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Letras a Luana
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Letras a Luana

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En la tierra del agave, no se sabe cuándo saldrá de sus entrañas la fuerza bravía que lleva a un ser humano a buscar respuestas, aunque éstas no existan. Camila de Santiago, en su búsqueda por encontrar la verdad, viajará a lugares y tiempos aparentemente sin conexión, porque el viaje más profundo será a sus adentros, sumergiéndose en la profundidad de su vida, que la llevará hasta una inesperada transformación que podría confundirse con la locura.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 feb 2022
ISBN9798422662661
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    Letras a Luana - Lourdes Esquivel Morales

    En el teatro

    Su vuelo se había retrasado en el aeropuerto de Washington. Pese a que había planeado a la perfección los tiempos para llegar al primer acto de la obra, esto no sucedió como ella esperaba.

    Cuando aterrizó, caía en Madrid un aguacero como si el cielo se desgajara. Tan pronto pudo, salió del avión avanzando con un paso más de prisa que el resto de los pasajeros. Era especialista en administrar las crisis, sin embargo, había momentos en que le ganaba la desesperación y eran esos donde se concentraba en mantener una respiración profunda, e intentaba guardar la calma.

    La fila que tenía por delante le pareció interminable. Se encaminó directo a la sala de entrega de equipaje, con el deseo de poder tomarlo en cuanto se acercara a la banda, pero no fue así. Esperó unos minutos; mientras, solicitó un taxi desde la aplicación del teléfono celular.

    Aquello era un avispero. Todos, apresurados, se cruzaban en los pasillos. Salió de allí dando pisadas largas, tratando de flotar como una pluma que va cayendo casi sin tocar el suelo, y arrastrando su maleta, como si llevara un tictac en su corazón. Ella iba casi corriendo. A pesar del retraso, deseaba llegar al hotel y arrojar el equipaje en la entrada, porque estaba segura que con menos carga le sería mucho más sencillo moverse y verla a tiempo.

    Ya impaciente, ella sería capaz de pagar lo impensable para meterse dentro de un taxi, pero en cuanto salió a la calle ya la esperaba un pequeño coche conducido por un chico con aspecto de extranjero. Apoyándose en la aplicación de tráfico del móvil, le dio instrucciones al joven para seguir la ruta más corta. Como si fuera una experta, le indicaba qué calles debería tomar. Se sentía incapaz de transmitir su desesperación mediante una voz apacible, así que, por momentos, la alzaba. En menos de cuarenta minutos había llegado al hotel. Se bajó corriendo, dejó su maleta en la recepción y gritó que regresaría a lo mucho en una hora. El botones le preguntó su nombre.

    –¡Camila! Me llamo Camila de Santiago –respondió con una voz enérgica desde afuera.

    En muy poco tiempo hizo que el chofer del taxi llegara al teatro. Pagó con dólares americanos y salió despavorida de allí.

    Pasó por la entrada y, saltándose todos los protocolos, se escurrió hasta la butaca que tenía reservada. Estuvo ahí escasos minutos. Escuchó al final, cómo la orquesta cerró el último acto. En ese momento se levantó de su silla y se apresuró hacia el camerino de la protagonista de la obra, pero no había nadie allí. Solo pudo escribirle una nota que echó por debajo de la puerta. Se acercó al círculo de cristal incrustado en la madera y, desde allí, vio en el interior. La proximidad de su rostro semipálido, plasmó en el vidrio su resuello y dibujó una figura ansiosa, sin forma alguna. Esas manchas impregnadas se evaporaron en segundos. De pronto, Camila escuchó voces y fue tras ellas. El teatro parecía un laberinto, no había suficiente luz para reconocer el camino y distinguir el final del pasillo. Como pudo se cruzó el bolso y corrió hacia la puerta trasera, por donde su personaje inalcanzable, hasta esos momentos, había escapado. Al salir a la avenida observó una multitud en el costado del frente de la calle y que, entre aquel tumulto, la protagonista de la obra subía a un auto, y se alejó de allí.

    La lluvia en Madrid había dado tregua y cesado su intensidad. Algunas personas pasaban por la avenida y las luces de las luminarias, apenas alumbraban la calle. Esa noche, Camila había disfrutado de la última escena y sentía su ropa impregnada del olor del teatro, de la música y del aroma a madera del plató. Prefirió dar una caminata. Deseaba atesorar por un tiempo esa esencia mezclada con la lluvia, sin abandonarla en alguna cabina de taxi. Anhelaba estar un rato a solas con sus pensamientos para analizar la absorta idea que le había llevado hasta allí, a un teatro desconocido en Madrid.

    Antes de cruzarse a la acera de enfrente, tocó su cara y su cabello como solía hacerlo cuando quería conservar la calma. Pasándola por un costado recogió un poco su melena lisa, para no mojarse tanto. Al sentir las gotas caer, puso la mano en su frente como protección.

    Las noches húmedas, en cualquier ciudad, le recordaban las calles de su infancia, aquellos viejos caminos empedrados de la hacienda que tenía tan presentes en su memoria. Era difícil olvidar las fragancias, la calzada que llevaba a casa, el portón mojado de la entrada y el crujido que hacía al abrirlo, hinchado de tanta agua. Se le vinieron recuerdos invaluables, a veces, el pasillo de ladrillos rojos lleno de pisadas que el agua tornaba cafés; otras, con flores que volaban de los naranjos cercanos.

    Era su primera visita a Madrid. Como era su costumbre, cuando visitaba una ciudad por primera vez, leía sobre algunas cosas importantes de la vida, creencias, costumbres y localidades, para insertarse en forma discreta, como una pieza más. En esta ocasión no había sido diferente. Había estudiado calles, avenidas y leído sobre la cultura madrileña de la zona donde se alojaría. Tenía cierta obsesión por eliminar la palabra sorpresa de algunas cosas de su vida.

    Con su teléfono móvil en mano y el bolso cruzado, se dio prisa para retornar al hotel. En la entrada principal del edificio paró un poco. Se recargó sobre uno de los pilares y respiró profundamente. Antes de entrar observó los grandes relojes que estaban en la recepción; casi alcanzó a escuchar el tictac de cada uno de ellos. Había tenido un viaje apresurado, pues apenas en los primeros días de la semana había tomado la decisión de viajar a Madrid. Estaba al final de su semestre de postgrado en Boston e hizo reservaciones por pocos días para estar en la ciudad también conocida como La Villa y Corte. Esta vez sus objetivos no eran aquellos que generalmente emprendía. Ahora la movía algo emocional, deseaba conocer de frente a la persona que le había secuestrado sus pensamientos y su tiempo entero; a quien la tenía ilusionada, perdida en esos ojos que la obsesionaban, aunque solo los había visto en fotografías de redes sociales, pero que, cada vez, ella deseaba que cobraran vida, que se volvieran reales.

    Ya cerca de la madrugada, con muy pocas horas de haber dormido, pasó a la recepción por la llave de su cuarto, y al percatarse de que el bar se encontraba a un costado, se detuvo y observó una barra iluminada. Brillaban las copas y los vasos bien acomodados. Escuchó un teclado ejecutando una especie de sonata flamenca. Sin pensarlo mucho, entró al lugar y se dirigió a corroborar que la textura de aquella madera de la barra era tan suave como aparentaba desde lejos. Caminó lento; sentía cansancio por todo el cuerpo, pero era físico, porque la emoción de encontrarse en suelo madrileño le hubiese permitido hacer cualquier cosa intrépida, como pasar de largo la noche entera.

    Al llegar a la barra, el cantinero la miró y le regaló una cálida sonrisa. El rostro de Camila se veía agotado, su pelo algo despeinado. Hacía frío; tenía las mejillas rosadas y los labios resecos. Ella volteó hacia el hombre que tocaba el piano. Observó su figura y su rostro; un piano negro entre un fondo de pared ocre y un cigarrillo encendido, posado en un cristal en forma de cenicero. Se volvió a la barra y el barman le ofreció un vino de la casa.

    –Buenas noches, señorita. ¿Desea un exquisito vino de La Rioja?

    Camila asintió con la cabeza mientras trataba de acomodarse en aquella silla alta. El cantinero le sirvió una copa a medio llenar y ella la sostuvo por el tallo, como si tomase una flor, al tiempo que olía su aroma y oxigenaba su buqué. Bebió el primer trago de vino y lo dejó reposar en su boca. Luego lo ingirió lentamente hasta sentir que bajó por su garganta. Con la mirada puesta en la copa bebió un segundo trago; su corazón bajó el ritmo; su mano izquierda soltó el cinto de su bolso y su cuerpo empezó a relajarse, como un pedazo de papel que se extiende en la mesa, después de arrugarlo tanto.

    –¿De dónde nos visita? –le preguntó el cantinero mientras preparaba una bebida.

    –Soy de México –respondió Camila con pocas ganas de llevar una conversación.

    –Me dio la impresión de que fuera de Italia. Pero mire, qué grata sorpresa. ¿Es del centro de México?

    –No, del este.

    –¡México! Maravilloso país, su música y su tequila. –El cantinero entusiasta quiso empatizar con la mexicana. Camila sonrió un poco, con intención de corresponder a la expresión corporal del hombre que trataba de reanimarla aquella noche en Madrid.

    –Usted no me lo va a creer, pero justo soy de la tierra del tequila. –Después de un silencio respondió Camila.

    –¡Vaya, nunca me lo hubiese imaginado, niña! –le dijo el cantinero con un acento excesivo que trataba de imitar el tono mexicano. A Camila eso le pareció innecesario.

    Después de aquel preámbulo con el barman, ella volvió la vista a su alrededor. Había poca gente en el bar; algunas mesas vacías. Al fondo, más allá del piano, observó a una mujer sin compañía, leyendo y tomando una copa de agua cristalina. Camila sonrió apacible. Miró a la joven por segundos y notó que ésta no quitaba su mirada del libro ni se percataba de su entorno. Ajustándose más cómoda, Camila se apropió de nuevo en su silla; le dio un último trago a su bebida, sacó unos billetes del bolso y, amablemente, se despidió del hombre detrás de la barra.

    Se dirigió a la habitación y, al entrar en ella, Camila encontró las ventanas abiertas y unas cortinas que se despeinaban al vuelo, como deseando abrazar las paredes, y se preguntó quién habría dejado todo abierto, pero no le dio mayor importancia; vio dos hermosas lámparas a los costados de la cama. Su maleta estaba situada en un pequeño clóset. Se dejó caer en un sofá sin preocuparse por la postura, y tomó su computadora para revisar sus e-mails. En la bandeja de entrada había un correo prioritario para ella, lo remitía uno de sus mejores amigos de Boston, Peter Skands.

    Después de que estuvo revisando mensajes, sintió pesadez en sus ojos y supo que era hora de dormir. Con un movimiento suave cerró su computadora y se levantó del sofá. Hizo que las ventanas y las cortinas dejaran de revolotear. El silencio se sintió en esa habitación. Camila fijó su mirada en un extremo de la cama; se sentó en ella, se quitó las botas y, estirando las sábanas para recostarse, dijo como solía hacerlo:

    –Tan solo dormiré un rato.

    Buscando la flor perfecta

    El sol ya se había puesto en el Este. Camila se despertó con la idea de que estaba aún en Boston y que le esperaría un día con agenda comprometida, marcada por el reloj. De un salto se puso de pie y se dio cuenta de que había dormido en Madrid. Abrió las cortinas y las ventanas que pudo, se asomó por el balcón y observó la avenida con pocos pobladores caminando. Las calles estaban serenas; miró los árboles y percibió un exquisito aroma a café que predominaba en el ambiente. Sin hablar, y tallándose los ojos, se dirigió al baño. Seguía el frío en Madrid. Esa época era su preferida, frío, noviembre, fin de curso. Adoraba los finales; le gustaba cerrar ciclos. Quizás éstos representaban cambios en su vida, el principio de algo mejor o un desapego que la mantenía alejada de su ciudad, de su familia y de sus enraizadas costumbres.

    Era amante de la sobriedad en el vestir; el uso de demasiados colores le abrumaba. Había deshecho la maleta y ordenó las prendas por estilos y tonalidades, así como un par de perfumes que la acompañaron al viaje. Ese día decidió llevar una falda negra, ligeramente entallada, poco más abajo de sus rodillas, y la usaría con una de sus blusas preferidas en color claro. Se puso un gorro, guantes ligeros de piel y un saco púrpura oscuro para protegerse de alguna ventisca. Pensó contrastarlo con un toque diferente usando una bufanda en tonalidades grises. Esparció perfume en su rostro, el suficiente, pero sin pasar al exceso. No podrían faltar sus botas de tacón alto en esa ocasión. Para Camila, las pisadas eran semejantes a sembrar pequeños pedazos de raíces que deberían de dejar huella o lejanía en ciertos casos de su vida. Decidió bajar del cuarto para tomar un café muy de mañana que la mantuviera aún más alerta. En el lobby, al abrirse la puerta del elevador, se encontró con la misma joven que había visto la noche anterior. Ésta aguardó en espera de que Camila saliera, pero, en ese momento, la mexicana se percató del aroma que acompañaba a la chica, detuvo la puerta y la invitó a pasar.

    –¿Puedo ayudarte?, ¿a qué piso vas? –le preguntó Camila.

    El encanto de verla de nuevo y la fragancia que la trasportaba a un lugar especial, la hicieron reaccionar de una manera extraña. Se había dirigido a la joven en español, pero en realidad no sabía si hablaba su mismo idioma, francés u otro. Los países europeos tienen una extraordinaria combinación de cultura y en algunos casos no se identifica con claridad la nacionalidad de las personas, sobre todo si te las encuentras alojadas en algún hotel de Madrid.

    –Voy al quinto piso, ¡gracias! –le contestó ella en el mismo idioma.

    Su voz le recordó a una maestra europea que hablaba el español con acento diferente al hispano.

    –¿Quinto piso? Muy cerca del mío. Mmm… creo que tendré que regresar al sexto, olvidé mi computadora –improvisó Camila sin menor pudor, porque, ¿acaso deseaba estar unos minutos cerca de ella en aquel espacio cerrado? A Camila le hubiera sido imposible deambular por las calles de Madrid sin su computadora, era parte de su vida, un accesorio más. Cuando el elevador se detuvo en el quinto piso, la chica salió y recorrió el pasillo. Camila asomó su cabeza entre las puertas y, por unos instantes, la vio perderse entre cuadros y paredes. El elevador se cerró y ella se miró en el reflejo de acero; sonrió y oprimió de nuevo el botón que la llevaría a su destino.

    En el restaurante tomó café, unos pedazos de fruta, hot cakes con miel de maple y tocineta. Eso le otorgaría suficientes calorías para un día de frío. Era una mañana extraordinaria, el sol salía por el costado e iba calentando poco a poco los rostros y la sonrisa de los transeúntes. Se veían calles limpias y edificios pintados de blanco; algunos con mezcla de cantera y de mármol. Lucían en los balcones maceteros con flores y hojas verdes que colgaban sobre las paredes. España le estaba enamorando el alma.

    Como su plan ameritaba, Camila había conseguido un listado con las mejores floristerías de la ciudad, y tomó la calle principal para recorrer paso a paso las tiendas aledañas. Se proponía llenar el camerino del teatro con los arreglos más bellos que pudiera encontrar. Al momento de entrar en una de las florerías, el olor que percibió y los ramos en canastas de madera la trasportaron a los jardines del patio de su abuela; olía a naranjo, a rosas, a verde, a hierba. El último de los locales, uno pequeño, vendía flores exóticas como orquídeas y magnolias. Camila no era experta en el tema, pero no bastaba con serlo. Apreciar las flores es una tarea sencilla para todo ser humano. Los colores, la frescura y esencia, reflejan una combinación casi perfecta de arte natural.

    El tiempo había transcurrido entre esas avenidas de Madrid. Camila solo estaba en espera de la siguiente función del teatro. Esa noche vería la obra desde una butaca lejana, pues deseaba dirigirse lo más rápido posible al camerino para ver a la actriz de cerca. Eran casi las seis de la tarde. En su encuentro quería lograr una conexión perfecta a través de los pétalos, los olores, lo inesperado, y la sorpresa de verse con un ser casi conocido para ella.

    A pocos minutos de ingresar al teatro se sentó en una banca, poco más o menos de frente a éste. El teatro estaba en la esquina de una gran avenida. Atrás de su banca se encontraba un pequeño parque lleno de árboles. Desde allí se escucharon las hojas del otoño arrastrándose. De pronto observó cómo algunos camioncitos se estacionaron afuera del teatro y entregaban sus pedidos de flores. Con toda la emoción que le invadía se había olvidado del frío, mas, de repente, recordó Boston, donde quizás ya sus amigos se estaban preparando para recibir las primeras nevadas, mientras ella, sentada allí, ante ese espectáculo parecido a un baile en primavera, sentía que estaba frente a un fogón que le regocijaba la piel, los sentidos y el espíritu.

    El sol inició su caída; iba comiéndose a sombras las avenidas. Las figuras de las personas que deambulaban por allí empezaron a perder la claridad de sus rostros. Seguía el frío sintiéndose en aquel lugar. Camila se abrazó a su saco y a su bolso. Era hora de abrir las puertas del teatro. Volteó hacia todos lados y cruzó la avenida. De nuevo estaba allí, caminando por ese pasillo con alfombra roja, luces encendidas y carteles de la obra. Otra vez tenía una barra ante sus ojos. Ahora un café le acompañaría mientras esperaba la apertura de la función. Sin hablar, bebió a sorbitos mirando la profundidad de la tasa, deseando ver algo más que eso y llegar hasta el fondo. Y, como si fuese una escena repetida de la noche anterior, tenía la mirada fija en algunos objetos que allí habitaban, pero, en realidad, no veía nada, estaba perdida esperando la primera llamada.

    La gente empezó a llegar al teatro. De pronto, Camila se percató de que estaba casi lleno y comenzaría la obra. El día anterior no había visto el inicio, así que no deseaba, en lo absoluto, perderse de nada. Recogió aprisa sus cosas de la mesa y se dirigió a la sala a buscar su butaca, casi hasta el final de la primera sección. Era una sala al estilo de los teatros italianos, con un diseño en abanico y el plató escalonado; las butacas muy cómodas y el escenario se veía perfectamente desde cualquier lugar donde se situara el espectador. Camila no tenía una experiencia muy cercana con el teatro. Lo había conocido siendo muy niña, cuando su abuelo la llevaba a los musicales en la gran ciudad. Durante sus estudios de universidad y postgrado, solo había tenido la oportunidad de ver algunas presentaciones de ballet, por lo que esa noche para ella todo era asombroso.

    Al finalizar la obra, sin esperar las ovaciones, Camila se levantó de su asiento y se dirigió a los pasillos, afuera de la sala. Esperó a que la mayoría de los espectadores se ausentaran. Caminaba de un lado a otro tomando su bolso cruzado; tocaba su barbilla como acostumbraba a hacerlo; mordía sus labios y movía su cuerpo. Su mirada no veía, no observaba; su mirada estaba algo extraviada. Se quitó el saco; empezó a sentir un calor interno. Tan solo pensaba en las palabras que le diría a la actriz al verla. A Camila, los encuentros con personas desconocidas solían serle muy fáciles, sin embargo, esa era una situación distinta. Pasaron unos minutos; para Camila fue una larga espera. Entonces, al notar que el teatro había quedado prácticamente vacío, se dirigió hacia el camerino con pasos firmes. Le sorprendió que desde allí se percibía el exquisito aroma de las flores. Al llegar casi al final del pasillo, que parecía un negro túnel interminable, se detuvo de pronto; vio a la actriz besándose los labios con un hombre que la tenía en sus brazos. Sus cuerpos estaban tan cerca, como en la conversación de un amor pausado.

    La actriz descubrió a Camila, parada allí observándolos; cuando la miró cerró los ojos, y con un giro le dio la espalda. Aquello era un asunto privado.

    Frío en Madrid

    Esa noche Camila sintió que todas las luces se habían apagado. Con el rostro desencajado salió del teatro caminando de prisa, de la misma manera en que se deseaba salir de una escena sin ser visto, queriéndose esfumar como un vapor seco que produce una nevada. Se le vio extraviada, con sus hombros caídos. Al salir del teatro recorrió la avenida a paso constante; tomó su bolso cruzado y, con él, se cubrió el rostro. Apenas si las luces de la calle lograban reflejar su sombra. No estaba segura de lo que había visto. La calzada parecía un trayecto donde no se escuchaban sus pisadas. El silencio se percibió enérgico, y Camila, con su paso constante, sin perder de vista el camino que le llevaba al hotel, siguió insistiendo en hacer sonar sus botas en el asfalto. Mientras más fuertes daba sus pisadas, más sentía el vacío de sus pasos; su ritmo cardíaco la hizo agitarse más; con su garganta seca las palpitaciones se hicieron más fuertes. Tomó su bufanda para taparse la boca y sofocarse un llanto ansioso, asfixiando un grito que no pudo sacar desde su pecho.

    –Sé que esto fue una locura –susurró entre dientes–, sé que me apasioné con la idea de estar presente en su obra, enviarle esas flores y... ¡Qué estúpida obsesión! ¡Qué estupidez la mía! –Camila seguía murmurando entre muelas apretadas y sin salivar, porque no podía.

    Mientras más bocanadas de aire deseaba tomar, el frío le calaba la lengua, la garganta y hasta las entrañas. A la velocidad que transcurrían los minutos y con su estilo de tomar decisiones, era prácticamente entendido que tendría que despedirse de esa ciudad.

    –¿Será que mañana tome un vuelo de regreso a Boston? No quiero estar más aquí –dijo Camila casi murmurando.

    El pensamiento burbujeante continuó dando giros. Se le vinieron un juego de palabras y de autoconversaciones que, en momentos como ese, eran difíciles de parar.

    Al llegar al hotel se dirigió directamente hacia el bar. Sin dudarlo siquiera, absorta, se sentó en aquella silla que la noche anterior le recostó el cansancio. El cantinero ya le conocía el rostro. Ahora veía una cara desconcentrada del entorno, e inmersa en ideas que la condujeron hasta ese sitio a beberse todo el alcohol que pudiera.

    Observó los licores que estaban frente a ella. Miró los vinos y las copas. Sin sonreír y en un acto de irreverencia, le pidió al cantinero un whisky.

    –Buenas noches, me da un whisky –Camila le habló al barman con cierto tono de insolencia.

    –Buenas noches, señorita. ¿Qué desea tomar hoy? ¿Le sirvo un vino para mitigar el frío?

    –No sé si me ha escuchado, no quiero vino esta noche. ¿Me podría dar un whisky escocés?

    –¡Por supuesto! ¿Cómo desea que se lo sirva?

    –Mire, por favor páseme esa botella; regáleme un vaso que lo beberé seco.

    El cantinero le puso un vaso rock glass y una botella de whisky casi en sus manos. Camila tomó el vaso y derramó un poco del líquido amarillento dentro de éste, a medio llenar. De un solo sorbo se bebió lo que había allí, hasta dejarlo vacío. De inmediato se sirvió un segundo vaso, y al tomar un sorbo lo dejó reposar un poquito en su boca. Tocó los tendones por encima de sus hombros y levantó su cara hacia arriba estirando el cuello. Sintió cómo la bebida fue quemando por dentro, desde la lengua, pasando por la garganta, hasta atravesar en medio de su pecho. Se quitó todo: bolso, saco, y los arrojó a una silla contigua. Observó el vaso de nuevo, como segura de lo que estaba haciendo, y vertió el resto en su boca. Bajó el rostro y puso los codos sobre la barra. Llevó los dedos a su cabello. Se quitó el gorro con cierto fastidio y alborotó todo lo que había debajo de éste. Después de servirse por tercera ocasión, se dio vuelta para ver a su alrededor. En la barra había algunas personas, retiradas de ella. Empezó a buscar más allá del piano y del hombre que tocaba. Bebió otro y otro vaso más. Su mirada empezó a desvanecerse, pero, en realidad, el resto fuera de sí se disipaba. Tras su parpadeo lento, dejó de mirar con claridad lo que había en su entorno y los recuerdos se hicieron más confusos.

    –¿Llevaba medias negras o cafés? –se preguntó sobre el outfit de la actriz–. ¿Se estaba besando con un chico o una chica? –Las escenas en su cabeza daban volteretas y golpeteaban su razón.

    Tenía varios mililitros de alcohol ya en su cuerpo, empezó a reír en un acto reservado, mirando su reloj. Su sonrisa intelectual solo la podía rescatar en ese momento, recordando lo exitosa que era para los negocios. Su sensatez le decía que ese viaje planeado, pero intempestivo, había sido diseñado por una financiera estúpida, aventurera. Sus expresiones empezaron a desdibujar su rostro; unas ligeras carcajadas se escucharon a tono cerrado en aquel bar.

    Al voltear su rostro, girando lentamente su mirada, porque ya no podía hacerlo de otra manera, observó hacia la puerta que daba al lobby. La chica del elevador entraba. Esa, la misma que leía un libro bajo las luces tenues del bar en la noche anterior.

    –Ella de nuevo. La de la otra noche –conversó Camila consigo misma–. De nuevo sola a estas horas, ¿se le habrá extraviado el elevador y su habitación? –Se sonrió hacia dentro, arrojando una pequeña respiración por su nariz.

    El sarcasmo no era una de sus principales características, pero le era sencillo pensarlo. Parada en la entrada, la mujer volteó a ver hacia todas las mesas. Miró hacia la barra y observó a Camila. Sus miradas se cruzaron como si fueran personas conocidas. Ella inició una caminata pausada hacia la barra. Camila alcanzó a percibir el aroma mientras sus pasos se iban acercando. La chica, con voz suave y un acento particular, hizo un comentario muy cerca de Camila.

    –Hola, te vi hoy en el elevador, ¿lo recuerdas?

    –¡Claro! Nos vimos allí… fue muy de mañana y ahora, mmm… parezco un desastre –mirándola de perfil, le contestó Camila, tratando de equilibrar sus palabras. Después de varios tragos era imposible no sentir el cosquilleo en la nariz y la lengua algo desarticulada.

    –¿Me invitas un trago de eso que estás bebiendo? –le preguntó con cierto tono de inseguridad.

    –¡Claro! –Parecía que Camila no podía contestar más que un «claro» a sus preguntas–. ¿Lo quieres directo, en las rocas, o con alguna bebida especial?

    –Lo tomaré igual que tú, pero con hielos –le contestó con mesurada seguridad queriendo conectarse con ella–. ¿Y encontraste tu computadora portátil? –le preguntó dejando espacio para que Camila respondiera.

    –Sí, la encontré, tenía que investigar algunas cosas, lugares que visitar, florerías, teatros, calles, en fin, cosas de Madrid.

    –Mmm… Ya veo, ¿es la primera vez que estás en la ciudad?

    –Sí, efectivamente. Aunque había viajado antes a Londres y otros países europeos, no había tenido la oportunidad de visitar España. Es hermoso, bueno, solo he conocido muy poco de Madrid, a decir verdad.

    –Deberías de conocer Barcelona, ¡es genial! –le respondió con entusiasmo y con un acento que la mexicana no lograba descifrar.

    –Quizás en otra ocasión. Por ahora tengo un tiempo recortado y tendré que regresar a Boston.

    Las preguntas de la chica nueva le parecieron a Camila típicas interrogaciones de cantina, como suele decirse en México.

    –Soy de Irlanda, pero he vivido en diferentes países. Mi padre tiene un cargo público en una organización gubernamental y con frecuencia tenemos que mudarnos de país; por lo que no sé con exactitud de dónde soy. –Ella empezó a hablar sin que alguien le hubiera preguntado su procedencia. Hablaba y sonreía. Camila solo la veía detenidamente, esperando que hiciera alguna pausa para que respirara–. Ahora estoy viviendo en Ámsterdam y no sé por cuánto tiempo estaré allí.

    –¿Y qué haces en Madrid? –Camila le cuestionó, mientras seguía tratando de entender toda esa conversación. La veía mover sus labios como en cámara lenta; se había fijado en el color blanco de sus dientes y en cómo las palabras salían de su boca sin recato alguno, una tras otra.

    –Cuestiones de trabajo. Estoy en un proyecto particular. Soy diseñadora de arte y se está remodelando un museo aquí en Madrid; verás… me han invitado a participar. Es la primera vez que estoy metida en algo así y estoy fascinada de hacerlo.

    Con una sonrisa nuevamente refrescante, la mirada de ella brilló al contar sobre su proyecto. Parecía que tenía enormes deseos de conversar al respecto y compartir lo que en esos momentos sentía. En ese instante se acomodó más plácidamente en la silla y volteó su cuerpo para estar completamente frente a Camila; seguía moviendo sus manos con calidez mientras hablaba de sus aspiraciones, y Camila, perdida entre sus palabras, veía sus manos, cómo iban de un lugar a otro, como dirigiendo una orquesta sinfónica.

    –Bueno, pero ya he hablado demasiado de mí. ¿Qué hay de ti? ¿Qué más haces aquí en Madrid, aparte de querer beberte algunas botellas de este bar?

    El dedo índice de quien había hablado con tal soltura repasó su vaso, limpiando la transpiración de los hielos y haciendo pequeñas figurillas que apenas se dibujaban. Parecía que aún deseaba seguir diseñando los trazos de su arte, de las líneas y estructuras del museo. De pronto, Camila emitió una fuerte carcajada.

    –¿Beberme algunas botellas de este bar? No, en lo absoluto. Pero veo que tu vaso está casi vacío; ¿quieres, al igual que yo, olvidarte de algo? –le preguntó Camila.

    –¡Por supuesto que no! Por ahora no hay nada que perturbe mi vida. Solo que este trago me hará dormir y reposar de un día intenso de actividad. Pero dime, ¿qué haces realmente en Madrid? –Su pregunta le hizo recordar a Camila, de nuevo, su estancia allí. Se le vinieron las últimas escenas e imágenes a su mente.

    –¿Sabes? Vine a comprar muchas flores, muchas… para adornar un camerino, unas mesitas, una silla o dos, no lo sé en realidad. Y… vine a suspirar y respirar el extraordinario aroma de las calles de Madrid; a ver las luces de las avenidas por las noches y pasear por ellas.

    –¿Acaso eres poeta o me estás diciendo una historia de amor?

    En ese momento Camila se percató de la mirada profunda de su acompañante inesperada, quien tenía unos ojos azules que brillaban aún más por la intensidad de la luz; aunque la veía borrosa, de seguro era el alcohol que le estaba causando estragos. Tenía una postura apacible y aún sus labios seguían sonriendo. Su rostro pálido y su cabello castaño, quizá un poco rojizo, engañoso color para Camila en esos momentos, la mantenían desenfocada en la conversación y, a como pudo, contestó con toda sinceridad.

    –Sabes, he venido por cuestión de amores, pero creo que me regresaré a Boston antes de lo previsto, con la satisfacción de haberte conocido –le contestó Camila sin mencionar más palabra.

    El cantinero les sirvió los últimos tragos de la noche. Se había terminado la charla. La mexicana le había confesado a su acompañante su estancia, no dando más detalles. Sin voltear a verla, se talló el rostro con sus manos e hizo un gesto parecido a un suspiro. La mujer, que no le quitaba la vista de encima, se levantó de la silla, puso su mano en el hombro de ella, le acomodó un poco sus cabellos y alejó el vaso, hablándole en voz muy baja.

    –Boston, ya veo… No más bebida por esta noche, ¿te parece bien? Creo que sería conveniente que subieras a tu habitación, al igual que yo. Si el hombre a quien has venido a ver no está ahora contigo, déjalo ir. Tal vez sea tiempo de regresar a tu

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