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El vuelo del colibrí
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Libro electrónico531 páginas6 horas

El vuelo del colibrí

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Antología de prosa breve mexicana recopilada por la reconocida cuentista Beatriz Espejo. Incluye títulos de los grandes maestros de este género literario, además de un serio e histórico prólogo que menciona algunos datos biográficos y de obra de los escritores recopilados.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
El vuelo del colibrí
Autor

Beatriz Espejo

La gran narradora y ensayista Beatriz Espejo ha sido galardonada con diversos premios como el Premio Magda Donato en 1978 por su obra Julio Torri, voyerista desencantado; el Premio Nacional de Periodismo en 1983 por sus colaboraciones en diarios y revistas y el Premio Colima de Narrativa, por El cantar del pecador. Obtuvo el doctorado en letras españolas en la Universidad Autónoma de México. Ha sido profesora en la Escuela Nacional de Maestros y de la Facultad de Filosofía y Letras. Sobresale, asimismo, sus aportaciones como investigadora del Centro de Estudios Literarios (CEL), de la UNAM. Ha colaborado en la revista El Rehilete, Estaciones, Cuadernos del Viento, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (FCE) Revista de Filosofía y Letras, México en la Cultura y Ovaciones. Beatriz Espejo, que fue becaria en dos ocasiones del Centro de Investigaciones Literarias de la (UNAM), 1969 y 1971; también obtuvo becas del Centro Mexicano de Escritores, de 1970 a 1971; y de El Colegio de México. La reconocida autora incursiona en el mundo de la tecnología y las publicaciones digitales con Editorial Ink.

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    El vuelo del colibrí - Beatriz Espejo

    EL VUELO DEL COLIBRÍ

    Antología de la prosa breve mexicana

    Coordinación y prólogo Beatriz Espejo

    Selección Ana Rosa Suárez Argüelles, Halina Vela y Beatriz Espejo

    Notas bibliográficas Jesús Gómez Morán

    Justificaciones previas

    Por Beatriz Espejo

    Hace más de cuarenta años Emmanuel Carballo, que entonces dirigía Empresas Editoriales, me pidió que hiciera una antología del cuento breve. A José Emilio Pacheco y a Carlos Monsiváis les había propuesto otras dos: La poesía mexicana del siglo xix, 1965, y La poesía mexicana del siglo xx, 1966. Ambos aceptaron la invitación con admirable seriedad y consiguieron respectivamente su primer trabajo importante. Por su parte, Emmanuel hizo El cuento mexicano del siglo xx, 1964. Eran pues los años sesenta. Yo decliné el ofrecimiento y lo mismo ocurrió con un ensayo que Francisco Corzas, uno de los pintores mexicanos que más admiro y a quien sigo queriendo entrañablemente, me solicitó ofreciendo incluso abrirme sus archivos. Por razones personales que no viene al caso recordar no hice ni uno ni otro libro; pero ambos quedaron como retos que estuvieron al alcance de la mano y dejé irse. Hoy retomo el primero de ellos emprendiendo una investigación colectiva con la doctora Ana Suárez y la maestra Halina Vela. Se ha convertido en algo muy complicado porque siempre es difícil trabajar en equipo respetando los diferentes criterios y porque quisimos extendernos a lo que juzgamos los inicios de la mini prosa. Empeño en el cual nadie se había embarcado, hasta llegar a jóvenes que pueden convertirse en valores del futuro o quedar en promesas definitivas. Son una moneda al aire que caerá en cara o cruz, pero nos pareció importante, aparte de citar autores ampliamente reconocidos por su indudable talento, apoyar a muchachos que empiezan en la literatura cuyo camino presenta innumerables escollos y exige persistencia; además, la lista abarca un espectro muy amplio. Consultamos numerosos volúmenes. En ocasiones requerían esfuerzos antes de hallar algo interesante y luego el riesgo que implican las selecciones. El primer escritor que aparece nació en 1803 y el último en 1986. La selección aspira entonces a representar las diferentes corrientes y transformaciones sufridas por un género cultivado por algunos empeñados en fórmulas escuetas que a veces, pongamos el caso del general Vicente Riva Palacio, dejaron perlas escondidas en la vastedad de su obra. Sin embargo, entre los diferentes ejemplos unos tienen más valor histórico que artístico. Son curiosidades bibliográficas. Otros han sido recogidos ya en repetidas ocasiones como verdaderos clásicos de la mini prosa y otros más no alcanzan las altas cumbres a las que aspiran. Dos o tres veces incluimos textos guiadas por un criterio que podría cuestionarse. No fueron escritos como mini cuentos, pero sí como textos breves. De antemano aceptamos tales cuestionamientos. No obstante, nos parecieron representativos de una época y de una manera de entender el devenir cultural de nuestro país y los lazos que los escritores se tienden entre sí. Naturalmente no olvidamos que hay grandes maestros del género y, entre los contemporáneos aún en ejercicio, seleccionamos a quienes lo practican con más asiduidad.

    Las notas bibliográficas finales quedaron a cargo de Jesús Gómez Morán.

    Prólogo

    Stevenson decía que la forma más alta de la literatura sucede cuando la palabra se convierte en relato. Y se comenta que al final de sus años Juan Ramón Jiménez pensaba convertir su poesía en prosa. Esto último me parece improbable, pero hay poetas que prefieren otra concreción del ritmo verbal para lograr sus mejores versos. Practican su dominio de la frase y una habilidad que no imita a los clásicos. Vulnera las leyes del tiempo y del idioma y moderniza pasajes antiguos, grecolatinos, bíblicos, personajes mitológicos; así, Prometeo, Poseidón, las misteriosas sirenas o protagonistas de grandes libros: Ulises, Penélope, Sancho Panza, don Quijote, han inquietado la imaginación de escritores que buscan una óptica y un estilo propicios para expresar sus obsesiones, sus desafíos, su modo de entender cuanto los rodea y los nutre. A mi juicio aquí se fincan las raíces del llamado mini cuento. Participa de las características del ensayo, del cuento tradicional. Convoca anécdotas, inventos, brindis, experiencias biográficas, parodias, símbolos, reflexiones sobre asuntos imbricados con la vida y la muerte, la estética, con temas lingüísticos, idiomáticos. Está muy cerca de las leyendas y hasta de los epitafios, por citar algunas características. Su reino es muy amplio. Fabulilla llamó Franz Kafka a pasajes que componen La Muralla china. En ocasiones, como afirmaba Julio Torri, los autores más felices encuentran el filón de oro, extraen algunas pepitas y los dejan todavía ricos y sugerentes a merced de otros exploradores.

    No hay duda. Se trata de un género difícil de clasificar. Críticos nacionales e internacionales han hecho distinciones entre lo que llaman micro relato y mini cuento, pero es preciso admitir que se relacionan entre sí y también con formas intermedias, e incluso con fragmentos que presentan una unidad. Las distinciones son ambiguas. Desde siempre los autores de textos breves eligen temas a su entender novedosos y buscan fórmulas para tratarlos. Buena parte muestran los cambios de costumbres y de ideas impuestos por la época. Revelan las evoluciones que va sufriendo el lenguaje, las tenencias impuestas por distintas escuelas, pero todos reducen su pensamiento a un espacio escueto. Vulneran las leyes del tamaño para guardar lo inabarcable en lo diminuto. Saben que no pueden decir más con menos y que allí radica la exigente poesía. Favorecen sus dotes hasta volverse constructores de asombrosas miniaturas en las que utilizan la ironía, el ritmo, la sonrisa, la frase exacta y atinada. Clavan el alfiler en el centro de una mariposa. Su capacidad de condensación los condecora como orfebres de piezas óptimas con claras intenciones líricas donde reluce su pericia y casi siempre encuentran el giro final que completa el texto cuya última palabra no termina de decirse. Por eso el último hallazgo resulta tan importante en la gran mayoría de los casos. Suele suceder que el remate sostenga o explique lo anterior, que descanse en una idea explícita o sobreentendida y se espera que sea atinado. Suele suceder que a veces todo se limite a un pensamiento tan fugaz, incisivo e inolvidable como piquete de avispa.

    Los autores que intentan el reto hacen una literatura culta, llena de referencias intertextuales, dirigida a públicos tan exquisitos como ellos mismos y, por tanto, invocan la complicidad de los lectores convertidos en espejos. Establecen diálogos. Sólo así pueden rescatar lo evanescente, lo que se escaparía como la presencia de un ángel o un soplo de espuma. Siempre nos dejan una sensación y, si realmente aciertan, una sensación imborrable. Saben que el arte literario es un juego emprendido con la seriedad con que juega un niño que tiene en sí mismo su propio palacio. Y curiosamente en el mini cuento la malicia, la perspicacia, la paradoja, el ingenio, la desproporción y la dificultad toman lugar protagónico. Sus pocos trazos esconden ejercicios. Suprimen el adjetivo ocioso, la oración torpe, el término que no se ajusta a las intenciones previas. Una de las técnicas más habituales es la poda: desplazar sin piedad la rama innecesaria o reiterativa. Esta labor se ha comparado con la del jardinero cuando corta con sus finas tijeras hojas que restan dignidad y belleza a su bonsái. Juan José Arreola hacía una serie de versiones de sus prosodias y las coleccionaba para mostrarles a sus discípulos los cambios que practicaba. A veces eran sintácticos, a veces sustituía una palabra por otra, a veces quitaba frases enteras hasta hallar la perfección.

    Quizá a esto se deba que uno de los ejemplos más comentados del género tenga sólo siete palabras. Alí Chumacero contaba divertido que varios escritores, nacionales como el mismo Arreola y Marco Antonio Montes de Oca, y latinoamericanos, entre los que estaban Ernesto Mejía Sánchez y Augusto Monterroso, recién llegado de Guatemala, rentaron un departamento y vivían juntos por la colonia Juárez. Sobre esa especie de hospicio-condominio se recuerdan muchas anécdotas. La que nos concierne dice que Tito se había quedado dormido en un sillón y al despertar vio junto a José Durant, un peruano altísimo —apodado el enano— quien después de emborracharse en alguna cantina cercana o lejana al egresar se desplomó en la sala. Su corpulencia tendida inspiró un texto célebre, quizás el más comentado entre todos los de su especie, objeto de múltiples interpretaciones y tema de tesis doctorales y artículos de abundantes páginas. Lo único incuestionable es que con El dinosaurio Monterroso tuvo una concreción magistral. Se presta a múltiples interpretaciones incluso ontológicas y no termina de ser citado con frecuencia hasta en conversaciones de poca monta, pero no se trata de una ocurrencia. Es un cuento completo. Respeta lo esencial. El mismo Monterroso aseguraba convencido que las mini prosas debían escribirse después de dominar narraciones ortodoxas con sus tres pasos básicos y sus muchas variantes sometidas a reglas precisas. De otra manera se podría caer en meros ejercicios o simples boutades sin mayor chiste. La idea no parece injustificada si recordamos que entre nosotros varios maestros empezaron primero por el cuento largo y derivaron al poema en prosa. Y que acostumbraban ese proceso cumbres internacionales, como el mismo Kafka ya citado.

    El género se nombra de muchas maneras: mini cuento, microficción, relato corto, prosodia, palindroma, doxografías, cuento mínimo, cuento brevísimo, ensayos y poemas, según diferentes propuestas porque de todas tiene algo. José de la Colina lo llama cuento rápido y piensa que lo imperante es el incidente a contar. En habla inglesa lo nombran very short history. Quizás implique la brevedad como su característica más notable. La elipsis es uno de sus caballitos de batalla, pero no es la única. No se trata de un giro ingenioso del idioma que se aproxime al aforismo y que al no conseguirlo se despeñe hacia la nada. Se trata de una flecha que cala hondo en la sensibilidad estética o filosófica de los lectores enfrentados a una revelación. Esto, claro, cuando se habla de los mejores logros. Conjuga entonces la destreza con la inteligencia en dosis tan equilibradas como las que pone un farmacéutico en su balanza o como el procedimiento empleado por los químicos para combinar sustancias. Se diría que cualquier buen mini cuento es una narración condensada expuesta de manera rigurosa y que no debe confundirse con el telegrama o con alguna tontería similar. Sin reconocer que el telegrama cumplió una función práctica de primer orden.

    Los principios del mini cuento son tan remotos como la memoria histórica. Entre nosotros se extienden hasta la época precortesiana y su intención fue simbólica, característica que hasta la fecha no se pierde en muchos textos. Lo prueban antologías recientes; sin embargo, desde hace relativamente poco se respeta con sus singularidades propias. Algunos críticos explican su auge en Norteamérica a finales del xix por problemas de carácter tipográfico. Cubrían según ellos espacios sobrantes de revistas o periódicos. Afirman además que contrarrestaban las largas noticias editoriales. Resulta una explicación demasiado simplista indigna de tomarse en cuenta. La literatura seria no es de consumo rápido ni nace por motivos prácticos. Es una necesidad, un placer que enriquece el espíritu, una manera de abrir ventanas al mundo para entenderlo mejor. Responde al anhelo humano de encontrar lo inefable gracias a una obra de arte, de seguir creyendo en la belleza. Procura la proximidad de un espíritu con otro. En México, atendiendo a las influencias de los escritores que lo practicaron y aquí aparecen, no podríamos obviar sus nexos con la literatura francesa a la que fueron tan amantes los autores del xix y con la inglesa que se frecuentaba luego. Nos referimos principalmente a las obras de Walter Pater, Jules Renard, Aloïsius Bertrand, en boga durante los primeros años del siglo xx al punto de imponer normas cuando el llamado grupo del Ateneo de la Juventud compuso sus miniaturas hechas a ciencia y paciencia. Cuando los jóvenes de entonces condenaron el temperamento palabrero y rechazaron lo improvisado. Lo sustituyeron por la seriedad para prepararse como intelectuales. Combatían el positivismo imperante en la enseñanza y pensaban convertirse en maestros para revolucionar la cultura nacional. Aceptaban la actividad de expresarse y se exigían técnicas previas y, como Martín Luis Guzmán sustentaba, la certeza de que ni el arte ni las letras ni el pensamiento filosófico son pasatiempos contra los aspectos diarios de la vida, sino una profesión como cualquiera. Nadie lo duda, a no ser quienes carezcan de juicios estéticos y se muevan en las aguas negras de la ignorancia. Podría argumentarse sin embargo que esta antología depende, como muchas otras, del buen o mal gusto de las antologadoras y pretende atravesar casi dos siglos como si caminara un bosque recogiendo a su juicio las bellotas más rescatables y quizás deje fuera las mejores. Jorge Luis Borges tuvo la misma duda sobre lo que eligió, o al menos lo dijo, cuando dio a prensas aquella célebre antología de cuentos fantásticos firmada con Adolfo Bioy Casares.

    Los ateneístas

    Les tocó vivir en los últimos años del Porfirismo y la Revolución Mexicana de 1910. Luchaban contra el positivismo que regía la enseñanza y que les tocó en declive. Buscaban renovaciones inspirándose en una estética distinta a la de sus antecesores inmediatos. No era romántica, modernista, ni se basaba puramente en la realidad. Tenía algo místico fincado en la belleza. Tendía lazos inefables y significaciones eternas. De ahí que se reconociera la falta de claridad como el peor pecado si el escritor no expresaba cabalmente su pensamiento. Por eso Julio Torri reconocía en Azorín a un filósofo capaz de mostrarnos lo que antes no veíamos. Con distintos objetivos y miras diferentes los componentes del grupo manejaban el español admirablemente. Casi siempre abrevaban en las mismas fuentes. Se exigían a sí mismos dominar la rebelde estructura de la frase, lo cual fue una de sus constantes, y se acercaban a la página en blanco con respeto. Se sabe que turnándose en la tarea leían reunidos, en voz alta, obras que los ayudaran a acrecentar sus conocimientos sobre muchas materias. Se prestaban libros, aunque si se trataba de ediciones difíciles de conseguir, no siempre los devolvían pues los consideraban tesoros invaluables para enriquecer sus propias bibliotecas. Formaron grupo Alfonso Reyes, Torri, Guzmán y varios otros. Tuvieron como maestro a Pedro Henríquez Ureña. Aprendieron idiomas y se cultivaron hasta convertirse en docentes. De un modo u otro todos lo fueron, y no sólo en las aulas, aunque entre ellos estaba nada menos y nada más que José Vasconcelos, llamado Maestro de América, renovador de nuestra Universidad Nacional Autónoma de México y el mejor, lúcido y fructífero, Secretario de Educación hasta la fecha durante los dos años y ocho meses que ocupó el cargo en el gobierno de Álvaro Obregón. Aparece en este conjunto como un homenaje a sus logros, pues si bien fue el escritor de autobiografías más notable que tenemos, no practicó la prosa breve como única propuesta. Pensaba que Marcel Proust podía darse el lujo de ser estilista por vivir en un país evolucionado, entonces resulta fácil deducir que se inclinaba más por una literatura de carácter político y que las pequeñas prosas de sus compañeros de generación se ajustaban poco a su temperamento caudaloso; sin embargo, intentó algunas muestras interesantes arrastrado por lo que escribieron sus amigos y contemporáneos, pero estaba lejos de sarcasmos, aguijones o miniaturas en los que Torri, Arreola, Monterroso, Díaz Dufoo hijo, y otros autores posteriores, encontraron y siguen encontrando uno de sus recursos efectivos. El carácter de Vasconcelos lo llevaba a ganar batallas o a perderlas frontalmente.

    Muchos de sus compañeros de ruta tomaron cauces diferentes, algunos abrazaron las armas, pero otros aceptaron cargos en el gobierno de Victoriano Huerta. Alfonso Reyes se empeñó en ser hombre de letras; después de la muerte de su padre, a quien amaba, se propuso levantarse una estatua con polvo de la calle y, como buen embajador, practicó la diplomacia. Su prosa breve resulta notable por su destreza. Expuso temas con una claridad asombrosa, oraciones que se encadenaban como acordes sonoros en infinidad de crónicas, prosas breves, narraciones y ocurrencias publicadas en diarios y después organizadas en libros: Cartones de Madrid, El suicida, A lápiz, Árbol de pólvora. Hacia los finales de 1923 reunió el material de Calendario y lo subdividió en seis apartados, para entonces había atestiguado muchos acontecimientos, incluso las consecuencias que acarreó la Primera Guerra Mundial que le inspiraron varias páginas siempre escritas con la misma destreza. No importaba que pintara paisajes o reconstruyera chistes de salón disfrutados entre hombres satisfechos fumando un puro y bebiendo coñac después de cenar. Campeona es un ejemplo excelente. Demuestra que el artista sagaz eleva la literatura popular al terreno culto cuidando todos sus efectos y echando mano de un idioma tan respetado en la época como era el francés que se hablaba en sociedad. Un idioma sin el cual este texto no acaba de comprenderse puesto que las frases finales para provocar la sonrisa requieren traducción; además, Alfonso Reyes sigue distinguiéndose como uno de los mejores virtuosos del idioma en lengua castellana. Para todo buen amante de las letras es obligatorio leerlo, quizá no tanto por sus asuntos sino por la manera de exponerlos. Con la facilidad que un jugador demuestra al extender sobre el tapete verde de la mesa el abanico de sus cartas, don Alfonso dejaba caer oraciones para que nuestros oídos se solazaran en su música y tomáramos por fácil lo que es difícil y se logra a fuerza de dotes especiales y enorme disciplina. Cualquier estampa suya testimonia con creces una pasión por la frase atinada y los cambios semánticos. Para él escribir era respirar. Escribir además de darle la vida del resuello le dio lugar para resumirnos su biografía en diecisiete líneas. Redujo una conferencia y la convirtió en una prosa breve como Romance viejo. Gracias a la pluma expresó un temperamento sonriente, nostalgias y hasta venganzas en contra de López Velarde que desdeñaba su poesía. Diógenes demuestra lo que consigue la mini prosa en manos de un artista apoyado en la antigüedad clásica. Un maestro capaz de evocar mares de sugerencias e interrogantes filosóficas y artísticas. En el título incluye elementos, por todos conocidos, que le parece innecesario explicar y acepta como parte de la información indispensable para que su dardo atine al blanco.

    Sin embargo, quien amplió las brechas de la prosa breve fue Julio Torri, experto en el manejo del cinismo cómico y la travesura, aficionado a la mentira utilizando palabras que logran significar exactamente lo contrario de lo que dicen. Así crean paradojas. El hermano diablo, según lo apodaban sus amigos, que en A Circe vaticinó su destino de soltero, veía en la mujer un animal de ideas cortas y cabellos largos, pero le dedicó gran parte de su obra aludiendo frecuentemente a sus propios amores desdichados. No obstante, el problema de la estética le preocupaba en primer término. Combatía la tristeza valiéndose del humorismo impávido. Nunca pudo llegar al recinto de las ideas puras y seguramente no se lo propuso. Se detenía en las contradicciones que conmueven nuestras vidas y nos impiden la beatífica placidez de los querubines. Le daba vueltas a una situación al parecer absurda, que primero esgrimía en las reuniones para divertir a sus interlocutores. Sacaba temas de experiencias burocráticas, de hablillas populares, de planteamientos artísticos, de aficiones deportivas y se refería a las reservas de heroísmo inherentes a la especie humana. Aseguraba que la posesión acarrea desengaños. Se dolía de poder hacer sólo prosas de corto aliento. En consecuencia elogiaba el atractivo fugaz de lo que no llegó a escribirse. Conversador singular apuntó todos los pensamientos lapidarios que pudo. Algunos le parecieron rescatables y conforman una recopilación titulada Tres libros. En De fusilamientoscuenta una escena atroz con la frivolidad de un acto social intrascendente. Retrató lo imposible como posible y consiguió entrar a la corriente de lo fantástico. Lo confirman El vagabundo, Los Unicornios, entre otros que llevan casi siempre una muestra de su rica colección de epígrafes. Lector enfebrecido, dueño de siete mil volúmenes extraordinarios en los que abundaban las ediciones príncipe, dejó, quizás apabullado por los clásicos que frecuentaba, una obra reducida aunque lo suficientemente buena para abrirle caminos al cuento breve. Ensayos y poemas le dio esplendor a un género que tuvo larga descendencia y De fusilamientos consolidó su prestigio.

    Fincó un colonialismo vigente que lo emparentaba con su amigo y paisano Artemio de Valle Arizpe para construir una tendencia literaria de fama extendida hasta los años cincuenta. En dos ejemplos, Vieja estampa y Fantasías mexicanas, Julio Torri lo llevó a la prosa breve y se adelantó, según algunos testimonios, incluso a Mariano Silva y Aceves quien conocía ambas prosas antes de sacar su primer libro en 1916, porque entre amigos solían auto-leerse para comentar aciertos o errores. La feria o Noche mexicana muestran a un crítico de la Revolución que atestiguaron.

    Algunos temas le salieron al paso. Las nanas del xix, aunque tal vez la leyenda venía desde tiempos inmemoriales, asustaban a los niños que tenían bajo su tutela diciéndoles que los raptores de criaturas los convertirían en tamales. Cambió el tono siniestro y con su sentido del humor acostumbrado escribió La cocinera enfocando la anécdota tradicional durante las delicias de una tamalada.

    En la misma generación surgieron otros exponentes del poema en prosa. Mariano Silva y Aceves que por haber cursado su bachillerato en El Colegio de San Nicolás en Morelia manejaba admirablemente el latín y el griego de los que dio clases en la Escuela de Altos Estudios y después Facultad de Filosofía y Letras. Compartía con su grupo la particularidad de una cultura abrevada en las mismas fuentes. En el arte literario no se limitaba a las modas. Se extendía a los españoles y a la antigüedad clásica, por lo cual Suetonio fue una de sus lecturas favoritas.

    Sus amigos lo describieron como un hombre de estatura más bien baja, regordete, bigotes rubios y cara de gato dulcificado por el cristianismo. Colaboró en una revista curiosa, La Nave, patrocinada por un aristócrata adinerado que en tiempos de crisis importó papel de los Estados Unidos y desembolsó cinco mil pesos para imprimir esa carabela que encalló en la soledad de su único número como en un banco de arena. El editor vendió a quien pudo los restos del naufragio. Poco antes en papel de La Nave Silva y Aceves imprimió Arquilla de marfil dividido en cuatro secciones: cuentos, personajes, estampas y manuscritos. Marcaba desde entonces la temática que convenía a su sensibilidad. Tomaba la estafeta del colonialismo para someterla a una renovación. Sabía que necesitaba encontrar la frase inicial al adentrarse en el tema sin mayores preámbulos y aprovechó los finales abiertos. Reconstruyó atmósferas y olvidó notas doloridas que de alguna manera reflejaran la época en que escribía cuando la Revolución de ١٩١٠ estaba en su apogeo; pero se ha dicho y comprobado que en medio de la lucha varios ateneístas sacaban a la luz del sol libros de mandarín, exquisitos, desinteresados de su entorno y atentos sólo a la belleza. Con responsabilidad o sin ella la mayoría permanecían ajenos a los campos de batalla, atentos a su labor poética, pero fundamentaban y daban brillo a un nuevo género literario. Dos fueron las influencias más determinantes de Mariano Silva: Anatole France, muy reconocido en el momento, y Bertrand. El albañil casi se definiría como un reconocimiento a este autor escrito a la mexicana.

    Muerto a los cincuenta años dejó una obra relativamente escasa. Pertenecía a la raza de escritores que trabajan paciente y sabiamente. Campanitas de cristal reunió veinticinco prosas cinceladas como pequeñas joyas y, lo mismo que las de Animula, se destinaron aparentemente a

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