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Mil nombres propios: En las planas de El Universal
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Mil nombres propios: En las planas de El Universal
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Mil nombres propios: En las planas de El Universal

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Esta antología preparada por Claudio R. Delgado reúne el material que Rafael Solana publicó entre 1929 y 1992 en El Universal. De esta forma se abarca toda la etapa periodística del autor, desde que se inició en el diarismo con la publicación de cuentos infantiles hasta el año en el que falleció, permitiendo al lector ver en diversos apartados textos que atienden temas como personajes ilustres, apuntes literarios, comentarios teatrales, pasión taurina, viajes y escritos sobre la Ciudad de México. Una obra que es, sin duda, un retrato del mundo cultural mexicano de casi todo el siglo XX.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jun 2017
ISBN9786071650801
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    Mil nombres propios - Rafael Solana

    periódico.

    Mil nombres propios

    EN LAS PLANAS DE

    EL UNIVERSAL

    Desde los palcos

    A MANERA DE PRESENTACIÓN

    Acaricio la idea de, al llegar a los cincuenta años, para lo que ya me faltan pocos, sentarme a escribir mis memorias, no porque suponga que vayan a interesarle a nadie, puesto que ha sido la mía una vida tranquila y sin dramas, sino por el placer de recordarla, satisfacción que me prometo muy grande, si considero que en esa vida mía, hasta ahora al menos, los momentos desagradables, aunque sin duda los ha habido, están en mínima proporción junto a los felices. Será la mía la aburridísima biografía de un hombre feliz; el libro se caerá de las manos de quienes buscan el morbo, el sufrimiento, la rebeldía, el dolor.

    Nada de eso encontrarán mis lectores, si los tengo, cuando escriba ese libro, si lo escribo. Dulzón, amable, será una novela rosa, sin grandeza, sin epopeya, sin lucha.

    Alguna vez imaginé escribirlo en forma epistolar, como centenares de cartas dirigidas a las personas, vivas o muertas, a quienes tengo que agradecer favores, enseñanzas o momentos gratos, desde mi más extrema infancia hasta el día de hoy; cartas a mis profesores, a mis amigos, a mis críticos, a los artistas que han interpretado mis comedias, a los jefes con quienes trabajé; otra vez pensé llamar al libro Mil nombres propios, porque estarían escritos en él los de muchas grandes personalidades que he conocido y los de muchas bellas ciudades que he visitado; pero también se me ha ocurrido ese otro nombre, el que encabeza este artículo, para caracterizar el libro, y mi vida toda: Desde los palcos; así como siempre, desde pequeño, sólo desde los palcos he asistido a los espectáculos (o casi solamente desde allí), así a los toros, como a los deportes como a los teatros, en México o fuera de México, así pienso que mi vida toda ha sido vista, vivida, desde una localidad preferente, o de honor; este privilegio perjudica la carrera que escogí, la de escritor.

    No puedo describir sufrimientos, como Dostoievsky, ni hambre, ni infelicidad, como toda la generación de los novelistas mexicanos que podrían llamarse del valle del Mezquital por lo mucho que insisten sobre la sed y el dolor de los parias.

    Mi vida ha sido feliz, en tal medida, que podría decir que nada que verdaderamente haya deseado he dejado de tenerlo. La razón de esto se encuentra, tal vez, en que mis deseos han sido modestísimos, como los de un franciscano o los de un chino; lo que no tengo, aunque parezca básico, elemental, por ejemplo, casa propia, o coche propio, eso no lo deseo con vehemencia, ni lo necesito, y cuando lo he tenido, en el pasado, no le he concedido importancia; lo que más anhelo, que es tener cultura, conocimientos, si bien no puedo ya decir que lo tengo, cada día saboreo la satisfacción de irlo adquiriendo, en pequeñas dosis; tampoco deseo la fama, ni el aplauso, en medida mayor que las muy moderadas en que los he alcanzado, y en cuanto a posición, debo proclamar que me siento más orgulloso y satisfecho de ser el oscuro servidor de un gran hombre que como me sentiría si fuese jefe, director, diputado o gobernador de mi provincia.

    He visto la vida desde un palco de honor, como los que me han dado, tan inmerecidamente, como por la magia de un genio salido de una lámpara, cuando he ido a la ópera, en Berlín, o en París, o en Buenos Aires, y no solamente en mi patria, donde también me distinguen con ese obsequio los empresarios de los teatros que los tienen, o los de las plazas de toros, en la capital o en los estados.

    Se me han abierto los mejores lugares para ver el espectáculo del mundo; no he permanecido, como me correspondería, en la turba anónima, entre las masas, compartiendo sus necesidades, sus penurias o sus dolores, sino, como las hojas más altas de la balada de Torri, siempre he estado colocado, por el azar, en las cumbres; si escribo artículos, se publican en los mejores periódicos; si películas, las filman las mejores compañías; si comedias, las representan los artistas más distinguidos; como empleado, me ha correspondido estar cerca de los mejores jefes; como alumno, me tocó escuchar a los mejores maestros.

    Nada de esto me envanece ni me equivoca. Sé que esas hojas más altas no son en sí mejores que las más bajas, y que el agua de que se forma la espuma en la cresta de la ola es la misma de las profundidades; nada de lo que he tenido ha sido ganado, o merecido, por mí, sino me ha sido dado, y con ello me conformo, con la misma conformidad con que me acomodo a la falta de riquezas materiales, a veces a la de salud, ahora a la de juventud, que son carencias que no me entristecen y contra las que no protesto. Voy viendo pasar el espectáculo de la vida como un espectador alucinado, que aplaude. Todo ha estado y está muy bien. ¡Qué aburridas van a resultar mis memorias!

    RAFAEL SOLANA

    CINCO CUENTOS

    LAS MOSCAS

    Érase una vez una mosca vieja que tenía tres hijas, a quienes llamó cuando se vio próxima a morir, diciéndoles:

    Hijas mías: voy a morir; me siento muy vieja, y antes de dejar este mundo quiero haceros algunas recomendaciones. Nunca os acerquéis a los alimentos que toma el hombre, porque os envenenaríais. Vivid siempre en el campo y alimentaos siempre de lo que en él encontréis solamente; pero nunca comáis ni bebáis de lo que comen y beben los hombres, porque todo está envenenado. A la leche le echan agua y luego la pintan con cal o cosas malas para que parezca leche; al pan le ponen madera; todo es falsificado; nunca comáis de lo que come el hombre.

    Y diciendo esto murió.

    Las tres mosquitas se quedaron llorando largo rato, pero luego decidieron ir a correr mundo.

    Volaron mucho por el campo, hasta que tuvieron hambre y se pararon en una casa de una pobre mujer que estaba ordeñando una vaca.

    La mayor de las tres moscas dijo:

    Yo tengo mucha hambre y voy a beber de esa leche.

    No —dijo la más pequeña—, sería desobedecer la última voluntad de mi madre.

    Pero, ¿no ves que esta leche no puede estar falsificada, porque hemos visto cómo la ordeñan?, respondió la mosca mayor.

    La ordeñadora había llenado el cubo y había entrado a la casa, pero al poco rato volvió y dejó el cubo afuera.

    La mosca desobediente fue al cubo y bebió un poco de leche, pero comenzó a sentir agudos dolores en el estómago, y poco después murió.

    La ordeñadora había sacado otro cubo, y luego otro, y luego otro más. ¿Cómo era posible que de un solo cubo se hubieran sacado cuatro?

    Las dos mosquitas lloraron un rato la muerte de su hermana, y siguieron volando rumbo a la ciudad.

    Cuando llegaron, entraron a un restorán, donde un señor tomaba una copa de vino.

    La mayor de las dos moscas que quedaban, que tenía mucha sed, sin hacer caso de los consejos de su hermana pequeña, se paró en el borde de la copa y empezó a tomar vino. Al poco rato también moría con fuertes dolores de barriga.

    La mosquita más pequeña, desesperada de verse sola en el mundo, habiendo muerto su madre y sus dos hermanas, decidió suicidarse, y, al efecto, se dirigió a la botica más próxima y parándose sobre el mostrador pidió al boticario que le vaciara medio kilo de polvos insecticidas para morir.

    El boticario accedió, pero la mosquita no moría; esperó media hora más, y nada. Pidió más insecticida, y nada. ¿Qué pasaba? ¡Que el polvo insecticida también era falsificado!

    LOS TRES HERMANOS

    Era Totococo un formidable y robusto gigante descendiente de Sansón, que por medio de artes mágicas se había hecho el más poderoso de los brujos de toda la comarca, y se había convertido en el terror de todos los habitantes de la región, pues era un mago perverso y los buenos que había en el país no podían nada contra él pues era discípulo del demonio.

    Tenía un caballo, regalo de Belcebú, que poseía unas herraduras aladas que lo hacían remontarse a las más increíbles alturas y alcanzar en su carrera las más extravagantes velocidades.

    No obstante esto, Lamberto, Remberto y Alberto se lanzaron en su busca decididos a vencer o morir.

    A la madrugada del día siguiente avistaron el monte donde vivía el infame mago, y acto seguido se dirigieron a la boca de la gigantesca cueva en que en esos momentos debía encontrarse llorando su triste suerte la real Princesa. Cuando se encontraron más cerca se tiraron al suelo para no correr el peligro de ser vistos por Totococo que inmediatamente los hubiera convertido en perros para su jauría. Cuando estuvieron en la puerta se escondieron detrás de unos matorrales para esperar la salida del mago y su portentoso caballo y poder entrar a rescatar a la Princesa y obtener la recompensa.

    Como a las siete de la mañana oyeron un enorme ruido dentro de la caverna, era Totococo que despertaba.

    No tuvieron que esperar mucho tiempo después porque como a las ocho y media un prolongado y estruendoso relincho les hizo saber que el caballo estaba listo para ser ensillado y Totococo no tardaría en salir a correr mundo y a consumar sus horribles fechorías.

    De la enorme y oscura boca de la caverna empezaron a brotar largas lenguas de fuego verde y un intenso olor a azufre llegó hasta los tres hermanos que se apartaron rápidamente para no morir asfixiados en medio de aquellas enormes fumarolas que no parecían salir sino del mismísimo infierno.

    De pronto los fuegos y los rayos cesaron; en su carrera los tres hermanos habían quedado frente a la entrada de la caverna y al cesar los humos que la obstruían pudieron ver de frente al terrible mago que tan aterrorizados tenía a los habitantes de la ciudad, quienes ya lloraban muertos o convertidos en rabiosos perros a nuestros tres hermanos.

    Era Totococo de gigantesca talla, aproximadamente cinco metros, de ancha espalda y gruesos brazos, enorme cabeza que parecía una roca llena de sucio y enmarañado pelo que como espeso bosque la cubría casi en su totalidad, no dejando libre más que la recia y fea cara de demonio.

    De la cara resaltaban dos pequeños ojillos blancos cubiertos de espesísima ceja y que lanzaban pequeños rayos, una gran nariz con dos fosas en las que hubiera cabido muy fácilmente un par de pollos, y una bocaza con la que hubiera sido capaz de tragarse un borrego vivo.

    Tan espantosa cabeza descansaba sobre unos enormes y toscos hombros que hubieran infundido terror a cualquiera y de los cuales pendían los musculosos brazos que en fuerza igualaban a los de su antecesor Sansón.

    Su color era negro, un negro asqueroso que despedía reflejos a la luz de los pocos fuegos aún no extintos. De su boca brotaban unos feos y amarillentos dientes de jabalí. Montaba sobre el portentoso caballo de herraduras aladas, y al ver a los tres hermanos se lanzó contra ellos rápido como una exhalación.

    Al llegar a pocos pasos de ellos se detuvo y exclamó con una voz que retumbó en el seno de la montaña:

    —Rendíos, convirtiéndoos en mis perros fieles, o de lo contrario sois muertos.

    Y acompañando sus palabras de hechos, con una mano levantó una enorme roca para probar su fuerza, aventándola lejos de sí.

    —Señor mago o demonio, contestó prontamente Lamberto, sepa usted que su mucha fuerza no nos asusta en lo más mínimo y que lo mismo nos da matar un fuerte que un enclenque, puesto que a matarlo venimos decididos, y si no nos entrega inmediatamente a la princesa en este mismo sitio lo haremos papilla.

    Totococo no quiso esperar más y se lanzó a carrera sobre Lamberto, pero éste ya le esperaba con la herramienta preparada y de un salto esquivó el golpe que le tiró el mago, y pasándole la navaja por la cabeza lo dejó completamente pelón.

    —¡Ay de mí!— exclamó Totococo—. ¡He perdido toda mi fuerza al perder el pelo, pero regresaré, tomaré a la Princesa entre mis brazos y en mi caballo alado volaré a tierras muy lejanas donde nadie podrá seguirme!

    Pero Remberto no había perdido el tiempo. Aprovechando los breves momentos de duda del brujo había quitado las herraduras al caballo que montaba, haciéndolo igual por lo tanto a los caballos comunes; pero éste no podía correr porque no tenía herraduras.

    Desesperado Totococo por la maniobra de Remberto invocó a Satanás de los infiernos y entonces se pudo ver cómo del suelo brotaban diablillos armados de espadines que se lanzaban contra los tres hermanos, pero ninguno llegaba a hacerles el menor daño, pues todos cayeron bajo la espada de Alberto.

    Totococo al ver tamaño desastre en sus huestes se lanzó desesperado hacia la puerta de la caverna, pero en el momento de atravesar el umbral fue alcanzado por la punta de la daga florentina que le lanzó Alberto, cayendo muerto, pues le había partido el corazón.

    En esos momentos oyó un gran estruendo y la montaña se convirtió en humo, quedando en su lugar la Princesa rodeada por muchos caballeros que en un tiempo habían pertenecido a las perreras del brujo.

    Todos se inclinaron ante sus salvadores, que a su vez saludaron a la Princesa, tomándola de la mano y besándosela.

    El Rey los recompensó espléndidamente y ahora viven muy felices en el palacio real.

    LA PRINCESA QUE NO HABÍA VISTO EL SOL

    Había en tiempos muy remotos un rey que no tenía hijos, por lo cual se quejaba amargamente, hasta que una vez Dios le concedió una niña tan preciosa que no tenía rival en todo el reino.

    Desde luego procedieron a bautizarla, componiéndose todo el Palacio con las más raras y bellas flores que se encontraron, además de los ricos y maravillosos telajes que para el objeto fueron encargados a lejanos países.

    Llegó al fin el día del bautizo, para lo cual se habían repartido muy secretamente las invitaciones por temor de que Toraloca, una bruja muy mala y fea que vivía en los alrededores, se enterara y viniera a turbar la felicidad de los reyes en aquel fausto día.

    Pero no obstante, una molinera, cuyo hijo se había encargado de repartir las invitaciones a las hadas buenas, contó todo a la bruja, quien juró vengarse por la falta de cortesía que con ella habían tenido los reyes, por lo cual en pleno regocijo, en el momento en que la princesa era llevada a la pila, presentóse Toraloca en el Palacio causando gran alarma entre los presentes, que buscaron la manera más rápida de salir de ahí.

    Ya antes las hadas buenas habían otorgado sus dones a la pequeña princesa, por lo cual Toraloca exclamó con voz de muerto:

    —Yo también soy hada y tengo derecho de otorgar un don a la princesa, y puesto que no me habéis invitado al bautizo, éste don será que duerma todo el día y solo viva de noche, por lo que nunca verá el sol. He dicho.

    Pero por una casualidad faltaba un hada de otorgar su don, aprovechándose de esto para decir:

    —Señores, yo no puedo contrarrestar lo dicho por la señora Toraloca, pero sí puedo agregar que cuando venga un príncipe a casarse con ella el encanto cesará por completo.

    A estas palabras del hada hicieron eco los sonoros aplausos del numeroso auditorio, mientras Toraloca salía muy avergonzada en medio de las risotadas y burlas de la concurrencia.

    Han pasado quince años desde que la Princesa quedó bautizada con el nombre de Bella Rosa, sin que ésta haya podido ver el sol, pues al despuntar el día cae profundamente dormida, sin que ningún poder humano pueda sacarla de su profundo sueño y actualmente el país de Berengalia se encuentra en guerra con el de Felicitania. En la Corte del Rey Amidio, padre de Bella Rosa, se sabe que al ser asaltado el castillo del Rey de Berengalia por el capitán Alberto que capitaneaba las tropas del Rey de Felicitania, el Príncipe derrotado había huido disfrazado de pastor, internándose en territorios del Rey Amidio. El Rey de Felicitania ha enviado a la Corte de Amidio un cortejo mandado por un real personaje llamado Lambert, hermano del capitán triunfador, suplicándole que si es encontrado en sus tierras el Príncipe fugitivo lo capturen, porque él lo pagará a precios muy elevados.

    Las damas de la Princesa aseguran oírla hablar de un joven pastor a quien ve en las noches y de quien se ha enamorado perdidamente, por lo cual el Rey Amidio ordena que durante la noche se vigilen las cercanías del Palacio. Los guardias han aprehendido a un pastor, que después resulta ser el Príncipe fugitivo.

    Va a ser mandado a la Corte del Rey felicitano, pero la Princesa ruega encarecidamente a su padre que lo deje vivir, pues está segura de que el Rey Esperidio lo quiere para meterlo en la plaza principal.

    El Rey, primero no quiere acceder a los ruegos de su hija, pero al recordar que sólo casándose con un Príncipe cesará el encanto, comunica a su hija que está dispuesto no sólo a dar la libertad al Príncipe berengalo, sino a permitir que se case con la Princesa.

    Las bodas se celebran en breve con mucha pompa, siendo invitados de honor el Rey Espiridio, su hija Bella Flor, Alberto y otros personajes de la Real Casa Felicitana.

    Después de tan feliz suceso, la Princesa pudo ver el sol a su gusto, siendo su mayor placer estornudar viendo de frente al gran astro.

    LA SIRENA

    Pat, el mendigo, se pasa la vida tumbado en la playa, mirando siempre al mar.

    Su mirada atraviesa la llanura de las aguas, y navega, se mece y se sepulta en su cadencia, y con tanto fervor parece querer sorber el mar, que las pupilas se han vuelto verdes, de negras que antes eran.

    La visión del mar en calma le adormece de deleite; el coraje, la gallardía, la soberbia de las olas, le crispa de entusiasmo; la fragilidad banal y alegre de la espuma, le rocía de ternura.

    Y un anochecer le despiertan de su ensimismado contemplar grandes gritos de júbilo. Y presta su atención y pronto sabe la causa de ello: la tripulación de un barco pesquero regresa contenta, pues trae a bordo maravillosa pesca: una sirena, la más bella sirena que jamás imaginaron, que han podido atrapar en un sueño.

    Pat, el mendigo, se llena de tristeza y de lástima al ver a la pobre sirena sujeta con fuertes ligaduras, pálida de miedo, como la misma luna, y atrayente como el mismo mar, como cuya espuma es su cuerpo de blanco y de suave, y como de sus aguas son sus ojos, verdes, de esmeralda.

    Esbelta como un cohete, extiende ondulante su cola, y mil colores centellean rutilantes y mil reflejos metálicos fosforecen y estallan, y chocan unos con otros, deshaciéndose en tristezas que chocan, a su vez, entre sí, para volver a romperse y otra vez chocar, sembrando todo de resplandores, como si las más extrañas piedras y metales preciosos se afanaran en una diabólica algarabía de color y de luz.

    Pat, apasionado de las bellezas del mar, súbitamente enloquecido de amor por la sirena, extracto y perfeccionamiento de tantas bellezas, y a impulsos de su amor, en lo profundo de la noche, cuando nadie puede verle, corre a libertar a la sirena, cortando sus ligaduras. Y al sentirla tan cerca de sí casi desfallece de felicidad, mientras la prisionera inquiere extrañada de encontrar entre los hombres quien la ampare en su infortunio.

    —Bondadoso joven, ¿de veras vienes a darme la libertad?

    —Poco es, linda sirena, devolver la libertad a quien yo daría con placer mi vida…

    La sirena sonríe… Pat, el mendigo, se siente bañado por la dulzura inefable de su sonrisa, y la voz de ella otra vez alienta en sus oídos:

    —Ahora, justo es que yo pague favor tan importante como el de mi salvación. Dime tus ambiciones por si en algo pudiera serte útil…

    —Mis ambiciones son, sirenita, tener un barco para cruzar en él el mar pensando en ti…

    La sirena otra vez sonríe; luego coge de una mano a Pat, el mendigo, y lanzándose al agua con él le guía a través del mar. Es una carrera veloz entre sombras y silencio, en que sólo percibe la vista el reflejo del agua. Y Pat, notando en el cuerpo el aliento del mar, cree vivir un sueño prodigioso, cuyo fin encierra aún más maravilla; pues, por último, de la mano siempre, le conduce la sirena a bordo de un barco extraordinario: pequeño, fingiendo su estructura un pez, es de plata y oro el casco, son de marfil los palos y de lino las velas.

    La sirena le ofrece:

    —¿Te gusta? Tuyo es, entonces…

    —¡Oh, adorable sirena! Antes de conocerte, conseguido esto, nada, nada más anhelaría mi ambición; mas ahora, sirena, yo te amo y no quiero otra cosa que pasarme a tu lado toda la vida.

    Ante estas palabras la sirena resplandece de júbilo.

    —¡Oh, qué ventura! —exclama—. Conocido tu amor, he de hacerte una revelación importante: yo soy una princesita convertida en sirena, y que para recuperar mi verdadero ser precisaba el amor de un humano que no conociera el misterio de mi encantamiento… Y ahora que lo he encontrado, te digo que te amo también y que tuya es mi vida.

    La sirena, reintegrada de súbito a su auténtica forma de princesa, y Pat, el mendigo, se unen en fuerte abrazo.

    Y a bordo de un barco extraordinario se lanzan a recorrer los mares, en maravilloso viaje de novios…

    PERSEO

    Perseo era hijo de Zeus y de la Princesa Dánae. Cuando nació Perseo, el padre de Dánae, Rey de Argos, se enfureció de tal manera que arrojó a su hija y a su nieto al mar, metidos dentro de una caja de madera que a cada momento amenazaba romperse contra las rocas. Pero al fin llegó a una costa sin grandes percances, y fueron recogidos por un buen pescador. Este pescador era el Rey de Serifo, cuyo hermano pretendió casarse con Dánae, pero como se lo impidiera Perseo, mandó a éste a cortar la cabeza de Medusa, con la esperanza de que moriría petrificado por la mirada de la Gorgona.

    Pero cuando se iba a embarcar se le apareció en sueños Minerva y le dio unos zapatos alados, un gorro que lo hacía invisible, y un escudo tan terso y brillante que en él se veía como en un espejo todo lo que había delante.

    Perseo se calzó los zapatos alados y empezó a volar. Atravesó mares, montañas y desiertos hasta que al fin llegó cerca de la guarida de la Medusa.

    Entonces se puso su gorro para no ser visto por ella y esperó a que estuviera dormida para acercársele.

    Era la Gorgona Medusa un monstruo que en lugar de cabellos tenía horribles serpientes en la cabeza, y que con sólo mirar petrificaba a quien veía, dejando convertida en roca para siempre a toda persona en quien clavara la vista.

    Perseo se le acercó con mucho cuidado tapado completamente con el maravilloso escudo para evitar que lo fuera a convertir en piedra, y cuando ya las serpientes se empezaban a dar cuenta de la presencia de un intruso, le cortó el cuello de un espadazo, envolviendo la asquerosa cabeza en una piel de chivo.

    Emprendió el regreso a su patria, y en el camino, después de haber atravesado áridos desiertos, llevado y traído por los peligrosos simunes, que le tuvieron cerca de un año sin poder salir de allí, encontró a una bella joven amarrada con cadenas, y que iba a ser pasto de un horrible monstruo que ya se acercaba bufando entre las aguas del mar. Perseo sacó la cabeza de la Gorgona y se la mostró al monstruo, que inmediatamente quedó convertido en un islote de piedra, que salía sobre el mar.

    Libertó a la joven, que se llamaba Andrómeda y volvió a su patria, donde supo que el hermano del Rey, creyéndolo muerto, estaba dando un banquete como preparativo para el día siguiente, en que debía celebrarse la boda con la bella Dánae.

    Perseo furioso fue al Palacio y entrando en el corredor sacó la cabeza de Medusa, dejando a todos convertidos en rocas.

    Pocos días después se casaba con Andrómeda habiendo librado al reino del infame hermano del Rey cuya idea era matar a éste para apropiarse del trono, y casarse a la fuerza con la madre de Perseo.

    DE PERSONAJES ILUSTRES

    CARTA A USIGLI

    Inolvidable y muy distinguido y querido maestro y amigo:

    Una carta a Usigli, que escribió tantas, y tan largas, a don Fernando Soler y a muchas otras personalidades del teatro, es algo así como lo que suele llamarse un machetazo a caballo de espadas; y usted, que ha sido y es funcionario, sabe muy bien que las cartas son como los padrecitos que suben al púlpito, que nueve de cada diez quieren pedir algo. Efectivamente esta carta es para pedirle algo, pero también para informarlo. Pienso que le va a interesar a usted.

    Quiero decirle que en su ausencia, otras personas que como usted amamos el teatro mexicano, hemos organizado una especie de comité, con una finalidad concreta: la de lograr que durante las fiestas del próximo mes de septiembre, en el que será celebrado el sesquicentenario de nuestra Independencia, los teatros de la capital de la República ofrezcan a su público obras de autores nacionales.

    La idea nació de Carmen Montejo, que se ha convertido en una apasionada de nuestro teatro (la recuerda usted, sin duda, en la obra de Basurto Frente a la Muerte, en aquella temporada en que usted estrenó Aguas estancadas y Jano es una muchacha; después se hizo autora ella misma, con éxito, y ahora es empresaria, y, lo que es admirable, sólo quiere poner obras mexicanas; ya puso dos, y ensaya otra). Ella nos ha reunido (todos estábamos dispuestísimos) y el comité del que le hablo se honra altamente con la presidencia de la señora doña Amalia de Castillo Ledón, que además de ser uno de los más distinguidos dramaturgos mexicanos es hoy subsecretaria de Asuntos Culturales; están también en el grupo don Celestino Gorostiza, otro de nuestros primeros comediógrafos y actualmente director general del Instituto de Bellas Artes; don Alfredo Robledo, secretario general de la Unión de Autores; don Francisco Benítez, secretario general de la Federación Teatral; el licenciado Rodolfo Echeverría, secretario general de la Asociación Nacional de Actores; los dramaturgos Luis G. Basurto y Wilberto Cantón, y este servidor de usted, con el carácter de presidente de la Agrupación de Críticos de Teatro de México.

    Estamos celebrando conversaciones amistosas con los empresarios de México, y debo darle la grata noticia de que hemos encontrado en la mayor parte de ellos una inclinación muy benevolente y una muy favorable acogida para nuestra idea; ya supondrá usted que algunos han opuesto alguna resistencia (ya sabe usted sin duda quiénes son); pero esperamos ir venciéndola. Hasta ahora, tenemos la impresión de que casi todos los empresarios colaborarán con entusiasmo para ofrecer a quienes visiten nuestra Capital con motivo de las fiestas patrióticas, y a los habitantes de esta Capital que hoy no sabemos todavía con exactitud si es pentamillonaria o hexamillonaria, obras de autores locales; si alguno es excepción, creemos que verdaderamente dará una nota que no será vista con simpatía por su público.

    Pero ocurre que uno de los empresarios, y uno de los más importantes nos ha puesto casi por condición que consiguiéramos una obra de usted, o, en segunda instancia, de cierto otro autor que por cierto en este momento no tiene ninguna. Me dirijo, entonces, a usted, para pedírsela. Sabemos perfectamente que su nombre está tan acreditado y tan encima de toda discusión, que cualquier obra que usted tuviese sería de inmediato disputada por los empresarios mexicanos, sin necesidad de que fueran fiestas patrias ni de que ningún comité la propusiera; pero como está usted tan lejos, hemos pensado que quizá tenga ya alguna, y espere la ocasión de enviarla; tal vez esa ocasión ha llegado; nada daría más brillantez a ese festival teatral mexicano que proyectamos, que el poder encabezar la lista de obras a estrenar con una que llevara la firma de usted.

    ¿Está ya lista aquella Reynalda y el estanque de que alguna vez oímos hablar? ¿Terminó usted ya aquella Corona de luz de la que ya nos leyó los dos primeros actos? ¿Ha seguido usted adelante con la creación de aquella tercera corona, la de fuego, cuyo personaje central sería Cuauhtémoc? ¿Escribió usted ya Las madres, de la que alguna vez hemos conversado? ¿Tiene usted ya preparada para la escena La exposición?

    Tiene usted ya, querido Rodolfo, muchos años de estar fuera de México, sirviendo a su Patria en el importante puesto de Embajador; pero México no le ha olvidado; y menos que nadie, la gente del teatro, el público, los actores, los críticos; sería para todos nosotros una fecha muy grata la del estreno de una nueva obra de usted. Si la tiene, esta es la petición que contiene esta carta, mándenosla.

    Muchos saludos a Argentina, y a sus hijos Cordelia, Sandro, y los demás que ya haya. Y para usted un afectuoso abrazo de su amigo y alumno.

    Rafael Solana

    SESQUICENTENARIO DE MANUEL PAYNO

    Mañana martes se cumplen ciento cincuenta años desde el día del nacimiento de don Manuel J. Payno, nuestro gran novelista, que tiene la misma edad que nuestra Independencia. No estamos tan sobrados de figuras de ese tamaño como para dejar pasar inadvertida la fecha; ya el doctor Abate de Mendoza, en esta misma página, evocó hace unos cuantos días a ese prócer de nuestras letras, enfocando su personalidad por un curioso aspecto, el de diplomático, que no es ciertamente uno de los que más le caracterizan. Ortega, también aquí, lo mencionó hace pocas semanas.

    En México debiera haber paynistas, como hay galdosistas en España, balzacianos en Francia, queirocianos en Portugal o tolstoístas en Rusia. El nuestro no es un novelista universal, como los que hemos mencionado, que pertenecen a la literatura del mundo y no solamente a la de sus países; pero es de tal manera sabrosa, instructiva, deleitosa y estimulante la lectura de las obras de don Manuel, que habría que pedir al público que lo frecuentara más, y a los estudiosos que se acercaran a mayor número de sus obras, y que releyeran de vez en cuando las fundamentales; Los bandidos de Río Frío, sobre todo, que es una novela a la que constantemente hay que volver, un libro que debe leerse media docena de veces a lo largo de la vida, como El Quijote, como La educación sentimental, como Los novios, como David Copperfield o como Crimen y Castigo. No basta con haber una vez leído estos libros, para enterarse de su asunto; hay que insistir, hay que entablar una estrecha relación con sus personajes, conocerlos cada vez más, ir como a vigilarlos y a conversar con ellos, volver a su ambiente, como se vuelve a esos museos donde hay grandes obras maestras, a las que no es suficiente ver en una sola ocasión. Un gran maestro de las letras mexicanas me decía una vez, al aconsejarme embarcarme en la lectura de La guerra y la paz, que entonces yo no conocía: Le envidio a usted, porque le esperan muchos nuevos amigos; en efecto, se descubre un mundo, al entrar en una de esas novelas gigantescas; no olvidaré nunca, por muchos años que hayan pasado, la impresión formidable del descubrimiento de Fortunata y Jacinta, de Los Maia, de Los hermanos Karamazov… pues algo muy semejante ocurre, para nosotros los mexicanos, con Los bandidos de Río Frío; no es, de seguro, una novela de la talla de las que van aquí mencionadas; quizá para un extranjero, que la conozca en traducción, será una novela interesante y curiosa, como lo serán también sin duda Astucia o La hija del judío, o, sobre todo, las maravillosas y deslumbrantes pequeñas narraciones que integran La linterna mágica; pero para los mexicanos, para los que vivimos en esta ciudad, en este valle, en este país que Payno describió con verbo mágico, esa lectura resulta fascinante, superior a la del libro de la Marquesa Calderón de la Barca, y sólo inferior a la de la Verdadera historia de Bernal Díaz del Castillo, en la que lo histórico toma en muchos momentos caracteres épicos, y en otros tiene el interés, la vivacidad y el suspense de una novela.

    Más que el de revelar algún aspecto inédito de la vida o de la obra de Payno, tareas que dejo a estudiosos más eruditos que yo, este artículo periodístico tiene el propósito de hacer propaganda a Payno, de divulgar su nombre y el de sus más populares obras (además de Los bandidos de Río Frío, El fistol del diablo, El hombre de la situación y otros que ya mencionó el señor González de Mendoza), y el de invitar a los lectores a que busquen esos libros, para que los conozcan, si no los han leído, y para que los relean, si los conocían ya, con la seguridad de que al volver a encontrarse con Cecilia la frutera, con el licenciado Lamparilla, con Evaristo, con Moctezuma III, con Baninelli, y con todos esos otros personajes vigorosos e inolvidables van a tener la satisfacción de quien vuelve a encontrar a un querido amigo, y de que al volver a pasear en chalupa por el canal de Santa Anita, y al regresar al mercado del Volador, y a la Alcalcería, y a Texcoco, y al oír los caballos de los macutenos de Tepetlaxtoc, y los de los asaltantes del camino de Puebla, y al asomarse a la pulquería de Los Pelos, van a sentir la grata impresión de quien viaja por un país que le fue conocido en la infancia; porque algo, mucho, de lo que hace cien años escribió Payno en su libro inmortal, queda todavía vivo, o quedaba, hace un cuarto de siglo, o medio siglo, y es amable resucitarlo, o verlo con el cariño con que se vería a un viejo abuelo, o, siquiera, sus objetos familiares, sus trajes, su silla de montar, su reloj, la taza de su chocolate, los cuadernos en que hizo sus apuntes.

    Mañana hará ciento cincuenta años de que nació Payno. Literariamente estamos en el año del sesquicentenario de este admirable novelista; sus perfiles de hombre de Estado, de ministro, quizá hayan ido esfumándose y perdiéndose; pero su estatura de literato se agranda y el mejor homenaje que se puede rendir a su memoria es leerlo. Leamos nuevamente Los bandidos de Río Frío, en este año del sesquicentenario de Payno.

    ENRIQUE ASÚNSOLO

    Se ha publicado la esquela que da la noticia de la muerte de un abogado, don Enrique Asúnsolo y Rodríguez, que en los últimos años había estado colaborando como jefe del Departamento Jurídico en la Nacional Financiera. Un funcionario probo y eficiente, un caballero distinguido, un jurista inteligente y documentado.

    Pero Enrique Asúnsolo, y eso no lo hemos visto en las notas necrológicas, era algo más que todo eso: era un poeta.

    No perteneció a ninguna generación, pues siempre fue solitario y retraído; le habría correspondido, por su edad, reunirse con los que la historia literaria llama Contemporáneos (Pellicer, Pepe Gorostiza, Torres Bodet, Ortiz de Montellano, González Rojo, Cuesta, Owen, Gutiérrez Hermosillo, Villaurrutia, Novo); pero no estuvo en ese grupo, ni publicó en esa revista. Se le pondría aparte de esos Contemporáneos, a pesar de serlo de ellos, como se pone a Elías Nandino, a Miguel N. Lira o al recientemente fallecido Anselmo Mena; tampoco se le puede asimilar a la generación poética siguiente, la de aquel Taller en que estuvieron con quien esto escribe: Octavio Paz, Efraín Huerta, Alberto Quintero Álvarez, Neftalí Beltrán, Carmen Toscano, Rafael Vega Albela, Ramón Gálvez. Era de los que nacieron en los primeros años del siglo (antes de la Revolución) y se hicieron escritores, o comenzaron a darse a conocer, al menos, en los alegres veintes, para en el siguiente decenio madurar su producción y cuajar sus mejores libros.

    Pero fue un poeta secreto; no gustó de la publicidad, ni apareció nunca haciendo declaraciones, ni anduvo en saraos. Publicó dos o tres libros (uno grande, dos pequeños, son los que tenemos en la memoria) en los tiempos en que las prensas que manejaba Miguel N. Lira amadrinaban un movimiento literario que no llegó a ser de gran duración ni de mucho alcance (¿generación de Fábula, podría llamarse eso, e insertar allí los nombres de Renato Leduc, Mauricio Gómez Mayorga, Vicente Magdaleno, María del Mar, Efrén Hernández?). Asúnsolo publicó sus libros calladamente, sin buscar que tuviesen resonancia. El mejor de ellos es sin duda Dieciséis ejercicios, que tiene cuerpo, y revela a un poeta importante, tan inteligente como fino. Uno de esos ejercicios, recuerdo ahora (no tengo el libro a la vista, como habría querido, para citar algún ejemplo), consistía en comenzar cada verso con una preposición, mencionadas todas en el orden con que las enumera la gramática. En algún poema hizo el poeta caber palabras alemanas, como Unterdenlinden y Kurfürstendam. Estos son rasgos superficiales, de los que se quedan en la memoria; pero bien que tenían calidad y pureza poética aquellos versos, que leímos con interés y con viva satisfacción.

    ¿Se llama otro de sus pequeños libros Amor a Roma? Es muy posible. Y el otro, que ilustró con amables dibujos Manuel Rodríguez Lozano, Elegía del angelito; estos son libros de muy corto aliento, plaquettes, como se decía en aquella época, en que se hacía una con media docena de poemas, o con medio centenar de versos.

    Asúnsolo era hombre de vivo ingenio, buen lector de las literaturas extranjeras, especialmente la inglesa y la francesa, y tuvo, mientras no se lo quitó el reumatismo deformante, un humor excelente. Parece ser que alguna vez fue actor, aunque no en mis tiempos, y de eso sólo sé de oídas; es posible que hiciera un papel, tal vez el de Curro, la primera vez que se puso en escena la adaptación dramática que de su propia novela Los de abajo hizo don Mariano Azuela. También oí contar que en esa época tuvo alguna rivalidad con uno de los poetas del grupo de Contemporáneos, el de peor genio, el que se ha peleado con casi todo el mundo. También fue un pintor y dibujante muy estimable.

    Ciertamente la muerte de Asúnsolo (entiendo que era lejano pariente de Dolores del Río) no ha sido una gravísima pérdida para la poesía, como lo fue la de don Enrique González Martínez, o la de Xavier Villaurrutia: ha sido un poeta menor, y además, había dejado ya la pluma, desde hacía mucho tiempo, para dedicarse por entero a las leyes y a las finanzas; pero tampoco sería justo dejarla pasar inadvertida para los estudiosos de nuestras letras, que harán bien en consultar, en las bibliotecas especializadas, esos tomitos, seguramente raros, pues se hicieron en ediciones muy cortas, que contienen la mesurada, y por ello mexicanísima, poesía de este epígono, uno de los poetas que fueron opacados por el brillo de los Contemporáneos (como su gran amigo Anselmo Mena, que le precedió unos meses en la muerte), opacidad a la que el único que logró escapar, con su trabajo constante y su empeñoso afán de superación, fue Elías Nandino.

    Recordaremos con simpatía y con aprecio al autor de Dieciséis ejercicios.

    EL BRIGADIER

    Antonio Arias Bernal, que acaba de fallecer, no ha sido solamente un gran artista, un notable dibujante, un caricaturista muy distinguido, sino ha sido quien durante muchos años mejor que nadie ha representado a un nuevo tipo de periodista, al que llamaríamos editorialista gráfico; sus dibujos no eran buscados, en la prensa diaria y en la hebdomadaria, simplemente porque fueran amables, o porque hicieran reír, sino porque representaban una opinión, una orientación, un criterio. Decía más él con un dibujo, que el articulista de fondo con tres o cuatro cuartillas. Últimamente ya no era el único, ni de seguro fue estrictamente el primero; pero fue el mejor, el más importante, el más valiente, el más agudo, el más seguido por la opinión pública, en cuya formación pesaba como ningún otro.

    México tenía, hasta hace poco, uno de los equipos de editorialistas gráficos más impresionantes del mundo entero. Verdaderos grandes artistas, notables como dibujantes, eran al mismo tiempo hombres de gran ingenio, humoristas luminosos, y personas de oportuno juicio y de corazón generoso. Estamos usando este tiempo de verbo porque han desaparecido ya dos de esos grandes artistas: Andrés Audiffred, primero, y ahora Arias Bernal; pero quedan otros de primer orden: Ernesto García Cabral, que es el más antiguo, y cuyo nombre ya está en la historia; o Rafael Freyre, a quien posiblemente toca ahora reinar; o Abel Quezada, que, menos pintor que los otros, no les va a la zaga en ingenio ni en popularidad; o muchos más que alargarían esta lista, que no queremos continuar por no incurrir en omisiones. Pero, aunque queden muchos, todavía, las dos pérdidas sufridas por el batallón son de tal manera importantes, que esos huecos se notan. Audiffred, ya a más de un año de su muerte, sigue siendo añorado; y aunque Arias Bernal había dejado ya de colaborar, por su grave enfermedad, en diarios y revistas, desde hace tiempo, se tenía siempre la ilusión de que podría volver, de que se aliviaría; ahora que esa esperanza se ha perdido, nos damos cuenta de la enormidad del hueco que su desaparición deja en la prensa nacional.

    Arias Bernal podría ser considerado como una hechura de Pagés Llergo, ese gran periodista y maestro de periodistas a quien acompañó, durante los últimos veinte años, en todas sus aventuras periodísticas; en las revistas de Pagés hizo lo mejor de su trabajo el brigadier Arias Bernal (ese grado le dábamos, en el trato amistoso, sus compañeros de redacción, sus amigos); las portadas para las revistas de Pagés (Hoy, Mañana y Siempre!) serán lo que más dure, de la obra de Arias Bernal; ellas le valieron grandes distinciones, premios internacionales, renombre continental; en los últimos años vino a esta casa de Los Universales a prestar su colaboración valiosa en las dos publicaciones diarias de la compañía; y de inmediato se hizo uno de los comentaristas favoritos de los lectores; sus ilustraciones a los temas del día, sus comentarios gráficos sobre la vida nacional, o sobre la política internacional, tenían siempre eco, eran recibidos con la mayor simpatía y el más grande aplauso por un sector del público lector mexicano mucho mayor que el que había tenido en las revistas. Su fuerza alcanzó a ser, al venir a esta casa editorial, más grande que nunca.

    Al morir, apenas a los cuarenta y seis años de edad, Arias Bernal deja una obra. Centenares y centenares de cartones, en los que comentó la vida de México y la del mundo entero, en una época muy agitada. La guerra, la posguerra, las nuevas corrientes sociales, personajes de la historia, tales como Hitler, Mussolini, Roosevelt, Eisenhower, Stalin, Krushchev, Churchill, que llenan una larga secuencia, han quedado fijados en sus dibujos, lo mismo que media docena de presidentes de México, y sus ministros, y todos los otros hombres que han sido importantes en la vida nacional, dentro de los mundos de las finanzas, de la política, de las artes, de algunas de las principales industrias. Quien desee saber, en algún futuro, cómo pensaba México a mediados del siglo XX, cómo veía la opinión pública los acontecimientos internos, o los internacionales capaces de afectar la vida mexicana, tendrá que consultar las colecciones de los dibujos de Arias Bernal, las que ya han sido editadas y las que tendrán que serlo, como documentos importantes, más expresivos que una colección de editoriales, y más auténticos, más arrancados de la entraña misma del pueblo, al que este gran artista sabía auscultar e interpretar como nadie.

    No es solamente un gran dibujante, un magnífico caricaturista lo que México ha perdido al morir Arias Bernal, sino a uno de los periodistas que más pesaban en la formación de la opinión pública, a un espejo del sentir popular; con Audiffred, que le ha precedido, y con algunos otros que están todavía por fortuna en pleno trabajo, pasará a figurar, al lado de José Guadalupe Posada, entre los artistas creadores que han sabido ser intérpretes fieles del alma de México.

    RECUERDOS DE MIGUEL N. LIRA

    Aunque nació diez años antes que nosotros, Miguel N. Lira está más ligado a la generación literaria de Taller que a la de Contemporáneos, de la que lo fue, puesto que era apenas un año más joven que los más jóvenes poetas de esa promoción. No entró en ella, sin embargo, sino inició su producción literaria mucho después de 1925, que es aproximadamente la fecha en que puede situarse la revelación de los Contemporáneos (se podría poner como libre pivote de esa generación el de Ensayos, de Salvador Novo, aunque algunos de Jaime Torres Bodet sean anteriores); como Elías Nandino, como Enrique Asúnsolo, como Anselmo Mena (los últimos dos ya fallecidos), Lira vino a quedar en una órbita intermedia.

    Editó sus propias revistas, y no una, sino varias; la más antigua en mi memoria, Alcancía, en donde aparecieron los poemas de otro de los poetas sin grupo, a medio camino entre Contemporáneos y Taller, Renato Leduc; después, una Fábula que imitaba un poco a otra de Buenos Aires; finalmente, una revista personal, Huitlale; las primeras fueron muy importantes, y sobre todo Fábula, que además de su carácter de revista tuvo el de editorial, pues con ese pie de imprenta aparecieron algunos libros, del propio Lira o de otros escritores de aquellos tiempos.

    Muerta Fábula, Lira y yo hicimos Taller poético: lo dirige Rafael Solana y Miguel N. Lira lo imprime, decía la portada; pero no se trataba de un mero contrato con un impresor, de tipo comercial, sino Lira ponía allí su trabajo manual de tipógrafo y su personalidad de poeta, en cuyo turno nos reuníamos. Uno de mis más antiguos recuerdos es el siguiente: Efraín Huerta y yo, en aquel tiempo poetas casi inéditos, ayudábamos a doblar las hojas del poema de Rafael Alberti sobre Sánchez Mejías, con dibujos de Rodríguez Lozano. En la imprenta de Lira hicimos tres números de Taller Poético, y cerca de una docena de libros, de autores como Enrique González Martínez, Carmen Toscano, Luis Cardoza y Aragón, Enrique Guerrero, Mauricio Gómez Mayorga, yo mismo, y Efraín Huerta; la portada de Línea del Alba de este autor fue a componerla en persona el poeta Genaro Estrada, que era entonces ministro de Relaciones Exteriores, y que estuvo allá, en la Imprenta de Miguel, por la parada Zacahuitzco, como un obrero, con el componedor en la mano y buscando los tipos en las cajas.

    Después nos alejamos un poco de Lira, porque el último número del Taller Poético lo hizo Chápero, y de allí pasamos a hacer Taller a secas, con Octavio Paz, Alberto Quintero Álvarez y Efraín Huerta como codirectores, conmigo; yo me fui, a los tres números, a Italia, y los siguientes los dirigió principalmente Octavio.

    Lira cambió entonces de cuerda; sin dejar de ser poeta, comenzó a ser dramaturgo, en lo que se adelantó a muchos. Hasta siete títulos le tiene anotados Antonio Magaña Esquivel, que es uno de nuestros más importantes historiadores teatrales (con Armando de Maria y Campos, José Rojas Garcidueñas y Luis Reyes de la Maza). Algunas de las obras teatrales de Lira conocieron el éxito. La que recuerdo yo con mayor agrado es Carlota de México que se puso en Bellas Artes, y que trata un asunto que también han tratado Usigli, Cantón, Lazo, Dagoberto de Cervantes, y tal vez alguno más de nuestros comediógrafos.

    También novelista fue Miguel N. Lira; sus obras más conocidas han sido Donde crecen los tepozanes y La escondida, de la que se hizo una película; alguna otra vez fueron utilizados asuntos de Lira para nuestra industria cinematográfica.

    Lira no fue el mejor poeta de su época, aunque figura en las antologías; tampoco fue el mejor dramaturgo, puesto que suele atribuirse, con justicia, a Rodolfo Usigli; tampoco el mejor novelista, pues no igualó, de los más viejos que él, a Martín Luis Guzmán o a Azuela, ni, de los más jóvenes, a Luis Spota; sin embargo, si se toma en cuenta la suma de todos sus méritos literarios, se tiene que considerar que ha sido un importante, un valioso hombre de letras, merecedor de reconocimiento y de recuerdo; el autor del Corrido de Domingo Arenas, de Vuelta a la tierra, de La escondida, va acumulando puntos, con su apreciable labor en los diferentes campos, y llega a convertirse en una figura de relieve dentro del mundo de nuestras letras; y a esos puntos ganados con su obra personal hay que agregar los que merece que le sean reconocidos como impulsor literario, como foco de difusión, por su labor de impresor, de cuyos tórculos salieron muchos de los libros que mantuvieron encendida la actividad literaria en una época que fue particularmente adversa para este género de manifestaciones artísticas. Fue el amigo de muchos, el consejero de algunos, el hombre generoso, entusiasta, laborioso, sin veneno, siempre cordial y afectuoso, en cuyo torno se reunieron varias promociones de escritores mexicanos. Merece Miguel N. Lira que su nombre sea cariñosamente recordado, y que su obra sea conservada con celo en el tesoro literario de nuestra Patria.

    UN MAESTRO INOLVIDABLE

    Cada generación tiene algunos maestros a los que recuerda con mayor veneración y cariño que a los otros, o que ejercen sobre ella una más profunda y determinante influencia. La mía tuvo varios, unos que ya venían de generaciones anteriores, otros que pesarían más sobre las siguientes; todavía fue nuestro maestro el inmortal don Antonio Caso, de brillantez maravillosa; escuchamos también con respeto a don Vicente Lombardo Toledano, de personalidad impresionante; ya iban en decadencia, en cambio, don Enrique O. Aragón, que era el último defensor del viejo positivismo, y don Samuel García, y don Erasmo Castellanos Quinto; y comenzaban a brillar el elegante Alejandro Gómez Arias, o el austero y trabajador Manuel Gómez Morin; desde su cátedra de derecho constitucional nos fascinaba, con sus conferencias que eran como interesantísimas charlas, don Miguel Lanz Duret, mientras a don Francisco de P. Herrasti, en cambio, cada día se le iba perdiendo más el respeto.

    Pero el maestro que más honda huella produjo en mi generación fue don Agustín Loera y Chávez; no era un maestro muy popular, porque era muy severo, y algunos le temían; resultaba demasiado exigente para muchos de sus alumnos; pero otros reaccionaban, ante esa exigencia, en forma de superación. Daba las clases de historia de México y de historia del arte; pero estos títulos no marcaban límites, pues en esos cursos se hablaba de todo, y, principalmente, de cosas de las que nunca antes habíamos oído hablar, los jóvenes estudiantes que llegábamos a la Preparatoria; se ponía el maestro en un supuesto completamente falso: el de que, al salir de la secundaria, tuviéramos ya conocimiento de historia, de literatura y aun de sociología, de filosofía, de idiomas, que jamás nos habían sido impartidos; el primer choque era tremendo; algunos alumnos estallaban en indignación, cuando el maestro les preguntaba sobre asuntos acerca de los cuales no tenían por qué saber. Luego, algunos fuimos comprendiendo que aquello quería decir que, si queríamos llegar a brillar, tendríamos que saber de todo, hasta de lo que no nos enseñaran en la escuela; entonces comenzamos a acudir a las bibliotecas, y a academias y a instituciones particulares, para poder saber aquéllos idiomas que en la escuela no nos habían enseñado pero que el maestro Loera y Chávez pretendía que conociésemos, y para tener leídos todos aquellos libros, inclusive los de más reciente publicación, que no entraban en ninguno de los cursos que habíamos hecho o que actualmente hacíamos, pero sobre los cuales deberíamos estar informados; más que clases de historia eran las suyas de cultura general, de curiosidad; nos despertaban el ansia de saber de todo, y no nada más de memorizar un texto o aprender algo sobre los temas de un programa; esta fue la enseñanza más valiosa que nos dio este maestro inolvidable; y también esta otra: la de que ninguna exigencia es demasiada, la de que para llegar a valer algo hay que pedir mucho de uno mismo. Por eso aprendimos francés, italiano, aunque no estuvieran en los programas; y leímos a los autores contemporáneos, y nos adelantamos en un año, o dos, o más, a los cursos de filosofía y de muchas otras materias que más tarde recibiríamos.

    Este sistema produjo los alumnos más brillantes de aquella generación; a Octavio Paz, a Salvador Toscano, y, luego, a Cristóbal Sáyago, a Ignacio Carrillo Zalce, a Xavier Aragón, a Efraín Huerta, a Carmen Toscano.

    Además de sus alumnos de la Preparatoria, y de los de Filosofía y Letras, don Agustín Loera y Chávez tuvo muchos, cientos, millares de ellos, en una escuela comercial que fundó, primero, en el Banco de México, y luego, independientemente, con el nombre de Escuela Bancaria y Comercial; a todos los educandos que pasaron por esa Institución les hizo mucho bien, no solamente dándoles carreras comerciales, muy útiles a ellos mismos y a la sociedad, sino enseñándoles muchísimas cosas muy convenientes, entre las cuales la disciplina, el orden, la compostura. ¡Qué comparación entre esa escuela, donde todo se lleva al derecho, y muchas otras, que por comparación parecen un desgarriate y un caos!

    Ahora ha muerto don Agustín Loera y Chávez; sigue de cerca a su conteporáneo, otro maestro ilustre, don Pedro de Alba, y de muy lejos a Ramón López Velarde, que fue su amigo y de quien editó La Suave Patria cuando era director de la revista El Maestro. Ha llegado al final de una vida perfectamente llena, fecunda, generosa, benéfica. Deja su nombre, en los anales de la educación mexicana, como uno de los educadores más ilustres, y en la memoria de quienes fuimos sus alumnos, una huella profunda, imborrable, y un reconocimiento sin límites, pues con nada pagaríamos lo que a él personalmente le debemos en nuestra formación universitaria todos los que pasamos por su aula.

    ALFONSO TEJA ZABRE

    La historia tendrá que reconocer lo mucho que la vida literaria de México debe a El Universal. Esa historia literaria que ha compilado don Carlos González Peña, un hombre cuya vida está vinculada a este periódico, del que era editorialista. No solamente al Universal Ilustrado, aquella memorable publicación semanaria, de calidad artística no superada, desde la que don Francisco Monterde hizo el descubrimiento de Los de abajo, en la que publicó sus primeros Ensayos un joven poeta de Torreón, que en 1925 parecía ir a ser uno de nuestros escritores más novedosos y notables (pero hay disparidad de opiniones acerca de la medida en que ha cumplido aquella promesa) y en la que tantas otras ventanas abrió Carlos Noriega Hope a la modernidad; sino al diario, a este periódico que tienen ustedes entre las manos, y más concretamente, a esta página que están leyendo, y de la que han sido colaboradores don Antonio Caso, don José Vasconcelos, don Artemio de Valle-Arizpe, para no mencionar sino a tres indiscutibles y supremos maestros, cada uno de ellos en su género.

    Pero no voy en esta ocasión a referirme al hecho de que aquí publicaran artículos quienes en otro lugar, en la cátedra, en los libros, en los altos puestos, conquistaron la fama, sino al más significativo de que en estas páginas hicieran su renombre y llamaran la atención otros, más conocidos y admirados por sus colaboraciones en El Universal, que por ninguna otra cosa. Quiero poner en ese caso al inolvidable Santiago R. de la Vega, Kif, cuya deliciosa columna El cacique en turno fue en mi juventud fuente de inspiración y de delicias, cátedra de ironía, ejemplo de cultura, de donaire en el decir, de buen humor y de ingenio. Y también quiero confesar que estoy en el caso de admirar a Alfonso Teja Zabre —quien acaba de alcanzar como coronación de su carrera literaria el acceso a la Academia Mexicana—, mucho más por lo que de él tres veces por semana leía yo en esta página, cuando ambos éramos jóvenes, que por sus libros de historia, sin duda muy interesantes y doctos, y que esto he conocido recientemente, cuando ya no era ocasión de agregar nada a la admiración que de mí había ganado como escritor epigramático relampagueante, sagaz, agudo, aquel redactor de Avisos a tiempo a quien nunca me perdía, y cuyos párrafos breves, llenos de brillantez y de gracia, fueron durante mis años de formación el sabroso desayuno.

    Es muy probable que al votar por Teja Zabre para que vaya a ocupar un sillón entre los inmortales mexicanos, sus compañeros de inmortalidad hayan tenido en cuenta, más que ninguna otra cosa, sus libros, tan galantemente escritos como sesudamente pensados, y en los que resulta tan ameno el aprendizaje de la historia; es muy posible que el académico que conteste a su discurso de recepción se refiera a esas obras, y las analice y las ensalce; pero cabe también la posibilidad de que un estudio de la personalidad literaria del nuevo académico reste importancia, como pequeñas cosas volanderas que el tiempo ha marchitado y hecho olvidar, a esas breves colaboraciones periodísticas a las que yo, por el contrario, concedo una atención preponderante. No sería el de Teja Zabre el primer caso de un escritor que enviase a las columnas de la prensa algo muy valioso de su producción; todavía hoy se esfuerzan infatigablemente algunos estudiosos norteamericanos o mexicanos por rescatar de la prensa los escritos que a ella destinó Manuel Gutiérrez Nájera, y que tan grande interés revisten para conocer su personalidad; también tiene enorme mérito literario lo que Eça de Queiros envió a los periódicos de su patria o del Brasil, desde Inglaterra y desde París, y para su publicación en periódicos escribió Alfonso Reyes muchas de las páginas que después formaron sus libros. Porque de mi memoria no se han borrado, porque el paso de muchos años no me ha hecho olvidar aquellas colaboraciones, tan concisas como epigramas de Marcial, y a veces tan profundas como máximas de La Rochefoucauld, es por lo que yo quiero, aprovechando la oportunidad de la exaltación de su autor a un sitial académico, llamar la atención sobre esos avisos a tiempo, que habría que poner en un lugar destacado si alguna vez se compilara, sugestión que aquí abandono por si hay quien se decida a recogerla, una antología de la prensa diaria mexicana, para la que sin duda habrían de hacerse muy valiosos hallazgos.

    Alfonso Teja Zabre entró en la Academia por la puerta de la historia (como en su día, que esperamos muy próximo, hará también Arnaiz y Freg), pero igualmente por la del periodismo, porque su obra de periodista, que fue ornato y orgullo de esta página, le hace digno del título de maestro del género, y porque su labor en él la consideramos algunos de sus admiradores como ejemplar e inolvidable.

    LUIS SPOTA

    El calor de cierta polémica, por él mismo provocada, motivó recientemente que el novelista Luis Spota fuera blanco de algunos ataques tan injustos, que se hace necesario rechazarlos con energía; la pasión que llegó a despertarse en esa discusión por la prensa fue causa de que desbarraran personas reconocidas como inteligentes, y de que se asentaran en letras de molde errores de juicio que es conveniente rectificar.

    Llegó a dejar traslucir, en algún artículo, alguno de los polemistas, arrastrado por el fuego de la contienda, un cierto desprecio de Spota como figura

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