Lorenza y nada más
Por Andrés Arias
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Lorenza y nada más - Andrés Arias
Intimidad
MADRUGADA DEL LUNES PRIMERO DE NOVIEMBRE DE DOS MIL DIEZ
La escena es esta: una habitación a media luz y un hombre —Gonzalo, se llama— que duerme boca arriba y casi ronca. En la ventana comienza a sonar el golpeteo de la lluvia.
Junto a la cama, en el sillón, está sentada Lorenza. Lleva unos minutos despierta. Ya fue a la cocina y arregló algo del desorden, ya se llevó a la boca uno de los dulces que su hijo —Jerónimo, se llama— recogió, disfrazado de ardilla, en los demás apartamentos del edificio y en las calles del barrio; ya entró al baño, escupió el dulce, orinó, se lavó las manos y se sonó. Iba a salir de la habitación, pensaba sentarse en el estar de alcobas y ver una película durante un rato, pero miró a Gonzalo. Quedó congelada unos segundos viéndolo dormir y algo la movió hacia el sillón.
El mueble, que perteneció a su mamá, está forrado desde hace mucho tiempo en una anodina pana marrón; cuando se casó, Lorenza mandó hacer un cojín naranja que le diera algo de vida, algo de color. Ahora abraza el cojín. Y mira a Gonzalo.
¿Qué la despertó? ¿Por qué está sentada ahí, observando a su esposo? Hace unas horas, mientras pedían dulces junto a Jerónimo, a una cuadra del apartamento, Gonzalo la llamó «mi amor». Fue así: desde el otro lado de la calle, donde, recostado en el muro de un jardín, esperaba a que Lorenza y el niño se cansaran o llenaran al fin la cesta, Gonzalo gritó: «¿Suficiente, mi amor?». Ningún vecino, nadie en el mundo, reparó en aquellas palabras. Lorenza sí. Le parecieron irónicas, sintió que él se burlaba.
Gonzalo Corredor y Lorenza Valencia se casaron el quince de abril de dos mil seis. Jerónimo nació el tres de diciembre de dos mil siete. ¿Les ha ido bien? Sí. No. Depende. Económicamente, sí. Según la familia y los amigos, sí. Según Gonzalo, sí. Según Lorenza, no. Es una certeza que ella ha empezado a tener. El otro día cayó en cuenta de que, al menos desde que se casaron, Gonzalo nunca le había dicho «mi amor». Le molestó tener ese pensamiento, le pareció incorrecto, porque bien sabe que él no es un hombre expresivo. Digámoslo así: se casó sabiendo que, por más amor que él sintiera, nunca le iba a decir algo como aquello. Sin embargo, de pronto sintió ganas de oírselo. Por eso, unos minutos antes de salir con Jerónimo disfrazado, ya en la puerta, le dijo:
—Gonzalo, tú nunca me dices «mi amor».
Entonces al rato, en la calle, él, recostado en aquel muro, le gritó sonriente:
—¿Suficiente, mi amor?
Y a ella le sonó a burla, a chiste. A algo que él estaba lejos de sentir. No es que a Lorenza le haya dolido, al menos eso cree; fue empute lo que sintió. O mejor, le sonó a una confirmación más, una entre miles, de que este matrimonio, de que este matrimonio… ¿qué?
Sentada en el sillón, abrazando aquel cojín, con ganas de ponerse unas medias porque con la llovizna la madrugada se ha hecho helada, Lorenza, por primera vez, se pregunta si será capaz de decirle a su esposo que se quiere separar. No, lo que se pregunta no es si será capaz, lo que se pregunta es cuándo.
*
Bah. Arrebato de berraquera que se aminora de inmediato. ¿Y es que acaso, así como así, puede una mujer dejar a un buen marido, que, hasta donde se sabe, nunca le ha sido infiel, que la quiere, que nunca le ha pegado, que no le pelea ni la jode, que le permite hacer lo que le dé la gana? ¿A un marido que no hace más que trabajar? ¿Puede una mujer, así como así, acabar con un hogar feliz, bendecido por Dios? ¿Puede hacerle eso a un niño tan chiquito como Jerónimo? Ya viene el mareo. Lorenza sacude la cabeza y se levanta. Gonzalo lanza un ronquido que parece despertarlo, pero qué va: se acomoda de lado y sigue durmiendo.
Lorenza sale. En la biblioteca del estar toma un álbum de fotos. Se sienta en el sofá. No alcanza a abrirlo cuando cae en cuenta de que la fotografía no existe, que Marcelo (¿qué habrá sido de Marcelo?) jamás se la entregó. Cierra el álbum, lo deja en el piso, y recuerda:
Lorenza tenía veintiséis cuando dejó la casa de sus padres. Hablamos del año dos mil cinco, el año en el que —siente— todo sucedió. Se fue a vivir a La Macarena, en el centro; aquel noviazgo con Camilo terminó; después de cuatro años de empleítos que ni fu ni fa, encontró el trabajo que le abrió el camino para llegar donde llegó; conoció a Gonzalo. EL AÑO. Bueno o malo, pero el año.
Volvamos. Tenía veintiséis años y llevaba un día y una noche viviendo en La Macarena. Había elegido el barrio porque no quería tener carro. Quería caminar hasta la oficina o ir en bicicleta, y en la tarde, de regreso, comprar papas, panela, yerbabuena y perejil en la tienda de la esquina, mientras el atardecer se tragaba a la ciudad, a sus pies. Hoy le parece extraño —recordarlo la angustia—, pero en aquellos días sentía que le quedaba poco tiempo, que tenía que apurarse para vivir una vida de joven independiente o jamás lo iba a hacer. Que tenía que dejar, a mil, a sus papás, Santa Bárbara, la misa del domingo, la empleada interna y quién sabe qué más, o ya nunca habría de lograrlo. Y ahí estaba, con un día y una noche en el apartamento que, pensaba, compartiría por largo tiempo con Angélica, su prima.
Fue sencillo. No tuvo que buscar mucho, y la decisión tranquilizó un tanto, no del todo, a sus papás, que no querían que viviera sola, y en el centro, mucho menos. Angélica había alquilado un apartamento de dos alcobas y necesitaba una compañera. Lorenza se acomodó fácilmente, y mentiría quien dijera que la habitación, más bien pequeña y con vista a los cerros, no le quedó atractiva. Lo que más resaltaba era el trabajo caligráfico con el que llenó la pared en la que se recostaba la cama: testimonios, voces, palabras, de las desplazadas con las que trabajaba desde hacía casi dos meses.
Durmió bien aquella primera noche. Tan bien que solo despertó cuando escuchó la voz de Marcelo, el por entonces ¿novio?, ¿tinieblo?, ¿amigo?, de su prima, que lo llenaba todo. Se demoró en entender lo que el hombre —colombiano hijo de italianos— decía. Salió de la cama, medio abrió la puerta y escuchó. Y soltó una carcajada cuando al fin comprendió la locura de esas palabras, y apareciendo en la sala, dijo:
—¿En serio? Tráelo.
Lo que había dicho Marcelo era que tenía el hombre perfecto para Lorenza, que andaba tan triste desde que había terminado con Camilo.
Esa misma tarde, a las tres pasadas, Gonzalo estaba timbrando en aquel apartamento de la veintiocho con cuarta. Era domingo.
*
Recostada en el sofá gris del estar, con la televisión apagada y la compañía de la lámpara de pie, Lorenza evoca esa imagen: la primera vez que vio a Gonzalo. No sintió nada en aquel momento, pero ahora alcanza a sentir un poquito de asfixia mientras se le escalofría la espalda. Qué iba a pensar que aquel señor iba a ser el papá de su hijo, su esposo, su compañero hasta que la