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Los Contemporáneos en El Universal
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Libro electrónico741 páginas8 horas

Los Contemporáneos en El Universal

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Los contemporáneos en El Universal reúne los textos que dan testimonio del cine, las artes plásticas, la literatura, la política y demás expresiones culturales de principios del siglo XX a través de la pluma de cuatro miembros de los Contemporáneos: Jorge Cuesta, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet y Xavier Villaurrutia. La compilación se completa con una introducción y notas críticas de Vicente Quirarte, quien muchas veces ayudará al lector a sentirse más familiar con el contexto al que se hace referencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 may 2016
ISBN9786071637499
Los Contemporáneos en El Universal

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    Los Contemporáneos en El Universal - Jorge Cuesta

    LETRAS MEXICANAS

    Los Contemporáneos

    en El Universal

    Los Contemporáneos

    en El Universal

    JORGE CUESTA / SALVADOR NOVO /

    JAIME TORRES BODET / XAVIER VILLAURRUTIA

    Introducción

    VICENTE QUIRARTE

    Investigación hemerográfica

    HORACIO ACOSTA ROJAS

    VIVEKA GONZÁLEZ DUNCAN

    Primera edición, 2016

    Primera edición electrónica, 2016

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-3749-9 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    SUMARIO

    Introducción,

    por VICENTE QUIRARTE

    Jorge Cuesta

    Salvador Novo

    Jaime Torres Bodet

    Xavier Villaurrutia

    Hemerografía

    Índice

    INTRODUCCIÓN

    por VICENTE QUIRARTE

    Al ejemplo de José Emilio Pacheco,

    por hacer una obra de arte de cada página periódica.

    Éste es un retrato juvenil de la generación de escritores mexicanos conocida como los Contemporáneos. Sus trazos se llenan de color y ocupan paulatinamente todo el lienzo entre 1919 y 1935, es decir, las fechas que limitan sus colaboraciones en las páginas del periódico El Universal y El Universal Ilustrado. Históricamente en México, de la muerte de Emiliano Zapata y Venustiano Carranza al fin del maximato y el segundo año de gobierno de Lázaro Cárdenas. Si diez es el número de a quienes ellos mismos, la tradición oral y las historias de la literatura otorgan la denominación generacional de Contemporáneos, nacida de la principal revista que durante más tiempo los agrupó, cuatro son los que publican de manera sistemática en las páginas del diario que en 2016 llega a su año centenario. Por orden de aparición en el mundo, ellos son: Jaime Torres Bodet (1902), Xavier Villaurrutia (1903), Jorge Cuesta (1903) y Salvador Novo (1904). Demos la palabra a este último, en un texto fechado en 1966, que ilustra el sitio por ellos vivido y transformado:

    Era otro México —pequeño, claro, neto. Recorríamos a pie sus calles libres y limpias. A una flor no se le puede pedir que piense en sus raíces ni en el follaje de que emerge a aspirar los aires remotos y a contemplar un cielo infinito. Leíamos a los extranjeros, los traducíamos. No sentíamos que la savia de nuestro impulso, fecundada por el polen lejano, daría a su tiempo el fruto mexicano que en madurez volviera a pensar en la tierra y generara una nueva raíz.¹

    En una juventud tan exigente y fecunda como la suya, los minutos se expandían como si fueran horas y las horas exigían que cada minuto consumara la integridad de su sustancia. De ahí que un año, un mes o un día en su existencia contribuyan a descifrar la compleja personalidad de cada uno, así como el hecho generacional que los llevaba a confluir en sus semejanzas, no obstante sus evidentes diferencias.

    Acudimos a sus obras reunidas para reconocer y reconocernos en determinado poema, en aquella iluminación, en aquel fragmento de prosa. La importancia de leerlos en las páginas de un diario, de rescatar su pensamiento y sus palabras en medio de la noticia que no por efímera deja de ser digna de ser tomada por la historia, es que acudimos a la formación de su personalidad, al taller de sus elaboraciones, al campo de batalla donde externan sus pasiones más altas. Los años de publicaciones en periódico son las de las propias y principales revistas literarias de la generación: La Falange (1922-1923), Ulises (1927-1928) y Contemporáneos (1928-1931); en esos años aparecen igualmente los primeros libros de los poetas mexicanos que modifican la forma de escribir, y tiene lugar la polémica en torno al nacionalismo y el arte de vanguardia.

    Soberana juventud denominó Manuel Maples Arce, cabeza del movimiento estridentista, a sus memorias de los años verdes. La generación nacida al mundo a finales del siglo XIX y en los albores del XX es ahora centenaria por su nacimiento, y más joven que nunca, porque como hijos de la Revolución, nacieron en una era donde el cambio era acelerado y radical. Oscar Wilde sostenía que mientras los viejos lo sospechan todo, los jóvenes lo saben todo. La posesión del mundo otorgada por la juventud es mayor cuando sus protagonistas nacen en plena era del síndrome Rimbaud, en una temporada donde la poesía va por delante de la acción. Como lo demuestran sus páginas publicadas en El Universal, los Contemporáneos nacieron maduros, al menos a la escritura que lanzaron al mundo y al pensamiento ejercido en cafés, conferencias o en la diaria conversación.

    En el centro de lectura que en la colonia Condesa de la ciudad de México ahora lleva el nombre de Xavier Villaurrutia se encuentra una imagen fotográfica de la época cuando el joven empezó a ser el poeta que deseaba devorar el mundo. Aún palpita en él la inevitable inocencia de sus pocos años, pero en la mirada ya se encuentran la agudeza, la penetración y, naturalmente, la pedantería que debe haber caracterizado a esos guerreros que libraban otra forma de batalla contra la reducida visión nacionalista, despreciadora de una cultura que no naciera de la pólvora y las cananas. De manera más precisa, cuando el ansia y la realización, la realidad y el deseo manifestaban podero-samente su energía. El joven (1928) es precisamente el título de la novela-biografía-crónica-ensayo donde Novo da cuenta de la salida a la ciudad de un personaje que enfrenta sus pocos años a la renaciente existencia de la urbe. La Revolución, aún no totalmente consumada, les ha brindado la oportunidad de que la temperatura en todos los renglones haya cambiado de manera radical y el país haya vivido de manera acelerada procesos que de otra manera hubieran precisado de varias generaciones. Hijos de una tierra de sangre y arena, tuvieron que aceptar el reto de un país que exigía —acaso sin saberlo— su talento para la construcción de un nuevo mapa espiritual. Pocos lo vieron más claramente que Gilberto Owen:

    Teníamos al frente una naturaleza nueva para mirarla largamente, para explicarla, para contribuir a ordenarla; todos podíamos servirla, todos teníamos la misma edad, ni ella ni nosotros teníamos, casi, pasado; nuestra actualidad se palpaba, se respiraba. Hacia 1921, año en que empezamos a medir nuestro México, no había en todo el país un solo viejo, ni un solo brazo cansado, ni una sola voz roída de toses. Nos habían dejado solos, como a los buenos toreros, ante una larga faena, ante una tarea que iba a ocupar ya todos los minutos de nuestra vida.²

    Para reconstruir aquellos años en voz de sus protagonistas, acudimos a dos libros de memorias: Tiempo de arena, de Jaime Torres Bodet y La estatua de sal, de Salvador Novo. Ambos escritores son opuestos en sus personalidades, en su actuación externa: provocador, cínico y extrovertido, Novo; reservado y eficaz servidor público, Torres Bodet. En el fondo ambos siguen rutas paralelas: sus libros son la formación de una conciencia. A la discusión de tal tema vuelvo más adelante.

    El sentido de juventud que signó su generación aparece sintetizado en las palabras de Villaurrutia: Un escritor deja de ser joven cuando comienza a escribir lo que hace, en vez de escribir lo que desea. Y Torres Bodet subraya:

    En todo joven —hasta en el más contenido— se manifiesta, en determinado momento, la veleidad de representar un papel. Es difícil conservar en la edad madura esa capacidad de desdoblamiento que nos permite desempeñar en la juventud un oficio cualquiera, de soldado o de catedrático, sin dejar de sentirlo ajeno a nuestro carácter y despegado de nuestra vida. Con el tiempo, la máscara se une al rostro; el disfraz se convierte en traje, el actor en autómata y, por espacio de muchos años, en ocasiones hasta su muerte, no sabe el hombre diferenciar entre lo que eligió como juego y lo que aceptó como profesión.

    En su libro El cuerpo de la obra, Didier Anzieu establece la diferencia existente en los procesos artísticos, y cómo hay una clase de erotismo —entendido en el sentido más amplio de ejercicio vital y capacidad creadora— que se consuma y consume los primeros años de la vida, mientras hay otra clase de energía que dura, transformada, a lo largo de la existencia del autor. Lo primero sucede con Villaurrutia y con Cuesta. Su existencia relativamente breve —Villaurrutia muere a los 47 años, Cuesta se suicida antes de cumplir los 40— propicia la realización completa de su obra. Un proceso distinto ocurre con Novo y Torres Bodet. En el primero, sorprende la versatilidad, el empuje y la renovación de su prosa juvenil, que con el paso de los años adquirirá el tono de la sabiduría académica sin jamás despojarse de su brillante ironía. El caso de Torres Bodet es aún más acendrado. Si en su juventud se manifiesta como un autor fecundo que a los 26 años, en 1928, ha publicado 9 libros de poemas y una novela, en su madurez, y cuando publica su muy castigada edición de Obras escogidas en 1961, encontramos a un autor que va al rescate de un tiempo perdido, no tanto del suyo como de una tradición que siente comunitaria y precisa. Sus juveniles inquietudes literarias de vanguardia fueron sustituidas en su madurez por el estudio de los maestros forjadores de la tradición. Para un detalle preciso de esta división, remito al lector al excelente prólogo de Jorge von Ziegler a una nueva edición del libro Contemporáneos.³

    Al hablar de Jorge Cuesta, Luis Cardoza y Aragón declaró que había nacido condenado a la permanente lucidez. Toda la generación parece nacida bajo ese mismo sino, aunque cada uno de ellos tiene una individualidad y un sello propio. Torres Bodet se encarga de precisar el juicio: Nos sabíamos diferentes. Nos sentíamos desiguales. Leíamos los mismos libros; pero las notas que inscribíamos en sus márgenes rara vez señalaban los mismos párrafos. Éramos, como Villaurrutia lo declaró, un grupo sin grupo. O, según dije no sé ya dónde, un grupo de soledades.

    El año 1916 era luminoso y oscuro. El mundo se hallaba involucrado en el segundo año de una conflagración sin precedentes y México estaba en la etapa, si no sangrienta, más complicada de una Revolución que todo lo cambiaba de manera radical. Mientras Emiliano Zapata expide desde su cuartel general del ejército libertador del sur una exposición al pueblo mexicano y al cuerpo diplomático donde condena a Carranza por sus acciones militares y políticas; mientras Carranza reunía a los concursantes de tiro al blanco en el departamento de militarización del internado nacional, surge el periódico El Universal, cuyo número inicial apareció el 1º de octubre de 1916, fundado por Félix F. Palavicini (1881-1952).

    Recrudecimiento de la Gran Guerra. Desastres y pérdidas por un millón de hombres en Verdún y Somme. Utilización de gases venenosos y de tanques, en fotografías y artículos que aparecerán en la revista Pegaso. Una fotografía de la catedral de Reims bajo el bombardeo inspira a López Velarde la prosa La sonrisa de la piedra. Aunque desde 1912 había venido escribiendo crónicas y relatos de evocación, en este texto ya hay una voluntad de estilo y una intención de lenguaje modernamente poético que mantendrá de allí en adelante en los textos que más tarde formarán El minutero (1922); aparece su primer libro de versos, La sangre devota, con portada de Saturnino Herrán, quien ese mismo año pinta La criolla del mantón, lienzo que bien pudiera constituir una interpretación plástica de las preocupaciones poéticas de López Velarde: desmitificación de los símbolos nacionales, simultaneísmo en tiempo y espacio, la patria erotizada y femenina. Genaro Estrada da a luz Poetas nuevos de México, con trabajos de 31 autores. Aparece Los de abajo de Mariano Azuela en forma de libro. Mariano Silva y Aceves publica Arquilla de marfil. Vicente Huidobro publica —en francés— Horizon Carré. Muere Rubén Darío. Una obra de O’Neill, Bound East for Cardiff, perteneciente a su ciclo del mar, es representada por primera vez por un grupo experimental. Eliot termina su tesis doctoral Conocimiento y experiencia en la filosofía de F. H. Bradley.

    Xavier Villaurrutia es el que más joven comienza a publicar en las páginas de El Universal, pues apenas tiene quince años de edad en 1919. En 1935 cesan las colaboraciones de Jorge Cuesta. Entre ambas fechas tiene lugar una serie de acontecimientos que cambian la faz de México: la reforma agraria exigida por Zapata, las reformas propuestas por Venustiano Carranza que adquieren forma definitiva con la Constitución de 1917, la defensa de la educación laica y la persecución religiosa desatada bajo la presidencia de Plutarco Calles. En la cultura tiene lugar un hecho fundamental: la llegada de José Vasconcelos a la rectoría de la Universidad. Como señala Mauricio Magdaleno, el cuatrienio de 1920-1924 mexicano dio marca al Continente en lo social, en lo moral y en lo estético. Nunca, ni en el instante de Justo Sierra, había sido la República mensajera de una tan abrasada y conmovedora revolución espiritual. Sobran los datos y las cifras. Aquel minuto no ha sido igualado aún.

    Por lo que se refiere a El Universal Ilustrado, éste nació con el objeto de constituirse en una revista de actualidades, con un espíritu más lúdico y ligero que el del periódico. A tal propósito contribuyeron, a no dudarlo, los poetas que nos ocupan. Puntualiza Humberto Musacchio, para quien el suplemento dio origen a varias publicaciones culturales:

    […] apareció en 1917 bajo la dirección de Carlos González Peña. Posteriormente lo dirigió Carlos Noriega Hope, de 1920 a 1934. Tenía mucho de magazine, con las modas, la nueva tecnología, la radio, que era en esos años la sensación, y junto a este contenido frecuentemente frívolo, un seguimiento tímido pero constante de la vida intelectual y muestras de la literatura en plena producción. Dio albergue a lo más granado de nuestra intelectualidad. No es un detalle menor que entre González Peña y Noriega Hope esta publicación tuviera una directora, María Luisa Ross, caso insólito en aquellos tiempos […]

    Al regreso de Estados Unidos, donde era corresponsal de El Universal y donde comenzaron sus contactos con el cine que lo harían ser guionista, director y crítico cinematográfico, a partir del marzo de 1920 Carlos Noriega Hope se encargó de la dirección de El Universal Ilustrado, con lo cual el semanario adquirió una calidad y una dinámica sin iguales. Entre otras cosas, el autor de una película hoy perdida, llamada Una flapper, instituyó como suplemento una novela semanal. De tal modo, en sus páginas dio cabida a obras centrales como La señorita etcétera de Arqueles Vela y La llama fría de Gilberto Owen. Además de ser obras narrativas de vanguardia, ambas representan el ideal de la nueva mujer, autónoma, sexualmente libre, ávida en el ejercicio de su vitalidad y realización personal.⁷ Noriega Hope incluyó en la serie una novela de su propia autoría, La gran ilusión.

    Actualmente, la obra de los Contemporáneos, además de ser un referente ineludible de la literatura mexicana, se encuentra recopilada en obras que, si no podemos llamar completas, sí resultan sumas de los trabajos parcialmente publicados en páginas periódicas. Y aunque mucho tiempo ha transcurrido desde las primeras publicaciones de los autores, no existe la última palabra y siempre habrá una nueva letra que aparezca en el escenario. La denominación Obras completas, además de que corre el peligroso riesgo de convertirse en mausoleo, como advirtió y practicó José Emilio Pacheco, nunca tendrá ese carácter.

    Ver la educación estética de los futuros Contemporáneos y la afinación de su gusto sobre la marcha aporta otras luces sobre su trabajo. Una de las características anotadas por Cuesta referente a su Archipiélago de soledades es la capacidad crítica, llevada a cabo en todas las notas que en su escritura tocaron: la poesía, la pintura, la música. Jorge Cuesta, que en estas páginas se muestra como un apasionado polemista político, desarrolló igualmente importantes contribuciones a la interpretación de la plástica mexicana y proporcionó una temprana valoración de la obra de José Clemente Orozco, cuando Diego Rivera parecía dominar el escenario. Una viñeta de la primera edición de las memorias de infancia y juventud de Jaime Torres Bodet titulada Tiempo de arena muestra al niño en la contemplación de un cuadro, seguramente en un museo. Xavier Villaurrutia, el más dotado para la crítica de arte y para su propia práctica, como lo demuestra Luis Mario Schneider,⁸ ilustra en un artículo, no recogido en la que hasta ahora es la edición canónica de sus Obras, donde da cuenta de los motivos que lo llevaron a su temprano despertar plástico:

    Mis más lejanos recuerdos se confunden, al reconstruir la casa en que transcurrió mi infancia, con algunos cuadros de pintores mexicanos. Cuántas veces la gratuita curiosidad infantil me llevó a asomarme a las imprevistas ventanas que en la sala y la biblioteca de mi casa, se abrían a paisajes de Velasco y de Clausell, o a turbadoras escenas de sueños que nadie ha soñado y de jardines de los suplicios firmados por Julio Ruelas. El gusto por las obras originales hacía posible en mi casa la escasez de reproducciones de pintores extranjeros.

    Por lo que se refiere al poeta, la presente publicación reúne algunas páginas esenciales, como es el caso de la selección de poemas hecha por Rafael Heliodoro Valle, donde aparece el titulado Tarde:

    Un maduro perfume de membrillo en las ropas

    blancas y almidonadas…¡Oh campestre saludo

    del ropero asombrado, que nos abre sus puertas

    sin espejos, enormes y de un tallado rudo…!

    Llena el olor la alcoba, mientras el sol afuera

    camina poco a poco, se duplica en la noria,

    bruñe cada racimo, cada pecosa pera

    y le graznan los patos su rima obligatoria.

    En todo se deslíe el perfume a membrillo

    que salió de la alcoba, es como una oración

    que supimos de niños, si como el corderillo

    prófugo del redil huyó de la memoria,

    hoy, que vuelve a nosotros, se ensancha el corazón.

    Dulzura hay en el alma, y juventud, y vida,

    y perfume en la tarde que ya desvanecida

    se va tornando rosa, dejando la fragancia

    de la ropa que cela mientras muere la estancia…

    El texto permite apreciar varios aspectos no solamente de la poesía temprana de Villaurrutia, sino también del trabajo poético de los otros autores reunidos en este libro: la exaltación de la belleza, el amable recuerdo del presente, la busca del tiempo perdido que aún no provoca escisiones. Para utilizar un símil de William Blake, se trata de canciones de inocencia, aun sin la desgarradura de la experiencia. En el caso concreto de Villaurrutia, el poema es citado en su imprescindible ensayo sobre Ramón López Velarde que antecedería a la edición de los Poemas escogidos publicados por Cvltvra en 1935:

    Nada en absoluto recordaría yo de lo que hablamos acerca de mis versos, si Ramón López Velarde, después de decirme algo muy general y seguramente muy vago, aunque no más vago que mi poesía de entonces, no hubiera colocado el índice pálido, largo y, no obstante, carnoso debajo de una línea de uno de mis manuscritos, subrayando entre todos, y repasándolo varias veces, un verso:

    bruñe cada racimo, cada pecosa pera.

    Se trata de una Tarde en que las leídas en los libros de Samain se confundían con las vividas por mí en una casa de Tlalpan, donde acostumbraban llevarme a pasar el estío. El sol en su trayectoria, visto fuera y dentro de la casa, era el personaje del poema y el sujeto del verso debajo del que amplificado, enorme, vi resbalar lenta y pendularmente el índice de la mano derecha de Ramón López Velarde al tiempo que decía: "Es extraordinario cómo ha captado estas dos cosas. En efecto, el sol bruñe, ésa es la palabra, los racimos. ¡Y qué definitivamente retratadas por usted quedan las peras, no sólo por el lustre, sino también y precisamente por las pecas! Eso es: las peras son pecosas.

    Aunque ejercieron otras escrituras, la poesía fue ocupación central de los Contemporáneos, y en estas páginas puede apreciarse la evolución del género en ellos, con excepción de Jorge Cuesta, que nunca publicó en vida un libro de versos. En el periodo de las colaboraciones en El Universal, tiene lugar un suceso similar: la aparición en 1928 de la Antología de la poesía mexicana moderna. Si bien aparece firmada por Jorge Cuesta, fue un trabajo de todo el grupo y equivale a un manifiesto generacional. En ésta aparecen ya los poemas de los que se habían dado noticia en El Universal, los que integrarían los XX poemas (1925) de Salvador Novo. En el ensayo que éste dedica a Vachel Lindsay es notorio el conocimiento que el poeta mexicano tenía de los autores de lengua inglesa y la manera en que los hace hablar en nuestra lengua: coloquiales, callejeros, próximos al estar de cada día, aunque debajo haya un trabajo incansable por combatir la tradición y transformarla. El mismo 1925 aparece su libro Ensayos, donde también da muestra de su versatilidad y su gusto por los ensayistas ingleses: lo aparentemente nimio —el baño, la leche, la cama— se convierte en sujeto de su pluma privilegiada y cobra dimensiones estéticas que transforman vertiginosamente la prosa del siglo XX. Notables son igualmente sus diálogos teatrales, sus aforismos, su exploración de la gastronomía y su Plano de la ciudad de México para alivio de caminantes y uso de viajeros que ya prefigura sus futuros trabajos sobre la urbe que lo vio nacer; sus insuperables relatos de viajes, desde el que da fe del camino a Puebla hecho en compañía del escritor estadounidense John Dos Passos hasta los fragmentos de su viaje a Hawái, más tarde recogidos en el libro Return Ticket (1928).

    Villaurrutia publica una reseña del libro de poemas Los días de Jaime Torres Bodet, libro gemelo donde la ciudad aparece en ese idilio que es en el fondo una especie de limbo ante la violencia contenida de un México que no termina de acomodar sus estructuras. Es importante por lo que Xavier dice del libro pero también para establecer un parteaguas en la existencia generacional de los colaboradores de estas páginas.

    Los libros de poemas La casa y Los días aparecieron, con escasos meses de diferencia, en 1923. Ambos salieron de las prensas de la Editorial Herrero y llevan en la cubierta una ilustración de Carlos Mérida. Bibliófilo desde joven, Torres Bodet aplicó esa pasión a sus primeros libros y casi todos ellos son buenos logros tipográficos. La casa y Los días son libros de bitácora: registro de lo que sucede o más bien, de lo que pasa pero que no vulnera en apariencia a la realidad. Una palabra recorre todo el libro, aunque jamás es mencionada: el tedio. No es el ennui de Baudelaire y los decadentistas, sino una indolencia que, antes de revelar tibieza ante la vida, refleja desencanto. Es el viaje del cuerpo en el espacio y el viaje de la conciencia en el tiempo. Es el mismo tiempo en que el joven Manuel Maples Arce debe hacer a pie el trayecto hasta su domicilio ante una huelga de transportistas. El impacto de ver las calles invadidas por los overoles lo llevará a escribir el poema Urbe (1924), donde la ciudad y sus nuevos aunque efímeros conquistadores —los obreros— son personajes centrales. La poesía que Torres Bodet publica en esos años es fiel a la estética que en el movimiento descubre un antídoto contra la enfermedad. Se anticipa ya el conjunto de síntomas que en Ulises. Revista de curiosidad y crítica, definirá plenamente a la generación. Con extrema lucidez, Torres Bodet establece en los capítulos XXV y XXVI de Tiempo de arena esta caracterización que él hace de su persona, pero que puede aplicarse a los jóvenes Contemporáneos: Vivir, en suma. Pero con una vida cuya materia nunca adhería del todo a su contorno visible, a su piel palpable: burocrática sin costumbres, lírica sin audacias y, durante meses y meses, provisional.

    Acierta Rafael Solana cuando subraya el optimismo de La casa frente al pesimismo de Los días. Semejante dicotomía marca los dos rostros de Torres Bodet: el enamorado que en el poema inicial levanta una casa en compañía de su amada aparentemente es opuesto al nihilista desencantado que da cuenta de un tiempo que se niega a ser ocupado:

    ¿Por qué no habrá trabajo los domingos?

    Trabajo… Escuelas… Sí, algo: un pretexto

    Para seguir viviendo sin motivo…

    En Tiempo de arena hallamos una explicación en prosa de este sentimiento: Todo estaba previsto. Menos la sorda inconformidad que empezaba a minar mi existencia, demasiado apacible, de funcionario. Tal distancia mediaba entre mis deseos y mis ocupaciones que, por momentos, hubiera sido conveniente que algo (un disgusto, un pesar, un error) me obligase a participar en mi propia vida.

    Desde un punto de vista teórico, Torres Bodet comprendió tempranamente que su generación enfrentaba el conflicto entre inspiración y realización, por lo cual hicieron de la poesía tema fundamental de sus poemas. En su primera etapa, todos se acogen a la pureza de cifra y la desnudez lírica defendida por Juan Ramón Jiménez, luego de la música monótona del modernismo de fórmula. En carta a Jaime Torres Bodet, Jiménez escribe: las imágenes no deben ser cobertura de conceptos sino expresión de intuiciones vivas y las ideas deben estar siempre en su sitio: dentro, como los huesos en el cuerpo humano, o lejos, como luminarias de horizonte. Juan Ramón advertía contra el álgebra mayor de la metáfora según la críticaba José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte. Ante ataques y censuras análogos en México, los Contemporáneos no tuvieron que responder con polémicas sino con hechos: a una primera etapa de preparación, donde el estilo y la voluntad de ser superan al puro injenio criticado por Juan Ramón, sucede una etapa donde resuenan los mismos ecos de la gran tradición española —Góngora, Quevedo y sor Juana— que modernos autores como James Joyce, Marcel Proust, Paul Valéry o André Gide sentaban las bases del nuevo clasicismo.

    Para el arquitecto renacentista Leone Batista Alberti, la casa es una gran ciudad y la ciudad una gran casa. Torres Bodet desarrolla en sus poemas semejante dicotomía. La casa es el ámbito donde lo siniestro no tiene cabida: la domesticidad es orden, luz, invitación a compartir lo que cotidiana pero ritualmente ofrece. Sin embargo, a partir de la preocupación constructora de Torres Bodet, quien al lado de Vasconcelos descubre la necesidad de convertir a México en una metrópoli ilustrada, que consume el triunfo de Quetzalcóatl sobre Huichilobos, es decir, la victoria de la razón y la inteligencia sobre la guerra y la anarquía, el poema que abre el libro La casa puede ser leído también como un resumen de ese proyecto civilizador:

    Hemos alzado el muro y hemos tendido el techo,

    hemos abierto al claro del cielo las ventanas

    y hemos regado flores sobre el umbral estrecho.

    En una copa, brillan las primeras manzanas.

    La casa está completa. Quisimos, al hacerla,

    darle un sentido bello. Por eso está radiosa,

    por eso un alma late dentro de cada cosa

    y cada piedra luce con una luz de perla.

    El optimismo luminoso de los poemas de La casa, equivalente a un redescubrimiento del país a partir de seres y objetos que comparten nuestra domesticidad, cede su lugar al pesimismo de Los días. Villaurrutia supo leer entre líneas la angustia de su amigo, pero también descubrió un tema generacional: el tedio nacido ante la falta de curiosidad. Escribe Villaurrutia: Se canta la monotonía de los días en la ciudad; y expresándola se ayuda a los demás a no sentirla tan honda y decisiva. ¿No se puede aplicar este juicio a la propia aventura de Villaurrutia? En su experimento narrativo Dama de corazones (1928) la ciudad de México aparece como una escenografía fantasmal. Es el 1º de mayo, día sin labores, dedicado al trabajo, y el personaje recorre, como si su mirada fuera una cámara lenta, el frontón México, la calle de Edison. Se adivina el esqueleto del futuro monumento a la Revolución, símbolo de un movimiento interrumpido que deja a sus herederos en el compás de espera que provoca la angustia villaurrutiana de ser o no ser realidad.

    No me siento la carne. Luego soy feliz, escribe Benjamín Jarnés en su novela El profesor inútil (1926). Jarnés fue uno de los autores españoles con quien mayores afinidades electivas halló Torres Bodet. Sus personajes son más imagen que idea, más nube que sangre. Lo mismo Pedro Salinas, otra figura próxima a Torres Bodet, en los relatos de Víspera del gozo: como la Livia Schubert, incompleta, las mujeres de las futuras novelas del mexicano son evanescentes, fugaces: fotografías deliberadamente desenfocadas, como descubrirá Owen en sus propios experimentos narrativos. En el magnífico y dilatado estudio Contemporáneos. La otra novela de la Revolución mexicana, la española Rosa García Gutiérrez¹⁰ hace una lectura nueva de la primera y principal novela de Torres Bodet, Margarita de Niebla. La investigadora concluye que la dualidad manifiesta en la obra es un reflejo de la dualidad existente en Torres Bodet, su angustia subterránea y su falta de lugar en el México posrevolucionario. Lo notable es que su protesta, la forma de manifestar su angustia, no sea mediante el grito sino a través de este sistema de campana neumática, de buzo en el fondo, de minero en las profundidades. Su respuesta era más que una elegante bofetada con guante blanco al arte superficialmente revolucionario. Siempre autocrítico, en Tiempo de arena atreve una definición sobre esta vida provisional que era en ese definitivo año 1923 la existencia colectiva de su retrato de familia: Mientras tanto, algunos de mis amigos contraían enfermedades, descarrilaban, se aficionaban a la pintura cubista, aprendían el italiano, perdían sus sábados en el tennis y sus domingos en el bridge. La tranquilidad —que solía volverles frágiles y permeables— me había hecho metálico y silencioso.

    Más temprano que todos sus compañeros, Torres Bodet pasa del descubrimiento de su mundo interior, a la novedad de una patria que exigía un nuevo lenguaje para la política, el amor, el trabajo. Cumplida esa delicada misión, donde el alma del aventurero puede perderse o reencontrarse, enfrenta la barrera del fin de su primera juventud. Los días es un libro hermano, en más de un sentido, de obras que sus colegas en México y otras partes del mundo escribían. El Pablo Neruda de El habitante y su esperanza (1926), el Oliverio Girondo de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), el Rafael Alberti de Sobre los ángeles (1929), el Luis Cernuda de Un río, un amor (1929) reflejan el contradictorio sentimiento de desconcierto que caracterizó a la juventud del periodo de entre guerras: la aventura o el orden, la pureza o la revolución. Semejante hermandad de Torres Bodet con sus compañeros de aventura demuestra las múltiples y nuevas lecturas que su obra exige. Leerlo o releerlo es encontrarse no con una estatua rígida sino con un intelectual dinámico, atento a la transformación vital y estética que tenía lugar a su alrededor: un tiempo de arena que fluía no en la cárcel del reloj sino con la libertad y el riesgo con que cambia de forma en el desierto.

    La figura de Xavier Villaurrutia crece y se aquilata con el paso del tiempo como la de un escritor que supo dejar huella profunda, con sensibilidad e inteligencia, en todos los géneros literarios donde incursionó su pluma, tan fecunda como versátil. Para hablar de él, más que respuestas, hay que formular preguntas. Más que llegadas, invitación al viaje. Él fue quien dijo: Si fuera posible viajar sin llegar, yo sería el más decidido viajero. Poeta de la aventura y el orden, de la vanguardia y el nuevo clasicismo; editor de la revista Ulises; hombre de teatro, desde las primicias de autores por él traducidos y montados hasta la escritura de piezas de cámara donde se manifiesta su poética de alcoba submarina, Villaurrutia es un cabal ejemplo del hombre de letras que siente y piensa. Al igual que sus brillantes compañeros de generación, supo hacer de la creación un ejercicio crítico. Las artes plásticas, la evolución de la poesía mexicana, la aparición de nuevos autores a los que era necesario estudiar y dar a conocer, fueron tres de sus preocupaciones, y no resulta exagerado afirmar que sentaron las bases de la crítica creadora que a partir de él practicaron sus numerosos y siempre nuevos herederos.

    No es necesario acudir a la leyenda de su muerte por suicidio, a causa de una decepción amorosa, fomentada por su amigo Elías Nandino, para que su ausencia mantenga el aura poética. Murió de un ataque al corazón, tempranamente para el promedio de vida de su tiempo. Irónicamente, el año 1903 del nacimiento del poeta, el médico y fisiólogo holandés Wilhem Einthoven, premio Nobel de Medicina en 1924, inventa el electrocardiógrafo, un aparato que permite registrar la actividad cardiaca. Los hermanos Wright logran el primer vuelo dirigido con la ayuda de un motor. El año primero de su edad, los hermanos Flores Magón se trasladan a los Estados Unidos para seguir publicando el periódico Regeneración. Al morir, Villaurrutia tenía 47 años, al igual que Fernando Pessoa, Howard Phillips Lovecraft y Alfred de Musset. Como ellos, se fue cuando su obra había llegado a su plenitud, es decir, cuando el proceso creativo había cumplido el ciclo que corresponde a una naturaleza precoz, tempranamente consciente de su sitio en el mundo y de la misión que corresponde a su talento. Se fue cuando había cumplido lo que Cyrl Conolly exigía de un servidor de las palabras: escribir al menos una obra maestra. Los poemas de Nostalgia de la muerte, los ensayos críticos contenidos en Textos y pretextos y los Autos profanos cumplen sobradamente con semejante exigencia.

    Yo es otro, dijo Rimbaud. Yo es otros, podría haber dicho Villaurrutia, uno de nuestros escritores más públicos en su actuación literaria; más herméticos e inasibles en su intimidad. Conocemos del hombre exclusivamente lo que el escritor quiere decirnos. En La estatua de sal, Salvador Novo habla acerca de un epistolario amoroso de Xavier que, desgraciadamente, ya no existe. A la generación española que por afinidades estéticas y cronológicas vivió paralelamente a la de los Contemporáneos, la historia la llama generación del 27 o generación Guillén-Lorca. Denominar por los nombres de sus capitanes al grupo de poetas mexicanos sería difícil, porque en varios momentos de su actuación estética o de su protagonismo extraliterario, los Contemporáneos brillaron con diferentes intensidades. Lo innegable es que Xavier Villaurrutia es el nombre que más unánimemente acude a la memoria cuando se piensa en aquella generación que en un breve lapso llevó a la literatura mexicana a la dimensión universal que necesitaba.

    Tres años después de la muerte del poeta, Miguel Capistrán, Alí Chumacero y Luis Mario Schneider dan a la luz la primera edición de las Obras, libro que de inmediato se convierte en un clásico vivo, fresco en sus enseñanzas, polémico en sus pensamientos generativos. Xavier Villaurrutia no se afanó en crear una escuela, pero ese tomo constituye una de las mejores escuelas de escritura, una demostración de que el hombre de letras, para ser generoso, debe ser ante todo un creador exigente. Si los Contemporáneos se empeñaron, por vocación antes que por imitación, en cultivar el nuevo clasicismo aprendido en Paul Valéry y André Gide, Villaurrutia es el mejor representante de ese momento en que el lector se reconoce en las mejores palabras de la tribu. Villaurrutia es, para los manuales de nuestra historia literaria, el admirable artífice de un teatro de cámara donde la acción dramática depende de la finura de los diálogos. Pero es también el autor de versos que han trascendido su momento y que sirven lo mismo para representarlo en la antología más exigente de la poesía en lengua española que para incorporarse, por derecho propio, en la memoria colectiva por la musicalización que Erando González hizo para la película Danzón (1991), donde María Rojo camina entre los barcos de Veracruz al compás de versos del poema de Villaurrutia Amor condusse noi ad una morte:

    Amar es una angustia, una pregunta,

    una suspensa y luminosa duda;

    es un querer saber todo lo tuyo

    y a la vez un temor de al fin saberlo.

    La admiración ciega es una forma de la injusticia, afirmaba Villaurrutia. Añadía que toda crítica es una forma de autocrítica y de autobiografía. La suya fue una de las más tempranas y arriesgadas lecturas de la obra de Ramón López Velarde, y la conclusión de su ensayo puede ser aplicada a él: En la poesía mexicana, la obra de Ramón López Velarde es, hasta ahora, la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religiosidad y de la muerte.

    En una generación que hizo del viaje su divisa, Villaurrutia fue su teórico más completo. Como sucede en la mayor parte de los viajes simbólicos, se trata de una exploración interior, ese viaje alrededor de la alcoba que Villaurrutia habrá de defender y cultivar a lo largo de su obra. ¿Qué imagen más exacta y terrible de los límites impuestos por el mundo moderno que ese viaje donde sólo nos resta la conciencia ávida, la vigilia atenta que nos permite captar, en toda su exactitud, la realidad de cada instante? Es el viaje inmóvil que Gorostiza emprende frente a la contemplación del agua en las paredes del vaso, o el que Cuesta inicia frente a la fugacidad del instante. En el caso de Owen, ese Simbad que no pudo encontrarse a sí mismo, el viaje es más insólito: Booz canta su amor mirando los trigales de Medio Oriente; simultáneamente aparece el trópico y París cumple quince años en el rostro de Ruth. Los viajes de este marinero no son exclusivamente por los siete mares; también por la miseria del Bowery, frente a la luna de Zirahuén o el amarillo amargo mar de Mazatlán, donde el mar es más mar que en parte alguna. Y un día de febrero, el 16, Bagdad y el zócalo mexicano alteran el tiempo y el espacio para convertirse en escenario de la misma representación. Por eso no es arriesgado afirmar que de Villaurrutia y Novo, a través de la revista Ulises, provienen los elementos que constituyen una poética generacional: el viaje, el espejo que no sólo refleja sino transforma al reflejado, la conciencia de que hay que perderse para reencontrarse son elementos que, con distinto grado de participación, aparecen en los poemas del grupo sin grupo.

    En Villaurrutia, el viaje supone la consecución de la aventura, la seguridad de que llegar a una meta será apagar la sed de nuevos viajes y la voluntad de no llegar. En una carta dirigida a Novo, fechada en 1935 en New Haven, durante el único viaje que Villaurrutia hizo al extranjero, éste escribió:

    Lo que importa es reconocer que el sentimiento vive más o menos en el hombre que viaja, y es, en cierto modo, su castigo por haber querido cambiar de sitio. Una vez contraída esta enfermedad, ya nada, ni un nuevo viaje al lugar que se extraña, podría curarla; porque sucede que la enfermedad se nutre, precisamente, en el lugar en que se está y del lugar que se abandona.

    La curiosidad es un medio para combatir la melancolía: el viaje, un modo de no morir en vida. Para Villaurrutia el escritor es un ser marginal que encauza su rareza a través de la única vía donde se permiten los fracasos pero nunca las vacilaciones: el poema. Se trata de no morir, pero también de buscar, a toda costa, la inconformidad. El heroísmo al que alude es la capacidad de enfrentar con inteligencia la mediocridad de la realidad circundante. Si amar es duda, incentivo de viaje dentro del propio viaje, la cercanía, la sola sospecha de que el conocimiento del amado pueda impedir la duda, obligan a Villaurrutia a permanecer en esa zona fronteriza donde no se definen amante ni amado, y donde Eros establece sus dominios.

    Para hablar de Jorge Cuesta, es imejorable la opinión de Gilberto Owen, el único de sus amigos que lo visitó cuando estaba interno en un hospital psiquiátrico de Tlalpan, y que también puede aplicarse a toda la generación: Sin juventud y sin senectud, con la monstruosa y espantable vida de un Mozart o un Rimbaud, estuvo entre nosotros condenado a madurez inmarcesible, a cadena perpetua de lucidez…, atormentado por su patética exigencia, en ocasiones necesidad vital, de tener siempre la razón. En un Tarot arbitrario, a Jorge Cuesta correspondería la carta del doble: por un lado, el corazón de tinieblas agobiado por el miedo a la locura; por el otro, el espíritu abierto a todas las manifestaciones del espíritu creador; el míster Hyde cuya crisis nerviosa culmina en la mutilación, el suicidio y el ingreso a las páginas policiales de los diarios de un país al que siempre estuvo adelantado; el respetado doctor Jekill, autor de algunas de las páginas críticas más penetrantes escritas entre nosotros, y de un breve número de poemas cuyo carácter particular nace del intento por crear en ellos un universo cerrado, autónomo, hermético para otros ojos que no quisieran ver la realidad más que de una manera totalizante y absoluta.

    Detrás de la realización de la obra artística se encuentra un hombre con sus destellos y sus milagros; paradójicamente, esa obra artística, a través de cuya cristalización podemos olvidar por un instante nuestra miseria y abandono, separa cada vez más a su autor de la vida cotidiana, de la existencia normal de esos seres para los cuales fue creada la obra artística. En un ensayo dedicado al marqués de Sade, Georges Bataille postula la crueldad como una posible vía de liberación, y se pregunta si el proceso destructivo que caracterizó al autor de Justine no será, finalmente, el único camino que la creación artística permite a sus iniciados y que el radicalismo de un pensamiento como el del francés permite encontrar la medida de lo que el hombre es.

    En las páginas de El Universal, además de sus constantes críticas a la política y a la educación, que lo convierten en el mayor polemista de su momento, Cuesta publica textos definitivos para la poética de su generación: su respuesta a la pregunta de Ermilo Abreu Gómez ¿Existe una crisis de la literatura de vanguardia? es uno de los más lúcidos y categóricos manifiestos en una generación que no los tuvo como tales; lo mismo sucede con textos como La literatura y el nacionalismo y el definitivo El diablo en la poesía en que demuestra que el placer inmediato no halla sitio en quien se ha atrevido a concluir —y lo ha aceptado— que la poesía como conciencia es la refinada y pura actividad del demonio. Este refinamiento —entendido en su sentido químico—, esta pureza, crean una fuerza amoral, puramente maligna, que enfrenta al poeta con el Creador.

    Cuesta era consciente de que aun cuando se hablaba del divorcio del arte con la realidad, sólo un pequeño grupo emprendía el camino del arte nuevo. La de Cuesta era, en sus propias palabras, una agrupación de forajidos que vivía, escribía y publicaba en un México que cargaba con una tradición herencia de otras lenguas y otras sensibilidades, y que al triunfo de la Revolución había cristalizado en un nacionalismo de afuera hacia adentro y no a la inversa, como él lo propuso en varios ensayos dedicados al tema cuando Ermilo Abreu Gómez inició la polémica sobre la supuesta crisis de la literatura de vanguardia. Cuesta deja clara, de manera escueta, su postura, que era igualmente la de sus cofrades: Será la nacionalidad lo que será medido por el arte, no el arte por ella.¹¹

    La preocupación de Cuesta por el concepto romántico como sinónimo de desenfado y escaso cuidado artístico se manifiesta a lo largo de su obra. Cuando habla de la necesidad de un clasicismo en el arte, su concepto no pretende ser el del siglo XVIII, es decir, no es la norma que corrige y pule sino el cuidado formal, el conocimiento de la tradición, pero la búsqueda de un arte desinteresado y autónomo. Como confiesa Gilberto Owen, me obligó a reconocer que lo mexicano de la poesía española escrita en México está precisamente en su desarraigo de lo mexicano, en su universalidad, ‘en su preferencia de las normas universales sobre las normas particulares’, y me enseñó a buscar esas normas en el clasicismo francés.

    Partiendo del relativismo de Stendhal, Cuesta supo ver cómo cada quien se imagina que el breve contenido de la experiencia que le proporcionan su época y las circunstancias es la naturaleza, es decir, que hay un instante en que el escritor aspira a construir una obra que no sea una verdad, sino la verdad absoluta. Al revisar el espíritu romántico y su emancipación del yo, concluye que los simbolistas descubrieron la poesía que reside en las indecisiones del lenguaje, que son, como se podría desconocer, las vacilaciones y las indecisiones del alma. Esta indecisión que Cuesta ve en los simbolistas podría traducirse nuevamente como una desconfianza en la potencia tradicional del lenguaje. Rimbaud, por ejemplo, intenta una alquimia del verbo ante el acoso de una realidad inferior, que lo negaba y a la que él furiosamente negaba. A pesar de que la rebeldía de Rimbaud haya sido un punto de partida y su desorden sistemático de todos los sentidos sea un cuestionamiento sin solución, los surrealistas tomaron su ejemplo y postularon una nueva forma de mirar la literatura. El año 1929 —cosa que no hizo ningún otro de los grandes poetas de los Contemporáneos— Cuesta se pone en contacto con André Bretón en París. Aunque no comparte la estética del autor de Nadja, se da cuenta de que hay en él un intento por crear una realidad autónoma, distinta a la realidad tirana: En la vaguedad de una expresión de la vida real, tal como parecía poética a un espíritu romántico, y la vaguedad de una expresión dictada por la locura, tal como hace vibrar la sensibilidad de un poeta sobrerrealista, me parece que no cambia la materia original de la literatura y de la poesía.

    No obstante que Cuesta admite que el surrealismo es una continuación de la rebeldía romántica, subraya, partiendo de las ideas de Thomas Craven, que el irracionalismo del arte contemporáneo es un irracionalismo objetivista. Tanto en su obra crítica como en sus poemas, la escritura de Cuesta nunca quiso tener un carácter extrínseco o decorativo; los objetos por él tratados no recibían una luz lateral, sino los rayos X del análisis. La solidez de sus argumentaciones, la densidad de sus conceptos revelan una lucha angustiosa; la de una inteligencia que pretende establecer a toda costa un orden en el Caos, poblar esa nada a la que pretende conducirnos el monstruo interior y ofrecerse una respuesta, primero a sí mismo, después al mundo. La relación entre vida y literatura, que Villaurrutia resolvía irónicamente como un deporte distinguido y nada más, en Cuesta no admite las intromisiones de la vida inmediata, sino la del raciocinio que nos hace olvidar que existen en nosotros dos mitades opuestas e irreconciliables. Su juicio sobre Orozco ilustra esta dicotomía: "[…] pocos enseñan mejor cómo la forma más intelectual, cómo el arte más profundo y pensado no detiene y arruina, sino antes da toda su libertad a la pasión y a los sentidos en la percepción y el goce de sus objetos".

    Aun antes de la composición de Canto a un dios mineral, Cuesta aparece como el poeta que no tolera la intromisión de un objeto decorativo, sino de la idea que permita la continuidad evolutiva del lenguaje, o su nulificación. En la poesía de Cuesta no hay vida, es decir, el exterior sólo existe en función de la idea.

    La poesía es —como decía Villaurrutia— un acto mágico, pero también un acto de lenguaje, un acto físico de articulación del mundo. En última instancia, la poesía es el desordenamiento del mundo, la posibilidad de edificarlo a través de la palabra. En el trabajo de Cuesta no se ve únicamente la dedicación al oficio que caracterizó en general a todos los poetas de su generación, sino también la conciencia de que el pensamiento es mutable, y que la inteligencia no se arrepiente de un juicio por cobardía, sino por el hallazgo de un matiz desconocido o no advertido antes. Cuesta quiso convencerse —y convencernos— de que el pensamiento —al fin parte de la naturaleza— también es mutable. De la misma manera en que Cézanne frecuentaba en sus últimos años a un célebre geólogo con quien comentaba las variaciones en apariencia imperceptibles que existían en el aire, en los árboles o las piedras, Cuesta experimentó con su propio cuerpo para comprobar sus afirmaciones y redactar su Procedimiento para la producción sintética de substancias químicas enzimáticas con actividad específica y aplicación de las mismas. Así, las variaciones de los poemas de Cuesta no son simples cambios de matiz que en otros autores con menos autocrítica conducen a las sospechosas segundas versiones. En él, cada variante es una creación original, insustituible; cada una de ellas es un asedio distinto a la realidad, una nueva posibilidad de descifrarla.

    El viaje poético de Cuesta es el viaje de regreso no del poeta derrotado, sino de la inteligencia vencida, del que, consciente de la inutilidad de la palabra, admite la superioridad del canto como una fuerza que anula el poder avasallante de la muerte, pero que sí admite, por lo menos, la continuidad de la conciencia.

    Pero quizá la lección más ejemplar de Jorge Cuesta se halle en esta necesidad de desconfiar de una realidad aparente y digerida que, trasladada al dominio de la escritura, se convierte en una retórica hueca, estéril. Se esté o no de acuerdo con su pensamiento, se experimente placer o rechazo ante una poesía cuyos peores enemigos y mejores aliados son el hermetismo, la complejidad sintáctica, el rigor sin concesiones —recuérdese que Góngora fue durante varios siglos considerado un monstruo de tinieblas—, no olvidemos que de su desconfianza artística, de su lucidez implacable, parten algunas de las premisas que tácita o expresamente rigen todavía algunos de los mejores logros de la poesía y del pensamiento poético del México de su siglo.

    Homenajeados y elevados a la categoría de clásicos, más admirados que leídos, escasamente traducidos no obstante la comunicación que supieron establecer con el extranjero, los Contemporáneos despiertan en iniciados y profanos una mezcla de emociones encontradas. Polígrafos y figuras públicas, su aventura continúa siendo, según la expresión de Gilberto Owen, para numerables lectores. De ese archipiélago donde cada isla constituye una poderosa y autónoma individualidad, Salvador Novo es el más exasperante, el más valiente y contradictorio, el que con más honestidad supo mantener el equilibrio wildeano entre el genio de la vida y el talento de la obra.

    La escritura de La estatua de sal, suma de vivencias autobiográficas, fue iniciada por Novo en 1947.¹² Libro para sublimes y morbosos, para detractores y partidarios, para deleite de los cautivados por la prosa sin mancha y sin sámago de Novo, es también para quienes reducen la condición homosexual del autor a su característica primordial, si no es que la única. A ninguno lo desilusionará, porque Novo escribió con el amplio espectro con que fueron concebidos De Profundis, Corydon u Opio, donde Wilde, Gide y Cocteau, respectivamente, lograron la alquimia para hacer de la fugacidad de lo vivido escritura permanente. ¿Obra menor? Sí, pero de un escritor mayor que supo amplificar cuanto su prosa tocaba, sobre todo cuando se trataba de la vida del cuerpo y su consagración.

    De una generación caracterizada por la intensa brevedad, Jaime Torres Bodet y Salvador Novo apostaron por la fecundidad y la confesión. Como hace notar Carlos Monsiváis en un prólogo que constituye uno de los mejores y más completos ensayos

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