en los esplendores de las grandes haciendas del valle del Cauca, en la tierra más hermosa que alguien pudiera imaginar, sino aquí, en Ibagué, o allá, donde la vida los quiera llevar.

    *****

    El atardecer es apacible, sin amenaza de lluvias para la noche. La temperatura ha comenzado a descender, pero estoy bien abrigada, así que puedo prolongar el descanso. Julia y María se ocupan de la cena. Jorge se mueve por la habitación en la que trabaja, un cuarto de techos de cañabrava y paredes húmedas. Seguramente pone en orden los apuntes para Camilo, la trilogía sobre la historia del Gran Cauca que, a pesar de su intención, no alcanzará a terminar: Fania, Camilo o Alma negra y Soledad. Un proyecto ambicioso para un hombre de cincuenta y seis años, enfermo, obligado a viajar de continuo, a trabajar en otras cosas.

    Sus pasos resuenan con firmeza en los ladrillos del piso, como si no tuviera fiebre. No son los de alguien que padece desde hace treinta años una enfermedad incurable, sino los de un hombre con una meta que todavía sueña alcanzar. Abre y cierra un cajón, va hasta el comedor, se sirve un vaso de agua de la tinaja, regresa, corre la silla para volver a sentarse frente al escritorio. Oigo también la tos seca que apareció hace una semana, y que él se niega a consultar con el médico. Ahora enciende una vela. El resplandor vacilante apenas llega hasta el lugar donde me encuentro, en la banca de piedra junto al brocal que se llena con agua del Combeima. Quisiera conocer lo que escribe. Pero, mientras la obra esté inconclusa, no permitirá que nadie lea esos capítulos que serán apasionantes. Una especie de pudor lo lleva a guardar el fruto de tantos desvelos mientras busca la perfección, consciente de que puede alcanzarla, como ya una vez lo hizo.

    En el fondo, Jorge sabe que será considerado, y sin duda criticado por muchos, como autor de un solo libro: María. Esa obra que le permitió conocer la gloria y que también ha sido motivo de innumerables desengaños, de envidias, de incumplimientos, de penosas rupturas.

    *****

    Cuando Jorge escribe, lo demás queda al margen. Entonces solo existen los personajes que habitan el relato, las pasiones que los mueven, la armonía entre los elementos que componen su trabajo, ese universo que va tomando forma con cada palabra, con cada frase. Durante más de veinte años he leído las cartas que le ha escrito al poeta Luciano Rivera Garrido contándole sobre Camilo, cuya trama transcurre hacia 1822, aquel tiempo de grandes hazañas y traiciones que a nadie deberían sorprender. Conozco también las que les ha enviado a otras personas solicitando datos de la época con el fin de atesorarlos, como si fuera un paciente y minucioso coleccionista, como si recogiera plantas para sus herbarios o muestras de oro de las minas del Tolima.

    Con frecuencia se queja porque aquí, en Ibagué, no tiene libros de consulta. Apenas cuenta con los de su biblioteca, menguada por las pérdidas que le han ocasionado los viajes, nuestros continuos traslados de habitación, por los ejemplares que ha tenido que vender, así que trata de suplir esa falta de información con preguntas a todo aquel que tenga una respuesta.

    A Leonardo Tascón, nuestro amigo y médico cuando vivíamos en Cali, le ha rogado, con esa suavidad que utiliza si no quiere parecer que da una orden, que encuentre con los ancianos del Cauca pormenores sobre la vida de José María Cabal, héroe de la novela, martirizado por los españoles. Esta vez no se trata de una historia de amor, evocación y nostalgia, como María, sino de una narración épica, cuando la guerra contra la dominación española había convertido al Cauca en un verdadero campamento. Contrariamente a Efraín, el héroe corresponde a un personaje real, José María Cabal, quien estudió catorce años en Europa y al regreso se dedicó al estudio de la mineralogía en su hermosa hacienda a orillas del Amaime. Los acontecimientos lo condujeron por el camino de las guerras de independencia hasta morir fusilado en Popayán, después de la derrota de las tropas independentistas en la batalla de El Tambo, cerca de esa ciudad.

    Por las noches, Jorge habla de ese sueño acariciado durante un cuarto de siglo. Asegura que Camilo tendrá un éxito más arrollador que María, incluso desde el punto de vista económico, pues la experiencia le servirá para negociar con los editores un oportuno y justo pago de derechos. Yo me guardo de decir lo que pienso. Quiero que viva con la ilusión del éxito en el negocio de las hulleras, con la esperanza de finalizar la novela. Pero las fiebres que contrajo durante aquel año en las selvas del Dagua, y que la quinina ya no alivian, lo llevarán antes de tiempo a la tumba.

    Desde la muerte de mi cuñada Rebeca Isaacs, hace unas semanas, está aún más silencioso. La desaparición de esa hermana encantadora, la que orientó mi inexperiencia durante los primeros meses de nuestro matrimonio, la que siempre tuvo un gesto cariñoso para Jorge y atenuó las críticas de la familia cuando llovieron las dificultades, lo ha sumido en un callado dolor. Varias veces lo he sorprendido frente al escritorio, sin leer, sin repasar el trabajo del día, con la mirada perdida en el paisaje que se recorta en la ventana.

    *****

    Me gusta ver anochecer aquí, en el jardín que las manos de Jorge cultivan cuando la fiebre da tregua. Entonces siembra flores, abona, poda los setos, limpia las plantas de malezas y hojas secas, camina hasta el pozo para llenar la regadera una y otra vez. El jardín también es su obra. Humilde, pues en nada se parece a los que rodeaban las haciendas del valle del Cauca. Efímera, pero en este momento tan real como su presencia en la habitación adornada por el retrato de Elvira Silva, como el vaso de agua en el escritorio, como sus manos manchadas de tinta y sus ojos todavía penetrantes, capaces de ver más allá de lo aparente.

    El sol se hunde detrás de la montaña. Es la hora propicia para recordar el pasado. El de los desengaños, es cierto, pero así mismo el de los días felices, el del nacimiento de los hijos, el de los sueños que tejíamos juntos. Jorge y yo conocimos la dicha tumbados bajo la sombra de las palmeras, contemplando desde lo alto de una colina los bosques, las vegas de un verde luminoso, la corriente surcada de espuma de los ríos de nuestra tierra. Estábamos seguros de alcanzar lo que anhelábamos. La vida nos entregaría el caudal de amor, de alegría, de salud y bienestar que hasta ese momento nos había dado en abundancia. Olvidábamos que no todos corrían con la misma suerte, que las cosas podían cambiar.

    II

    Recuerdo aquel amanecer, cuando mamá entró a la habitación. Desde mi lecho pude ver el largo delantal blanco sobre el traje oscuro. Llevaba en la mano un rosario, como si regresara del oratorio. Dejó la vela sobre la mesa de noche, apartó el mosquitero, me miró fijamente para ver si estaba despierta y anunció con voz tenue, casi en un susurro, que Lisímaco Isaacs, el hermano mayor de Jorge, a cuya boda con Julia Holguín habíamos asistido hacía apenas unos meses, acababa de morir de fiebre perniciosa en Buenaventura, al regreso de la luna de miel.

    Sigo sin entender por qué eligió aquella hora para abrumarme con la noticia. Yo era apenas una chiquilla de trece años que jugaba con muñecas, corría por el campo en compañía de los hijos de los antiguos esclavos, nadaba en los remansos de los ríos, trepaba a los árboles con la agilidad de una ardilla. No conocía la vanidad, aunque en el último tiempo me había dado por aclarar al sol las trenzas castañas que tanto fascinaban a Estefana, la joven negra que me servía. Ella era la única en conocer los secretos de mi vida, en aquel entonces reducidos a uno solo.

    Tal vez mamá adivinaba mi amor por Jorge, con quien me hacía la encontradiza cuando venía a visitar a mi hermano Ramón, aficionado como él a la cacería de animales peligrosos. La posibilidad de verlo llegar a caballo me hacía un nudo en el pecho, sentía las manos frías y el rostro encendido. No podía pensar en nada que no fuera él. Y ni las risas de mis compañeros de juegos, los deberes escolares que nos exigía el maestro que teníamos en casa o las miradas cargadas de suspicacia de María Ignacia y Agustina, mis hermanas, calmaban esa deliciosa ansiedad en la que se consumían mis horas.

    Cuando Jorge desmontaba del semental negro que el paje debía sujetar por la brida lo que duraba la visita, se detenía en el corredor para saludarme con una frase amable, pronunciada sin condescendencia, como si fuera una muchacha mayor. A veces lo ponía a prueba y me ocultaba en el rosal. Pero él siempre llegaba hasta allí para preguntarme qué hacía, antes de que Ramón reclamara su presencia.

    Ya en aquel entonces sabía que iba a casarme con él. No podía ser de otra manera. Viviríamos juntos tanto tiempo, que imaginar el final de nuestra historia era imposible. Tendríamos una boda tan fastuosa y alegre como la de Julia y Lisímaco. Hasta esa madrugada había envidiado la felicidad de la pareja que sería el espejo de la nuestra, una vez nos fuéramos a vivir a La Rita, la hacienda en donde Jorge restablecería la buena marcha de los negocios familiares.

    *****

    En casa se comentaba que los Isaacs tenían deudas. Mi hermano Fernando aseguraba que don Jorge Enrique bebía, apostaba, perdía. Que sus tierras, las más hermosas, bien regadas y fértiles del valle del Cauca, caían en el abandono. Yo me decía que se trataba de una situación pasajera, que Jorge se encargaría de ponerlas a producir como en los tiempos de mayor esplendor en la juventud de su padre, ese hombre rodeado por un halo de misterio, marcado por el acento extranjero que trajo de Jamaica, de donde había llegado al Chocó para establecerse como comerciante, hacerse ciudadano y casarse con Manuelita Ferrer, la hermosa hija de un realista español, tratante de esclavos y mártir de su causa.

    El tema de la esclavitud, recientemente abolida, era objeto de numerosas y acaloradas discusiones en familia. Sabía que al llegar al país, los esclavos, como aquellos que el abuelo de Jorge había traído del África se contaban por su peso, no por el nombre, ni siquiera por el número de personas. Mil toneladas, dos mil toneladas, cuatro mil toneladas de mercancía humana. Aunque algunos entraban de contrabando, la mayoría lo hacía por el puerto de Cartagena, que gracias a sus fortificaciones servía de depósito oficial de existencias, a la espera de la llegada de los barcos que habrían de llevarlas a Europa, o de las que arribaban para ser distribuidas por el interior. Los padres de Estefana habían sufrido aquella suerte terrible, pero su hija y sus nietos vivirían en libertad gracias a las nuevas medidas del gobierno.

    Aquel amanecer, protegida por el velo de gasa del mosquitero, con los postigos de madera todavía cerrados, lloré por la pérdida que padecía la bella Julia Holguín, ahora viuda, sin contar siquiera veinte años. Me preguntaba por qué la desgracia se abatía sobre algunos sin razón aparente y pedí, confiada en que se me daría, que a Jorge y a mí no nos ocurriera igual.

    Los domingos volvía a verlo en el atrio de la iglesia, cuando se acercaba a saludar a mis padres, a invitar a mis hermanos a una cacería, a pescar en el Amaime, en el Nima, en el Cali, en el Sabaletas. Admiraba la frente amplia bajo el pelo negro peinado hacia atrás, los ojos refulgentes, la nariz delicada, la boca que no me atrevía a contemplar sino por unos segundos, al cabo de los cuales me fijaba en cualquier cosa para olvidar aquella sensación de frío en las manos y ardor en el pecho. Pero mis ojos volvían a prenderse de la figura atlética de joven acostumbrado a montar a caballo, a caminar por valles y sierras, a nadar en los remansos de los ríos, a saltar de piedra en piedra en los lechos de las quebradas, a subirse a los árboles para arrancar orquídeas que luego llevaba a su madre.

    Al verlo sonreír bajo la luz de media mañana, responder a las preguntas de mi hermano Fernando, inclinarse para saludar a una amiga de doña Manuelita, adivinaba su voluntad inquebrantable. Y no me equivocaba. La vida ha demostrado que Jorge conservaría esa manera de ser valiente y obstinada, la perseverancia para luchar por sus convicciones, la fuerza de carácter que aún hoy se manifiesta en la mirada, en el gesto de la boca. Una boca que yo anhelaba besar, que se me aparecía en sueños y aún despierta, aunque mamá aseguraba que todavía era una niña, que nada sabía de los hombres.

    *****

    La boda de Julia y Lisímaco fue el punto crucial de mi existencia. Sofocada por el juego a la gallina ciega en el jardín, donde los menores corríamos, nos atiborrábamos de golosinas y calmábamos la sed tomando champús, entré a la sala colmada de personas elegantes, que conversaban sosteniendo en la mano una copa de vino, de mistela, un vaso de limonada. Los más jóvenes bailaban al fondo, donde estaba el piano que Rebeca Isaacs, con los ojos brillantes, el pelo recogido en una moña y el hermoso rostro enmarcado por unos zarcillos de esmeralda, tocaba en ese momento. Yo buscaba a mamá, cuando Jorge se me acercó para invitarme a bailar.

    Con las manos pegajosas de dulce, la falda llena de cadillos y la respiración entrecortada, dije que sí. Jorge sonrió y sin decir más, me llevó de la mano hasta el lugar donde las parejas se movían al son de la música. Su brazo rodeó mi cintura, acercándome hasta rozar por un instante con su mejilla mi frente húmeda. Aquellos minutos robados a los sueños de las muchachas casaderas que nos veían girar por el salón, fueron los más dichosos de mis pocos años. Algunos pensarían que era apenas una atención de parte de ese joven que había estudiado en Bogotá, que pensaba viajar a Inglaterra a estudiar Medicina y que por las noches, según decían, se encerraba en una habitación para escribir versos, hacia una chiquilla despabilada en quien no volvería a pensar, tan pronto cesara la música.

    Al vernos, Rebeca sonrió y tocó con más brío, uniendo un vals con otro. Estaba casada desde hacía un año con un hombre apuesto y estudioso, José María Iragorri. Sentado en un delicado taburete vienés frente al piano, la miraba con expresión embelesada.

    A través de las ventanas de los elegantes salones de los Holguín, entraba la luz dorada de los días de verano en el valle del Cauca. Los perfumes de las señoras, el aroma del vino moscatel, de los vinos franceses, el de los manjares y los dulces, no ahogaba el olor inconfundible de la vegetación. El mismo que Jorge recordaría en los viajes, en los años como diplomático en Chile, en las tardes lluviosas en Bogotá, cuando la suerte que estaba de nuestra parte en aquel momento, pareció abandonarnos.

    El vals

    Deja que ciña

    Tu talle leve,

    Que con mi seno

    Tu seno estreche,

    Sobre mi mano

    Tu mano tiemble;

    Tu nívea falda

    Silbando vuele

    Y tu guirnalda

    Roce mis sienes…

    ¡Todo tu aliento

    Me pertenece!

    ¿Ves cómo admiran

    Tu breve planta?

    Tus movimientos

    ¿Quién no admirara

    Si al junco imitan

    Que mece el aura?

    Dicen que te amo…

    Dicen que me amas…

    Deja que busque

    De tu mirada

    La luz quemante

    ¡Vida de mi alma!

    Así en mis brazos,

    ¿Por qué no vives

    Como la liana

    Que al sauce viste?

    ¿Por qué así a solas

    No me sonríes

    Del ruido lejos,

    Del mundo libres?

    Toma mi vida

    Tómala y dime

    ¡Lo que en mis sueños

    Siempre me dices!

    Di, di muy paso…

    Suene en mi oído

    Tan dulce y quedo

    Como el suspiro

    De fresca brisa

    Que en el estío

    Besa las aguas

    Del lago tibio…

    No esquiva bajes

    Los ojos lindos…

    Cerca, más cerca,

    ¡Mil veces dilo!

    Don Jorge Enrique nos miraba con fijeza, como si no quisiera dar a entender si le complacía o le molestaba que su hijo bailara con una niña que reía entre sus brazos echando hacia atrás el pelo castaño, entrecerrando los ojos, pero no tanto como para dejar de ver lo que ocurría a su alrededor.

    Se notaba que aquel señor alto, con la parte superior de la cabeza completamente calva, había sido rubio en la niñez, como sus hijas menores, Eloísa y Sara. Vestía para la boda del primogénito una camisa blanca, corbata de lazo, chaqueta negra y las botas lustrosas, aunque gastadas, que usaba a diario. Me incomodó su mirada incisiva, más formidable gracias a las arrugas en el entrecejo. El padre de Jorge parecía reprocharme algo, como si en lugar de haberle proporcionado unos minutos de alegría a su hijo, mi presencia le vaticinara algún mal.

    Si don Jorge Enrique pudiera ver desde el más allá, donde se refugió con tanta conveniencia después de dejar a la familia en aprietos, la vida que hemos llevado, las pruebas que hemos vencido y aquellas otras, más numerosas, a las que hemos tenido que rendirnos, como la muerte de nuestra adorada Clementina, seguramente me regalaría una de esas sonrisas enigmáticas, que daban a entender tan poca cosa.

    *****

    Al terminar el vals doña Manuelita me llamó para acariciarme las manos y asegurarme lo linda que estaba. Se veía contenta, rodeada de los hijos que le quedaban. Estaba especialmente orgullosa de Manuela, la hija que llevaba su nombre, se había educado en Bogotá y hablaba de tomar los hábitos, motivo por el cual yo la miraba con admiración y algo de envidia. La misma que experimentaría en el futuro hacia esas mujeres ilustradas y

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