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100 cartas suicidas
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Libro electrónico365 páginas7 horas

100 cartas suicidas

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El 2 de agosto del año 2011 fue la fecha que AC, una periodista solitaria extremadamente racional y apática, seleccionó para lanzarse de un alto edificio abandonado, en Usaquén, un barrio de Bogotá. A las 3:00 p.m. caminaba hacia ese lugar con la firme determinación de terminar con su vida, pero cuando llegó al lugar un hombre se lanzó del edificio y cayó frente a ella, contrariando sus objetivos y obligándola a posponer su muerte.

AC se enfurece al leer la carta suicida del sujeto, presentada posteriormente en las noticias, ya que las razones del suicidio le parecen vanas y vacías. Ella se siente ofendida y burlada por su suerte, así que decide crear un mejor escenario, una despedida sublime, una carta suicida magnífica. Para llevar a cabo su proyecto se sumerge en el arte suicida y va evocando en el cine, la literatura y la música los suicidios más impactantes de la historia.

En su búsqueda, AC se encuentra con una mujer que le hace dudar de sus intenciones, y poco a poco sus sentimientos contrariados de amor y autodestrucción la llevan a vivir situaciones inimaginables. En medio de muchas historias y muertes, cercanas y lejanas, AC se encuentra entre el mundo bogotano y los paisajes cundiboyacences, describiendo escenarios y personajes de la gente del común, de una cultura violenta y sensible, despreciando a su familia tradicionalista, y poniendo en relieve sus demonios más ocultos y sus sentimientos más tranquilos.
IdiomaEspañol
Editorialenxebre books
Fecha de lanzamiento23 jun 2014
ISBN9788415782643
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    Si quitamos la moda esa que surgió hace unos años de llamar a las personas por sus iniciales, la novela me pareció entrañable. No diré más, hay que leerla
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Me alegra que al final todo saliera mucho mejor que al principio, que algunos de sus problemas se resolvieran,el final diría que fue satisfactorio. Este libro me hiso pensar muchas cosas y lo recomiendo si te encanta el tema del suicidio al igual que está protagonista encantadora.

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100 cartas suicidas - Johana Quintero

100 Cartas Suicidas

Johana Quintero

Título: 100 cartas suicidas

Diseño de la portada: Juan Pablo Quintero Castro

Primera edición: Junio, 2014

© 2014, Johana Quintero

© 2014, Juan Pablo Quintero Castro

Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:

© 2014, Enxebrebooks, S.L

Campo do Forno, 7 – 15703, Santiago de Compostela, A Coruña

www.descubrebooks.com

ISBN: 978-84-15782-64-3

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. Diríjase a Cedro si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

A quien me enseñó que:

"No podemos cambiar el mundo,

pero sí la percepción que tenemos de él".

Capítulo 1

Sosiego, incompetencia, cansancio, el camino, la nada, treinta años y nada. Tres décadas con estos mismos zapatos, con esta misma ropa, con este mismo caminar y la insatisfacción apretada al alma. Ser periodista, literata y artista; tres profesiones sin gratificación alguna, sin ideas, sin consecuencias.

Camino hacia el frente, solo hacia el frente; la calle no es un camino, la calle es solo una acera gris, un mundo de cemento, árboles dibujados con una capa gruesa de polvo, el verde perdido. El aire que respiro entra como una bocanada de vida marchita. Observo a las personas que caminan a mi lado, ajenas, y yo acelero el paso, no quiero estar cerca, ni ser parte de ellas, huyo de este mundo donde muero paso a paso. Nací en una sociedad muerta que dice estar viva, pero que solo se siente respirar, la de pañitos de agua tibia y sueños mediocres.

Voy caminando por una calle estrecha, donde, hacia el final, hay un edificio abandonado de aproximadamente diez pisos; en lo alto, una terraza amplia. Desde ahí pretendo bajar y hundirme en el asfalto, volverme un mar de huesos y sesos. Lo tengo anotado en mi agenda: fecha, hora y lugar. Mis cartas aún no han sido entregadas; ya no hay palabras, historias, recuerdos o sueños. Solo me queda la maldita frustración de una vida que no parece ser mía, de mil eventos, de millares de escenas perdidas en el fondo de los deseos. ¿Luchar? No me interesa luchar, la vida por sí misma es una lucha continua, el universo todavía no se ha confabulado a mi favor.

El escape, el volar, el pensamiento final. ¿Coraje? Lo tengo. Está entre mi estómago y mi gastritis, entre estas manos vacías, en este bolso de mujer que no contiene maquillaje, en una vida sin otro y sin necesidad de otro. Mis sentimientos se han desgastado, el contacto físico se me hace innecesario; todo fue ocupado por los libros que se aglomeran sobre la mesa en la que ceno sin compañía. En los anaqueles inmóviles, los libros no son más que ideas empaquetadas en palabras y hojas, ninguno tiene vida. Si mi mente no recrea lo que las palabras relatan, todo en mí ha muerto. ¿Me ves caminando? No soy yo quien camina, ni soy un camino andado. No soy más que mil pensamientos copulando, aquellos que quieren descansar, sin lucha, sosteniendo la vida en el espacio. Respiro, pero nada cambia; siento el aire, pero no siento el pecho. ¿Quién decide cuándo se acaba la vida? ¿Acaso tengo la obligación de vivir?

La soledad habita en todo. En el país de los muertos está presente como camino, como las voces incomprendidas, como los besos no dados, como los coitos interrumpidos. Los zapatos son manipulados por un ser que ha llegado a su destino, un escenario de vida en un estallido de muerte. Al fin, el fin. Los pasos y el camino, el edificio y su altura. Las personas pasan, algunas levantan la mirada hacia el tejado. ¿Acaso sospechan mis intenciones?, ¿qué me delata? Yo los imito. Observo a un hombre de no más de veintitrés años que está en mi sitio, que está hurtando mis íntimos deseos, robando mi escenario, mi idea.

El hombre mira al vacío, mientras yo veo como mis planes se vienen abajo. Llego hasta aquí sometida por la ansiedad que me genera la muerte y ¿debo hacer turno?, ¿dónde está la fila de los suicidas? Seré la segunda en todo. ¡Maldito escenario en mitad de la calle! Un hombre en lo alto no se decide a saltar. No puedo ver más que su rostro sereno, su estatura de metro ochenta; es delgado y pálido. Su cabello es de color castaño y viste pantalón de dril color caqui, camisa de puño a cuadros café con líneas blancas y zapatos marrón tipo mocasín.

Las personas se agrupan mientras el tiempo avanza. Yo me quedo aquí, entre el gentío, sin tener otro lugar a donde ir. Mi sitio ha sido invadido. La policía llega, acordona el área y pide a las personas que se alejen. Poco a poco llegan fotógrafos y periodistas que filman el evento, como si fuera un partido de fútbol, un programa llamativo en el que intentan persuadir a un hombre que parece ido. Su familia no está, nadie sabe quién es ni el porqué de sus razones, el porqué de robar mi idea y caminar en el espacio que solo a mí pertenecía. Yo hubiera saltado sin pensarlo tanto. Qué pérdida de tiempo. Me exaspera tener que retrasar este momento. Sin embargo, el morbo me consume y quiero ver el desenlace de esta escena. Sigo siendo del pueblo, del gentío que se maravilla con grotescos espectáculos.

El tiempo corre y el hombre sabe que ha llegado su momento. Empieza a arrojar sus documentos de identidad, su billetera, todo lo que tiene a mano. El reloj se estrella en la acera y se destroza en pedazos. Es divertido oír el grito de la gente cuando algún objeto cae al suelo. Estoy en el circo: la vida y su continuo escenario. Un cielo azul con pocas nubes atraviesa el día, el sol parece muerto aunque está presente sobre nuestras cabezas. En los rostros de las personas que están a mi lado se dibuja el pánico y algunas lloran resguardando el rostro entre las manos abiertas. Yo estoy serena, algo cansada e insatisfecha. Mi trayecto fue largo y mi salida, una pérdida de tiempo. No puedo decidir nada, un imbécil me ha cogido el sitio. El mundo y sus ambigüedades. Un hombre en lo alto de mi muerte. No puede ser más triste este día en esta Bogotá helada.

El tiempo se agota. El hombre es consciente de ello y las personas presentes también. Nadie sabe qué pensamientos se cuelan en una mente que ha decidido acabar con su propia vida. Yo estoy en el mismo lugar, a la expectativa. Quiero ver la siguiente escena: el salto o no, la pérdida de los estribos; puede que la razón lo haga reencontrarse y decida bajar calmadamente, evitar la euforia colectiva. Mis pensamientos están siendo procesados, diluidos en un nuevo malestar que se presenta en la boca del estómago. Siento un hormigueo en el pecho y mis manos empiezan a sudar, mi corazón da tumbos, deseo irme, ya no quiero presenciar esta puesta en escena. Hasta aquí llega mi intención de ver este declive. Los automóviles se detienen. Un hombre salta al vacío. Hay personas que gritan, otras lloran, algunas se tapan lo ojos y los más morbosos quieren mirar cada segundo de la caída. El cuerpo vuela y se escucha un golpe seco, como un crujido de huesos rotos. La acera ahora está ensangrentada y sostiene un cuerpo destrozado que no se mueve. Un paramédico corre, examina su pulso y su pecho; no respira.

El gentío observa la imagen caótica: el cuerpo, los miembros inertes, ambulancias y médicos. Un joven que no tiene nombre ni apellido ha muerto. Su billetera ha caído. Un hombre de estatura baja, moreno y grueso, la examina. Mira su contenido, arrojando rápidamente lo que no parece serle útil. Mientras unos lloran, otros se ganan la vida. No puedo dejar de observarlo, él se da cuenta y me mira a los ojos desafiante. La policía llega, el hombre se siente descubierto y huye. En su huida deja caer la cartera del hombre que ha saltado. Todos ven el cadáver mientras yo camino hacia el lado contrario. Tomo la documentación por inercia, aún tengo algo de periodista. El miedo me consume, debo huir, sería el colmo que me capturasen robándole a un muerto.

A las 3:05 p.m. del día dos de julio del año 2011, el inspector de policía D.P.T. y el secretario P.L.U. de la ciudad de Bogotá proceden a inscribir la defunción de J.P.M., joven de veinticuatro años de edad, original de Usaquén, ciudad de Santa Fe de Bogotá. Hijo de M.C.P. y A.J.C.; profesión, X y estado civil, soltero. El hombre, J.P.M., salta al vacío desde un edificio departamental situado en la calle 108, Nº 35–42. La caída le causa un trauma craneoencefálico severo posterior al impacto desde 50 metros de altura. En el cuerpo se evidencia una fractura a nivel de cráneo, costillas y miembros inferiores, fisura a nivel de las vértebras cervicales, contusiones a nivel de los tejidos blandos.

Me alejo de allí. La confusión de la muerte de J.P.M. me derrumba. Mis ideas están convulsionando, nunca vi tan de cerca la muerte. Nunca olvidaré su rostro en lo alto, ni su piel pálida lavada en sangre, ni su cráneo roto en el piso y las deformidades de su cuerpo, el golpe seco, las personas gritando impresionadas, un mocasín en su pie y el otro sin calzar.

Tengo su identificación en la mano, la cogí cuando la gente observaba otras escenas. Soy una ladrona, ladrona de muertos suicidas. Camino deprisa, como si alguien siguiera mis pasos. No suelo utilizar el transporte público, pero deseo huir rápidamente de aquí. Tomo un bus urbano casi desocupado; hay cinco personas, cada una sentada en un extremo del vehículo, como si temieran un poco de comunicación.

El autobús es lento, debí caminar. Esto no era lo planeado. Debería haberme subido allí, lanzarme al vacío, volar, estrellarme contra el asfalto, los gritos deberían haber sido por mi causa. Yo no me hubiera demorado tanto para saltar, no hubiera esperado a un público morboso. Tal vez me hubiera fumado un cigarro al subir hasta el último piso, hubiera tomado las escaleras sin que nadie lo notara, subido peldaño a peldaño, inhalando y exhalando humo, bocanada tras bocanada, pensamientos tras pensamiento. Mi intención era fija: morir.

Decidí morir hoy, sobre las 3:00 p.m. Aquí está escrito en mi agenda: Muerte, el 2 de julio del 2011 a las 3:00 p.m. Después de eso no hay nada. Nada. Ahora voy en un bus y me dirijo a mi casa, donde mi carta suicida reposa sobre la mesita de noche. Mi vecino cuida de mi gato. Revalúo los hechos. De nuevo, abro mi agenda. Orden del día, bolígrafo indeciso. Llegaré a casa a las 4:30 p.m., veré las noticias sobre J.P.M., destruiré la carta suicida, o tal vez la lea. ¿Cuál sería la razón de ese suicida? La mía, insatisfacción hasta con mi propio respirar, con el mundo, con mi trabajo mediocre. Trabajo. Dije que no volvería en semanas.

No hay nada de comer en casa, todo está saldado. ¿Pienso en vivir, en buscar otra idea? Una forma digna de suicidio. ¿Una horca? No hay una viga o una vara alta en la habitación, además odio sentirme ahogada. Si me lanzo por la ventana de mi apartamento, me romperé el cuello; si sobrevivo, es probable que me quede cuadripléjica. No, esa es una mala idea. ¿Cortarme las venas? No, demasiado romántico. Quizás en gran estado de ebriedad, pero la idea de una cuchilla cortando mi piel me hace recordar novelas románticas, de esas que echan en televisión al mediodía. La muerte. La muerte por sí misma es una idea romántica. Su abrazo debería haberme tomado por los aires sin oír nada más que el aire estrellándose en mi piel. No llegar a casa, al mismo vacío lugar. Mi vida se aleja frente a mis ojos. No intento agarrarla, la veo diluyéndose desesperanzada.

La ciudad es una visión difusa e intento concentrarme en las casas, se me hace imposible alejar de mi mente a J.P.M. ¡Maldito! ¿Por qué tuvo que matarse?, ¿por qué tuvo que robar mi plan? No puedo ni matarme como yo quiero. Tener tantos, tantos deseos de extinguir esto que no sirve, este cuerpo que no es nada y no poder hacerlo, me frustra. No hay una pequeña voz que me diga: detente. Mi mente solo desea saltar, delimitar esto que no tiene sentido. Qué patético no ser nada en un mundo de muertos. ¿Vivo? No ves que no pertenezco a esos seres que viven de ilusiones. ¿Qué es el mundo sin ilusiones? Cuando llegue a casa, estará tan vacía como mi alma. Si saludara, nadie contestaría. ¿Puedo vivir otro día acarreando este lastre? No quiero más esta carga, el peso de un alma que no siente, que no avanza, que sí respira, pero es irrelevante. Escucho el silencio, solo puedo hablar conmigo misma, un interminable soliloquio al que le han regalado otro día.

Me robas las energías, J.P.M. No olvidaré tu nombre, ladrón de ilusiones negras, raptor de salidas efímeras, pícaro de cabellos castaños. Hoy has perdido un mocasín y tu documento de identidad es mío. Acabo de recordarlo y lo saco de mi bolsillo amnésico.

Número: 82.085.539

Apellidos: M.P. Nombre: J.P.

Fecha de nacimiento: 3 de febrero de 1988

Lugar: Cundinamarca–Bogotá D.C.

Estatura: 1.80 G.S. RH O+

Sexo: M

Fecha y lugar de expedición: 8 de octubre del 2006

Registrador Nacional IDE

En su foto diagramada, puedo observar a un joven serio que fija los ojos en la cámara. No sonríe, su rostro no posee expresión. Es blanco, guapo, ojos color café, cabello corto y bien peinado. No dice mucho este documento, no sé qué hago con su DNI. Me siento perdida y ahogada. Empiezo a llorar al mirarla, pude haber sido yo. ¡Qué desgracia! ¡No lo fui! No quería regresar a casa, quería arrancarme la vida de una vez. Solo eso. Irme, perderme sin más ni más. Me siento más vacía que antes, sin un sentido, sin un deseo. Las lágrimas caen, no me quitó nada, simplemente nada poseo, no hay llama, nada he conseguido, solo un carnet extraño en un día suicida.

Las personas que viajan conmigo en el bus me observan. Toco el timbre, aún quedan algunas calles, pero es mejor caminar. El autobús se detiene lejos del andén. Tal vez me mate un coche, aunque la calle parece desierta. Sigo llorando y caminando despacio. Las nubes se avecinan, me puedo ocultar en ellas. En la portería de mi edificio, no encuentro más que al celador de turno. Saludo afablemente, sin detenerme en una conversación. Subo por las escaleras sin querer tomar el ascensor. Las luces se prenden a mi paso; el lector de movimiento hace que se enciendan y pueda ver cada peldaño. La puerta color café de mi apartamento queda, finalmente, delante de mí. Meto la llave en la ranura. Eso es todo, el suspiro, la repetición constante del día a día.

Tengo la impresión de que he caído. J.P.M. no murió, fui yo. La casa está igual, el mismo olor, la misma sensación, y la recorro como si caminara por ella por primera vez. Voy hasta la habitación para leer la carta que está sobre la mesa de noche, escrita en papel Kimberley:

Me dirijo a la nada, me alejo entre las nubes y a las 3:00 p.m. me voy como vine a este mundo, entre las lágrimas y el descontento. No tengo energía y estas pocas letras son la despedida de un pensamiento claro y resuelto. Me despido de mis padres, a quienes amo. No culpen a nadie de una decisión que solo yo he tomado, solo yo tengo la culpa de una historia sin sentido, a nadie se puede culpar de que el deseo no haya nacido en un alma apaciguada, del desprecio por el mundo como lo conozco. A mi hermano solo puedo decirle que esta no es una salida fácil. Ni tú ni nadie pudo haberme salvado. Vive por mí, por los dos. Me diste toda la vida que pudiste, yo era un fantasma insatisfecho, solo eso, un ente que respiraba y pretendía tener sueños, moldearme a una idea, pertenecer a algún lado, a un amor que nunca llegó, a un sentido que nunca se dio. Las pieles que arribaron no llenaron un corazón que no palpitaba, no se inmutaba. La mujer, como representación de felicidad, no pudo enamorarme y tampoco quise caminar al encuentro. Nací con el cansancio en los ojos, tres profesiones y mediocre en todas. Ahora, en esta instancia, solo puedo agradecer lo poco que obtuve de este paupérrimo mundo: a Natzu. Cuidadlo como yo lo haría, mis pertenencias son para vosotros. Mis deudas están saldadas, así como mi paso por la vida que dejo esta tarde.

Empieza a anochecer. Me quedo con la carta en la mano mientras la oscuridad me cubre, sentada en una cómoda poltrona cerca de la cama. Desde aquí puedo contemplar la ciudad, ya que mi apartamento está en el tercer piso. No salté de aquí por miedo a quedar viva y con el cuerpo destrozado. Observo edificios y coches, aunque realmente no veo nada; revivo la caída de J.P.M. una y otra vez, con los ojos abiertos, mirando una oscuridad que no identifica apariencia.

El timbre suena y me despierta de mi impávido pensamiento. Cierro los ojos intentando mantener mis pensamientos, el timbre suena y resuena. Me levanto al ver la insistencia y atravieso el apartamento sin encender las luces. Parezco un ciego guiado por sus recuerdos. Nada cambia en este lugar. Los muebles en su misma posición, el mismo olor, el mismo silencio.

En el umbral de la puerta aparece mi vecino con Natzu en brazos. Tengo la impresión de que ha cometido algún destrozo. No dice nada, tan solo me sonríe y me pregunta sobre mi día. Se acerca y cojo a Natzu. El hombre habla de su rutina, no menciona nada sobre el gato. La conversación no se acaba hasta que su compañera lo llama desde su apartamento. Le agradezco que cuidara a Natzu y él sigue sonriendo, a la vez que observa detenidamente mis labios. El segundo aviso desde su piso le hace despedirse apresuradamente. Se aleja por el hall mientras yo sostengo a Natzu en mis brazos. Me mira y maúlla. Entramos en casa y enciendo las luces de la habitación, que se divide en un salón-comedor finamente organizado, sin mucha decoración. Natzu salta de mis brazos y se siente libre en el apartamento. Su raza es Abisinios, parecido a un pequeño leopardo, tierno y cercano. Se pasea de un lado a otro. Ninguna habitación permanece cerrada, le gusta ir y venir, aunque suele estar a mi lado, acostado en mi regazo. Es hora de su cena, así que vamos a la cocina y le sirvo su concentrado y agua. Arquea su espalda para que lo acaricie. Solo come si lo acaricio. Me pregunto qué hubiera pasado si mi objetivo se hubiera llevado a cabo. Natzu en casa de mis padres y mi hermano consintiéndole la espalda.

La noche llega y no hay mucho por hacer. Qué día tan frustrado. Deseo tomar una botella de vino y tal vez comer una caja de almendras, o combinar el vino con unos caramelos de leche. Hace frío. La cena la cambiaré por un desayuno mañana a primera hora. No creí que llegaría hasta mañana. ¿Qué se hace al otro día de tu propia muerte, sin camino ni claridad de un futuro extraviado en los deseos más oscuros? Pretensiones interrumpidas por J.P.M. Tengo la garganta seca, bebo agua. Deseo endulzar mis labios. Vino y caramelos. Vino tinto y caramelos de leche. Festejemos, Natzu, tu ama ha fracasado y tú la tendrás hasta que ella construya otro escenario.

Tal vez deba investigar sobre el tema, investigar suicidios y así crear el mío: elaborado y poético. J.P.M., ¿cuáles serían tus razones?, ¿estabas tan hastiado de esta pobre humanidad que no comunica nada?, ¿dentro de tu mente se movían tantas piezas enigmáticas como en la mía?, ¿tenías tantos pensamientos en tu ser insatisfecho? Al saber que lo real y lo irreal están a un solo paso, el soñar es para los ingenuos. Vivimos en una generación tartamuda y autista, no hay cambios, no hay evolución, estamos estancados. ¿Te diste cuenta de eso, del estancamiento?, ¿cuál es la diferencia de tu vida y la mía? Llegamos al mismo fin. Tú, siete años menor que yo, más sabio, más madrugador, más rápido, más elegante; ladrón de ideas, ladrón de escenarios, de horarios, de actos macabros. ¿Cuántos minutos nos separaron de nuestro encuentro?, ¿diez?, ¿quizás veinte? Si no hubiera tenido que aguantar la sonrisa del vecino llevándose a Natzu, si no hubiera ido a pie hasta el edifico abandonado, ni hubiera fumado ese último cigarro… Tal vez la idea de saltar desde un edificio sea una escena trillada. En Las horas, Richard Brown se lanza al vacío, mientras una señora Dalloway contemporánea lo ve alejarse entre la muerte y su difuso amor. Richard se suicida por el peso de una enfermedad. Un escritor predestinado a una horrible muerte ridiculiza mi idea; a él, el dolor físico se le hace insoportable. La señora Dalloway, cuánto odie leer ese libro, y en cambio ahora lo siento diferente; una vida vacía escrita de una forma simplemente hermosa, con tantos detalles, para muchos, irrelevantes. La simplicidad de ver todo con grandes ojos y describir cada percepción del mundo, cada escenario, cada color, olor, forma, fondo. Nunca me gustó la forma de escribir de Virginia Woolf hasta ahora que la entiendo, cuando no la leo, ni quiero leerla. Ella se suicidó llenando sus bolsillos de piedras y caminando hacia el fondo del río Ouse. La brisa, el agua, la tragedia, la muerte de forma poética, inmortalizando el fin, su legado. Señora Dalloway, yo no he hecho gran cosa. Su última carta fue encontrada por su esposo, Leonard Woolf, en la que Virginia escribió:

Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que hago lo que me parece mejor. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido, en todos los sentidos, todo lo que se puede ser. Creo que dos personas no pueden haber sido más felices hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que debo toda la felicidad de mi vida a ti. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirlo… Todo el mundo lo sabe. Si alguien podría haberme salvado, habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que hemos sido tú y yo.

Capítulo 2

No hay nada que beber en este apartamento. Los muertos no toman vino y tampoco comen caramelos de leche, mi único deseo en este momento. Aún es temprano y decido ir de compras. ¿Decido vivir? Al menos otro día. Busco un abrigo y una bufanda. Hace frío, no necesito salir a la calle para sentirlo. Rebusco en el bolso las llaves y el dinero, no iré muy lejos. Solo espero no encontrarme con el pesado del vecino. Natzu descansa en su cómoda cama, levanta la mirada al sentir la puerta, pero no se inmuta y vuelve a posar su cabeza en el mismo sitio.

Los corredores del edificio están vacíos. Las manecillas del reloj avisan de que faltan quince minutos para las 8:00 p.m. La tienda queda a dos calles. Camino entre el viento y el frío. Mis pasos son lentos, aun así llego en poco tiempo. Ya en el supermercado, me dirijo al estante de vinos. Tomo una botella de vino tinto y busco los caramelos de leche. Recuerdo que no hay nada para el desayuno. Café, necesitaré leche, algo de fruta y huevos. Volver a la rutina no es gratificante, un día tras otro, repetidos pasos, sin eventos, nada que marque un día y otro. Voy a la caja registradora y un hombre, no mayor de treinta, me cobra sin dejar de mirar los informativos en una televisión que cuelga del techo. El presentador informa:

«Un hombre de veintitrés años se ha precipitado desde un edificio de diez pisos en Usaquén, a las tres de la tarde, frente a la mirada de transeúntes angustiados. Las cámaras de seguridad del inmueble registraron el momento en que el hombre empezó a arrojar sus objetos de valor al suelo, precipitándose él mismo instantes más tarde y muriendo en el acto. El occiso, según atestiguan sus familiares, solo dejó una carta en la que explica sus razones. Tras la pausa publicitaria ampliaremos este hecho y otras noticias…»

Pago rápidamente y atravieso las calles con prisa. Llego al edificio y subo los peldaños de dos en dos hasta llegar al apartamento. Natzu continúa tendido en su cama y observa como cruzo frente a él, con las bolsas en la mano. Enciendo el televisor y pongo a grabar la noticia. Afortunadamente todavía están en anuncios. Mi corazón late deprisa; hace mucho que no sentía este nerviosismo. Tengo mil incógnitas y, al mismo tiempo, preocupación por si alguien ha visto como cogí la documentación de J.P.M. Sé que no han pasado más que segundos desde que entré en casa, pero el tiempo parece eterno. Camino de un lado a otro, me quito el abrigo y la bufanda, siento calor. Dejo las bolsas en la mesa de la cocina y vuelvo rápidamente al escuchar el sonido anunciando que van a empezar las noticias.

«Sobre las tres de esta tarde, J.P.M., un estudiante de Administración de Negocios Internacionales, se lanzó al vacío desde un edificio de casi diez pisos de altura, en la localidad de Usaquén. Al parecer, su novia, con la que mantenía una relación desde hace más de dos años, acababa de cancelar sin justificación el compromiso matrimonial con el occiso. La madre afirma que el joven era un buen hijo, trabajador y que nunca hizo mal a nadie. La ex prometida, por su parte, no quiso hacer declaraciones, solo mostró la carta que J.P.M. le dejó:

Te pierdo a ti y ¿para qué necesito la vida? Vivir sin ti es como no respirar. No puedo llorar, no soy de los amantes que ruegan, soy de los que se alejan. ¿A dónde debo ir? Todo parece frío e inseguro. Nunca fui bueno para nada, nunca pude con las palabras. No sé de dónde salen estas. Te aborrezco tanto como te amo. No tengo un futuro. Tú lo has matado con cada sueño compartido. ¿Dónde quedo yo en tu vida?, ¿dónde queda cada beso, cada caricia, cada parte de ti, cada recuerdo?

Nuestra historia nadie podrá contarla. Te costó poco tiempo perder las energías. Tú eras la mía. Sin ti no soy más que un perro callejero, soy un ratón escondido en el fondo de un callejón sin salida. La primera vez que te vi fue frente a ese edificio viejo, tan hermosa que me enamoré solo con tu presencia. Esa calle ya no la transitas, así como no caminarás de nuevo a mi lado. Mi muerte estará vigente donde estuvo la razón de mi vida, en

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