Los divagantes
Por Guadalupe Nettel
4/5
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Ocho potentes relatos sobre personajes confrontados con lo desconocido y con sus propios miedos.
En uno de los cuentos reunidos en este volumen, la protagonista explica su encuentro con un albatros, ese pájaro solitario y de vuelo majestuoso al que Baudelaire dedicó un poema. Ella y su padre se topan con lo que llaman «albatros perdidos» o «albatros divagantes», aves que, debido al sobreesfuerzo por la falta de viento, enloquecen, se desorientan y acaban llegando a lugares muy alejados de su hábitat natural. Los protagonistas de estos ocho relatos son cada uno a su manera «divagantes». Algún acontecimiento inesperado ha quebrado las rutinas de sus vidas, los ha obligado a salir de su espacio habitual y a moverse por extraños territorios. Por ejemplo, la chica que un día conoce en un hospital a un tío proscrito durante años en su familia por algo que nadie quiere decir; el actor frustrado que inicia, sin darse cuenta, una vida distinta en la casa de un antiguo compañero de carrera a quien le han ido mejor las cosas; la mujer que vive con sus hijos en un mundo agonizante en donde conviene más estar dormido que despierto, o el narrador del magnífico cuento «La puerta rosada», quien descubre la solución para su insatisfactoria vida familiar en una callecita solitaria. Estos relatos, que transitan entre el realismo y la fantasía, enfrentan a sus personajes con esa obsesión que nuestra sociedad ha cincelado con esmero: la del éxito y el fracaso, y dan cuenta de la maestría que Guadalupe Nettel ha alcanzado en este género.
Guadalupe Nettel
Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) es autora de El huésped (finalista del Premio Herralde de Novela 2005) y sus posteriores y muy celebradas obras Pétalos y otras historias incómodas, El cuerpo en que nací, Después del invierno (Premio Herralde de Novela 2014), La hija única (finalista del Premio Booker Internacional 2023) y Los divagantes, publicadas en Anagrama. También ha escrito El matrimonio de los peces rojos (Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero). Sus libros han sido traducidos a más de veinte lenguas y han obtenido, además, diversos galardones internacionales, como el Premio Nacional de Narrativa Gilberto Owen, el Antonin Artaud y el Anna Seghers. Entre las reseñas dedicadas a su obra cabe destacar: «Guadalupe Nettel revela la belleza subliminal que hay en los seres de comportamientos extraños y sondea minuciosamente la intimidad de su alma» (Le Magazine Littéraire); «Los lectores avezados disfrutarán de esa nueva voz literaria, tan sofisticada como original, en el panorama de las letras latinoamericanas» (Arcadia, Colombia); «Una de las más singulares escritoras mexicanas» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia); «La mirada que posa sobre las locuras suaves o destructoras, las manías, las desviaciones es de una agudeza tal que nos remite a nuestras propias obsesiones» (Xavier Houssin, Le Monde).
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Comentarios para Los divagantes
5 clasificaciones2 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Cada historia te envuelve a querer saber más, a descubrir lo complicado y bello que puede ser la vida. Excelente libro, y como siempre, Guadalupe Nettel nos deja muchas enseñanzas en cada historia.
A 1 persona le pareció útil
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Se trata de un libro fluido y con buen ritmo para ser leído. No obstante, muchos de los cuentos resultan bastante predecibles y, principalmente, con finales que en ocasiones resultan forzados o mal establecidos. Una de las excepciones es el cuento final, sin duda. Sin embargo, le hizo falta fuerza, inventiva.
A 2 personas les pareció útil
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Los divagantes - Guadalupe Nettel
Índice
Portada
La impronta
La cofradía de los huérfanos
Jugar con fuego
La puerta rosada
Un bosque bajo la tierra
La vida en otro lugar
Los divagantes
El sopor
Créditos
Para Mir, Lorenzo y Mateo
Nous ne voyons pas les choses comme elles sont. Nous les voyons comme nous sommes.
ANAÏS NIN
LA IMPRONTA
Antes de morir, mi tío estuvo tres semanas en el hospital. Me enteré por una casualidad, o eso que los surrealistas llamaban «el azar objetivo» para hablar de los hechos fortuitos que parecen dictados por nuestro destino. Por ese tiempo, la madre de Verónica, mi mejor amiga, sufría un cáncer muy avanzado y estaba interna en la unidad de terapia intensiva de la misma clínica. Esa mañana me había pedido que la acompañara y yo no pude negarme. Salimos de la universidad, situada en el mismo barrio, y en lugar de ir a la clase de etimología latina subimos al autobús. Mientras deambulaba por el pasillo esperando a que Verónica se ocupara de su madre me entretuve leyendo los nombres de los pacientes escritos en las puertas. Me bastó con ver el suyo para entender que se trataba de un familiar, pero tardé un tiempo en identificarlo. Después de varios segundos de desconcierto –una sensación comparable a cuando, en un cementerio, descubrimos una lápida con nuestros apellidos sin que sepamos de quién se trata–, comprendí que el enfermo era Frank, el hermano mayor de mi madre. Sabía de su existencia, pero no lo conocía. Se trataba, por así decirlo, del pariente proscrito de mi familia, un hombre del que casi nadie hablaba en voz alta, mucho menos delante de mamá. A pesar de la curiosidad que me invadió en ese momento, no me atreví a asomarme, por temor a que me reconociera. Un miedo absurdo, en realidad, pues hasta donde yo recordaba no nos habíamos visto nunca.
Permanecí un buen rato ahí, sin saber qué hacer, concentrada en mi ritmo cardiaco, que no hacía sino acelerarse, hasta que la puerta se abrió y del cuarto salieron dos mujeres vestidas de blanco. Una de ellas llevaba la bandeja del desayuno con los platos sucios.
–Este hombre come más que un San Bernardo. ¿Quién lo diría en su estado?
Me divirtió descubrir que las enfermeras se reían de sus pacientes, pero también la posibilidad de que mi tío fuera un enfermo imaginario como el de Molière, a quien estábamos leyendo en clase de dramaturgia.
En el autobús, de regreso a la universidad, le expliqué mi descubrimiento a Verónica. Le conté también todo lo que sabía acerca de Frank. Buen estudiante desde la primaria hasta el último año de bachillerato, había obtenido en el colegio una reputación intachable y también la admiración de sus maestros. Para eso contó siempre con la complicidad de mi abuela –esto se lo oí decir alguna vez a mamá–, quien le solapaba tanto las ausencias en clase como sus travesuras dentro de la casa. Después de cursar un año la carrera de ingeniero, abandonó la universidad para dedicarse a la fotografía y, más tarde, a vagar por el mundo. Se hablaba también de sus vicios y de sus adicciones, pero jamás escuché a nadie especificar de qué tipo eran éstas. Nunca estuvo presente en los grandes acontecimientos de mi familia, en la graduación de mi hermano, por ejemplo, o mi fiesta de quince años, eventos en los que aparecían, como por generación espontánea, racimos de parientes a los cuales había que presentarme varias veces. Todos mis tíos, excepto Frank. En ocasiones escuchaba a viejos amigos de mis padres preguntar por él con una curiosidad morbosa, como se pregunta por alguien de quien tendremos, sin lugar a dudas, noticias desopilantes. Era imposible –al menos para mí– dejar de notar la incomodidad de mi madre al responder sobre el paradero de ese hermano. «Sé que está en Asia», decía, o «Sigue con su novia escultora». Las cosas que sabía de él las había oído al vuelo en conversaciones ajenas como ésa, pero entonces la vida de Frank no me importaba gran cosa.
El día siguiente fui yo quien le pidió a Verónica que me dejara acompañarla. Esta vez faltamos a la clase de lingüística y fonología, la más aburrida de todas. Llegamos al hospital hacia las doce. Cuando mi amiga entró al cuarto de su madre, esperé algunos minutos y, tras cerciorarme de que no había ninguna enfermera dentro de la habitación de Frank, toqué la puerta y entré. Fue la primera vez que estuve frente a su cama, adonde habría de volver muchas otras veces. Mi tío era un hombre robusto y de abundante pelo gris, que, efectivamente, no tenía aspecto de estar enfermo. Lo que sí tenía era una combinación de rasgos muy semejantes a los míos. Su expresión, a diferencia de la de otros internos, como la madre de Verónica, era lúcida, y estaba consciente de todo lo que ocurría a su alrededor. Su brazo izquierdo estaba enchufado por medio de un catéter a una bolsa de suero donde habían vertido diversos medicamentos, pero fuera de eso, y de una leve parálisis en el lado izquierdo del rostro, parecía dispuesto a saltar de la cama.
–No nos conocemos –le dije–. Soy Antonia, tu sobrina.
Durante un par de segundos sentí que, en vez de una sorpresa agradable, mi presencia le había producido miedo. Fue una sensación veloz, apenas el relámpago que generan las intuiciones, pero tan inconfundible para mí como el susto que yo había sentido el día anterior frente a su puerta. Antes de responderme, su rostro dibujó una sonrisa seductora, la misma que habría de ofrecerme todas las veces en que fui a visitarlo.
Siempre me ha resultado extraña la familiaridad que establecemos con alguien desconocido en cuanto nos enteramos de que es nuestro pariente. Estoy segura de que no tiene nada que ver con la afinidad inmediata, sino con algo tan artificial como la cultura, una lealtad convencional con el clan o, como dicen algunos, con el apellido. Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió entre mi tío y yo esa mañana. No sé si fue por la fama de irreverente de la que gozaba entre nosotros o por la desobediencia que implicaba tratarlo, lo cierto es que sentí una admiración parecida a la que inspiran los personajes de leyenda.
Me preguntó cómo había dado con él y me pidió que no se lo dijera a nadie. Por ningún motivo quería retomar el contacto con la familia. Yo le expliqué, para tranquilizarlo, que había sido por casualidad. Le hablé de Verónica y de su madre, y le aseguré que podía contar con mi silencio.
Los primeros días me resultaba tan insoportable el olor del hospital como el de mi tío. Así que, en vez de sentarme en la silla de visitas dispuesta junto a su cama, me instalé en un borde de cemento que había frente a la ventana, por donde se filtraba una agradable corriente de aire. Ahí estuve más de una hora respondiendo a las preguntas que me hacía acerca de la universidad, de mis gustos literarios, de mis opiniones políticas. Era la primera vez que alguien de mi familia se tomaba en serio el hecho de que estudiara literatura sin pensar que mi elección se debía a una falta de talento para cualquier cosa, y que era una carrera destinada a las mujeres que esperan dedicarse la vida entera al matrimonio. Me sorprendió también lo mucho que había leído. No hubo uno solo de los escritores que yo mencioné esa mañana del cual no conociera por lo menos una obra. Luego Verónica tocó a la puerta y, desde el umbral, me hizo señas para que saliera.
No me despedí de beso. Le di la mano sin mirarlo a los ojos con una timidez que pareció divertirle y me dirigí a la puerta.
–Vuelve pronto –me dijo.
En el autobús, mi amiga me estuvo interrogando.
–Es muy guapo todavía –comentó entusiasmada–. De joven debe haber sido un portento. Pero ten cuidado. Por algo no lo quieren en tu familia.
Era jueves. Estábamos en plena temporada de lluvias y llegué a casa escurriendo. Mi madre y mis hermanos estarían fuera hasta tarde, de modo que tanto la cocina como las habitaciones se encontraban a oscuras. Dejé mis libros ahí y, sin perder tiempo, fui directamente al estudio para buscar la caja donde mi madre guardaba las fotos de su infancia: dos álbumes cuidadosamente arreglados que recorrían sus primeros años de vida. Ahí estaba ella con mi tío Amadeo y un niño mayor de enormes ojos castaños que no podía ser sino Frank. En varias de esas imágenes los vi muy sonrientes jugando dentro de una piscina, en un parque y en el patio de mis abuelos. Pasadas un par de páginas, el niño se eclipsaba misteriosamente. Fuera de aquellos álbumes, había otras fotos dispersas en el fondo de la caja. En ellas, mamá debía estar comenzando la treintena. Su ropa era inusualmente bohemia, huipiles y faldas con bordados indígenas, pantalones de campana, muchas pulseras. Mi hermano y yo aparecíamos de cuando en cuando en brazos de nuestros padres, en pijama o en ropa interior. En las más recientes yo debía tener cinco o seis años. Muchas de esas fotos estaban recortadas de forma sistemática. Sospeché, y no creo haberme equivocado, que la