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Selva oscura
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Libro electrónico182 páginas3 horas

Selva oscura

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"Selva oscura" es un texto autobiográfico con vuelos líricos que narra la formación y las influencias de Aline Pettersson, así como la génesis de algunas de sus obras. Algunos de sus apartados están dedicados a personajes con los que la autora tuvo contacto y que, de alguna manera, enriquecieron su producción literaria: Juan José Arreola, Octavio Paz, Salvador Elizondo, Juan Rulfo, Ramón Xirau, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Julio Cortázar, Margaret Atwood y Doris Lessing, por mencionar algunos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 nov 2020
ISBN9786071669520
Selva oscura

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    Selva oscura - Aline Pettersson

    oscura

    Palabras liminares

    La alfombra oriental que recibí en la infancia me llevó por los reinos fantásticos de los cuentos. Volamos en las alturas desplazándonos suavemente por los aires hasta depositarme en un castillo, en un bosque, en los hielos polares. Así viajé durante un tiempo larguísimo; porque así se movía éste en aquel entonces: con lentitud irritante.

    Un poco más tarde, la alfombra me condujo a galeones en mares bravíos o en calma chicha. Mi insignia era una calavera sobre dos huesos cruzados y yo luchaba a brazo partido auxiliando a un príncipe de Borneo contra el Imperio Británico. Pero la alfombra también me permitió, en Londres, capital del Imperio, asomarme por las chimeneas de los orfanatos o de casas miserables donde vivían niños huérfanos muy maltratados.

    Mientras tanto, mis piernas crecían, y supongo que también principiaba a hacerlo mi corazón. La alfombra voló llevándome hasta el caudaloso río Misisipi. Me dejó sobre una balsa y más tarde me prestó el nombre Becky al perderme en una oscura caverna acuática al lado de Tom.

    Desde los primeros viajes en la alfombra mágica mi sangre hervía de pasión y me empujaba a no rechazar aquello que se asomara por cualquier esquina de la vida. El tiempo era algo menos largo e invitaba a no negarse el placer de la aventura, que podía ser tanto exterior como interior; tanto escribir como leer; tanto conversar como meditar; tanto cometer actos peligrosos, cuya recompensa era el premio de salir avante de lo que ponía en riesgo la vida, como observar el miedo en los rostros de quienes me habían lanzado el reto.

    Las horas se desplazaban mientras la alfombra me conducía en la búsqueda perenne de extender el horizonte nunca resuelto de mi curiosidad. Fui transportada a visitar la guarida de algún lobo en la estepa, a asomar nariz y boca cubiertas en varias cirugías, a explorar el amor a través de la lectura y de la vida, y comparar similitudes y discrepancias; porque la palabra busca darle nombre a aquello que se revuelve por dentro, pero el corazón jamás queda satisfecho. Va más allá. Mucho más allá.

    Así fui mecida por los vientos, a veces feliz, a veces desesperada. Cada suceso se inscribía en el grueso cuaderno de la memoria. Pero el impulso aéreo se fue menguando al tiempo que el tiempo aceleraba su carrera.

    Hoy, al detener la mirada en la geometría casi divina del tejido oriental, me percato que con angustiante frecuencia los hilos de la alfombra se liberan del entramado. Que lo crudo de la urdimbre se asoma cada vez más por entre los colores; que necesito detener aquí las hebras antes de que se desvanezca todo el dibujo.

    Julio 12, 2016

    Mi entorno

    El tiempo se fija en el entorno que se va domesticando, y uno va apropiándoselo con los sentidos. Poco a poco se transformará en el microcosmos en donde, al menos yo, me siento arropada. Parte de lo que me cobija es el monte Ajusco con su cresta de águila frente a mi ventana. A veces está verde y resplandeciente y casi distingo un árbol del otro, un matorral del otro en la parte donde aún no ha llegado el caserío. Algún ya lejano y frío enero de aire transparente, no sólo el Ajusco sino toda la cordillera relució blanquísima frente a mis ojos. No voy a olvidarlo nunca; sin embargo, no formaba parte del entorno. Fue un milagro.

    Las nubes del anochecer con su coloración tantas veces inefable son parte de aquello que me acoge. Entonces me es imposible concentrarme en algo que no sea mi acecho a la textura cambiante de los cielos, al sol enrojecido a punto de esconderse tras los montes, a los matices que, al final y por unos instantes, van a disolverse en un azul intenso y cada vez más oscuro. Las estrellas de mi infancia dejaron de pertenecerme derrotadas por las luces que, desde esta gran altura de mi casa, se transforman en cascada de astros de la urbe.

    Hoy, igual que siempre por estas fechas, busco al pie de los cada vez más escasos colorines de mi barrio un frijolito rojo que me prometa mágicamente paz para este año y que guardo en una caja de laca rusa. Ahora me es muy difícil encontrarlos y no puedo hacerlos míos de forma vicaria. Sería hacerle trampa al destino, así que en mis diarios paseos miro al suelo y miro a lo alto los colmillos de fuego que proliferan por la copa blancuzca de las ramas deseando hallar en unos meses el colorín de este año.

    Pronto vendrá otro espléndido regalo de la vida. La floración azul malva que corona largamente las calles como si el cielo porcelana del anochecer se dejara caer en oleadas. Las jacarandas imponen su presencia no sólo ante el alborozo de los ojos, sino que, tópico tan frecuente como las referencias a la lluvia londinense, aparecen en boca de la gente incapaz de refrenarse ante lo inaudito del espectáculo. Yo me asomo por las ventanas de mi casa en espera vigilante de su plenitud anual y luego con pena veo adelgazar su espesura para convertirse en fugaz alfombra de la calle.

    En ciertas temporadas del año, con relativa frecuencia en febrero o marzo, y sorpresivamente en cualquier otro mes, los vientos se desatan con furia. Yo los escucho rugir en las alturas. ¡No!, sería mucho más exacto afirmar que aúllan. Aúllan de una manera terrible, sobrecogedora, que me vuelve a los relatos de espantos de la infancia. Los detesto, me aterrorizan y no puedo huir bajando hasta el nivel de la calle porque sería ridículo; sin embargo, con el estado de ánimo abatido, desciendo en mi interior a cercanías de ultratumba.

    Paisaje y naturaleza se prodigan, a través de la ventana, despertando el nido de emociones que me habita. Pero la cifra de lo que me rodea no sólo ahí se forja.

    El polvo del tiempo se detiene en los objetos, cuya vida suele sobrepasar la vida humana. Tal vez sea esa una de las razones para las ofrendas funerarias de la Antigüedad, además de la de extender en el Hades sus servicios al difunto. Cuando el cuerpo se deshace pervive el cacharro, el ornamento, aquello que le fue significativo al muerto. Aquello que puede hablar del muerto. Aquello que puede dar cuenta del tiempo del muerto. Aquello que conserva quizá un vestigio de los átomos del muerto. El collar que portó, el cuenco en que bebió, el peine que empleó, el arma que empuñó. Es acaso una forma de fijar y prolongar aquella presencia, de detener la fugacidad del tiempo y conservar los sucesos de la vida ahí sujetos. Es molde para la memoria.

    Los objetos que me rodean suelen tener un aura que los eleva por encima de su calidad utilitaria o decorativa. Son mosaicos de la memoria, de mi memoria viva, como son mosaicos de seres ausentes ya. Pero nada más alejado de un mausoleo. No, los objetos me hablan de momentos alzados y vibrantes de mi tiempo, y si bien Proust menciona la memoria involuntaria como una epifanía no siempre advenida, y es claro que generalmente el milagro se resiste a aparecer, se reconstruyen (yo reconstruyo) trozos de mis pasos por el mundo, apoyados en aquello que me remite a mi propia trayectoria, como aquello otro que me evoca las historias que escuché de mis ancestros, a veces alrededor de la cosa misma, a veces porque mi vida se entrelaza en el recuerdo con lo que vi presidir o asomarse por un rincón en los hogares remotos de mi familia y que hoy se despliega orondo en mi casa.

    Y de la misma manera, la memoria dialoga con objetos que uno ha adquirido y que se conservaron primero por su situación de uso o por lo atractivo de su aspecto; aunque, tras los muchos años, pesa más el polvo del recuerdo que su mera función. Pero hay otros que evocan un largo tránsito temporal y que abarcan ya el paso de tres siglos. No son tres centurias, pero sí son tres vueltas de calendario: XIX a XX a XXI.

    Puedo hablar de la mesa de encino sobre la que se formaba el periódico decimonónico de mi abuelo y que llegó a mí con sus cuatro cajones llenos de espesas hojas verdes de un metro de largo: era el papel secante. Sobre aquella mesa, en mi niñez, él desplegaba para mí sus escritos y las fotos con los personajes que lo rodearon en aquellos tiempos convulsos de la vuelta del siglo XIX al XX en los que él participó activamente. Al paso de los años, el mueble se hizo de un nuevo oficio: ahora es la hermosa mesa de comedor que en algunas contadas ocasiones adorno con los floreros art nouveau de mi abuela, y donde yo, a solas o en compañía, suelo alimentarme.

    La mirada púber y muy azul del retrato al óleo de mi otro abuelo me observa impasible ahora como impasible me observó durante muchos, muchos años en casa de mi abuela. No lo conocí sino a través de las historias de mi padre y sus hermanas. Su joven rostro presidió las cenas navideñas que se convirtieron en un rito para mi padre y sus hermanas, para mis primos, para mí y mi hermano y luego para nuestros hijos y nietos. Así, rescato las dos raíces que me fraguan y me prolongo en aquello que me rodea.

    Mis libros son ya viejos, acordes a mi edad, pero también hay otros muy anteriores. Al frente, atrás y más atrás y de lado y por casi toda la casa, los libreros muestran sus lomos de papel que palidece. Yo los miro, los cazo y, así cazándolos, se despliega la densidad de ciertos contenidos que logro rescatar en la memoria y, de esta manera, se despliegan el momento o momentos de mi vida cuando los tuve por primera vez entre las manos o cuando los retomé después. Pero no soy Funes, la memoriosa, así que la cacería se lleva a cabo en oscuros pantanos, cuyas entrañas sujetan tiempos que algunas veces logran escabullirse de sus ataduras para emerger con fuerza. Sin embargo, la espesura de la niebla suele empañar aquellos días lejanos que se asoman por entre las letras impresas y el pigmento desvaído. Pienso que los libreros brindan un número amplio de aristas. Es el autor, es el libro, es su impronta, es la lectora, es la vida personal de la lectora, es su recuerdo al ponerse a dialogar hoy con el perfil de los libros o con sus páginas abiertas.

    Pero me rodean otros objetos que van fechando los pasos de mi vida, los amores, la amistad, el crecimiento de hijos y nietos a través de madera labrada con fuego, metal martillado, papier maché, algún óleo, además de otros objetos que perfilan viajes por la geografía o el tiempo, y que evocan a la gente que los elaboró: afamados ceramistas y escultores o anónimos artistas prehispánicos o el mar que no firma su obra.

    Puedo mirar también aquello que adquirí feliz con mis primeras regalías: un hermoso collar cretense. Después fue la sencilla cómoda donde habitan los licores, un cuadro…

    Observando de nuevo los libreros, llego a una figurita de porcelana húngara que un novio remoto me obsequió en mi adolescencia: Esta niña de gesto melancólico y cabeza siempre un poco ladeada se parece a ti. Y ahora, tras el extenso recorrido de mi vida, entiendo que aquel joven supo verme.

    La cosecha de mis años se perfila entre esta red de objetos que llevan en su materia misma el nombre de quien provienen o a quien remiten. El de quienes o me precedieron o me han seguido, y el de aquellos seres que la vida me obsequió, algunos por un largo tiempo, algunos con fugacidad de cometa, algunos cuyos nombres han brillado por el ancho mundo y otros cuyo brillo es uno que a mí me ha llenado de luz.

    Enero 15, 2013

    Autorretrato

    A Rodrigo Moya

    ¿Cuál sería la característica principal de un autorretrato? En mi caso, la bruma que ha permeado mi forma de mirar el mundo. Algo tiene de inquietante la miopía. Se ve más y, claro, se ve menos. Se ve más porque dispara las potencias de la imaginación. Y en ese espacio irreal que brinda el suavizarse de las formas todo puede ser posible. Todo es posible cuando el panorama se convierte en un trabajo seductor para el pensamiento. La luz, las sombras, las siluetas se perfilan al gusto del estado de ánimo de un instante. Porque esas líneas difusas invitan a soltar las cadenas que me sujetan.

    Pienso que la vida se llena de ritos y rutinas que nos van singularizando. Y a mí el caminar por la mañana, cuando el aire aún es fresco, me ayuda a desgranar, al ritmo de mis pasos, aquello que me revolotea en la cabeza. Y mientras siento el trote de la sangre por las piernas, mientras observo el vestirse o desnudarse de los árboles, el esplendor milagroso de las jacarandas, por ejemplo, todo va encontrando un cauce razonable, el fragmento precario de alguna respuesta. Y si la vegetación urbana me estimula, ¿qué decir del caminar a orillas de los mares o de hacerlo en medio del verdor del follaje? Un sentimiento panteísta se apropia de mí y me estremezco alborozada.

    Pero ésta es una charla silenciosa conmigo y con la naturaleza. Hay otro tipo de charla, la propiamente dicha, entre unos cuantos amigos. El ir y venir de las palabras de un lado al otro. Sí, entre unos cuantos amigos alrededor de una taza de café o de una copa de vino. Las multitudes me asustan, ya se trate de una reunión social extensa donde es preciso violentar la timidez o de alguna marcha tumultuaria. Me confieso incapaz de estar presente. El miedo se me impone sin remedio.

    Mi autorretrato no podría prescindir del remate ovalado sobre el pecho. El

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