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No me cuentes como termina la historia
No me cuentes como termina la historia
No me cuentes como termina la historia
Libro electrónico364 páginas5 horas

No me cuentes como termina la historia

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Información de este libro electrónico

Quiero desaparecer sin más. Cerrar los ojos y escapar de todo. Aunque sé que poca gente se daría cuenta si esto ocurriera. Nadie se ha interesado nunca por conocerme, o quizá he sido yo el que no se ha dejado conocer. Me encantaría poder empezar de cero, dejar atrás todo lo que he vivido hasta ahora y conseguir una vida en la que pueda ser realmente yo. Por eso quiero irme un tiempo a estudiar a una ciudad francesa. Porque si nunca he sido feliz en ningún lugar, tal vez solo tenga que marcharme a cualquier otra parte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ago 2019
ISBN9788494952388
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    No me cuentes como termina la historia - Carlos Carranza

    No me cuentes

    cómo termina la historia

    Carlos Carranza

    No me cuentes cómo termina la historia

    © Carlos Carranza. 2017

    © Ediciones Hidroavión. 2017 

    Textos

    Carlos Carranza Comercio

    Portada

    Mikel Arranz Bombín

    Editado por

    Ediciones Hidroavión

    www.edicioneshidroavion.com

    ISBN: 978-84-949523-8-8

    Depósito legal: A 54-2017

    Ejemplar digital autoridazo por Ediciones Hidroavión.

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni parcialmente ni en su totalidad. De igual forma no podrá ser registrada y/o transmitida por un sistema de recuperación de información bajo ningún concepto, sea éste electrónico, mecánico, por grabación, por fotocopia u otros medios sin el permiso explícito y por escrito de los propietarios de los derechos de autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de un delito contra la propiedad intelectual.

    A todos los que alguna vez

    han querido estar en cualquier otra parte.

    1. Desaparecer

    Si desapareciera ahora mismo nadie se daría cuenta. Siento esto en la mayoría de las situaciones de mi vida desde que era pequeño. Y en realidad no es algo que me haga sentir incómodo. A veces estoy rodeado de gente y me quedo callado, simplemente observo, como si nadie más se diera cuenta de que estoy ahí, como si fuera invisible. Me gusta estar y no estar. Pero siempre estoy. Aunque no quiera. Aunque nadie quiera.

    No conozco la canción que está sonando, pero todo el mundo la canta y la baila. Todos excepto mis compañeros de carrera, esos dos que están en un rincón del bar perdidos en un mar de babas. El resto de la gente de clase que ha venido a la fiesta se ha dispersado por el ambiente y entre esta multitud resulta imposible encontrarlos, aunque tampoco es que ponga mucho empeño en ello. Decido apoyar los brazos en la barra, bajarme un poco el sombrero para que me cubra más los ojos y terminar lo que me queda de cubata con la cabeza gacha y sin mirar a nadie a los ojos. Un ridículo intento por parecer algo más misterioso y no tan patético. 

    Levanto la cabeza y a través de mi flequillo ondulado, ese que tantas veces me ha ayudado a esconderme, me encuentro con unos ojos que me observan desde el otro lado del bar. Los ojos excesivamente grandes de una chica preciosa. Aparto la vista con rapidez, avergonzado, y la fijo en el fondo de mi vaso, en el que ya solo queda un poco de ron con Coca-Cola aguachinado. Me paso los dedos por el pelo para apartármelo un poco de los ojos y vuelvo a mirar hacia donde estaba la chica, pero ya ha desaparecido. Habrá pensado que soy un imbécil, con este sombrero viejo, bebiendo solo en un bar un cubata casi vacío. 

    Abandono los restos de mi copa y me alejo de la barra. Mis compañeros de clase están en una esquina, ella con la boca perdida en su cuello y él con la mano por debajo de su pantalón. Asquerosos. Noto que estoy un poco borracho cuando salgo a la calle por la primera puerta que encuentro. El cierzo me golpea y me hace tiritar bajo mi camisa de manga corta, y por poco se lleva volando mi sombrero, pero lo agarro con un ridículo movimiento. Oigo una risilla.

    —¿Sombrero en un día de cierzo? —me pregunta una chica que fuma refugiada en un portal. Es la chica de antes, la de los ojos inmensos. Me mira fijamente.

    —Qué más da.

    Me continúa mirando, como si todavía no le hubiese respondido. Tal vez he hablado demasiado bajo, o tal vez mi respuesta ha sido una mierda, pero es que tampoco sé qué decirle. 

    —Estás un poco solo, ¿no?

    —Me gusta estar solo.

    —¿Te gusta estar solo en un bar lleno de gente?

    —Me gusta estar solo en cualquier parte.

    Nos quedamos callados. Creo que he sido un poco borde. La miro mientras fuma, pero no sé qué decirle. Me mira de reojo mientras exhala una bocanada de humo. Da la impresión de que está deseando terminarse el cigarro y volver dentro del bar.

    —Qué misterioso eres. Con ese sombrero y tan solo...

    —Tal vez soy un violador en busca de su presa.

    No le hago gracia. Normal. Mejor me quedo callado.

    —Eres muy raro.

    Me retiro el flequillo un poco de la cara, aunque sé que pronto volverá a su sitio habitual, y la miro a los ojos.

    —¡Hostia! ¡Tienes un ojo de cada color!

    En realidad tengo los dos ojos verdes, pero hay una gran mancha marrón en mi ojo derecho y a veces parece que sea totalmente oscuro. A la luz del sol se distingue mejor. Desde pequeño me ha avergonzado que la gente se fije en esto, cuando un desconocido me escruta los ojos me hace sentir que está entrando en algo demasiado íntimo, como si pudieran leerme los pensamientos o ver mi alma. Por eso siempre he tenido un flequillo tras el que refugiarme.

    —Qué pasada —dice, sin más.

    Le da una última calada al cigarro, lo tira al suelo y lo pisa con la punta de su zapato haciendo un gracioso movimiento. 

    —Estoy harta de este puto bar. Vivo tres calles más allá. —Hace un gesto con la cabeza señalando hacia la izquierda—. Mis compañeros de piso daban hoy una fiesta y creo que seguirán allí. Tienen maría y Jägermeister. ¿Te apuntas?

    En realidad solo tengo ganas de llegar a casa, meterme en la cama y poner alguna película de Disney en el ordenador mientras me quedo dormido. Pero no quiero ser tan asocial, así que decido acompañarla. 

    —Me llamo Alejandra.

    —Roque.

    El cierzo nos azota mientras caminamos por una calle ancha. Ella se sujeta la falda con las manos. Yo el sombrero.

    La casa de Alejandra tiene un pasillo kilométrico y siniestro con media docena de puertas en su pared derecha. Al final hay un gran salón desordenado y lleno de muebles viejos que apesta a marihuana y a sudor. Un chico y una chica se enrollan en un sillón. Tres chicas dormitan en un sofá con los ojos enrojecidos. Otro chico presiona compulsivamente los botones de la minicadena sin dejar sonar ninguna canción más de diez segundos. Acabo de llegar y ya quiero marcharme de aquí.

    Alejandra desaparece unos minutos por la puerta de la cocina. Me quedo solo, mirando a todas las personas que hay. Nadie se ha dado cuenta de que he entrado. La muchacha regresa de la cocina con una botella de Jägermeister y dos vasos de chupito. Me invita a sentarme en el suelo en un rincón del salón con ella. Llena los dos vasos, brindamos y nos los bebemos. Está asqueroso y decido no tomar más, pero ella se sirve otro al instante.

    El chico de la minicadena ha dejado por fin sonar una canción. No puedo evitar mover la cabeza siguiendo el ritmo de I’m on my way y, por unos segundos, me siento bien.

    Cinco chupitos después Alejandra no puede parar de reír. Muestra sus perfectos dientes y emite un sonido estridente que me hace sentir incómodo porque no sé de qué se ríe. Se levanta para ir al baño y se tambalea por el pasillo. Cuando regresa, lleva la falda enganchada en las bragas y se le ve medio culo. Prefiero no decirle nada, no me cae tan bien. De esta forma siento que la repulsión que empiezo a sentir hacia ella está justificada y no se debe solo al hecho de que no suelo soportar a las personas durante mucho tiempo. Me coge de las manos y tira de mí hasta que me levanta, aunque por poco acabamos los dos en el suelo. Me dice que vayamos a su cuarto.

    Me empuja sobre su cama y caigo de espaldas. Tira mi sombrero por ahí. Me aseguro de saber dónde ha caído con exactitud para cogerlo en cuanto pueda. Empieza a desabrocharme los botones de la camisa pero, como no consigue pasar del segundo, se quita la falda. Se tumba sobre mí con las piernas abiertas y empieza a besarme. Yo le devuelvo el beso sin mucho entusiasmo (sabe a tabaco y Jäggermesiter), mirando de reojo mi sombrero, no me gustaría nada perderlo. Su lengua se mueve con torpeza por mi boca. Me muerde el labio y me hace daño.

    —Tengo que ir al baño otra vez —dice de pronto levantándose con dificultad. Tiene muy mala cara. Cuando sale, dejando la puerta abierta, me levanto de la cama y me doy un paseo por su habitación. Una estantería llena de botes de crema y perfumes. Un póster de La Fuga. Una docena de zapatos amontonados en un rincón. Un libro de Paulo Coelho. 

    Escucho un sonido desde el otro lado de la pared: está vomitando. Entonces decido que me gustaría estar en cualquier otra parte antes que aquí. Cojo mi sombrero y recorro el pasillo hasta la puerta de salida que cierro sin importarme hacer ruido.

    Mientras camino contra el cierzo por las calles de Zaragoza, con las manos en los bolsillos y mirando el suelo, pienso que es una de mis últimas noches en la ciudad. Me han concedido una beca Erasmus y pasado mañana cojo un tren que me alejará de aquí durante nueve meses. Me vendrá bien desaparecer. Desaparecer de verdad. Ir a cualquier otra parte donde si soy invisible sea porque nadie me conozca y no porque nadie quiera conocerme. 

     2. Escapar

    Viajo en tren, solo, con los pies en el asiento de enfrente y la música sonando en mis auriculares a todo volumen. La voz de Christina Rosenvinge siempre me hace sentir menos solitario. Acabo de hacer un transbordo en Montpellier, y en un par de horas tendré que hacer otro en Lyon, antes de llegar por fin a mi destino: Dijon, una ciudad al este de Francia. Cierro los ojos y me dejo llevar. Siento el camino que voy recorriendo, cómo cada vez mi casa está más lejos. Me noto emocionado. Quiero tomarme esto como una forma de empezar de cero. Nueva gente, nuevos lugares. Voy hacia un sitio donde pueda ser quien soy en realidad, ese Roque al que nunca me he atrevido a mostrar o que nunca nadie ha querido ver. Pero a la vez estoy aterrado, los cambios bruscos nunca me han sentado bien, así que dejo de pensar y me concentro en la letra de la canción susurrada a mis oídos. Eso me tranquiliza bastante.

    Alzo la mirada y lo primero que veo es un ojo negro que me observa desde unos asientos más allá. Solo uno. El otro está cubierto por un mechón de pelo también negro. Aparto con rapidez la vista, pero ese ojo me atrae y vuelvo a mirarlo. Sigue observándome. Se trata de una chica extremadamente delgada, de corte de pelo asimétrico, rapado por un lado y cortado a trompicones por el otro, y labios muy finos. Sonríe. Vuelvo a retirar la vista y miro hacia el paisaje al otro lado de la ventanilla esperando que no sea una turista que viaja sola y necesite conversar de cualquier cosa con otra persona que también viaje sola. Percibo por el rabillo del ojo que se levanta de su asiento y se dirige hacia mí. Me hago el dormido al instante, no me apetece hablar con nadie. Me gusta viajar solo y odio hablar con desconocidos. 

    Entreabro los ojos esperando que solo se dirigiese al baño y no a hablar conmigo, pero lo primero que vuelvo a ver es su ojo negro, a escasos centímetros de mí. Me mira y sonríe. Dice algo, pero yo solo escucho la música de mi iPod. Me quito un auricular. 

    —¿Perdona? —digo.

    —Decía que eres español, ¿verdad?

    —¿Por qué lo sabes?

    Señala algo sobre mi cabeza, en el portaequipajes.

    —Por la bandera de Cataluña que cuelga de tu maleta.

    Mierda. Mi madre se empeñó en que tenía que llevar esa cinta para distinguir mi equipaje con rapidez.

    —No es la bandera de Cataluña, es la bandera de Aragón —digo intentando sonar antipático y retirando los pies del asiento de delante, pues me siento incómodo tan repantigado mientras mantengo una conversación con alguien. Ella interpreta el gesto como que quiero que se siente. Y claro, se sienta.

    —Me llamo Lola, por cierto —dice, y se incorpora un poco para darme dos sonoros besos. 

    Yo me quito el otro auricular y paro la música, dándome por vencido.

    —Roque. Un placer.

    —¡Qué dices! ¡El placer es mío! 

    No entiendo por qué grita.

    —Llevaba horas aburrida, necesitaba hablar con alguien. Y aún me quedan unas cuantas horas de tren más. Es un alivio poder hablar con alguien en español, porque yo con estos gabachos... qué quieres que te diga, no me entiendo. Ya empezaba a pensar que era la única que hablaba cristiano en el tren, entonces he visto que me mirabas y he pensado «este chico tiene cara de español», porque tienes cara de español, esas cosas se notan. Y después he visto la bandera de Cataluña...

    Es de Aragón.

    —... ahí en tu maleta, y como me seguías mirando digo «pues me voy a acercar», y me he acercado. Así nos hacemos compañía. Menos mal, ¿eh? 

    En serio, ¿por qué grita? Intento sonreírle como respuesta, y ella me mira como esperando a que diga algo más, pero no añado nada. 

    —No eres tú muy hablador, ¿no? —No sé qué contestarle, así que me limito a encoger los hombros para confirmarle que no tengo ganas de hablar, y tal vez así se quede callada—. Bueno, ¿y qué te trae por aquí? ¿Hacia dónde vas? —No lo ha pillado.

    —Pues voy a Dijon, tengo una beca Eras...

    —¡¿A Dijon?! —dice gritando todavía más de lo que ha gritado hasta ahora, asustándome a mí y a la señora que está sentada tres asientos más adelante—. ¡Yo también voy allí, joder! —La señora nos mira, y a mí me da un poco de vergüenza.

    —¿Ah, sí? —digo en un tono de voz más moderado.

    —Sí, joder —continúa gritando—. Yo también tengo una beca Erasmus y voy a pasar allí todo el año.

    Genial.

    —Joder, qué genial, tío. Pensaba que no conocería a nadie hasta que llevara días viviendo allí, hasta que estuviera instalada y eso, y ya en el tren te conozco a ti. Qué casualidad, joder. Qué pasada. Esto tiene que ser cosa del destino, si nos hemos conocido tan pronto significa algo, ya lo verás. —Se ríe con un gran estruendo.

    Sigo sin saber qué decir. No me gusta la gente que habla tanto. Y tan alto.

    —Bueno, ¿y cuántos años tienes? —quiere saber.

    —Veintiuno.

    —Yo veintidós —lo dice con una gran sonrisa y los ojos muy abiertos. Que deje de mirarme así, no sé si tengo que decir algo... pero no hace falta que diga nada, enseguida empieza a hablar de nuevo—. Pues estoy un poco eufórica con esto del erasmus… hace unos días mis amigas me prepararon una fiesta sorpresa de despedida y fue absolutamente genial, no me he reído tanto en mi vida. Vinieron amigos de todas partes, mi novia... y algunos familiares también, porque yo con mis primos me llevo muy bien. Y oye, que fue genial, creo que he empezado esta experiencia con buen pie —se ríe. Hago como que me río. Desconecto unos segundos. Ella sigue hablando, pero apenas la escucho. Me fijo en que puedo conseguir ver su ojo izquierdo a través del flequillo que lo oculta, como un puntito brillante que aparece y desaparece de vez en cuando. Escucho algo de un perro, una botella de tequila y Bellas Artes. No sé si podría recrear la historia de Lola con esos ingredientes. Entonces, se calla. Creo que me ha preguntado algo.

    —¿Qué?

    —¡Que qué estudias tú! —dice riéndose.

    —Ah. Yo estudio Filología Francesa. ¿Y tú?

    —¡Pero si te lo acabo de decir! ¡Bellas Artes! —Cierto, ha dicho algo de Bellas artes—. ¿Qué te pasa? ¿Estás nervioso por el viaje? A mí también me ocurre, me pongo nerviosísima cuando tengo que hacer un viaje largo, y me pongo a hablar y hablar... bueno, de normal también soy habladora por lo que dicen, pero cuando viajo todavía más. Por eso necesitaba un compañero de viaje, iba a reventar si tenía que volver a escuchar a un gabacho hablando en francés. —Hace una pequeña pausa para respirar. Yo también aprovecho para tomar algo de aire, me agobia verla hablar sin hacer ni un descanso—. Entonces, si estudias filología, sabrás mucho francés...

    —Sí, más o menos. Aunque nunca he estado en Francia.

    —¡Porque yo vengo totalmente pez! O sea, algo sí que sé, he estado estudiando este curso, pero es que yo soy malísima con los idiomas, en serio, se me dan fatal. A ver si con la práctica...

    Me doy cuenta de que, si no la interrumpo, puede estar hablando durante todo el trayecto, y como yo no hago nada más que escuchar (a ratos) me cuenta que es de un pueblo de cerca de Ciudad Real, que ha pasado la noche en Barcelona porque quiso aprovechar el viaje de una amiga que iba a coger un avión hacia Estados Unidos, pero que en realidad no tenía ningún sitio donde quedarse a dormir, así que (no me entero muy bien cómo) terminó durmiendo en casa de un chico al que no conocía de nada que, por suerte, la trató muy con mucha amabilidad. Aunque ella durmió abrazada a su equipaje («Que no me fiaba del todo, joder»). Equipaje que, por cierto, no contiene nada de ropa porque había preferido venir con su Mac de sobremesa, que iba a necesitar para sus trabajos de la universidad, y que más adelante le enviarán el resto de sus pertenencias.

    Mi primera impresión es que está loca y que quiero que el tren llegue a algún sitio ya. Todavía nos queda una hora hasta Lyon.

    En Lyon solo tenemos unos minutos para coger el tren que, por fin, nos llevará a Dijon. Al menos Lola está callada mientras, casi sin aliento, corremos hacia el andén, ella con su enorme caja y yo con mi inmensa maleta. 

    —¡Es ese tren! —grita.

    —¿Estás segura?

    —Sí, me he fijado antes: Voie quatre. —Su espantosa pronunciación del francés me irrita.

    Subimos al tren y colocamos nuestro equipaje con dificultad mientras se pone en marcha con un ligero movimiento. Miro el reloj mientras nos acomodamos en nuestros asientos, pero todavía faltan diez minutos para la hora en la que tendría que salir nuestro tren.

    —¿Por qué arrancamos tan pronto? —le pregunto.

    —No lo sé...

    —¡Se supone que faltan diez minutos todavía! —le digo casi gritando, algo muy raro en mí.

    —¡Llevarás mal el reloj!

    —No, no, estoy seguro de que está bien...

    —Entonces no sé... ¡Voy a preguntar!

    Se levanta con convicción y se acerca a un señor. No escucho bien lo que le dice, pero noto que tiene serios problemas para expresarse, porque gesticula demasiado y levanta mucho la voz. Al fin, regresa adonde estoy yo.

    —Pues parece que nos hemos confundido de tren —dice como si nada—. El nuestro salía en la misma vía, pero unos minutos más tarde...

    Joder, joder, JODER.

    —¡¿Y ahora qué hacemos?! —No me gusta gritar.

    —No sé, ya nos bajaremos en la próxima parada y veremos qué hacer...

    —¡Si es que te tendrías que haber fijado bien! 

    —Bueno, tranquilízate, que todo tiene solución.

    —¡Pero qué dices! ¡Ahora a saber adónde vamos, y a saber cuánto nos costará llegar a Dijon!

    —Mira, si me quieres echar la culpa de esto, vale, pero...

    —¡Déjalo, voy a ver si encuentro una solución!

    Me alejo de ella y voy a preguntar a una señora que nos estaba mirando mientras discutíamos, y que parece haber comprendido nuestra situación. Por suerte es muy amable, y me atiende con una sonrisa.

    —Ya me ha explicado lo que tenemos que hacer —le digo a Lola cuando regreso, más calmado—. En la próxima parada tenemos que bajar, coger un tren que saldrá en la vía de enfrente, bajarnos en la primera parada y allí podremos coger el tren que tendríamos que haber cogido en Lyon...

    Seguimos los pasos que nos ha indicado la señora al pie de la letra, pero en absoluto silencio. Estoy agotado de arrastrar mi maleta por estaciones que no tienen ni escaleras mecánicas, y siento el flequillo húmedo por el sudor, pegado a mi frente. 

    En menos de media hora, que se me hace eterna, estamos ubicados en el tren correcto que nos llevará a Dijon. O al menos, eso creemos.

    —Bueno, por fin estamos en el buen camino... —dice Lola, y me temo que quiere empezar otra de sus largas conversaciones para ocupar las dos horas que nos quedan de viaje.

    —Sí —respondo cortante mientras saco mis auriculares y me los pongo. En realidad creo que no estoy enfadado con ella. Tal vez un poco, pero no demasiado. Estoy muy cansado, lo único que necesito es relajarme y descansar un rato de la voz de Lola y de la situación por la que hemos pasado. La voz mucho más dulce de Russian Red me canta al oído, y no puedo evitar pensar en lo arrepentido que estoy de haberle gritado, además de avergonzado por haberme puesto así. Pero no le digo nada. Cierro los ojos para que crea que duermo.

    —Roque, Roque... estamos llegando a Dijon.

    Sin darme cuenta, me he quedado dormido de verdad. Entreabro los ojos y veo a Lola de pie, pero un poco encorvada para mirar por la ventanilla del tren. Me quito los auriculares, a través de los que ya no suena nada (hace rato que se ha debido de terminar mi lista de reproducción), y miro a través del cristal en el que Lola también tiene los ojos clavados. Es de noche, y solo veo las luces de las afueras de una ciudad, aunque alcanzo a ver también la torre de alguna iglesia bien iluminada. Pronto nos detenemos en un andén que anuncia: Dijon Ville. Por fin.

    A la salida de la estación cogemos un taxi juntos, ya que a ambos nos han concedido alojamiento en la misma residencia universitaria: Mansart. Cuando llegamos descubrimos que está compuesta por cinco edificios, aunque tan poco iluminados que apenas distinguimos nada. En uno de ellos, el principal, una señora con cara de perro enfadado nos recibe, nos hace rellenar unas fichas y nos da las llaves de nuestra habitación. Tengo que repetirle diez veces mi nombre para que lo entienda: Roque Cebrián. Sabía que los franceses tendrían problemas con tantas erres. Además yo tampoco entiendo nada de su forma de hablar, yo que pensaba que tenía un buen nivel de francés. Solo le contesto de vez en cuando con «oui, oui», y le intento sonreír, aunque lo único que logro gesticular son muecas. Estoy tan cansado y tan frustrado por no poder comunicarme como me gustaría que me entran ganas de llorar. Me alegro un poco cuando veo que a Lola y a mí nos ha asignado un edificio distinto, aunque está uno frente al otro. Nos despedimos a la entrada de mi residencia.

    —Bueno, Roque, siento que hayamos tenido ese lío por mi culpa, yo...

    Quiero decirle que no pasa nada, que no estoy enfadado, pero mi lengua no se atreve. En cambio, mi cerebro suelta un simple «hasta mañana», y hace que mis piernas se dirijan hacia la puerta del edificio en cuya parte superior pueden leerse unas enormes letras: Sens. A veces mi cerebro me obliga a hacer cosas que en realidad no me gustan, pero no sé evitarlo.

    En la primera puerta del pasillo izquierdo de la tercera planta, giro la llave de mi habitación, la 326, y encuentro un cuarto estrecho y alargado, ocupado solo por una cama, una butaca, un escritorio, un armario empotrado, una cómoda y un lavabo con espejo. Todo es bastante viejo: los muebles, los colores, el olor.

    Me quito los zapatos y los pantalones y me tiro en la cama. Oigo voces de chicas en el pasillo, pero no tengo ganas de hablar con nadie ni de conocer gente nueva. De todas formas, tampoco se me da nada bien. A veces pienso que estaría mejor completamente solo, encerrado en una habitación a la que no pudiera entrar nadie más, dedicándome a leer, ver películas y escuchar música.

    Solo son las diez y media, pero estoy muerto de sueño, no me había dado cuenta hasta ahora. De repente pienso en lo físicamente lejos que estoy de mi casa. En lo difícil que sería volver si quisiera hacerlo mañana mismo. En lo solo que estoy también aquí. En lo complicados que me resultan los cambios. En lo poco que he entendido a la señora con cara de perro que me ha dado las llaves de la habitación. En lo borde que he sido con Lola... 

    Entonces, de repente, me viene una cosa a la cabeza: creo que Lola es la única persona que, al conocerme, no me ha dicho nada sobre mis ojos ni se ha quedado mirándolos.

    Y, sin saber por qué, me pongo a llorar. Y mientras lloro, me voy quedando dormido. Como diría Scarlett O’Hara, mañana será otro día.

    3. Solo

    Me despierta el sol dándome en la cara. Estoy tirado sobre una colcha de cuadros granates. Solo llevo unos calzoncillos y un jersey. Tengo un brazo dormido. Me cuesta abrir los ojos, llenos de legañas. Cuando consigo levantarme, frente al espejo, me lavo la cara y contemplo mi reflejo. Mi cara alargada. Mi pelo negro enmarañado. Mis ojeras. Mi rostro es de tal forma que, si estoy serio, parece que estoy triste. A veces incluso enfadado. Es por mi boca, ligeramente curvada hacia abajo. Y por mis ojos, demasiado expresivos. Decido que necesito una ducha urgente y mear, aunque no tengo ni idea de dónde está el baño.

    Cojo una toalla y el bote de gel del fondo de mi maleta, y abro la puerta, deseando no encontrarme a nadie. Mi habitación es la primera de un largo pasillo. Un pasillo desierto, por suerte. Lo recorro a paso ligero buscando el baño. Todas las puertas son iguales, de madera y muy viejas, cada una con su número. 

    Cuando casi estoy llegando al fondo, la última puerta se abre y sale alguien. Mierda. Espero que no quiera hablar. Es un chico delgado de rizos pelirrojos que le llegan hasta los ojos y lleno de pecas tanto por la cara como por el cuerpo. Solo lleva unos vaqueros, una toalla al hombro y el pelo algo mojado, así que supongo que esa puerta es la del baño. Intento no mirarle a los ojos y pasar por su lado sin más, pero él intenta todo lo contrario y se acerca a mí con la mano extendida.

    —Hi! —dice en inglés. Huele a champú y desodorante. Antes de que pueda contestarle, pasa con rapidez su mirada de uno de mis ojos al otro. Estoy acostumbrado a ver ese gesto cuando alguien me conoce.

    —Hola —le contesto en español. ¿Por qué hablo en español?

    Me mira extrañado. 

    —Spanish? —dice.

    —Sí... oui. Mais je sais parler français.

    —Oh, okay! Je m’appelle Logan.

    —Roque.

    —¿Ruouke?

    Asiento. Prefiero no perder el tiempo ayudándole a pronunciar bien mi nombre. Y empezamos una conversación de presentación, que más parece un típico ejercicio de clase de francés con preguntas preparadas. ¿Cuántos años tienes? ¿De dónde vienes? ¿Qué estudias? ¿En qué habitación estás?

    Logan tiene veinte años, viene de Edimburgo, estudia Matemáticas y está en la habitación 348 (unas cuantas puertas más allá de la mía). Su acento al hablar francés es muy extraño. Me cuenta que en esta planta de la residencia solo estamos, de momento, cuatro chicos y unas treinta chicas, todos erasmus de distintos países. Y que por la noche suele juntarse con los demás chicos en su habitación para beber cerveza y fumar, por si quiero acercarme alguna vez. Le digo que claro, nos despedimos y sigo mi camino hacia el baño. 

    Una vez limpio y despejado, salgo de la residencia, y lo primero que escucho es alguien gritando mi nombre. Miro a mi alrededor, algo extrañado y sorprendido, pero no veo a nadie. «¡Roque!», vuelvo a escuchar, «¡Aquí arriba!». Miro hacia arriba y veo a alguien agitando los brazos desde una ventana. Es Lola. «¡Espera, que bajo!». Pienso que podría irme y decirle que no la he escuchado bien. No, mejor no, pensaría que soy idiota, mejor la espero.

    Hoy tengo por delante un día de papeleos. Tengo que ir a la universidad, matricularme, encontrar a mi coordinador erasmus, pagar mi primer mes de la residencia y conseguir un teléfono móvil. Y prefiero hacerlo todo

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