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La buena letra
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Libro electrónico105 páginas1 hora

La buena letra

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Ana le cuenta a su hijo fragmentos de una vida de pequeñas miserias con las que se han tejido las relaciones personales y familiares. Sus palabras se convierten, por tanto, en duro legado para una nueva generación que quiere levantarse sobre la inocencia. La buena letra renuncia a narrar los grandes acontecimientos históricos para poner su foco de atención en lo íntimo y cotidiano, en el conjunto de gestos y silencios que marcan las vidas de unos personajes heridos por la traición y la deslealtad; los deseos frustrados y la desesperanza de un sufrimiento inútil en la medida en que sólo sirve para alimentar la voracidad de otros.

Con este material, en el que tiene más peso lo que se intuye que lo que explícitamente se narra, La buena letra se convierte en deudora de la concepción balzaquiana según la cual la novela es la historia privada de las naciones y consigue descubrir los mecanismos que funcionan como silencioso motor de la historia, en cuyo devenir toda generación se levanta sobre las cenizas de otra y cada vez que el poder cambia de manos lo hace bajo el signo de la traición y de un sufrimiento que, siendo inútil, es también una forma descarnada de lucidez, de sabiduría. Chirbes maneja una voz que es emocionado espejo de la vida y, al mismo tiempo, construcción de un nuevo código desde el que leer el ayer convirtiéndolo en desolación de hoy. 

«Chirbes profundiza en la dimensión filosófica de la literatura, vuelve a poner en danza el trinomio de la literatura mundial -el amor, el sufrimiento y la muerte-. Ha escrito una obra maestra» (T. Paprotny, Hamburger Abendblatt).

«Novela dura, cualquier cosa menos "bella", demuestra de nuevo que Rafael Chirbes es uno de los escritores más serios en nuestro país en tiempos recientes» (Javier Alfaya, El Mundo). 

«La impresión más sólida que produce la lectura de La buena letra es su convincente necesidad» (Francisco Solano).

«Una voz original y fuerte... Hay que decir de entrada que Rafael Chirbes, con estas dos novelas, La buena letra y Los disparos del cazador, se ha situado entre los mejores novelistas españoles contemporáneos» (Martine Silber, Le Monde).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2002
ISBN9788433932174
La buena letra
Autor

Rafael Chirbes

Rafael Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949-2015) es autor de Mediterráneos, El novelista perplejo, El año que nevó en Valencia, El viajero sedentario, Por cuenta propia y las novelas Mimoun: «Hermosa e inquietante» (Carmen Martín Gaite); «Chirbes ha sabido inventar una nueva voz» (Álvaro Pombo); La buena letra: «Obra maestra» (Hamburger Abendblatt); Los disparos del cazador: «Entre los mejores novelistas contemporáneos» (M. Silber, Le Monde); La larga marcha: «Extraordinario» (Antonio Muñoz Molina); «El libro que necesitaba Europa» (Marcel Reich-Ranicki); La caída de Madrid (Premio de la Crítica Valenciana): «Gran novela» (J. E. Ayala-Dip, El País); «Acredita una maestría de escritor y un instinto idiomático que lo sitúan en un nivel artístico superior» (Ricardo Senabre, El Cultural); Los viejos amigos (Premio Cálamo): «Uno de los narradores españoles serios e importantes» (Santos Sanz Villanueva, El Mundo); Crematorio (Premio de la Crítica, Premio de la Crítica Valenciana, Premio Cálamo, Premio Dulce Chacón y con una adaptación televisiva de gran éxito): «Una novela excelente, la mejor de Chirbes y una de las mejores de la literatura española en lo que va de siglo» (Ángel Basanta, El Mundo); En la orilla (Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica, Premio de la Crítica Valenciana, Premio Francisco Umbral, Premio ICON al Pensamiento): «Poderosísima» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia); «El cronista moral de la realidad española reciente» (J. M. Pozuelo Yvancos, ABC); «Un autor imprescindible» (Ricardo Menéndez Salmón); y Paris-Austerlitz: «Soberbia... Chirbes se nos muestra en estado de gracia» (Carlos Zanón, El País).

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    This innocent-looking novella sneaks up on you with an almost Balzac-like punch. It's a monologue, split up into very short chapters, addressed by Ana to her son, and looking back on her life since the end of the Civil War. At the heart of the story is Ana's difficult relationship with her sister-in-law Isabella and the psychological scars that the war has left on both of them, which Ana explores in depth as she digs back into her memories, but without ever generalising: everything is very local, domestic, even claustrophobic. Ana is strictly working-class; Isabella has been servant to a middle-class family and is socially-ambitious, as symbolised by her elegant handwriting ("b's and l's like the masts of sailing ships") and her habit of recording her thoughts in a diary, even when nothing has happened (the buena letra of the title can refer equally well to either handwriting or literature). Chirbes lets us do any generalising ourselves: he wants us to see that time doesn't necessarily heal wounds, that injustices have a way of growing and deepening, and that when death intervenes it does so cruelly and irreversibly, not poetically.Chirbes explains in an introductory note to the 2000 edition that he has removed a final chapter included in the original version that provided some sort of resolution to the story. With hindsight, he sees this as mere "voluntarismo literario", the author imposing his will on the text for the sake of convention. Presumably there's a bit more going on here as well: the external circumstances of the author's early life seem to match those of the story quite closely, so there is likely to be at least an element of his own mother's story in the character of Ana.A lovely study of a working-class woman of the generation whose husbands fought in the Civil War, but quite an emotionally demanding read.

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La buena letra - Rafael Chirbes

Índice

Portada

Nota a la edición de 2000

La buena letra

Créditos

A mis sombras

NOTA A LA EDICIÓN DE 2000

El lector que conozca anteriores ediciones de La buena letra descubrirá que a esta que ahora tiene entre las manos le falta el último capítulo. No se trata de un error de la casa editorial, como alguien podría llegar a pensar, sino de un arrepentimiento del autor, o, mejor aún, de la liberación de un peso que el autor ha arrastrado desde que se publicó el libro y del que ya se ha librado en alguna versión extranjera. Intentaré explicar aquí por qué he sentido esas dos páginas como un peso y su desaparición como una liberación.

Cuando escribí el libro, me pareció que, por respeto al lector, al final de la novela debía devolverlo al presente narrativo del que lo había hecho partir, y, por ello, puse, casi a modo de epílogo, ese capítulo que aparecía en las anteriores ediciones, y en el que las dos cuñadas –Ana e Isabel– volvían a encontrarse tantos años después. Había algo de voluntarismo literario en tal propósito, cierto criterio de circularidad, un concepto que se manifiesta en numerosas obras, a veces con escasa justificación. Pasado el tiempo, me pareció que el libro no necesitaba de ninguna circularidad consoladora y que al haber añadido ese final había cometido un error de sintaxis narrativa, más grave aún por la filosofía que venía a expresar, y que no era otra que la de que el tiempo acaba ejerciendo cierta forma de justicia, o, por decirlo de otro modo, acaba poniendo las cosas en su sitio. De la blandura literaria emanaba, como no podía ser menos, cierto consuelo existencial.

Si cuando escribí La buena letra no acababa de sentirme cómodo con esa idea de justicia del tiempo que parecía surgir del libro, hoy, diez años más tarde, me parece una filosofía inaceptable, por engañosa. El paso de una nueva década ha venido a cerciorarme de que no es misión del tiempo corregir injusticias, sino más bien hacerlas más profundas. Por eso, quiero librar al lector de la falacia de esa esperanza y dejarlo compartiendo con la protagonista Ana su propia rebeldía y desesperación, que, al cabo, son también las del autor.

Hoy ha comido en casa y, a la hora del postre, me ha preguntado si aún recuerdo las tardes en que tu padre y tu tío se iban al fútbol y yo le preparaba a ella una taza de achicoria. He pensado que sí, que después de cincuenta años aún me hacen daño aquellas tardes. No he podido librarme de su tristeza.

Mientras los hombres se ponían las chaquetas y se peinaban ante el espejito del recibidor, ella se quejaba porque no la dejaban acompañarlos. Tu tío me guiñaba un ojo por encima de su hombro cuando le decía: «Te imaginas qué efecto puede hacer una mujer entre tantos hombres. Esto no es Londres, cielo. Aquí las mujeres se quedan en casa.» Y a ella se le saltaban las lágrimas con un rencor que, en cuanto pudo, nos obligó a pagar.

Siempre tuvo una idea de la vida muy diferente de la nuestra. Quizá la aprendió en Inglaterra, con la familia elegante con la que había convivido durante varios años. Desde el principio habló y se comportó de un modo ajeno. Llamaba a tu tío «vida mía» y «corazón mío», en vez de llamarlo por su nombre. Eso, que ahora puede parecer normal, por entonces resultaba extravagante. Pero él estaba contento de poder mostrar que se había casado con una mujer que no era como las demás y que salía a recibirlo dando grititos, o se escondía detrás de la puerta en cuanto le oía llegar, como para darle una sorpresa. Durante la comida, le acercaba la cuchara a la boca, como se hace con los niños pequeños, y a él no le daba vergüenza llamarla, incluso en público, «mamá».

A mí, las tardes de domingo me gustaba visitar a mi madre y luego me iba al cine con tu hermana, pero desde que llegó ella cada vez pude cumplir mis deseos con menos frecuencia. Se deprimía si se quedaba sola en casa y me pedía que le hiciese compañía. El cine le parecía una cosa chabacana. «Si fuera una obra de teatro», decía, «o un buen concierto, pero el cine, y con toda la gente del pueblo metida en ese local espantoso.» Y a continuación: «Quédese, quédese conmigo aquí, en casa, y nos hacemos compañía y oímos la radio.» Siempre me habló de usted, a pesar de que éramos tan jóvenes y, además, cuñadas.

Me veía obligada a privarme del cine para evitar que se quedara sola en casa y que luego, durante la cena, hubiese malas caras. Lo peor de esas tardes de domingo era que, después de que había conseguido que me quedara, fingía olvidarse de que estaba allí, a su lado, y, en vez de darme un poco de conversación, metía la nariz entre las páginas de un libro, y leía, o se quedaba dormida.

Sólo ya avanzada la tarde se acordaba de mí, cuando me pedía: «¿Y por qué no prepara usted un poco de achicoria y nos tomamos una tacita?» Nunca decía café, como piadosamente decíamos los demás, decía achicoria. Y yo, al oír esa palabra, prometía no volver a quedarme una tarde de domingo con ella. Me ahogaba en tristeza. Era la sospecha de algo evitable que iba a venir a hacernos tanto daño como nos habían hecho la miseria, la guerra y la muerte.

A mi abuelo le gustaba asustarme. Cada vez que iba a su casa, se escondía detrás de la puerta con una muñeca, y cuando yo, que sabía el juego, preguntaba: «¿Dónde está el abuelo?», aparecía de repente, me tiraba encima la muñeca, que era tan grande como yo, y se reía mientras me daba bofetadas con aquellas manos de trapo que me parecían horribles. Le agradaba verme enfadada y que luego buscase refugio en sus rodillas. «Pero si el abuelo está aquí, ¿qué te va a pasar, tontita?», me decía, y a mí ya no me daba miedo la muñeca tirada en la silla. «Tócala, si no hace nada», decía, y yo la tocaba. «Es de trapo.»

También me contaba la historia del marido que salía del baúl en que lo había escondido su mujer después de descuartizarlo y robarle el hígado. La mujer había cocinado el hígado y se lo había servido al amante, y el muerto volvía para recuperarlo. El efecto de ese cuento –su emoción– estaba en la lentitud con que el muerto bajaba los escalones que separaban el desván del comedor. «Ana, ya salgo del desván», anunciaba el muerto, y luego, sucesivamente, «Ana, ya estoy en el descansillo», «ya estoy en la primera planta», «ya estoy en el octavo escalón», «en el séptimo», «en el

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