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Tres puntos cardinales
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Tres puntos cardinales

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A cargo de Claudio Delgado, esta compilación es un conjunto de los textos más representativos y algunos desconocidos de Rafael Solana, quien abarcó varios géneros: poesía, novela, cuento y teatro. En estas páginas el lector encontrará desde el primer volumen de su trilogía, El envenenado, hasta la inédita pieza teatral El décimo Fausto, pasando por una también inédita versión de Son pláticas de familia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2015
ISBN9786071632272
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    Tres puntos cardinales - Rafael Solana

    COLECCIÓN POPULAR

    728

    TRES PUNTOS CARDINALES

    RAFAEL SOLANA

    Tres puntos cardinales:

    poesía, novela, teatro

    Selección y prólogo

    CLAUDIO R. DELGADO

    Primera edición, 2015

    Primera edición electrónica, 2015

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    D. R. © 2015, María de los Dolores Colín Solana

    D. R. © 2015, Instituto Veracruzano de la Cultura

    D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-3227-2 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    SUMARIO

    Agradecimientos

    Un hombre de letras, por Claudio R. Delgado

    Poesía (1934-1964)

    Novela (1939-1970)

    Teatro (1952-1992)

    Índice

    AGRADECIMIENTOS

    Por lo general, cuando se redacta una nota para agradecer los diversos apoyos que contribuyeron a la elaboración de un libro se suele dar crédito solamente a aquellas personas que en mayor o menor medida facilitaron la recopilación o la orientación para el hallazgo de materiales que a veces resultan difíciles de conseguir, o a aquellas que nos auxilian con sus consejos y su sabiduría acerca del autor que estamos estudiando, y nunca, o casi nunca, se piensa en el que proporciona la materia prima para la elaboración de dicho libro: me refiero al autor de los textos, que son finalmente la liebre del guisado. Es el escritor quien en realidad permite, antes que nadie, la formación del volumen.

    De ahí que en esta ocasión yo quiera agradecer principalmente al maestro Rafael Solana, primero por su legado literario, sin el cual esta antología no sería posible, y segundo por habernos permitido, a mi hermana Mireya y a mí, conocerlo y frecuentarlo. Pero, sobre todo, quiero reconocer el apoyo y la confianza que, desde 1986, nos tuvo; para nosotros, que tuvimos el privilegio de conocerlo, se convirtió en un buen amigo y maestro, un ser humano a carta cabal y un interlocutor generoso. Siempre nos demostró afecto alerta y una comprensión cálida.

    Quiero dar las gracias también a doña Virginia Solana Salcedo, hermana del autor, quien tampoco ya está entre nosotros y quien, desde hace más de 20 años, me dio su ayuda fraterna y demostró interés en llevar a cabo la promoción y la reivindicación del trabajo literario de su hermano Rafael.

    A Pilar, Lolita y Maurilia Colín Solana, gracias por continuar con el soporte que su mamá, doña Virginia, me brindó, sin el cual se habría perdido en el olvido el trabajo de su tío, Rafael Solana. A mis queridas maestras, Carmen y Magdalena Galindo, gracias por su complicidad e inclinación por la obra de este gran autor.

    A Jovita Millán y a Pável Granados, gracias por su respaldo. A Raquel Huerta Nava, gracias por permitirme acceder al material que no conocía de don Rafael y así contribuir a mis descubrimientos, así como por nuestras deliciosas pláticas en torno de las figuras de su padre, Efraín Huerta, y de Rafael Solana, personajes que desde su juventud forjaron una amistad inquebrantable.

    Finalmente, quiero reconocer y agradecer públicamente el apoyo del director del Fondo de Cultura Económica, José Carreño Carlón, sin el cual este trabajo no habría visto la luz, lo mismo que el interés de Tomás Granados, gerente editorial del FCE. Al maestro Eduardo Lizalde, director de la Biblioteca de México José Vasconcelos, gracias por proporcionarme una copia digitalizada de la novela El envenenado, trabajo de juventud de Solana, la cual actualmente es inconseguible. Asimismo, agradezco a Carlos Díaz Barriga el haberme entregado una copia del inédito El décimo Fausto, último texto dramático escrito por Rafael Solana en 1992, que también se ha tornado irrecuperable, y que se da a conocer por primera en vez esta obra. Agradezco también a Guillermo Argüelles quien, a través de Pilar Colín, nos proporcionó el agregado a la página 10 y el final modificado por Solana a su comedia teatral Son pláticas de familia.

    UN HOMBRE DE LETRAS

    CLAUDIO R. DELGADO

    ¿Qué dejo?

    Docenas de libros, miles de artículos, cientos de charlas, ¿qué me llevo?

    La duda de si todavía alguien leerá o pronunciará mi nombre cuando cumpla un siglo de que vine al mundo.

    RAFAEL SOLANA

    Rafael Solana Salcedo nació el 7 de agosto de 1915 en el puerto de Veracruz en plena lucha revolucionaria y cuando nuestro país contaba hasta con tres presidentes de la República: Venustiano Carranza en Veracruz, Eulalio Gutiérrez en San Luis Potosí y Roque González en la Ciudad de México. Ese año, y en el mismo mes de agosto, murió en el exilio Porfirio Díaz. En la misma fecha se formó el grupo conocido como los Siete Sabios o Generación de 1915: Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morin, Alfonso Caso, Antonio Castro Leal, Teófilo Olea y Leyva, Alberto Vázquez del Mercado y José Moreno Baca. Los tres primeros coincidieron con el joven Solana en la universidad como profesores de derecho y filosofía, y desde la preparatoria conoce a Manuel Gómez Morin, de quien era alumno.

    Solana aprendió las primeras letras de la mano de su madre, doña Maurilia Salcedo de Solana, de quien también heredó la afición por la lectura. En su vieja casona de madera en Tampico, ella le dibujaba con gis en el piso del corredor descubierto los signos del abecedario que vería por primera vez; con ella aprendió a leer en un libro del escritor francés Pierre Loti, uno de los autores preferidos de la señora, y sobre el que, en 1959, don Rafael escribió y dedicó a su progenitora su libro titulado: Leyendo a Loti.

    En una carta abierta al editor y escritor español, creador de la colección Sepan Cuantos..., Felipe Teixidor, Rafael Solana le decía: Yo fui de joven un voraz lector no de libros, sino de colecciones; mi ritmo de lectura, que la edad y las ocupaciones han disminuido severamente, era, cuando yo estudiaba, de 100 libros al mes; en la secundaria, además de la biblioteca entera de la número tres —salvo los diccionarios— leía yo una colección que se editaba en Madrid, y cuyos números, viejos y nuevos, encontraba yo en la avenida Hidalgo.¹

    Gracias a sus lecturas y a sus viajes —principalmente por Europa, la cual visitó durante 23 ocasiones— el veracruzano fue un personaje cosmopolita y deslumbrante, un hombre que lo mismo sabía de literatura que de cine, de teatro y de ópera. Además, practicó la crónica taurina —afición que heredó de su padre, Rafael Solana Cinta, Verduguillo—, también sabía de música clásica —uno de sus santos más venerados fue Mozart—, fue un entusiasta gastrónomo y conocedor de ciudades y de libros, en fin... poseía don Rafael una cultura enciclopédica; para Carmen Galindo, Rafael Solana y Jaime Torres Bodet fueron los dos hombres más cultos de México.

    Desde muy temprana edad Solana ya deslumbraba a sus maestros por su erudición y por su afición a las letras. Incursionó en todos los géneros: poesía, cuento, novela, teatro, ensayo y crónica; citando al maestro Ignacio Manuel Altamirano, de Solana se puede decir lo mismo que el guerrerense manifestó de José T. de Cuéllar: Fue uno de esos talentos que tienen una flexibilidad sorprendente. A través de cada uno de esos géneros, podemos seguir la vida literaria del escritor veracruzano; no sólo de la evolución que recorre su quehacer, sino también de la búsqueda, casi cronológica, de un género que le permitió el completo cumplimiento y realización de su misión como escritor.

    A la edad de 19 años incursionó en la poesía con la publicación, en 1934, de su primer libro, Ladera, cuyo título fue escogido al azar de un sombrero con papeles amarillos; en 1936 vio la luz su segundo libro de versos, Los sonetos, del cual sólo se imprimieron 25 ejemplares. Para entonces Solana ya contaba con dos libros juveniles de poemas y con un tercero, del cual perdió los originales, compuesto de tres partes: la primera con 34 cantos y la segunda y tercera con 33. El verso final de cada canto terminaba en estrellas, como en la Divina comedia, de Dante Alighieri.

    Los sonetos iniciales que escribió fueron tal vez los que publicó en el primer número de la revista Taller Poético en mayo de 1936 y que, según el mismo Solana, fueron solamente un ejercicio. Incluso cuando Carlos Pellicer, Octavio Novaro y Luis Fernández del Campo le plantearon el reto de escribir en sonetos las crónicas de las corridas de toros que publicaba en El Universal Gráfico, Solana respondió al desafío sin cometer graves faltas de acentuación, de medida ni de rimas.

    Al cumplir 21 años, el juvenil Solana ya tenía en su haber un libro muerto y dos vivos, y era, además, fundador y director de la revista Taller Poético. El propósito de su publicación era lograr la concordia entre todos los poetas mexicanos que tenían una presencia importante dentro del mundo intelectual. Gracias al escritor veracruzano, esta revista más tarde se convirtió en el símbolo de una de las generaciones literarias más importantes de las letras nacionales; además, sus páginas fueron testimonio de la inteligencia y capacidad de Solana, cualidades admirables en una época de cambios e imposiciones.

    Sin embargo, al fundar por sí solo —a la edad de 20 años— la revista Taller Poético, la cual era impresa por el también escritor y además abogado Miguel N. Lira, Rafael Solana no pretendió, en comparación con las revistas anteriores, romper tajante y agresivamente con las influencias que le antecedieron. Al contrario, Solana dio cabida tanto a poetas ilustres vivos para que dictaran su lección a los jóvenes e inquietos versificadores de su generación: al hojear los cuatro únicos números de Taller Poético aparecen en sus páginas desde Enrique González Martínez —de quien don Rafael editó su libro Ausencia y canto— hasta los más jóvenes, como Neftalí Beltrán y Ramón Gálvez, actualmente olvidado.

    Los poetas de la generación que forman parte del grupo de los Contemporáneos también participaron en las páginas de Taller Poético, con excepción de José Gorostiza, quien se caracteriza por su brevedad creativa, además de por su extraordinaria calidad poética. En la revista de Solana también se recogieron poemas de Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, Salvador Novo, Bernardo Ortiz de Montellano y Xavier Villaurrutia. En el segundo número de la revista, correspondiente al mes de noviembre de 1936, apareció el poema Gacela de la terrible presencia, del español Federico García Lorca, que Genaro Estrada le entregó a Rafael Solana para su publicación. En Taller Poético también nacieron y tuvieron un espacio Carmen Toscano y Octavio Novaro; los poetas que andaban sueltos, que no pertenecían a ningún grupo y eran más jóvenes que los Contemporáneos, pero más viejos que los de Taller Poético, como Elías Nandino, Anselmo Mena y Enrique Asúnsolo.

    Lo anterior permite crearse una idea clara del eclecticismo de la revista de Solana, pues la nómina de sus colaboradores incluía a los representantes de todas las generaciones vivas —por lo menos dos anteriores a la de Taller Poético—, sin renunciar a la calidad que pretendía sostener y sin incursionar hacia un tipo de poesía excesivamente popular, que sobre todo hubiera llevado a su director a un exceso de demagogia, pues sólo el joven Efraín Huerta seguía con mayor apego una línea poética de izquierda.

    En esta nueva revista no sólo se dio espacio a los poetas de la capital y a los que acababan de llegar a ella de los estados del país, sino también a quienes radicaban en otras partes de la República como Guadalajara o Mérida.

    Además de los cuatro únicos números de Taller Poético, Rafael Solana editó algunos libros: de Carmen Toscano uno muy pequeño y raro, titulado Inalcanzable y mío —ella se había estrenado ya al publicar antes Trazo incompleto, libro publicado por la Editorial Cvltvra—, y de Efraín Huerta publicó tres, uno de los cuales prologó, mientras que en otro, Línea del alba —que Miguel N. Lira imprimió—, tuvo como cajista nada menos que al entonces ministro de Relaciones Exteriores, Genaro Estrada, quien formó la portada con sus propias manos. También publicó un libro de Gómez Mayorga y dos de Enrique Guerrero Larrañaga, poetas hoy desconocidos; uno del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, con dibujos de Roberto Montenegro, y un tomito dedicado a conmemorar el centenario del poeta Garcilaso de la Vega, en el que colaboraron don Jaime Torres Bodet, con un ensayo, Alberto Quintero Álvarez y el mismo Rafael Solana.

    El cuarto y último número de Taller Poético apareció publicado en junio de 1938 con el sello de imprenta de Ángel Chapero. Para ese año, la generación de escritores que había comenzado a darse a conocer aún con cierta inseguridad en las revistas Barandal (1931-1932), Cuadernos del Valle de México (1933-1934) —ambas fundadas por Octavio Paz, Salvador Toscano, José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez y Rafael López Mayol, entre otros— y Taller Poético (1936-1938) se concentró en torno a la revista Taller (1938-1941).

    De todos los miembros de Taller, esencialmente poetas y ensayistas, Rafael Solana fue el que dejó una abundante producción narrativa. También fue él quien, a finales de 1938, decidió invitar a Efraín Huerta, Quintero Álvarez y Octavio Paz para transformar Taller Poético en una revista literaria más amplia en la que se publicaran también cuentos, ensayos, notas críticas —como se venía haciendo ya desde la anterior revista— y traducciones. Para realizar lo anterior, Solana deseaba contar con nuestra ayuda,² según cuenta el mismo Paz.

    Inmediatamente se reformó el pequeño grupo de responsables de la nueva revista Taller. El primer número de la publicación apareció en el mes de diciembre de 1938 y fue editado únicamente por Rafael Solana, pues él se encargó desde dibujar la cabeza hasta ir a formarlo en la imprenta. En este primer número aparecieron fragmentos de prosa de Octavio Paz, versos de Efraín Huerta, un artículo en la sección de notas de Alberto Quintero Álvarez, un texto del oaxaqueño Andrés Henestrosa que lleva por título Retrato de mi madre, así como un excelente ensayo sobre la pintora mexicana María Izquierdo, del propio Solana —el cual en no pocas ocasiones fue elogiado por el mismo Paz y aún espera ser rescatado del ignominioso olvido en el que se encuentra—; es importante destacar que Rafael Solana fue el primero en ocuparse de la obra de esta artista mexicana. En el primer número de Taller también aparecieron algunos poemas inéditos de García Lorca con ilustraciones de José Moreno Villa.

    En el segundo número de la revista, que apareció en abril de 1939 —meses después de que saliera el primer número, a pesar de que la publicación se había anunciado como mensual—, colaboraron Efrén Hernández y José Revueltas; Quintero Álvarez lo hizo con algunos poemas y Octavio Paz y Rafael Solana sólo aparecieron como autores de notas. Del español Juan Gil Albert, recién llegado a México con la inmigración española, se publicó en forma de separata A los sombreros de mi madre y otras elegías.

    En los dos siguientes números, el 3 y el 4, Solana sigue apareciendo como uno de los editores principales. En 1939 don Rafael publicó en la tercera edición de Taller, el Diario, epígrafes y apuntes de su primera novela titulada La educación de los sentidos de cuya serie se desprende El envenenado, con retratos y viñetas de su amigo, el pintor Juan Soriano; además también aparecieron dos de sus poemas, titulados Mississippi y dedicados a Octavio Paz desde Argel.

    Es importante dejar bien claro que Rafael Solana fue quien logró agrupar, de forma fraternal, en sus dos revistas, Taller Poético y Taller, una comunidad de artistas que pese a los problemas técnicos del lenguaje poético —lo cual constituyó una de las preocupaciones centrales—, jamás vieron la palabra como un mero medio de expresión, sino que ésta se transformó en una verdadera actividad personal que les permitió afirmar al poema como un acto o aseveración vital, en correspondencia con su realidad. Es decir, la poesía de Taller —no dejemos de lado la prosa— está orientada hacia el hombre como una participación de la realidad, sin que se vulgarice, tal y como lo logra hacer Solana en Taller Poético.

    Modificar o analizar la conducta del hombre ha sido una de las constantes que podemos observar a lo largo de la historia de la literatura universal. Sin embargo, los miembros de la generación de Taller, más seguros de su realidad artística, crearon una poesía sin falsos imperativos sociales. Esto, a mi parecer y en comparación con la generación anterior a la de Taller, partió de la influencia de la Guerra Civil española; recordemos que la mayoría de esos jóvenes mexicanos que se agruparon en torno a esta nueva revista eran de ideas de izquierda, y que además, algunos de ellos asisten en 1937 como delegados a Madrid y Valencia para manifestar su apoyo a los republicanos. Lo que coincidió con el momento en el que Paz, uno de los delegados, escribió su poema de intención profética ¡No pasarán! el cual, junto con Piedra de Sol, en mi opinión, es uno de los más bellos y mejores poemas del Nobel mexicano.

    Los cruces entre esta generación y la precedente, la de los Contemporáneos, surgieron a partir de la coincidencia en los gustos y preferencias estéticas, aunque tal vez con ambigüedad en algunos momentos —recordemos que en cierta forma a las dos las une la soledad frente a una indiferencia de su medio, no pocas veces transformada en hostilidad—. No olvidemos que Octavio Paz fue cercano a Jorge Cuesta, mientras que Rafael Solana se identificó con el poeta Jaime Torres Bodet.

    La gran mayoría de los jóvenes de Taller, si bien heredaron la modernidad de los Contemporáneos, no tardaron en modificar por su cuenta esa tradición gracias a sus renovadas lecturas e interpretaciones. Se deja ver en estos novísimos autores una impaciencia ante la frialdad y la reserva con que la nueva generación veía las luchas revolucionarias mundiales y su velado desvío ante la potencia que, según ella, encarnaba el lado positivo de la historia: la antigua Unión Soviética.

    Es importante decir que los miembros de Taller nunca denostaron a los poetas y escritores de Contemporáneos, y éstos no fueron reivindicados por los integrantes de Tierra Nueva. No hubo enemistad entre Taller y Tierra Nueva ni entre Taller y Contemporáneos. Salvo Efraín Huerta, quien los atacó varias veces en El Nacional —aunque nunca en Taller—, periódico al que fueron a refugiarse la gran mayoría de los miembros de la revista.

    Fue el escritor Rafael Solana quien, gracias a su nobleza y visión de hombre de letras e impulsor de un periodo fundamental de la historia de nuestra literatura, permitió con la creación de sus revistas Taller Poético y Taller, el surgimiento de escritores —entre ellos él mismo— que lograron brillar con luz propia y modificar el rumbo y desarrollo de la literatura mexicana del siglo XX.

    EL POETA

    Para el escritor Julio Torri, la generación de Taller propició el surgimiento de tres figuras jóvenes de calidad dentro de la lírica nacional; los cito en el orden en que el coahuilense los menciona: Efraín Huerta, Rafael Solana y Octavio Paz.

    Después de haber publicado, en 1937, Tres ensayos de amistad lírica para Garcilaso, junto con Torres Bodet y Alberto Quintero Álvarez, la producción poética de Solana disminuyó. Su Poema del desprecio, aparecido en Taller Poético en 1936, junto con tres sonetos más y otro poema en verso libre enviados durante su paso por los Estados Unidos rumbo a Italia, significaron el último fruto de lo que fue su primera etapa como poeta. La segunda comenzó con la publicación de Los espejos falsarios, en 1944, el cual el mismo Solana consideró su libro de versos póstumo, y anunció que su contenido era producto de la influencia de sus maestros, Dante, Calderón de la Barca, Heine y Bécquer. Las influencias poéticas de Rafael Solana nacieron de los mejores autores, no solamente del barroco español como Quevedo, Calderón, Lope de Vega, el mismo Garcilaso, sino también de Sor Juana, de los clásicos griegos y latinos, del romanticismo y de los poetas considerados en aquel momento como los más modernos de nuestra lengua y de la francesa.

    En lo que refiere a sus influencias, en su quinto libro, Alas, de 1958, nos recuerda a Ramón López Velarde, sobre todo en la segunda parte, pues su autor trasluce una religiosidad, una comunión íntima de su poesía con Dios, y nos revela al hombre que escribe, al poeta que confiesa su fe.

    Para Solana la poesía fue la entrada a la literatura, un oficio que le permitió conservar siempre un hálito lírico. A pesar de que solía hacer alarde de su antipoesía, es un escritor que sabe esconderse detrás de un rostro de simulador de sonrisas y veleidades.³ Es, como dijera su amigo el también poeta Alberto Quintero Álvarez: un señor que por fuera se divierte con fuego y por dentro tiene la música auténtica, o bien tiene la música refranesca por fuera y por dentro el fuego sagrado⁴ de la poesía. De ahí que, sin temor a equivocarnos, podamos decir incluso que la poética de Solana es una superación de la cotidiana y ordinaria labor de las virtudes y poderes espirituales; es, como en algún momento lo señalara Arturo Rivas Sainz, un poeta que navega por coordenadas sobre el curvo ecuador que cincha el mundo.

    La poesía de Solana es un tanto táctil, y él es un poeta visivo, un poeta háptico que sabe conjugar, como si fueran uno solo, vista y tacto. Es un autor poético que tactiliza lo intangible, que sabe precisar las sensaciones y que padece una íntima sinestesia; don Rafael es un poeta emotivo, sí, que emociona, pero no es un poeta conmovedor ni cursi; vamos, no es ni siquiera un sentimental, como en algún momento lo consideraron; todo lo contrario, es un poeta sensitivo. Es un escritor que sabe convertir sus temas en motivos, es decir, en movimiento, lo cual nos permite observar cierta modernidad, ya que la evolución literaria no es más que el acercamiento a lo clásico para después desplazarse hacia lo moderno; por lo general, el poeta suele ser visivo o auditivo, músico o pintor. Nunca o casi nunca es olfativo o gustativo. Solana logra ser un autor que conjuga —insisto— lo visible y lo táctil, es un poeta que consigue una disgregación cósmica dentro del arte de la versificación. Rafael Solana es, incluso a pesar suyo, un verdadero poeta que supo llevar por el mundo su voz, lo que le valió formar parte de una antología poética en Italia y ser considerado uno de los mejores autores latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX.

    En sus siguientes libros, Cinco veces el mismo soneto, de 1948; Alas, de 1958, y Las estaciones, también de 1958, Solana nos muestra al poeta de sí, al de su mundo interno; nos deja ver al paisajista, al viajero, al hombre cosmopolita que siempre fue, y que nos describe estampas de ciudades tanto europeas como mexicanas; a decir de don Rafael, en ellos tienen presencia Gautier y Urbina. Aparece además esa inspiración religiosa ya mencionada, que surge a la sombra de grandes catedrales góticas en Francia, o la provocada por lugares como Lourdes o Fátima.

    En su último trabajo poético, una plaquette titulada Pido la palabra, editada por Juan José Arreola en 1964 con el sello de imprenta Pájaro Cascabel, Rafael Solana nos muestra a un versificador que juega con el lenguaje. Se trata de un poemario en el que las palabras se comen a sí mism[a]s / o ell[a]s mism[a]s se embarazan / y estallan en nuevos y pequeños cosmos...⁵ Esos cosmos le permiten a Solana hacer evidente su pulcritud en el manejo del español, lo que le valió que en algún momento Xavier Villaurrutia lo considerara un predestinado de la lengua, un escritor, como se lo dijo Octavio Paz, dueño de un idioma y un talento nada comunes,⁶ y que, al cumplir 100 años de haber nacido, sigue dando cuenta de su ingenio y maestría no sólo en lo que a la poesía se refiere, sino también en otros géneros.

    EL NOVELISTA

    En 1937 Rafael Solana incursionó en la novela con el primer tomo de La educación de los sentidos, obra que concibió en tres partes. El primer volumen de la trilogía se publicó el 21 de abril de 1939 con el título El envenenado, bajo el sello editorial de Taller. Sus páginas están acompañadas de viñetas dibujadas por el pintor Juan Soriano; el tiraje fue de tan sólo 500 ejemplares y se formó en las instalaciones de la Imprenta Universitaria.

    En esta novela Solana hace alusión a Flaubert y a Torres Bodet; pero se distingue específicamente la influencia de Freud, en particular de su Psicoanálisis de la vida cotidiana y de su Interpretación de los sueños. Los personajes, Lupe, Guillermo y José Daniel se educan mutuamente a través de sus sentidos, y para agudizarlos los someten a un entrenamiento que consiste en leer a las personas y a los objetos que los rodean.

    Solana se nutrió también de otras voces, fue un constante lector del Diario de los monederos falsos de André Gide, cuya influencia se observa en su primera novela, donde hay un afán por repetir o imitar, en cierta medida, la misma fórmula del autor francés. Al respecto, Xavier Villaurrutia, en una crítica aparecida el 15 de octubre de 1939 en el número 10 de la revista Letras de México —editada y dirigida por Octavio G. Barreda y que por un tiempo condujo el mismo Rafael Solana—, dice:

    El hecho de que en la literatura contemporánea existan novelas como Contrapunto de Huxley o Los monederos falsos de Gide en las que el ensayo en la primera y la crítica de la obra misma en la segunda están incorporados al cuerpo de la novela, no significa sino que esas dos novelas lo son a pesar de la crítica y del ensayo y no gracias a ellos. Estas dos obras llevarán siempre la huella del pecado original de la confusión de géneros, pecado que va dejando de ser original en la descendencia numerosa pero poco afortunada que han suscitado.

    Habría que decir que, hasta cierto punto, Villaurrutia tiene razón, sobre todo si consideramos que se trata de una novela escrita por un joven poeta que incursiona en la narrativa por atender la necesidad de amar la prosa, como diría su admirado amigo Jaime Torres Bodet. Podemos observar que en El envenenado, Solana abandonó a sus personajes y más bien transitó por una divagación que está mayoritariamente relacionada con el ensayo, como bien lo hace notar Xavier Villaurrutia a propósito de las novelas de Aldous Huxley y André Gide, pues, como se percibe a lo largo de la lectura, los protagonistas del relato se adelgazan, se sutilizan, se volatizan. Esto, sin duda, en demérito de la misma narración, y se pierde, incluso, en algún momento, la intención central del relato; se desvía del propósito fundamental del género novelístico, que es el de analizar lo real o la reconstrucción de la realidad.

    No olvidemos que a la novela se llega a partir de lo tangible y descomponiendo lo existente, separándolo y examinándolo, o bien, se parte de lo irreal para lograr una sensación sublimada de la realidad. De ahí que el método de escritura de esta novela juvenil de don Rafael a veces no se perciba con claridad. A pesar de las debilidades de esta primera novela —que deben ser entendidas, ya que es su primera incursión en el género—, Solana logró crear un trabajo delicado y sensible, un texto de un prosista que además es poeta, y al que la poética le ha servido para escribir en buena prosa.

    Su amigo fraternal y compañero de correrías y aventuras juveniles, el poeta Efraín Huerta, al referirse a El envenenado dijo:

    Por último, deseamos reafirmar nuevamente la opinión que nos ha dejado esta nueva novela y la importancia que tiene en el seno de la literatura mexicana. Una novela original, escrita sin deliberada certidumbre, sin acritud, en la que predomina una dulce mitología doméstica [sic]: una novela en la que el sueño desempeña una poderosa función magisterial. Clara en su intención, precisa en el tono, perfecta en la forma. Una novela en la que los intentos realistas no son los menos valiosos.

    Y ya que hemos mencionado la expresión realista, creemos oportuno decir que El envenenado significa, desde nuestro punto de vista, una saludable reacción contra lo que podría, peligrosamente, convertirse en una tradición; nos referimos concretamente a cierta clase de falsa novela, que, como cierta falsa poesía, amenazaba con convertirse en el único matiz de la prosa mexicana, lo cual, obvio es decirlo, nos hubiera dañado notablemente.

    Es verdad, también, que en la novela de Solana el mundo en que se mueven los personajes es un mundo a un paso de lo irreal, pero no es menos cierto que adentrarse en la zona de lo puramente psicológico es una de las tareas más comprometidas para un escritor. Es por tal motivo que alabamos la labor esclarecedora de El envenenado.

    Dejemos, en todo caso, que el lector sea quien juzgue de manera más detenida la calidad y el valor de este trabajo, que a 78 años de haber sido escrito, y al ser rescatado del olvido por primera vez en la presente antología, nos muestra que sigue siendo una obra que al público actual le causará una grata impresión, pues en ella podrá captar la sensibilidad tan bien educada de su autor.

    Resalto que 76 años después también se salvó del polvo del abandono el Diario, epígrafes y apuntes de La educación de

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