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Obras II. Poesía, teatro y ensayo
Obras II. Poesía, teatro y ensayo
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Libro electrónico1617 páginas37 horas

Obras II. Poesía, teatro y ensayo

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Probablemente ningún tramo de la obra de Rosario Castellanos pinte tan claramente su evolución intelectual y formal como sus cuentos. Narradora perspicaz e inteligente, en ellos sumó la eficacia de su estilo a las preocupaciones sociales, políticas y de género que marcaron sus trabajos. En Ciudad real, Los convidados de agosto y Álbum de familia, late entera una de las sensibilidades más agudas del siglo XX. Además del contenido completo de los tres libros de cuentos publicados por Castellanos en vida se incluyen tres relatos que nunca antes aparecieron en un volumen: "Crónica de un suceso inconfirmable", "Primera revelación" y "Tres nudos en la red".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2014
ISBN9786071621887
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    Obras II. Poesía, teatro y ensayo - Rosario Castellanos

    México.

    POESÍA

    Trayectoria del polvo

    Primera edición, Costa-Amic, El cristal furtivo, 1948.

    A partir de 1940 comencé a escribir poemas. Mis primeras influencias fueron las más fáciles de adquirir, ya que mi formación literaria era muy deficiente. En 1948 encontré un libro revelador: la antología Laurel. Allí leí Muerte sin fin, que me produjo una conmoción de la que no me he repuesto nunca. Bajo su estímulo inmediato, aunque como influjo no se note, escribí en una semana Trayectoria del polvo. Es una especie de resumen de mis conocimientos sobre la vida, sobre mí misma y sobre los demás. Supuse que la mejor manera de expresarme era el poema largo, de gran aliento, aunque yo no lo tuviera.

    Entrevista con Emmanuel Carballo, XIX protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, 1966.

    Entre el advenimiento y el vacío.

    PAUL VALÉRY

    I

    ME DESGAJÉ del sol (era la entraña

    perpetua de la vida)

    y me quedé lo mismo que la nube

    suspensa en el vacío.

    Como la llama lejos de la brasa,

    como cuando se rompe un continente

    y se derraman islas innumerables

    sobre la superficie renovada del mar

    que gime bajo el nombre de archipiélago.

    Como el alud que expulsa la montaña

    sacudida de ráfagas y voces.

    Rodé como el alud, como la piedra

    sonámbula de abismos

    resbalando por meses y meses en la sombra

    del universo opaco que gira en los elipses

    trazados en el vientre de espiga de la madre.

    Era entonces muy menos

    que un río desenvolviéndose

    y una flecha montada sobre el arco

    pero ya los anuncios de mi sangre

    caminaban sin tregua para alcanzar al tiempo

    y el vagido inconcreto ya clamaba

    por ocupar el viento.

    Nací en la hora misma en que nació el pecado

    y, como él, fui llamada soledad.

    Gemelo es nuestro signo y no hay aguas lustrales

    capaces de borrar lo que marcaron

    los hierros encendidos en mi frente.

    Pero mi frente entonces se combaba

    huérfana de miradas y reflejos.

    Y así me alcé feliz como el que ignora

    su inevitable cárcel de ceniza

    y cuando yo decía la tierra, era la tierra

    desnuda de metáforas, infancia

    recién inaugurada.

    Y no dudé jamás de que al nombrarla

    me nombraba a mí misma

    y a mi propia substancia.

    Yo no podía aún amar los pájaros

    porque cantaban presos y ciegos en mis venas

    y porque atravesaban el espacio

    contenido debajo de mis párpados.

    Yo no sabía quién se levantaba

    imantado de estrellas polares hacia el cielo

    ni en quién multiplicaban las yemas su promesa

    si en el árbol compacto o en mi cuerpo.

    Era el tiempo en que Dios estrenaba los verbos

    y hacía, como jugando,

    figurillas de barro con las manos:

    atmósferas azules y planetas

    no lesionados por la geografía,

    muñecos intangibles para el sueño

    que hiende como espada, separando

    en varón y mujer las costillas unánimes.

    Era el alba sin sexo.

    La edad de la inocencia y del misterio.

    II

    La adolescencia es alta como el junco.

    Su perfil se adelgaza

    para ser digno de tocar el aire.

    Y es un ebrio cristal que intenta transparencias

    y es un florecimiento inagotable

    de límites geométricos

    que dibujan las puntas trémulas de los dedos.

    La adolescencia es tensa como el junco.

    Su perfil se agudiza

    para poder acuchillar el aire.

    Es una vocación de búsqueda incesante

    hacia la luz más íntima

    que se le esquiva siempre como en un laberinto.

    El ansia equivocada

    que persigue tenaz al espejismo

    y el oído engañado por el eco.

    Es la dura tarea del que busca,

    la dicha sobrehumana del encuentro.

    La adolescencia es verde como el junco

    y su perfil se tiñe

    de todos los colores con que la invita el aire.

    La gracia amaneciendo sobre el mundo,

    el gozo sin motivo de carne que se palpa

    olorosa y reciente.

    La alegría de músculos elásticos,

    la embriaguez de la sangre

    galopando en canciones sobre el tiempo.

    La adolescencia es plena de latencias ocultas

    y raíz laboriosa como el junco.

    III

    Recuerdo: caminaba por largos corredores

    desbordantes de palmas y de espejos.

    Yo, sedienta de mí, me detenía en estatuas

    duplicando el instante fugitivo en cristales

    y luego reiniciaba mi marcha de Narciso

    ya entonces como alada

    liberación de imagen entre imágenes.

    Novedad de mi cuerpo

    que se hallaba a sí mismo en cada cosa

    y para poseerse se entregaba

    a la solicitud del universo.

    Juventud de la luz que nimbaba la tierra

    y que brotaba acaso con mis ojos.

    Yo estaba circundada por rondas de palabras.

    Subían como el humo en el espacio,

    diluían su masa, se perdían.

    Sólo quedaba —espesa como leche bañándome—

    la que anudaba origen y destino:

    Mujer, voz radical que hipnotizaba

    en la garganta de Eva

    y en toda sucesiva

    docilidad de miel para los besos.

    Mi esencia se vertía exaltada en la órbita

    concéntrica y total de la palabra

    y era la musical delicia de la gota

    incorporando al mar de canto sin fronteras

    su mínimo sonido de caracol vibrando.

    IV

    La fiesta cosquillea en los talones.

    Vamos todos a ella cantando y sonriendo.

    Vamos todos a ella cogidos de la mano

    como quien sale al campo a cosechar claveles.

    La Ciudad se ha vestido lo mismo que una novia.

    Mirad: en cada puerta se ostenta una guirnalda,

    de par en par se rinden las ventanas

    colmándose del día y su deleite.

    La sombra juega al escondite por los patios

    escapando del rayo de sol que la persigue.

    Venimos a la fiesta cantando y sonriendo,

    danzando el pie descalzo sobre céspedes finos.

    ¿Quién eres tú que traes antifaz de belleza

    y te ciñes en túnicas de ritmo y de armonía?

    ¿El mensaje cifrado de algún ángel

    en la pluma del ave

    o en el vuelo preñado de la abeja?

    ¿Eres la Anunciación? —Me llaman Viento,

    soy el vehículo de las canciones

    y también de las hojas marchitas en otoño.

    Mi destino es girar perpetuamente

    y no sé responder.

    ¿Quién eres tú de rostro tremendo y enigmático?

    Paralizas los ojos de quienes te contemplan

    de estupor y de miedo.

    ¿Escondes el misterio de un Dios o eres su cólera

    que se desencadena al infinito?

    —Mi nombre es Mar, mi movimiento es ola

    que recomienza siempre.

    Nunca salgo de mí. Soy el esclavo

    irredimible de mi propia fuerza.

    ¿Y tú que así te adornas con el iris

    y te recorren escalofríos de cascabeles?

    Yo quisiera abrazarte pero ignoro quién eres.

    —Soy quien pintarrajea la verdad

    para volverla amable

    y hace que hasta los ídolos se paren de cabeza.

    Los niños me bautizan mariposa

    y organizan cacerías para prenderme

    y cuando creen haberlo conseguido

    tienen entre sus dedos

    sólo el polen dorado de mis alas.

    Algunos hombres dicen que me desprecian

    y para denigrarme agrupan letras:

    R-i-s-a, B-u-r-l-a, I-r-o-n-í-a.

    Pero se arrastran hasta mí en tinieblas

    y les doy la mentira de mí misma.

    Los viejos me olvidaron y ya no me conocen.

    Tú, adivina quién soy, corre y alcánzame.

    Adiós, adiós

    cantarito de arroz.

    Allá, bajo los mirtos, ¿quién es el que reposa?

    Las vides se exprimieron en sus mejillas.

    De sus cabellos se desprende un hálito

    de flores maceradas y lámparas ardiendo.

    Tiene la piel jocunda de la manzana,

    la breve plenitud del mediodía

    y el zumbador encanto de la siesta.

    —Su símbolo es eterno: pezuña y caramillo.

    En las florestas griegas

    se lanzó tras la ninfa destrenzada.

    Lo aprisionaron mitos y tabernáculos

    y es un demonio cuyo nombre nadie

    se atreve a pronunciar porque no quiere

    despertarlo en el fondo de sí mismo

    pues igual que Sansón enloquecido

    derriba las columnas que sostienen los templos.

    Su nombre es el rubor de las doncellas

    y el martillo en las sienes del mancebo.

    ¿Y tú que sin cesar cambias de signo,

    que te ocultas y asomas,

    te velas y revelas en las formas?

    ¿Eres Proteo? Debes ser divino

    para infiltrarte así entre todas las cosas.

    —Mírame bien ¿y no me reconoces?

    Sin embargo te he sido tan fiel como un espejo

    y tan irrenunciable como tu propia sombra.

    —Es cierto, yo te vi mil veces antes.

    Ahora identifico esas cejas, los dientes,

    los hombros y la espalda

    tajando en dos mitades infinitas

    lo mismo que una lápida.

    Eres como nosotros. Anda, ven y bailemos.

    ¡Alegría! ¡Alegría!

    ¡La Ciudad se desposa con la noche!

    V

    ¿Qué reptil se afilaba entre la brisa?

    ¿Qué zumo destilaba la amapola

    que el vino se hizo un día de hiel entre mis labios?

    ¿Cómo fueron mis células ahondándose

    para ceder un sitio decoroso a la angustia?

    ¿Cómo creció esta fiebre de hormigas en mis pulsos?

    ¿Cómo el recto camino fue curvándose

    hasta ser un dedálico recinto?

    ¿Cómo fue Dios quedándose sordo y mudo y ausente,

    irremediablemente atrás como la aurora?

    ¿Cómo a cualquier extremo al que volviera el rostro

    me devolvía el suyo —absoluto— la nada?

    El cielo de tan pobre se encontraba desierto

    y al principio y al fin del horizonte

    se extendía el dominio del silencio.

    VI

    Aquí me quedaré llorando como el fruto

    derribado a pedradas

    de la copa del árbol y su sustento.

    Ya nunca podré amar ni aun en el sueño

    porque una voz insobornable grita

    y su grito vacía mis entrañas:

    ¡El amor es también polvo y ceniza!

    VII

    He aquí que la muerte tarda como el olvido.

    Nos va invadiendo lenta, poro a poro.

    Es inútil correr, precipitarse,

    huir hasta inventar nuevos caminos

    y también es inútil estar quieto

    sin palpitar siquiera para que no nos oiga.

    Cada minuto es la saeta en vano

    disparada hacia ella,

    eficaz al volver contra nosotros.

    Inútil aturdirse y convocar a fiesta

    pues cuando regresamos, inevitablemente,

    alta la noche, al entreabrir la puerta

    la encontramos inmóvil esperándonos.

    Y no podemos escapar viviendo

    porque la Vida es una de sus máscaras.

    Y nada nos protege de su furia

    ni la humildad sumisa hacia su látigo

    ni la entrega violenta

    al círculo cerrado de sus brazos.

    VIII

    Padres:

    ya no desparraméis blasfemias en la tierra.

    No os dejéis embaucar por la embustera

    que exalta vuestros vientres

    para depositarles su semilla de espanto.

    Cuando os llame fecundos, arrojadle

    su mentira a la cara.

    Si os consagra inmortales os escarnece.

    Sabed que la esperanza nos traiciona

    y que es la compañera de la muerte.

    Sabed que ambas —muerte y esperanza—

    crecen como el parásito

    alimentado en nuestro propio cuerpo.

    IX

    Pero ¿no hemos de amarlas

    cuando así las nutrimos con nuestra sangre?

    Reverenciad su patrimonio único

    Contemplad cómo las madura el tiempo.

    Alternativamente

    una se ensancha y otra palidece.

    X

    Hoy es en mí la muerte muy pequeña

    y grande la esperanza.

    Ha soportado climas estériles y rudos,

    ha atravesado nieblas y luces dolorosas

    y ha desafiado al viento.

    Ahora sabe que su ser es isla.

    Para emerger acendra primero sus cimientos

    y se ubica después sobre la espuma

    disputando su patria palmo a palmo.

    No ignora que el vacío la rodea

    y siente la amenaza del gusano.

    Pero edifica muros de arena, defendiéndose.

    Tenaz e infatigable

    elabora y destruye sus pompas de jabón

    y es la aniquiladora y creadora de un Cosmos

    transfigurado y líquido.

    Trabaja con la llama.

    ¡Cuántas formas modela, cuántas formas

    duermen almacenadas en su seno!

    Les dice un día fantasmas y otro les dice juego

    pero el nombre secreto en el que se refugia

    como en la magia o en el sortilegio,

    ese nombre es el nombre impalpable de Poesía.

    No perturbéis la rosa con palabras impuras,

    no violéis su perfume ni con el pensamiento.

    Es la hora perfecta

    en que la rama en el altar florece.

    Permitid que florezca.

    Es la última pasión, la última hoguera

    crepitando en la nieve.

    Dejadla que respire.

    En sus escombros pacerá la muerte.

    Apuntes para una declaración de fe

    Primera edición, revista América, 1948. Segunda edición, revista América, 1953.

    Es un poema malogrado. De las crisis que se padecen en la adolescencia, y entre las cuales la religiosa es sólo una, quise rescatar algo, algo que continuara informando mi vida; deseaba darle sentido y justificación a cada uno de mis actos. En los Apuntes me arrastró la retórica. Me llevó a hablar, por ejemplo, del continente nuevo que es América, del que tenía una idea superficial y falsa. La última parte del poema, que quiere ser lírica y no lo logra, está en contradicción con la parte primera, en la que el poema es casi prosa: incisivo, pletórico de lugares comunes usados de manera deliberada. Entre ambas partes existe una falta de continuidad. Fue muy duramente criticado, sobre todo por Miguel Guardia, quien dijo que en él las influencias formaban legión. Lo considero un experimento. A partir de entonces no volví a frecuentar ese camino.

    Entrevista con Emmanuel Carballo, XIX protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, 1966.

    EL MUNDO gime estéril como un hongo.

    Es la hoja caduca y sin viento en otoño,

    la uva pisoteada en el lagar del tiempo

    pródiga en zumos agrios y letales.

    Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios,

    esta nube exprimida y paralítica

    y esta sangre blancuzca en un tubo de ensayo.

    La soledad trazó su paisaje de escombros.

    La desnudez hostil es su cifra ante el hombre.

    Sin embargo, recuerdo...

    En un día de amor yo bajé hasta la tierra:

    vibraba como un pájaro crucificado en vuelo

    y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta,

    a cuerpo traspasado de sol al mediodía.

    Era como un durazno o como una mejilla

    y encerraba la dicha

    como los labios encierran un beso.

    Ese día de amor yo fui como la tierra:

    sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces

    y la raíz bebía con mis poros el aire

    y un rumor galopaba desde siempre

    para encontrar los cauces de mi oreja.

    Al través de mi piel corrían las edades:

    se hacía la luz, se desgarraba el cielo

    y se extasiaba —eterno— frente al mar.

    El mundo era la forma perpetua del asombro

    renovada en el ir y venir de la ola,

    consubstancial al giro de la espuma

    y el silencio, una simple condición de las cosas.

    Pero alguien (ya no acierto

    con la estructura inmensa de su nombre)

    dijo entonces: "No es bueno

    que la belleza esté desamparada"

    y electrizó una célula.

    En el principio —dice

    esta capa geológica que toco—

    era sólo la danza:

    cintura de la gracia que congrega

    juventudes y música en su torno.

    En el principio era el movimiento.

    Cada especie quería constatarse, saberse

    y ensayaba las notas de su esencia:

    la jirafa alargaba la garganta

    para abrevar en nubes de limón.

    Punzaba el aire en las avispas múltiples

    y vertía chorritos de miel en cada herida

    para que el equilibrio permaneciera invicto.

    El ciervo competía con la brisa

    y el hombre daba vueltas alrededor de un árbol

    trenzado de manzanas y serpientes.

    Nadie lo confesaba, pero todos

    estaban orgullosos de ser como juguetes

    en las manos de un niño.

    Redondeaban su sombra los planetas

    y rebotaban locos de alegría

    en las altas paredes del espacio

    teñidas de antemano en un risueño azul.

    No me explico por qué

    fue indispensable que alguien inventara el reloj

    y desde entonces todo se atrasa o se adelanta,

    la vida se fracciona en horas y en minutos

    o se quiebra o se para.

    La manzana cayó; pero no sobre un Newton

    de fácil digestión,

    sino sobre el atónito apetito de Adán.

    (Se atragantó con ella como era natural.)

    ¡Qué implacable fue Dios —ojo que atisba

    a través de una hoja de parra ineficaz!

    ¡Cómo bajó el arcángel relumbrando

    con una decidida espada de latón!

    Tal vez no debería yo hablar de la serpiente

    pero desde esa vez es un escalofrío

    en la columna vertebral del universo.

    Tal vez yo no debiera descubrirlo

    pero fue el primer círculo vicioso

    mordiéndose la cola.

    Porque esto, en realidad, sólo tendría importancia

    si ella lo supiera.

    Pero lo ignora todo reptando por el suelo,

    dormitando en la siesta.

    Ah, si se levantara

    sin el auxilio de fakires indios

    a contemplar su obra.

    Aquí estaríamos todos:

    la horda devastando la pradera,

    dejando siempre a un lado el horizonte,

    tratando de tachar la mañana remota,

    de arrasar con la sal de nuestras lágrimas

    el campo en que se alzaba el Paraíso.

    Gritamos ¡adelante! por no mirar atrás.

    El camino se queda señalado

    —estatua tras estatua— por la mujer de Lot.

    Queremos olvidar la leche que sorbimos

    en las ubres de Dios.

    Dios nos amamantaba en figura de loba

    como a Rómulo y Remo, abandonados.

    Abandonados siempre. ¿De qué? ¿De quién? ¿De dónde?

    No importa. Nada más abandonados.

    Cantamos porque sí, porque tenemos miedo,

    un miedo atroz, bestial, insobornable

    y nos emborrachamos de palabras

    o de risa o de angustia.

    ¡Qué cuidadosamente nos mentimos!

    ¡Qué cotidianamente planchamos nuestras máscaras

    para hormiguear un rato bajo el sol!

    No, yo no quiero hablar de nuestras noches

    cuando nos retorcemos como papel al fuego.

    Los espejos se inundan y rebasan de espanto

    mirando estupefactos nuestros rostros.

    Entonces queda limpio el esqueleto.

    Nuestro cráneo reluce igual que una moneda

    y nuestros ojos se hunden interminablemente.

    Una caricia galvaniza los cadáveres:

    sube y baja los dedos de sonido metálico

    contando y recontando las costillas.

    Encuentra siempre con que falta una

    y vuelve a comenzar y a comenzar.

    Engaño en este ciego desnudarse,

    terror del ataúd escondido en el lecho,

    del sudario extendido

    y la marmórea lápida cayendo sobre el pecho.

    ¡No poder escapar del sueño que hace muecas

    obscenas columpiándose en las lámparas!

    Es así como nacen nuestros hijos.

    Parimos con dolor y con vergüenza,

    cortamos el cordón umbilical aprisa

    como quien se desprende de un fardo o de un castigo.

    Es así como amamos y gozamos

    y aun de este festín de gusanos hacemos

    novelas pornográficas

    o películas sólo para adultos.

    Y nos regocijamos de estar en el secreto,

    de guiñarnos los ojos a espaldas de la muerte.

    La serpiente debía tener manos

    para frotarlas, una contra otra,

    como un burgués rechoncho y satisfecho.

    Tal vez para lavárselas lo mismo que Pilatos

    o bien para aplaudir o simplemente

    para tener bastón y puro

    y sombrero de paja como un dandy.

    La serpiente debía tener manos

    para decirle: estamos en tus manos.

    Porque si un día cansados de este morir a plazos

    queremos suicidarnos abriéndonos las venas

    como cualquier romano,

    nos sorprende saber que no tenemos sangre

    ni tinta enrojecida:

    que nos circula un aire tan gratis como el agua.

    Nos sorprende palpar un corazón en huelga

    y unos sesos sin tapa saltarina

    y un estómago inmune a los venenos.

    El suicidio también pasó de moda

    y no conviene dar un paso en falso

    cuando mejor podemos deslizarnos.

    ¡Qué gracia de patines sobre el hielo!

    ¡Qué tobogán más fino! ¡Qué pista lubricada!

    ¡Qué maquinaria exacta y aceitada!

    Así nos deslizamos pulcramente

    en los tés de las cinco —no en punto— de la tarde,

    en el cocktail o el pic-nic o en cualquiera

    costumbre traducida del inglés.

    Padecemos alergia por las rosas,

    por los claros de luna, por los valses

    y las declaraciones amorosas por carta.

    A nadie se le ocurre morir tuberculoso

    ni escalar los balcones ni suspirar en vano.

    Ya no somos románticos.

    Es la generación moderna y problemática

    que toma coca-cola y que habla por teléfono

    y que escribe poemas en el dorso de un cheque.

    Somos la raza estrangulada por la inteligencia,

    "la insuperable,

    mundialmente famosa trapecista

    que ejecuta sin mácula

    triple salto mortal en el vacío".

    (La inteligencia es una prostituta

    que se vende por un poco de brillo

    y que no sabe ya ruborizarse.)

    Puede ser que algún día

    invitemos a un habitante de Marte

    para un fin de semana en nuestra casa.

    Visitaría en Europa lo típico:

    alguna ruina humeante

    o algún pueblo afilando las garras y los dientes.

    Alguna catedral mal ventilada,

    invadida de moho y oro inútil

    y en el fondo un cartel: Negocio en quiebra.

    Fotografiaría como experto turista

    los vientres abultados de los niños enfermos,

    las mujeres violadas en la guerra,

    los viejos arrastrando en una carretilla

    un ropero sin lunas y una cuna maltrecha.

    Al Papa bendiciendo un cañón y un soldado,

    a las familias reales sordomudas e idiotas,

    al hombre que trabaja rebosante de odio

    y al que vende el honor de sus abuelos

    a la heredera del millón de dólares.

    Y luego le diríamos:

    "Esto es sólo la Europa de pandereta.

    Detrás está la verdadera Europa:

    la rica en frigoríficos —almacenes de estatuas

    donde la luz de un cuadro se congela,

    donde el verbo no puede hacerse carne.

    Allí la vida yace entre algodones

    y mira tristemente tras el cristal opaco

    que la protege de corrientes de aire.

    En estas vastas galerías de muertos,

    de fantasmas reumáticos y polvo,

    nos hinchamos de orgullo y de soberbia".

    Los rascacielos ya los he visto de lejos:

    los colmenares rubios donde los hombres nacen,

    trabajan, se enriquecen y se pudren

    sin preguntarse nunca para qué todo esto,

    sin indagar jamás cómo se viste el lirio

    y sin arrepentirse de su contento estúpido.

    Abandonemos ya tanto cansancio.

    Dejemos que los muertos entierren a sus muertos

    y busquemos la aurora

    apasionadamente atentos a su signo.

    Porque hay aún un continente verde

    que imanta nuestras brújulas.

    Un ancho acabamiento de pirámides

    en cuyas cumbres bailan doncellas vegetales

    con ritmos milenarios y recientes

    de quien lleva en los pies la savia y el misterio.

    Un cielo que las flechas desconocen

    custodiado de mitos y piedras fulgurantes.

    Hay enmarañamientos de raíces

    y contorsión de troncos y confusión de ramas.

    Hay elásticos pasos de jaguares

    proyectados —silencio y tericiopelo—

    hacia el vuelo inasible de la garza.

    Aquí parece que empezara el tiempo

    en sólo un remolino de animales y nubes,

    de gigantescas hojas y relámpagos,

    de bilingües entrañas desangradas.

    Corren ríos de sangre sobre la tierra ávida,

    corren vivificando las más altas orquídeas,

    las más esclarecidas amapolas.

    Se evaporan, rugientes, en los templos

    ante la impenetrable pupila de obsidiana.

    Brotan como una fuente repentina

    al chasquido de un látigo.

    Crecen en el abrazo enorme y doloroso

    del cántaro de barro con el licor latino.

    Río de sangre enterno derramado

    que deposita limos fecundos en la tierra.

    Su caudal se nos pierde a veces en el mapa

    y luego lo encontramos

    —ocre y azul— rigiendo nuestro pulso.

    Río de sangre, cinturón de fuego.

    En las tierras que tiñe, en la selva multípara,

    en el litoral bravo de mestiza

    mellado de ciclones y tormentas,

    en este continente que agoniza

    bien podemos plantar una esperanza.

    De la vigilia estéril

    Primera edición, revista América, 1950.

    El título es un desastre. Allí se nota cierta tendencia a la abstracción, tendencia que también es evidente en el libro anterior. No me parecía válida la abstracción, por lo menos no deseaba escribir poemas intelectuales. Quería crear poemas si no emotivos por lo menos con imágenes referidas a cosas concretas. Leí autores y textos que me condujeron a ese mundo de carne y hueso. Para mencionar algunos, citaré la Biblia y a Gabriela Mistral. Esas dos influencias, y el deseo de nombrar los objetos que estaban al alcance de mi experiencia, dieron por resultado De la vigilia estéril, y después, El rescate del mundo. La vigilia exuda retórica, según se llegó a decir. Y es que, por esos años, poseía una facilidad siniestra para alargar los poemas, y me dejaba llevar por ella: una imagen me conducía a otra, un adjetivo traía consigo otro adjetivo. Y así hasta el infinito.

    Entrevista con Emmanuel Carballo, XIX protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, 1966.

    EN EL FILO DEL GOZO

    I

    ENTRE la muerte y yo he erigido tu cuerpo:

    que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme

    y resbale en espuma deshecha y humillada.

    Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta,

    palabras que los vientos dispersan como pétalos,

    campanas delirantes al crepúsculo.

    Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros,

    todo lo que los lagos atesoran de cielo

    más el bosque y la piedra y las colmenas.

    (Cuajada de cosechas bailo sobre las eras

    mientras el tiempo llora por sus guadañas rotas.)

    Venturosa ciudad amurallada,

    ceñida de milagros en el recinto

    de este cuerpo que empieza donde termina el mío.

    II

    Convulsa entre tus brazos como mar entre rocas,

    rompiéndome en el filo del gozo o mansamente

    lamiendo las arenas asoleadas.

    (Bajo tu tacto tiemblo

    como un arco en tensión palpitante de flechas

    y de agudos silbidos inminentes.

    Mi sangre se enardece igual que una jauría

    olfateando la presa y el estrago.

    Pero bajo tu voz mi corazón se rinde

    en palomas devotas y sumisas.)

    III

    Tu sabor se anticipa entre las uvas

    que lentamente ceden a la lengua

    comunicando azúcares íntimos y selectos.

    Tu presencia es el júbilo.

    Cuando partes, arrasas jardines y transformas

    la feliz somnolencia de la tórtola

    en una fiera expectación de galgos.

    Y, amor, cuando regresas

    el ánimo turbado te presiente

    como los ciervos jóvenes la vecindad del agua.

    LA ANUNCIACIÓN

    I

    PORQUE desde el principio me estabas destinado.

    Antes de las edades del trigo y de la alondra

    y aun antes de los peces.

    Cuando Dios no tenía más que horizontes

    de ilimitado azul y el universo

    era una voluntad no pronunciada.

    Cuando todo yacía en el regazo

    divino, entremezclado y confundido,

    yacíamos tú y yo totales, juntos.

    Pero vino el castigo de la arcilla.

    Me tomó entre sus dedos, desgarrándome

    de la absoluta plenitud antigua.

    Modeló mis caderas y mis hombros,

    me encendió de vigilias sin sosiego

    y me negó el olvido.

    Yo sabía que estabas dormido entre las cosas

    y respiraba el aire para ver si te hallaba

    y bebía de las fuentes como para beberte.

    Huérfana de tu peso dulce sobre mi pecho,

    sin nombre mientras tú no descendieras

    languidecía, triste, en el destierro.

    Un cántaro vacío semejaba

    nostálgico de vinos generosos

    y de sonoras e inefables aguas.

    Una cítara muda parecía.

    No podía siquiera morir como el que cae

    aflojando los músculos en una

    brusca renunciación. Me flagelaba

    la feroz certidumbre de tu ausencia,

    adelante, buscando tu huella o tus señales.

    No podía morir porque aguardaba.

    Porque desde el principio me estabas destinado

    era mi soledad un tránsito sombrío

    y un ímpetu de fiebre inconsolable.

    II

    Porque habías de venir a quebrantar mis huesos

    y cuando Dios les daba consistencia pensaba

    en hacerlos menores que tu fuerza.

    Dócil a tu ademán redondo mi cintura

    y a tus orejas vírgenes mi voz, disciplinada

    en intangibles sílabas de espuma.

    Multiplicó el latido de mis sienes,

    organizó las redes de mis venas

    y ensanchó las planicies de mi espalda.

    Y yo medí mis pasos por la tierra

    para no hacerte daño.

    Porque ante ti que estás hecho de nieve

    y de vellones cándidos y pétalos

    debo ser como un arca y como un templo:

    ungida y fervorosa,

    elevada en incienso y en campanas.

    Porque habías de venir a quebrantar mis huesos,

    mis huesos, a tu anuncio, se quebrantan.

    III

    Para que tú lo habites quisiera depararte

    un mundo esclarecido de céfiros, laureles,

    fosforescentes algas, litorales sin término,

    grutas de fino musgo y cielos de palomas.

    IV

    He aquí que te anuncias.

    Entre contradictorios ángeles te aproximas,

    como una suave música te viertes,

    como un vaso de aromas y de bálsamos.

    Por humilde me exaltas. Tu mirada,

    benévola, transforma

    mis llagas en ardientes esplendores.

    He aquí que te acercas y me encuentras

    rodeada de plegarias como de hogueras altas.

    DE LA VIGILIA ESTÉRIL

    I

    NO VOY a repetir las antiguas palabras

    de la desolación y la amargura

    ni a derretir mi pecho en el plomo del llanto.

    El pudor es la cima más alta de la angustia

    y el silencio la estrella más fúlgida en la noche.

    Diré una vez, sin lágrimas, como si fuera ajeno

    el tema exasperado de mi sangre.

    Todos los muertos viajan en sus ondas.

    Ágiles y gozosos giran, bailan,

    suben hasta mis ojos para violar el mundo,

    se embriagan de mi boca, respiran por mis poros,

    juegan en mi cerebro.

    Todos los muertos me alzan, alzándose, hacia el cielo.

    Hormiguean en mis plantas vagabundas.

    Solicitan la dádiva frutal del mediodía.

    Todos los muertos yacen en mi vientre.

    Montones de cadáveres ahogan el indefenso

    embrión que mis entrañas niegan y desamparan.

    No quiero dar la vida.

    No quiero que los labios nutridos en mi seno

    inventen maldiciones y blasfemias.

    No quiero a Dios quebrado entre las manos

    inocentes y cárdenas de un niño.

    No quiero sus espaldas doblegadas

    bajo el látigo múltiple y fuerte de los días

    ni sus sienes sudando la sangre del martirio.

    No quiero su gemido como un remordimiento.

    Seguid muertos girando dichosos y tranquilos.

    La espiga está segada, el círculo cerrado.

    Sólo vuestros espectros recorrerán mis venas.

    Sólo vuestros espectros y este lamento sordo

    de mi cuerpo, que pide eternidad.

    II

    A ratos, fugitiva del sollozo

    que paulatinamente me estrangula,

    vuelvo hacia las praderas fértiles y lo invoco

    con las voces más tiernas y el nombre más secreto.

    ¡Hijo mío, tangible en el delirio,

    encarnado en el sueño!

    Y es como si de pronto la tierra se entregara

    haciéndose pequeña, pueril como un juguete

    para caber, ceñida, entre los brazos.

    Es como renacer en otros ámbitos

    limpios, transfigurados y perfectos.

    III

    Pero mirad mis brazos crispados y vacíos

    como redes tiradas inútilmente al mar.

    Nada debo implorar para mí en los caminos

    porque mi lengua acaba exactamente allí,

    en las fronteras simples de sí misma

    y su grito se apaga entre los límites

    de mi propio silencio.

    Mirad mi rostro blanco de exangües rebeldías,

    mis labios que no saben de los himnos del parto,

    mis rodillas hincadas sobre el polvo.

    Mirad y despreciadme. Descargad vuestras manos

    de las piedras que colman su hueco justiciero.

    Herid. No alcanzaréis la frente inerme

    (vellón inmaterial y delicado)

    a quien mi soledad sirve de escudo.

    IV

    Antes, para exaltarme, bastaba decir madre.

    Antes dije esperanza. Ahora digo pecado.

    Antes había un golfo donde el río se liberta.

    Ahora sólo hay un muro que detiene las aguas.

    ORIGEN

    SOBRE el cadáver de una mujer estoy creciendo,

    en sus huesos se enroscan mis raíces

    y de su corazón desfigurado

    emerge un tallo vertical y duro.

    Del ferétro de un niño no nacido:

    de su vientre tronchado antes de la cosecha

    me levanto tenaz, definitiva,

    brutal como una lápida y en ocasiones triste

    con la tristeza pétrea del ángel funerario

    que oculta entre sus manos una cara sin lágrimas.

    ELEGÍAS DEL AMADO FANTASMA

    PRIMERA ELEGÍA

    I

    INCLINADA, en tu orilla, siento cómo te alejas.

    Trémula como un sauce contemplo tu corriente

    formada de cristales transparentes y fríos.

    Huyen contigo todas las nítidas imágenes,

    el hondo y alto cielo,

    los astros imantados, la vehemencia

    ingrávida del canto.

    Con un afán inútil mis ramas se despliegan,

    se tienden como brazos en el aire

    y quieren prolongarse en bandadas de pájaros

    para seguirte adonde va tu cauce.

    Eres lo que se mueve, el ansia que camina,

    la luz desenvolviéndose, la voz que se desata.

    Yo soy sólo la asfixia quieta de las raíces

    hundidas en la tierra tenebrosa y compacta.

    II

    Allá está el mar que no reposa nunca.

    Allá el barco y la vela infatigable,

    los breves edificios de la espuma,

    las olas retumbando y persiguiéndose.

    Allá, en los arrecifes, las sirenas

    con el cabello y la canción flotantes

    en lúcidos pendones musicales.

    III

    Yo quedaré dormida como el árbol

    al que no abrazan hiedras de amorosa frescura,

    ni coronan los nidos

    ni rasgan su corteza verdes retoños tiernos.

    Y estaré ciega, ciega para siempre

    frente al escombro de un espejo roto.

    Si alguna vez me inclino como ahora

    con un ademán trémulo de sauce

    habrá de ser para asomarme en vano

    al opaco arenal que abandonaste.

    SEGUNDA ELEGÍA

    I

    CONVALECIENTE de tu amor y débil

    como el que ha aposentado largamente en sí mismo

    agonías y fiebres,

    salgo, purificada y tambaleante,

    al reclamo de calles y de patios.

    ¡Qué algarabía de ruidos confusos y de olores

    mezclados! ¡Qué agresivo

    desorden de colores esparcidos!

    Con los cinco sentidos sellados yo recibo

    en mansedumbre el sol sobre mi espalda.

    Las hormigas circulan a mis plantas.

    Si alguien me sacudiera despertara

    en un extraño mundo, frágil y húmedo,

    como bañado en lágrimas.

    II

    No es en el costado la herida, ni en las sienes.

    Las manos palparían sin hallarla

    y el que escuche las quejas atiende señas falsas

    y confía en palabras inexactas.

    No es siquiera una herida. Es el cimiento

    roído de gusanos, la escalera

    incompleta y las aguas estancadas.

    III

    Arrullo mi dolor como una madre a su hijo

    o me refugio en él como el hijo en su madre

    alternativamente poseedora y poseída.

    No supe aquella tarde

    que cuando yo decía adiós tú decías muerte.

    Ahora no es posible saber nada.

    Para dejar caer, rendida, mi cabeza

    busco una piedra lisa por almohada.

    No pido más que un limbo de soledad y hastío

    que albergue mi ternura derrotada.

    TERCERA ELEGÍA

    I

    COMO la cera blanda, consumida

    por una llama pálida, mis días

    se consumen ardiendo en tu recuerdo.

    Apenas iluminas el túnel de silencio

    y el espanto impreciso

    hacia el que paso a paso voy entrando.

    Algo vibra en mi ser que aún protesta

    contra el alud de olvido

    que arrastra en pos de sí a todas las cosas.

    ¡Ah, si pudiera entonces crecer y levantarme,

    alumbrar como lámpara

    alimentada de tu vivo aceite

    en una hoguera poderosa y clara!

    Pero ya nada alcanza a rescatarme

    de la tristeza inerte que me apaga.

    Grandes espacios ciernen finas nieblas

    entre tu rostro y los que aquí te borran.

    Tu voz es casi un eco

    y lejos resplandece tu mirada.

    II

    Como queriendo sorprender tu ausencia

    desnuda, abro las puertas de improviso

    y acecho las ventanas entornadas.

    Encuentro las estancias desiertas y sombrías

    donde el vacío congela sus perfiles

    ciñéndose a la línea de tu cuerpo.

    Es como una profunda y simple copa

    para beber la integridad del llanto.

    III

    Tal vez no estés aquí dominando mis ojos,

    dirigiendo mi sangre, trabajando en mis células,

    galvanizando un pulso de tinieblas.

    Tal vez no sea mi pecho la cripta que te guarda.

    Pero yo no sería si no fuera

    este castillo en ruinas que ronda tu fantasma.

    DISTANCIA DEL AMIGO

    EN UNA tierra antigua de olivos y cipreses

    ha fechado mi amigo su más reciente carta.

    Lo imagino escribiendo, sentado en una roca

    a la orilla del mar, tirando piedrecitas

    sobre el lomo verduzco de las olas.

    (Si estuviera en un parque tiraría

    migas a los gorriones,

    si en un estanque, Ledas a los cisnes.)

    Lo imagino volviendo su rostro hacia el crepúsculo,

    mordisqueando una brizna mientras piensa

    que la vida es tan bella porque es corta.

    (No es de los que invocan a la muerte.

    Es de los que la hospedan, silenciosos,

    en el sitio más hondo de su cuerpo.)

    Se levanta después y camina despacio,

    con las manos metidas en las bolsas

    de un traje viejo y ancho.

    Puede hervir a su lado la multitud. Mi amigo

    está solo. Entre hombres embriagados

    de dicha, entre mujeres ojerosas de duelo

    lleva su soledad como una espada

    desnuda y eficaz, radiante de amenazas.

    Llega a su cuarto. Lo abre. Nadie espera.

    Hay un olor oscuro,

    pesado, de ventana estrangulada.

    Igual que cuatro cirios metálicos relucen

    las cuatro extremidades agudas de la cama.

    Se ha desplomado en ella y una punta lo hiere.

    ¡Cómo sangra empapando las sábanas, tiñéndolas,

    cómo se queda lívido y exangüe

    mientras bajo su frente se incendian las almohadas!

    La fecha de esta carta que estrujo es muy remota

    —de un tiempo en el que el tiempo no existía—

    y la ciudad de que habla se reclina

    más allá de los mapas.

    Mi amigo, sin embargo, está cercano.

    Podría yo tocarlo si pudiera

    tocar mi corazón recóndito y sellado.

    NOCTURNO

    I

    AYER, mañana, hoy, siempre sucede.

    Las lágrimas dispersas en el cuerpo

    hallan su cauce natural y fluyen.

    Tarde o temprano nuestra mano aprende

    a crisparse apresando un poco de aire.

    Los ojos se acostumbran

    a circular en rieles de neblina.

    En vano es que digamos:

    "Yo vengo de un país de íntimas huertas

    y recuerdo los árboles encendidos de trinos,

    la hierba temblorosa bajo la última lluvia

    y el cielo de las tardes

    vibrando de campanas invisibles.

    Vengo de esa ciudad donde los niños

    quiebran en mil pedazos el silencio

    y colocan el pie

    en la inminencia limpia del estanque

    y los labios al borde del espejo.

    (En salones ocultos un piano negro calla.)

    Del Sur hemos venido, entre cafetos

    y platanares verdes y naranjales ácidos".

    Porque el Sur se evapora,

    lo arrasa el tiempo, lo hunde la distancia,

    se consume, incendiando, a nuestra espalda.

    No miremos atrás que sólo llega

    un abrasado aliento de desierto.

    Si se pudrió la fruta

    que ya no nos persiga su fragancia.

    Arrullemos

    con canciones de cuna a la memoria

    y amemos esta zona devastada.

    II

    Como una cárcel es. Al través de los muros

    se infiltran lentas músicas, delirantes sonatas.

    Del techo se desprende hacia nuestra cabeza

    tenaz y sucesiva la fría gota de agua.

    III

    Amemos la garganta de los lobos

    y el filo de su grito entre las sombras.

    Amemos su amenaza y nuestro miedo.

    Amemos la aspereza de estos ángulos,

    la sordera del hielo, la crueldad de la estatua.

    Todos los seres aman su destino.

    Nuestro destino es padecer la noche.

    DESTINO

    ALGUIEN me hincó sobre este suelo duro.

    Alguien dijo: Bebamos de su sangre

    y hagamos un festín sobre sus huesos.

    Y yo me doblegué como un arbusto

    cuando lo acosa y lo tritura el viento,

    sin gemir el lamento de Job, sin desgarrarme

    gritando el nombre oculto de Dios, esa blasfemia

    que todos escondemos

    en el rincón más lóbrego del pecho.

    Olvidé mi memoria,

    dejé jirones rotos, esparcidos

    en el último sitio donde una breve estancia

    se creyera dichosa:

    allí donde comíamos en torno de una mesa

    el pan de la alegría y los frutos del gozo.

    (Era una sola sangre en varios cuerpos

    como un vino vertido en muchas copas.)

    Pero a veces el cuerpo se nos quiebra

    y el vino se derrama.

    Pero a veces la copa reposa para siempre

    junto a la gran raíz de un árbol de silencio.

    Y hay una sangre sola

    moviendo un corazón desorbitado

    como aturdido pájaro

    que torpe se golpea en muros pertinaces,

    que no conoce el cielo,

    que no sabe siquiera que hay un ámbito

    donde acaso sus alas ensayarían el vuelo.

    Una mujer camina por un camino estéril

    rumbo al más desolado y tremendo crepúsculo.

    Una mujer se queda tirada como piedra

    en medio de un desierto

    o se apaga o se enfría como un remoto fuego.

    Una mujer se ahoga lentamente

    en un pantano de saliva amarga.

    Quien la mira no puede acercarle ni una esponja

    con vinagre, ni un frasco de veneno,

    ni un apretado y doloroso puño.

    Una mujer se llama soledad.

    Se llamará locura.

    MURO DE LAMENTACIONES

    I

    ALGUIEN que clama en vano contra el cielo:

    la sorda inmensidad, la azul indiferencia,

    el vacío imposible para el eco.

    Porque los niños surgen de vientres como ataúdes

    y en el pecho materno se nutren de venenos.

    Porque la flor es breve y el tiempo interminable

    y la tierra un cadáver transformándose

    y el espanto la máscara perfecta de la nada.

    Alguien, yo, arrodillada: rasgué mis vestiduras

    y colmé de cenizas mi cabeza.

    Lloro por esa patria que no he tenido nunca,

    la patria que edifica la angustia en el desierto

    cuando humean los granos de arena al mediodía.

    Porque yo soy de aquellos desterrados

    para quienes el pan de su mesa es ajeno

    y su lecho una inmensa llanura abandonada

    y toda voz humana una lengua extranjera.

    Porque yo soy el éxodo.

    (Un arcángel me cierra caminos de regreso

    y su espada flamígera incendia paraísos.)

    ¡Más allá, más allá, más allá! ¡Sombras, fuentes,

    praderas deleitosas, ciudades, más allá!

    Más allá del camello y el ojo de la aguja,

    de la humilde semilla de mostaza

    y del lirio y del pájaro desnudos.

    No podría tomar tu pecho por almohada

    ni cabría en los pastos que triscan tus ovejas.

    Reverbera mi hogar en el crepúsculo.

    Yo dormiré en la Mano que quiebra los relojes.

    II

    Detrás de mí tan sólo las memorias borradas.

    Mis muertos ni trascienden de sus tumbas

    y por primera vez estoy mirando el mundo.

    Soy hija de mí misma.

    De mi sueño nací. Mi sueño me sostiene.

    No busquéis en mis filtros más que mi propia sangre

    ni remontéis los ríos para alcanzar mi origen.

    En mi genealogía no hay más que una palabra:

    Soledad.

    III

    Sedienta como el mar y como el mar ahogada

    de agua salobre y honda

    vengo desde el abismo hasta mis labios

    que son como una torpe tentativa de playa,

    como arena rendida

    llorando por la fuga de las olas.

    Todo mi mar es de pañuelos blancos,

    de muelles desolados y de presencias náufragas.

    Toda mi playa un caracol que gime

    porque el viento encerrado en sus paredes

    se revuelve furioso y lo golpea.

    IV

    Antes acabarán mis pasos que el espacio.

    Antes caerá la noche de que mi afán concluya.

    Me cercarán las fieras en ronda enloquecida,

    cercenarán mis voces cuchillos afilados,

    se romperán los grillos que sujetan el miedo.

    No prevalecerá sobre mí el enemigo

    si en la tribulación digo Tu nombre.

    V

    Entre las cosas busco Tu huella y no la encuentro.

    Lo que mi oído toca se convierte en silencio,

    la orilla en que me tiendo se deshace.

    ¿Dónde estás? ¿Por qué apartas tu rostro de mi rostro?

    ¿Eres la puerta enorme que esconde la locura,

    el muro que devuelve lamento por lamento?

    Esperanza,

    ¿eres sólo una lápida?

    VI

    No diré con los otros que también me olvidaste.

    No ingresaré en el coro de los que te desprecian

    ni seguiré al ejército blasfemo.

    Si no existes

    yo te haré a semejanza de mi anhelo,

    a imagen de mis ansias.

    Llama petrificada

    habitarás en mí como en tu reino.

    VII

    Te amo hasta los límites extremos:

    la yema palpitante de los dedos,

    la punta vibratoria del cabello.

    Creo en Ti con los párpados cerrados.

    Creo en Tu fuego siempre renovado.

    Mi corazón se ensancha por contener Tus ámbitos.

    VIII

    Ha de ser tu substancia igual que la del día

    que sigue a las tinieblas, radiante y absoluto.

    Como lluvia, la gracia prometida

    descenderá en escalas luminosas

    a bañar la aridez de nuestra frente.

    Pues ¿para qué esta fiebre si no es para anunciarte?

    Carbones encendidos han limpiado mi boca.

    Canto tus alabanzas desde antes que amanezca.

    TINIEBLAS Y CONSOLACIÓN

    I

    POR una y otra vez

    como el martillo al clavo,

    hasta hundirse en mi carne y traspasarla

    el mundo me ha besado.

    Sin una nube bajo el sol, desnuda,

    me llevan de la mano

    siete ángeles oscuros y otros siete

    me dejan ir, llorando.

    Ay, si supiera la oración secreta

    para exprimirla encima de mis labios,

    si con Sus ojos mansos me cubriera

    en este desamparo.

    Y Dios no ha de mirar, que Dios no mira

    la agonía del pájaro

    y el corazón es pájaro cogido

    en muchos lazos.

    II

    El pastor no se olvida

    de la oveja enredada entre las zarzas

    y la desata y limpia sus vellones

    y en sus brazos la vuelve a la majada.

    ¿Olvidaría el padre

    a su hija más pequeña?

    ¿Sólo porque no sabe hablar la dejaría

    sufriendo su mudez junto a las piedras?

    ¿Sólo porque cuando anda se derrumba

    y pierde su camino como ciega?

    ¿La olvidaría el padre

    sólo porque es pequeña?

    FÁBULA Y LABERINTO

    LA NIÑA abrió una puerta y se perdió

    en la Torre del Viento

    y caminó con frío y tuvo sed

    y lloraba de miedo.

    Torre del Viento donde un grito crece

    interminablemente sin alcanzar el eco.

    En esa Torre estaba la niña, en esa Torre

    vieja como mi cuerpo, abandonada,

    sola, en ruinas lo mismo que mi cuerpo.

    En esa Torre búscala, persíguela,

    rastrea la huella de su pie desnudo

    y el olor de jazmín entre su pelo

    y sus manos fluyendo como dos breves ríos

    y sus ojos dispersos.

    Todo está aquí guardado,

    todo está oculto y preso.

    Llámala, quiebra el muro con tu voz,

    con tu sangre reavívala si ha muerto.

    Pues yo lamí su sombra hasta borrarla

    con una abyecta, triste lengua de perro hambriento

    y fui insultando al día con mi luto

    y arrastré mis sollozos por el suelo.

    Mírame despeinada en un rincón

    cómo arrullo un juguete ceniciento:

    doy el pecho a un fantasma pequeñito

    mientras la araña teje su tela de humo espeso.

    Mírame, abrí una puerta y me perdí

    en la Torre del Viento.

    CANCIÓN DEL TENTADOR

    HABITACIÓN de duendes

    barre tu casa;

    deja ya de gemir porque no tienes

    un manojo de espigas en la falda.

    Borra de esas paredes

    calaveras pintadas,

    cesa de pisotear racimos secos,

    lleva tus pies a la piadosa grama.

    Hurgas en ti y encuentras

    alacenas saqueadas

    y en el hogar un copo de ceniza

    y un haz de leña verde y hogueras apagadas.

    Abre tu puerta y oye:

    alguien tiende los brazos y te llama.

    Es el mundo que pide su rescate

    como Moisés perdido entre las aguas.

    LA CASA VACÍA

    YO RECUERDO una casa que he dejado.

    Ahora está vacía.

    Las cortinas se mecen con el viento,

    golpean las maderas tercamente

    contra los muros viejos.

    En el jardín, donde la hierba empieza

    a derramar su imperio,

    en las salas de muebles enfundados,

    en espejos desiertos

    camina, se desliza la soledad calzada

    de silencioso y blando terciopelo.

    Aquí donde su pie marca la huella,

    en este corredor profundo y apagado

    crecía una muchacha, levantaba

    su cuerpo de ciprés esbelto y triste.

    (A su espalda crecían sus dos trenzas

    igual que dos gemelos ángeles de la guarda.

    Sus manos nunca hicieron otra cosa

    más que cerrar ventanas.)

    Adolescencia gris con vocación de sombra,

    con destino de muerte:

    las escaleras duermen, se derrumba

    la casa que no supo detenerte.

    DOS ELEGÍAS BREVES

    I

    AL PIE de un sauce, triste Narciso de las aguas,

    o cerca de una roca inexorable

    quiero dejar mi cuerpo

    como el que deja ropas en la playa.

    Ay, mis brazos, guirnaldas desceñidas,

    ay, mi cintura quieta entre las danzas.

    No soy de los que exprimen

    su corazón en un lugar violento.

    Soy de los que atestiguan

    la belleza y la muerte de la rosa.

    II

    Si pudiera mirarte, bella tan sólo, rosa,

    y detener mis ojos largamente en tus pétalos

    como una sed que duerme a la orilla de un río.

    Si te mirara sólo, sin amarte,

    con este amor convulso y desgarrado

    de quien siente tu fuga irrevocable.

    Ah, si yo no quisiera disecarte,

    amarilla, en las páginas herméticas de un libro

    con el afán inútil del que conoce el tiempo.

    LA DESPEDIDA

    DÉJAME hablar, mordaza, una palabra

    para decir adiós a lo que amo.

    Huye la tierra, vuela como un pájaro.

    Su fuga traza estelas redondas en el aire,

    frescas huellas de aromas y señales de trinos.

    Todo viaja en el viento, arrebatado.

    ¡Ay, quién fuera un pañuelo,

    sólo un pañuelo blanco!

    Dos poemas

    Primera edición, Ícaro, 1950.

    1

    AQUÍ vine a saberlo. Después de andar golpeándome

    como agua entre las piedras y de alzar roncos gritos

    de agua que cae despedazada y rota

    he venido a quedarme aquí sin lamento.

    Hablo no por la boca de mis heridas. Hablo

    con mis primeros labios. Las palabras

    ya no se disuelven como hiel en la lengua.

    Vine a saberlo aquí: el amor no es la hoguera

    para arrojar en ella nuestros días

    a que ardan como leños resecos u hojarasca.

    Mientras escribo escucho

    cómo crepita en mí la última chispa

    de un extinguido infierno.

    Ya no tengo más fuego que el de esta ciega lámpara

    que camina tanteando, pegada a la pared

    y tiembla a la amenaza del aire ligero.

    Si muriera esta noche

    sería sólo como abrir la mano,

    como cuando los niños la abren ante su madre

    para mostrarla limpia, limpia de tan vacía.

    Nada me llevo. Tuve sólo un hueco

    que no se colmó nunca. Tuve arena

    resbalando en mis dedos. Tuve un gesto

    crispado y tenso. Todo lo he perdido.

    Todo se queda aquí: la tierra, las pezuñas

    que la huellan, los belfos que la triscan,

    los pájaros llamándose de una enramada a otra,

    ese cielo quebrado que es el mar, las gaviotas

    con sus alas en viaje,

    las cartas que volaban también y que murieron

    estranguladas con listones viejos.

    Todo se queda aquí: he venido a saber

    que no era mío nada: ni el trigo, ni la estrella,

    ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo.

    Que mi cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles

    no es su sombra, es el viento.

    2

    EN MI casa, colmena donde la única abeja

    volando es el silencio,

    la soledad ocupa los sillones

    y revuelve las sábanas del lecho

    y abre el libro en la página

    donde está escrito el nombre de mi duelo.

    La soledad me pide, para saciarse, lágrimas

    y me espera en el fondo de todos los espejos

    y cierra con cuidado las ventanas

    para que no entre el cielo.

    Soledad, mi enemiga. Se levanta

    como una espada a herirme, como soga

    a ceñir mi garganta.

    Yo no soy la que toma

    en su inocencia el agua;

    no soy la que amanece con las nubes

    ni la hiedra subiendo por las bardas.

    Estoy sola: rodeada de paredes

    y puertas clausuradas;

    sola para partir el pan sobre la mesa,

    sola en la hora de encender las lámparas,

    sola para decir la oración de la noche

    y para recibir la visita del diablo.

    A veces mi enemiga se abalanza

    con los puños cerrados

    y pregunta y pregunta hasta quedarse ronca

    y me ata con los garfios de un obstinado diálogo.

    Yo callaré algún día; pero antes habré dicho

    que el hombre que camina por la calle es mi hermano,

    que estoy en donde está

    la mujer de atributos vegetales.

    Nadie, con mi enemiga, me condene

    como a una isla inerte entre los mares.

    Nadie mienta diciendo que no luché contra ella

    hasta la última gota de mi sangre.

    Más allá de mi piel y más adentro

    de mis huesos, he amado.

    Más allá de mi boca y sus palabras,

    del nudo de mi sexo atormentado.

    Yo no voy a morir de enfermedad

    ni de vejez, de angustia o de cansancio.

    Voy a morir de amor, voy a entregarme

    al más hondo regazo.

    Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías

    ni de esta celda hermética que se llama Rosario.

    En los labios del viento he de llamarme

    árbol de muchos pájaros.

    El rescate del mundo

    Primera edición, Departamento de Prensa y Turismo del Estado de Chiapas, 1952. Segunda edición, revista América, 1962.

    En El rescate del mundo ejercité la austeridad, traté de aprehender un objeto mediante un chispazo: dos o tres imágenes referidas al mismo tema.

    Entrevista con Emmanuel Carballo, XIX protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, 1966.

    Abre tu puerta y oye:

    alguien tiende los brazos y te llama.

    Es el mundo que pide su rescate...

    Canción del tentador

    Invocaciones

    AL ÁRBOL QUE HAY EN MEDIO DE LOS PUEBLOS

    POR caminos de hormigas

    traje el pie del regreso

    hasta este corazón de alto follaje

    trémulo.

    Ceiba que disemina

    mi raza entre los vientos,

    sombra en la que se amaron

    mis abuelos.

    Bajo tus ramas deja

    que mi canto se acueste.

    Padre de tantas voces,

    protégeme.

    A LA MUJER QUE VENDE FRUTAS EN LA PLAZA

    AMANECE en las jícaras

    y el aire que las toca se esparce como ebrio.

    Tendrías que cantar para decir el nombre

    de estas frutas, mejores que tus pechos.

    Con reposo de hamaca

    tu cintura camina

    y llevas a sentarse entre las otras

    una ignorante dignidad de isla.

    Me quedaré a tu lado,

    amiga,

    hablando con la tierra

    todo el día.

    A FIESTA

    MADERA con dos lenguas, el olor y el sonido

    —marimba— me llamaba

    y he venido a buscarla donde está,

    en mitad de la plaza,

    congregando a la gente, poniendo el cascabel

    en el tobillo esbelto de la danza.

    El árbol de las tribus

    tiende su sombra generosa y amplia.

    Aquí para la fiesta,

    venga la llamarada

    del café, la moneda antigua del cacao,

    el corazón ardiente de la caña.

    Aquí, los jicalpestles

    de mejilla pintada

    derramen la alegría

    y la abundancia.

    Pescador, abandona tu río a los caimanes,

    indio, busca vereda en la montaña,

    piedra, quita ese musgo que te cubre,

    figura, deja el muro que te aprisiona y anda

    con la mujer de trenzas esparcidas

    y el varón, heredero de tu casa,

    a ver el frenesí poderoso y tremendo

    como una hermosa fiera capturada.

    SILENCIO CERCA DE UNA PIEDRA ANTIGUA

    ESTOY aquí, sentada, con todas mis palabras

    como con una cesta de fruta verde, intactas.

    Los fragmentos

    de mil dioses antiguos derribados

    se buscan por mi sangre, se aprisionan, queriendo

    recomponer su estatua.

    De las bocas destruidas

    quiere subir hasta mi boca un canto,

    un olor de resinas quemadas, algún gesto

    de misteriosa roca trabajada.

    Pero soy el olvido, la traición,

    el caracol que no guardó del mar

    ni el eco de la más pequeña ola.

    Y no miro los templos sumergidos;

    sólo miro los árboles que encima de las ruinas

    mueven su vasta sombra, muerden con dientes ácidos

    el viento cuando pasa.

    Y los signos se cierran bajo mis ojos como

    la flor bajo los dedos torpísimos de un ciego.

    Pero yo sé: detrás

    de mi cuerpo otro cuerpo se agazapa,

    y alrededor de mí muchas respiraciones

    cruzan furtivamente

    como los animales nocturnos en la selva.

    Yo sé, en algún lugar,

    lo mismo

    que en el desierto el cactus,

    un constelado corazón de espinas

    está aguardando un hombre como el cactus la lluvia.

    Pero yo no conozco más que ciertas palabras

    en el idioma o lápida

    bajo el que sepultaron vivo a mi antepasado.

    Cosas

    EL TEJONCITO MAYA

     (En el Museo Arqueológico de Tuxtla) 

    CUBRIÉNDOTE la risa

    con la mano pequeña,

    saltando entre los siglos

    vienes, en gracia y piedra.

    Que caigan las paredes

    oscuras que te encierran,

    que te den el regazo

    de tu madre, la tierra;

    en el aire, en el aire

    un cascabel alegre

    y una ronda de niños

    con quien tu infancia juegue.

    CÁNTARO DE AMATENANGO

    MANOS también de barro,

    cántaro, te moldeaban,

    y un amoroso aliento

    en tu barro guardaban.

    Intacto, como un santo,

    cruzaste entre las llamas

    y ahora resplandeces

    en el lugar más limpio de la casa.

    De ti quiero aprender

    el modo y la enseñanza:

    cuando la sed me busque

    me halle samaritana.

    COFRE DE CEDRO

    EL HACHA que taló

    para siempre olorosa

    y el árbol cautivado

    con las entrañas rotas.

    Aquí estás, bajo un techo,

    en un rincón de alcoba

    y te confían huéspedes

    y tú, como que aceptas y reposas.

    No vendas tu memoria

    a la triste costumbre y a los años.

    Nunca olvides el bosque

    ni el viento ni los pájaros.

    EL RÍO

    CORO de ancha cerviz y de mugido largo

    ha venido a pastar sobre mi tierra.

    Devorador de prados,

    entre pueblos sumisos, reverentes

    que hincan las rodillas a su paso,

    va moviendo tranquila y noblemente

    su condición sagrada.

    Para aplacar tu boca, estas ofrendas,

    señor de casa oculta

    en la montaña;

    que tu mirada sea siempre benevolente,

    que nadie te conozca el día de la cólera.

    ESTROFAS EN LA PLAYA

    I

    EL RÍO viene de secretas grutas,

    desconocidas fuentes.

    A mirarlo pasar corren los árboles,

    adiós le dicen los follajes verdes.

    El río viene con su torso esbelto,

    con su mano en que juega

    un inminente espejo.

    Con la pulpa fresquísima

    de su pecho sombrío

    y su espumoso belfo

    de potro repentino.

    Para que el cielo sepa qué caminos

    llevan al mar, para que aprenda el campo

    una nueva canción y el día tenga

    dónde mojar los pies,

    el río viene izando su largo nombre líquido.

    Ay, del que junto al río

    no quiere llamarse sed.

    II

    Atardece en la playa. En el río madura

    una profunda noche duplicada.

    Sobre la arena late

    —como una estrella viva y desgajada—

    una hoguera que el viento apresura, clavándole

    sus espuelas agudas y plateadas.

    Yo, dividida, voy como entre dos orillas

    entre el fuego y el agua;

    mitad sangre, mordida de taciturnos peces

    y mitad sangre rota de fiera llamarada.

    Diálogo con los oficios aldeanos

    LAVANDERAS DEL GRIJALVA

    PAÑUELO del adiós,

    camisa de la boda,

    en el río, entre peces

    jugando con las olas.

    Como un recién nacido

    bautizado, esta ropa

    ostenta su blancura

    total y milagrosa.

    Mujeres de la espuma

    y el ademán que limpia,

    halladme un río hermoso

    para lavar mis días.

    ESCOGEDORAS DE CAFÉ EN EL SOCONUSCO

    EN EL patio qué lujo,

    qué riqueza tendida.

    (Cafeto despojado

    mire el suelo y sonría.)

    Con una mano apartan

    los granos más felices,

    con la otra desechan

    y sopesan y miden.

    Sabiduría andando

    en toscas vestiduras.

    Escoja yo mis pasos

    como vosotras, justas.

    TEJEDORAS DE ZINACANTA

    AL VALLE de las nubes

    y los delgados pinos,

    al de grandes rebaños

    —Zinacanta— he venido.

    Vengo como quien soy,

    sin casa y sin amigo,

    a ver a unas mujeres

    de labor y sigilo.

    Qué misteriosa y hábil

    su mano entre los hilos;

    mezcla extraños colores,

    dibuja raros signos.

    No sé lo que trabajan

    en el telar que es mío.

    Tejedoras, mostradme

    mi destino.

    LA ORACIÓN DEL INDIO

    EL INDIO sube al templo tambaleándose,

    ebrio de sus sollozos como de un alcohol fuerte.

    Se para frente a Dios a exprimir su miseria

    y grita con un grito de animal acosado

    y golpea entre sus puños su cabeza.

    El borbotón de sangre que sale por su boca

    deja su cuerpo quieto.

    Se tiende, se abandona, duerme en el mismo suelo

    con la juncia y respira

    el aire de la cera y del incienso.

    Repose largamente

    tu inocencia de manos que no crucificaron.

    Repose tu confianza

    reclinada en el brazo del Amor

    como un pequeño pueblo en una cordillera.

    UNA PALMERA

    SEÑORA de los vientos,

    garza de la llanura,

    cuando te meces canta

    tu cintura.

    Gesto de la oración

    o preludio del vuelo,

    en tu copa se vierten uno a uno

    los cielos.

    Desde el país oscuro de los hombres

    he venido, a mirarte, de rodillas.

    Alta, desnuda, única.

    Poesía.

    Poemas

    Primera edición, Metáfora, 1957.

    Pero donde advertí la correspondencia entre lo que intentaba decir y lo que realmente decía fue en los Poemas 1953-19555. Allí se encuentran, por ejemplo, los Misterios gozosos y El resplandor del ser, que son los poemas que se salvan de toda esta época. Lo digo en voz baja: allí de nuevo, volví a ser abstracta.

    Entrevista con Emmanuel Carballo, XIX protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, 1966.

    Testimonios

    Como aquel que no puede decir lo que

    quiere enterrado al fondo de su raza.

    VICENTE HUIDOBRO

    EL UNGIDO

    NO QUERÍAN morir y que sus huesos

    rodaran confundidos

    ni comer tierra amarga como único sustento.

    Así uno entre todos fue preservado, ungido,

    y en él siguen viviendo.

    Encima de los otros su destino

    resplandeció una hora

    y se precipitó como un astro caído.

    Pero su rostro no ha sido borrado

    porque uno entre todos fue testigo.

    Se han ido ya. Miramos la espalda de su ausencia

    y no es igual que el humo su memoria

    y sus hechos no son lo mismo que la niebla.

    Habló uno entre todos

    y sus palabras quedan.

    LA PROFECÍA

    CUANDO nos lo anunciaron los que velan de noche,

    los que llevan el mar ausente entre sus manos

    en forma de sencillos caracoles,

    temblamos de alegría, como bajo el rocío

    el pétalo colmado de las flores.

    Lo dijeron los sabios.

    Muchas señales hubo, hasta que al fin

    el término del tiempo hubo llegado.

    Y nosotros confusos, de rodillas,

    presenciando.

    Sobrevino el silencio.

    El silencio que nace del agua que bullía

    y de pronto se cuaja en un espejo.

    Así nos serenamos. Nos hicimos

    lo mismo que los lagos para mirar al cielo.

    ÉXODO

    EL PÁJARO faisán busca la rama

    y desde allí vigila

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