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Vida y milagros de la crónica en México
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Vida y milagros de la crónica en México

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La idea central de este libro no es menos contundente que polémica: la crónica es lo mejor de la literatura mexicana.
Sara Sefchovich encuentra en la crónica la clave para entender nuestra visión del país y de nosotros mismos y su expresión cultural. De acuerdo con la autora, "la narrativa, la poesía y el ensayo funcionaron como crónicas a lo largo de la historia de México", y ni el cine, ni la música ni la fotografía o la pintura misma se alejan de esta vocación por la inmediatez, por el relato a la vez fiel e inventado de la realidad, por la problemática reflexión sobre el yo de quien cronica, por la creación de obras que sean a la vez retratos, espejos y cajas de resonancia.
Al recorrido histórico por el género, desde el Popol Vuh y Hernán Cortés hasta los autores de hoy, se agrega la lectura crítica, a veces cómplice, a veces mordaz, pero siempre profunda e informada de Sefchovich. La invitación es clara: reestructurar nuestra idea de la literatura mexicana con la lectura de sus cronistas más notables.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento15 oct 2017
ISBN9786075273716
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    Vida y milagros de la crónica en México - Sara Sefchovich

    Para Rogelio Villarreal, por su apoyo y su amistad.

    Y para todos y cada uno de quienes forman el maravilloso

    equipo de Océano, por lo mismo.

    Hijos pródigos de una Patria que ni siquiera sabemos definir, empezamos a observarla.

    RAMÓN LÓPEZ VELARDE

    ¿POR QUÉ LA CRÓNICA?

    La preferencia no tiene más justificación que la subjetiva.

    MAX WEBER

    1

    La crónica es lo mejor de la literatura mexicana.

    Ésta es, sin duda, una afirmación arriesgada. Pero allí están los textos para dar fe de su verdad.

    Nuestra literatura tiene grandes (enormes) poemas, novelas y cuentos. Pero, como conjunto, la crónica es el género de más calidad, originalidad e innovación. Y es, además, el que le habla mejor que ningún otro a los mexicanos, porque recoge y representa lo que compone lo esencial de su cultura.

    2

    Lo es, ante todo, por sus afanes: porque se propone dar fe de lo que sucede, pero también entenderlo. Como afirma Hermann Bellinghausen: No es ningún ejercicio de contemplación piadosa, sino nuestra oportunidad para saber qué pasa.¹

    Qué pasa y cómo pasa. Y quiénes somos los que lo hacemos suceder.

    Lo es, también, por los temas que aborda, que conforman un amplio registro de lo social, lo político, lo económico, lo cultural, lo histórico y lo presente, lo nimio y lo trascendente, lo cotidiano y lo excepcional. Lo es, además, por su ser literatura, pues es suya la voluntad de estilo, de escribir con las palabras adecuadas para el tipo de realidad, como afirma José Joaquín Blanco.² Y lo es, en fin, por su capacidad crítica y su posición moral. No son textos que chorreen moralina ni que pretendan imponer modos de pensar o de vivir, pero son, en todos los casos, lecciones de moral puesta en práctica, aun en los ejemplos que pudieran parecer más frívolos.

    3

    México es un país que se ha pasado su historia descubriéndose, explicándose, tratando de entenderse. La literatura y la filosofía buscan nuestra identidad, tratan de comprender quiénes somos y cómo somos, de encontrarle (o darle) sentido a la historia y conciencia a la actualidad. En ese que ha sido un repetido, infinito proyecto, se han quedado las energías de los pensadores, los escritores y los artistas mexicanos.³ Todos nuestros productos culturales apuntan a ese mismo objetivo de manera persistente: los filosóficos y los literarios, los artísticos y los políticos, los cuales, como afirma José Luis Martínez, se inclinan insistente y tenazmente, a explorar una sola interrogante: la realidad y la problemática nacional: El tema constante será México, México en su totalidad o en algunos de los asuntos que interesan, su historia, su cultura, sus problemas económicos y sociales, sus creaciones literarias y artísticas, su pasado y su presente, y agrega:

    Las reflexiones de carácter moral o religioso, tan frecuentes en el pensamiento francés, las de carácter metafísico que prefieren los ingleses o los alemanes, no parecen tener campo en las mentes de nuestros ensayistas, otras son sus preocupaciones. Tampoco la teoría, la divagación intelectual, el solaz gratuito estético o intelectual. Estamos demasiado atareados con saber quiénes somos y qué hacer de nosotros mismos a futuro. Estamos demasiado ocupados haciendo nuestras revisiones de carácter cultural, histórico, filosófico, económico y social, queriendo entender nuestros grandes conflictos del pasado y nuestra identidad.

    4

    La crónica nace de:

    •la fuerte tradición oral y al mismo tiempo, el alto valor que se le da a la palabra escrita;

    •los persistentes deseos de las elites por modernizarse (lo que se entiende como estar al día con los países occidentales en cuanto a pensamiento, formas de cultura, patrones de vida y métodos de trabajo), que nos han obsesionado desde fines del siglo XVIII, y al mismo tiempo, los deseos de conservar las cosas, de no cambiar, de seguir siempre la tradición (el edén pueblerino de que hablaba López Velarde);

    •los afanes totalizadores, el deseo de abarcarlo todo y al mismo tiempo el apego a lo concreto e inmediato, a lo tangible;

    •el gusto (aprendido de los españoles) por el costumbrismo: La forma breve, la descripción de la vida colectiva a través de tipos genéricos, la utilización de los espacios que representan actitudes psicológicas de carácter social: el café, el jardín público, el día de fiesta, la calle, la romería⁵ y, al mismo tiempo, el gusto por el realismo, ese querer copiar casi fotográficamente lo que sucede y ese querer que la escritura nos lo entregue de la misma forma en que lo vemos, conocemos, experimentamos. Como diría Coleridge, volvernos uno con el objeto, hacer del objeto uno con nosotros;

    •la sensibilidad romántica: La rebeldía, la sinceridad, el subjetivismo apasionado, la elocuencia quejumbrosa, la improvisación, escribió José Emilio Pacheco,⁶ y, al mismo tiempo, la tradición católica que apela a conmoverse con el sufrimiento, a amar a los seres desgraciados y odiar a los satisfechos de la vida, como decía Julián del Casal;

    •el afán de educar. La literatura mexicana, dijo Rosario Castellanos, nunca ha sido un pasatiempo ocioso, alarde de imaginación o ejercicio de retórica sino un instrumento para captar nuestra realidad y conferirle sentido y perdurabilidad.⁷ En ella lo estético, lo filosófico, lo sicológico y lo narrativo estuvieron al servicio del conocimiento de la historia y la sociedad. A los escritores les interesó menos entretener que educar, menos la forma y más el contenido. Por eso nunca se limitó a retratar y siempre asumió un compromiso;

    •la fuerza de la tradición liberal, la del escritor popular que quiere conseguir el distanciamiento irónico de las obsesiones conservadoras, la sonrisa ante las tonterías de la solemnidad;

    •la moralización constante, permanente (abierta o entre líneas), pues siempre fue, y sigue siendo, una conciencia crítica.

    5

    Encontramos crónicas en todas las épocas de la historia mexicana: en la prehispánica, durante la Conquista española, en las tres centurias de la Colonia, en tiempos de la Independencia y durante todo el siglo XIX, en la época de la Revolución, a lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI, y las encontramos por igual en los momentos de estabilidad que en los de crisis.¹⁰

    De hecho, me atrevería a decir que la literatura mexicana funciona toda ella como crónica. Por igual una carta de Hernán Cortés que un poema de Bernardo de Balbuena, un recuerdo de Guillermo Prieto que una novela de Rafael Delgado, la descripción de una calle de Luis González Obregón que el recuento de una cena de intelectuales de Alfonso Reyes, los intentos de comprensión del indio de Ricardo Pozas que los análisis de tipos urbanos de Carlos Monsiváis: todo apunta a cumplir con los objetivos y funciones de la crónica. ¡Hasta las canciones y poemas!, pues como escribe Jacques Lafaye: El corrido es el retoño americano del romance español, que reúne el soplo épico y lírico de la nación mexicana y hace evidentes los temores y las aspiraciones del alma nacional.¹¹

    Dicho de otro modo: que no hay fronteras de género claras y definitivas: los textos de José Joaquín Fernández de Lizardi y Vicente Riva Palacio, Mariano Azuela y José Revueltas, José Emilio Pacheco y José Joaquín Blanco son, además de lo que se proponen, también crónicas. Y las crónicas de Bernal Díaz del Castillo, el Duque Job y Elena Poniatowska son, además de lo que se proponen, novelas y poemas.

    6

    Por supuesto, ha habido cambios en la crónica a lo largo de la historia: el modo de escribir de Bernardo de Balbuena no es como el de Salvador Novo, el de Guillermo Prieto no es como el de Carlos Monsiváis, el de Manuel Gutiérrez Nájera no es como el de Juan Villoro. Las crónicas son diferentes en su manera de narrar, cada una de acuerdo a la elección del autor, pero también a las posibilidades de su tiempo: las convenciones lingüísticas, retóricas y estilísticas, el destinatario imaginado o deseado, el grupo social que se retrata, el objetivo que se propone.

    En cada momento histórico, la crónica participa en el conjunto de formas culturales —imágenes, representaciones, símbolos, ideas— y, necesariamente, de lo que puede y debe ser dicho y del cómo, así como de lo que no se puede decir y de lo que ni siquiera se puede imaginar.

    Unas veces parece lógico que se hable de los ricos y sus ocupaciones, y otras se espera que hable de los pobres y sus tribulaciones; a veces que se haga denuncia social y a veces que lo importante sea lo frívolo; tiempos en que se escucha al otro y tiempos en que sólo se escucha cada quien a sí mismo;¹² momentos en que la vida cotidiana no interesa, y momentos en que eso es precisamente lo que se busca recoger.

    Y más todavía: no sólo el tipo de sujetos y de objetos que se observan y se escuchan, sino la manera misma de observarlos o escucharlos y hasta la concepción de la sociedad (como estática o dinámica, como justa o injusta), pues la crónica hace evidentes las concepciones mentales de cada época, la sensibilidad, la estética e incluso las concepciones éticas y morales que la presiden y marcan.¹³

    Lo mismo sucede con las formas y estilos, los tonos y acentos. Hubo tiempos en que dominó el hispanismo costumbrista de un Prieto, y tiempos en que fue el afrancesamiento elegante de un Gutiérrez Nájera; unos en que privó el estilo ligero de un Novo y otros en que lo hizo el analítico de un Monsiváis; épocas en que la ironía está presente y épocas para la solemnidad; momentos en que se vale demostrar erudición y momentos en que la ignorancia está de moda (y hasta la estupidez, sea real o fingida); tiempos de retórica elegante y tiempos de lenguaje coloquial; épocas en que se pretende sinceridad y épocas en que importa más el artificio. Son, diría Susana Rotker, cortes epistemológicos que evidencian momentos ideológicos.

    Pero lo que se ha mantenido sin cambios son dos aspectos: la intención del texto y su función social.¹⁴

    Por igual Díaz del Castillo que Prieto, Novo que Monsiváis, Gutiérrez Nájera que Villoro, tuvieron la voluntad y el propósito de recoger y reproducir lo que veían y de criticar y moralizar. Algunos con la suavidad de Amado Nervo, otros con las asperezas de José Joaquín Blanco, unos con la solemnidad de Cristina Pacheco, otros con la frivolidad de Guadalupe Loaeza.

    7

    ¿Por qué entonces, siendo la crónica el gran género de la literatura mexicana, el más cultivado y el más leído, es el menos estudiado? ¿Por qué hasta muy recientemente nunca se le consideró importante, al contrario, se le tomó por menor, sin el prestigio de la poesía, la novela, el ensayo o incluso el cuento y el teatro?

    Puede ser que esto haya sido así porque en su mayor parte, las crónicas han aparecido en publicaciones que mueren al día siguiente como periódicos o revistas y no en los sacrosantos y prestigiados libros. O quizá porque sus propios autores no le dieron importancia: Gutiérrez Nájera decía que escribía para llenar el espacio en los diarios, otros aseguraban que lo hacían para llevar el pan a su mesa y Novo consideraba que sus escritos en los diarios eran prostitución.

    Cualquiera que haya sido la razón, el hecho es que eso fue, precisa y paradójicamente, lo que le dio al género su gran libertad, pues no tuvo que aceptar las modas temáticas o estilísticas ni las imposiciones de los editores o del mercado, no se planteó problemas de trascendencia (al contrario, parece un género abocado a la inmediatez), de dogmas culturales, artísticos o ideológicos, y fue suya tal amplitud de posibilidades y tal flexibilidad, que terminó por conseguir, tanto formal como temáticamente, ser el género que mejor les permite a los escritores decir lo que quieren decir y del modo como lo quieren decir. El resultado es que son textos siempre frescos, siempre fluidos, siempre amenos, incluso cuando sus temas no lo son, como sucede con las crónicas actuales.

    Y para los lectores, esa libertad significó encontrarse al mismo tiempo con el retrato de la realidad y con la agilidad del relato bien escrito. Porque en la crónica, la palabra es información y es arte, es objeto para el saber y para el placer. Y por ello se convirtió en el género más frecuentado en la literatura mexicana, el que más se lee: Es la práctica escritural más popular, rica y duradera, afirman Ignacio Corona y Beth Jörgensen,¹⁵ y el que tiene más autoridad en la cultura.¹⁶

    LA CRÓNICA Y LAS DUDAS

    Es necesario antes plantear que responder preguntas.

    H. R. TREVOR-ROPER

    1

    Hasta hoy, no se ha podido definir a la crónica, a pesar de que muchos se han esforzado por hacerlo. Pero seguimos buscando, empeñados en encontrar una manera de aprehender y abarcar este género tan elusivo.

    Quienes se han dado a la tarea de estudiarla, le dan vueltas: desde el origen de la palabra (que tiene que ver con el registro de lo que acontece en el tiempo) hasta el origen del género (que la mayoría está de acuerdo en situar en los cuadros de costumbres en Inglaterra escritos por Addison y Steele y en Francia por Étienne y continuados en los españoles Larra y Mesonero Romanos; y entre los latinoamericanos por Ricardo Palma y Clorinda Matto de Turner; en México José María de Heredia empezó en el siglo XIX a hablar de música y teatro y algunos estudiosos del género las consideran las primeras crónicas);¹ desde el tema que se elige hasta la manera de escribirlo o el lenguaje que se emplea; desde sus objetivos hasta las funciones que cumple, pero de todos modos no aciertan a dar con aquello que la define y que hace que un texto sea crónica.

    Y sin embargo, podemos distinguir una crónica cuando nos topamos con ella: la reconocemos. Y es que, como afirma E. H. Gombrich, lo que parece obvio no necesariamente es simple de explicar y menos aún de definir.²

    2

    Quienes se esfuerzan por encontrar una definición, buscan primero en el tipo de cosas que narra la crónica: que si los sucesos de la vida cotidiana (o, usando las expresiones de Ricardo Palma las prosaicas realidades³ y de Marcelino Menéndez Pelayo el polvo que parecía más infecundo),⁴ o los momentos excepcionales (dice Aníbal González que aunque suene paradójico, los modernistas lejos de seguirle el paso al acontecer diario hicieron todo lo posible por ignorarlo);⁵ que si el retrato de las personas o el de los paisajes y entornos; que si las tradiciones y costumbres o las novedades; pues como decía Urbina, la crónica permite transformar cualquier cosa en un tema válido.

    Dicho así parece sencillo y claro. Pero no lo es. ¿Se refiere la crónica a lo serio o a lo frívolo (pues crónica son tanto los retratos de la pobreza de José Tomás de Cuéllar como un texto de Artemio de Valle-Arizpe sobre los placeres de la buena conversación)? ¿Se refiere a lo social o a lo individual? ¿A lo positivo o a lo negativo —escabroso, como le llamó alguien en el siglo XIX— entendidos estos conceptos según las convenciones de cada época? ¿Se refiere a lo que está sucediendo o a lo que ya pasó? (Y en ese caso ¿qué diferencia hay entonces entre crónica e historia?)⁶ ¿Quien la escribe tiene que haber vivido lo que relata o no? (Si alguien describe en el siglo XX la Plaza Mayor de la Ciudad de México en la era colonial ¿está haciendo crónica?) Y ¿tiene que haber sido participante directo o testigo? (Y en ese caso ¿qué diferencia hay entre reportaje periodístico y crónica?)

    De modo, pues, que a la crónica se la puede confundir con el ensayo, el testimonio, el diario, el reportaje periodístico, el estudio histórico o antropológico, el social o el cultural.

    Ejemplos de esta confusión hay muchos: ¿Son crónicas o son estudios de sociología Tepoztlan, A Mexican Village de Robert Redfield de 1930, o Chamula: un pueblo indio de los altos de Chiapas de Ricardo Pozas de fines de los años cincuenta, o Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis y Los indios de México de Fernando Benítez de los sesenta, los escritos sobre Chiapas de Hermann Bellinghausen de los años noventa? ¿Es crónica o es historia lo que escribieron Carlos María de Bustamante y José María Roa Bárcena sobre la invasión norteamericana a México en 1847, 1915 de Manuel Gómez Morin sobre la Revolución o La frontera nómada de Héctor Aguilar Camín? ¿Es crónica o es relato de costumbres sociales lo que hicieron Amado Nervo, Luis G. Urbina, Manuel Gutiérrez Nájera? ¿Es crónica o es novela lo que hizo José Tomás de Cuéllar en La linterna mágica o lo que hizo Armando Ramírez sobre Tepito o Carlos Montemayor en Guerra en el paraíso? ¿Es crónica o es testimonio La herida de Paulina de Elena Poniatowska? ¿Es crónica o es biografía Las glorias del Gran Púas de Ricardo Garibay? ¿Es crónica o es periodismo Oaxaca, la primera insurrección del siglo XXI de Diego Enrique Osorno? ¿Dónde colocar las crónicas sobre economía, las de teatro, artes plásticas, literatura y cine? ¿Y dónde colocar las que relatan no sólo la obra sino también la vida de los artistas como las que se han hecho sobre Diego Rivera y Frida Kahlo? ¿Es crónica de arte, de costumbres, de sociedad o de celebridades?

    ¿Y dónde queda la poesía? ¿Acaso un poema como éste de Juan de Dios Peza no es crónica?: Cuando tú sales con prisa/de un baile, al rayar la aurora/¿no ves con desdén y risa/a la anciana rezadora/que a tales horas va a misa?.⁷ ¿Acaso no es una descripción precisa y que como escribió un crítico da el ánimo exacto? Pero en ese caso, el conde de Buffon, aquel botánico francés que en el siglo XIX hacía retratos de la naturaleza con lenguaje poético y con inspiración, ¿se podría considerar crónica?⁸

    Y para complicar más las cosas, ¿tiene toda la crónica que ser escritura? ¿Dónde quedan entonces la pintura y la fotografía, la música y la arquitectura, que también son un texto, como dice Asunción Lavrin,⁹ o crónicas con otros lenguajes? ¿Dónde quedan José María Velasco, Joaquín Clausell y J. M. Rugendas? ¿Y Diego Rivera que pinta a los indios, campesinos, obreros, políticos, ricos, burócratas, artistas de cine? ¿Y los fotógrafos que retratan los rostros y cuerpos de la ciudad y del campo, los paisajes, los acontecimientos y sucesos más diversos? ¿Y qué decir de una obra musical como Metro Chabacano de Javier Álvarez que recoge y recrea los sonidos de esa estación del transporte colectivo, o Dolor en mí de Rodrigo Sigal que recoge y recrea los de un panteón? ¿Puede considerarse crónica al mapa de grupos étnicos y artesanías mexicanas de Miguel Covarrubias? ¿Y a los narcocorridos que están haciendo evidente una situación social?

    3

    Lo anterior sólo para mencionar algunos de los problemas que presenta querer definir a la crónica a partir de su tema. ¿Se resolvería el problema si la definiéramos a partir de la forma de narrar, que según Salvador Novo es lo más importante en este género?

    Sólo que eso tampoco es fácil. José María Arróniz afirma que la crónica es una pintura que pone la máxima atención al detalle, pero entonces ¿no valen las generalidades, los trazos anchos al modo de Guillermo Prieto y Carlos Monsiváis? Según Manuel Gutiérrez Nájera, son escritos sencillos, hechos al correr de la pluma, pero entonces ¿no valen los textos complejos que requieren una lectura muy concentrada y muchos conocimientos como los de José Joaquín Blanco? Y según Ignacio Manuel Altamirano, son textos que tienen que ser costumbristas o por lo menos realistas, pero entonces ¿no cabe la vanguardia y la experimentación como las que hacen algunos cronistas del modernismo o de fines del siglo XX?

    4

    A lo anterior se le agregan otros problemas que tienen que ver con cuestiones ideológicas. ¿Tiene que estar la crónica de eso que algunos llaman el lado correcto de la historia? ¿Y cuál es ese lado?

    Hubo tiempos en los que recoger la vida y el lenguaje de los pobres era el sentido y objeto del género, como sucedió con José Joaquín Fernández de Lizardi y Guillermo Prieto en la primera mitad del siglo XIX y otra vez a fines del siglo XX con Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska, pero hubo tiempos en que eso no interesaba y se prefería que la crónica relatara a los ricos como hicieron Manuel Gutiérrez Nájera y Salvador Novo a principios del siglo XX y de nuevo, a mediados de esa centuria, Agustín Barrios Gómez, Enrique Castillo Pesado y Guadalupe Loaeza. Hay crónicas que se ponen del lado del patrón, del lado del gobierno o del lado de una iglesia y otras que se colocan en apoyo a las rebeldías y oposiciones. Hoy consideramos crónica a la que defiende buenas causas, pero esto presenta problemas, pues podemos entenderlo según la moda ideológica del momento de su creación o del de su lectura, y además ¿implica que deben desecharse las que no siguen esa moda cultural?

    Y más todavía: ¿Quién determina qué es lo bueno y qué es lo malo en el tema que se elige, en la causa que se defiende, en la postura ideológica y la posición moral que se asume, en la escritura que se emplea? ¿Son acaso los propios escritores y los grupos que los rodean? ¿O los medios de comunicación y las empresas editoriales y comerciales? ¿O es el público lector?

    5

    Y las preguntas siguen. Por ejemplo, respecto a la escritura: ¿Puede cualquier texto considerarse crónica aun si recurre a convenciones estilísticas o lingüísticas diferentes de las aceptadas? ¿O exigimos un cierto tipo y modo de escritura que la haga digna de ese nombre?

    Recordemos que la escritura de Fernández de Lizardi y otros escritores del siglo XIX se consideró de mal gusto por críticos literarios de su época, que calificaron a sus textos de ramplones con signos de chabacanería, sarta de refranes y dicharachos de bodegón.¹⁰ Y al contrario, esos escritores consideraban que la lengua fina —la pulida, peinada y académica— no servía para expresar lo que querían decir, pues llevaba implícitos los valores exquisitos y aristocratizantes y, por lo tanto, era necesario pasar a una que incluyera los giros y modismos del habla popular.

    Entonces, si se hiciera caso a este tipo de consideraciones, ¿cuántas crónicas y a cuántos cronistas tendríamos que eliminar de nuestra consideración?

    6

    Los problemas aún no terminan: ¿A quién van dirigidas las crónicas? ¿A quién le cuentan los cronistas lo que cuentan? ¿Relatan a los de abajo para consumo de los de arriba? ¿O a los de arriba para su autoconsumo? Porque sabemos que esa entidad difusa llamada el público (o el pueblo o la gente o los ciudadanos o los lectores) no puede adquirir libros y revistas y muchas veces, aunque pueda, ¿ acaso le interesa leer los papelitos brillantes —como le llamaba alguien en el siglo XIX a la crónica— o ese hacer arte con la desgracia humana, como le llama hoy un crítico literario?¹¹

    7

    Y la pregunta no es sólo para quién, sino también para qué: ¿Para qué recoge el cronista lo que recoge, para qué lo escribe o retrata o pinta o musicaliza? ¿Para entretener y divertir? ¿Para educar? ¿Para obligar a los lectores a pensar? ¿Para convencerlos de algo? ¿Para vender y ganar dinero o fama? ¿Para cambiar el mundo?

    8

    Las respuestas a estas preguntas a veces existen, otras no. O las que tenemos a veces satisfacen a los escritores o a los lectores o a los estudiosos y otras no.

    La única conclusión innegable es que estamos frente a un género del que lo menos que se puede decir es que es elusivo.

    LA CRÓNICA Y LAS CERTEZAS

    Lo que parece obvio, no NECESARIAMENTE es simple.

    E. H. GOMBRICH

    1

    De modo, pues, que necesitamos una definición. Curiosa cosa insistir en definir al género cuando desde los años sesenta del siglo pasado se está debatiendo la existencia misma de los géneros,¹ ya que, como decía Jacques Derrida, las definiciones siempre se ven minadas por la naturaleza subversiva propia de la escritura, que hace muy frágiles esas divisiones.²

    Pero henos aquí insistiendo en encontrar una, que sirva para todas las maneras que existen de hacer crónica, que la separe de otros géneros y que, además, y por si lo anterior no fuera ya suficientemente difícil, que no le quite su riqueza y complejidad o, dicho de otro modo, que no la encasille, ni la limite, ni la domestique.

    Por eso para hacerlo, convendría recurrir como punto de partida a una

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