Rumberas, boxeadores y mártires: El ocio en el siglo XX
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Lingüista, especialista en semántica, lingüística románica y lingüística general. Dirige el proyecto de elaboración del Diccionario del español de México en El Colegio de México desde 1973. Es autor de libros como Teoría del diccionario monolingüe, Ensayos de teoría semántica. Lengua natural y lenguajes científicos, Lengua histórica y normatividad e Historia mínima de la lengua española, así como de más de un centenar de artículos publicados en revistas especializadas. Entre sus reconocimientos destacan el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2013) y el Bologna Ragazzi Award (2013). Es miembro de El Colegio Nacional desde el 5 de marzo de 2007.
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Rizo
INTRODUCCIÓN
Estudiar el ocio desde la disciplina histórica es una actividad que hasta hace muy poco tiempo hubiera parecido excéntrica; sin embargo, hoy no cabe duda que el estudio de este tema es muy pertinente para la historia. El ocio ha sido tomado como un momento en el que, precisamente, no pasa nada, pero para llenar ese breve espacio se han desarrollado infinidad de medios de entretenimiento que inevitablemente reflejan otros aspectos de la sociedad. Esto quiere decir que, a partir del estudio del ocio, es posible vislumbrar características históricas de las sociedades que lo generan.
Los tipos de entretenimiento para ese ocio de los que trata este libro son varios: la televisión alrededor de la década de los cincuenta del siglo XX, estudiada por Rodolfo Palma; los espectáculos nocturnos en la década de los cuarenta del mismo siglo, analizados por Gabriela Pulido Llano, y el box como espectáculo en los años treinta, visto por Emma Yanes Rizo. De alguna manera, los tres apartados hacen hincapié en la llamada cultura popular. Los espectáculos nocturnos construyeron una serie de prototipos respecto a qué significaba ser hombre o mujer, cómo vestirse, cómo hablar, cómo actuar. Esto se relaciona, de manera inevitable, con la idea de ascenso económico y social a partir de la práctica del boxeo y la pertenencia a ese mundo, creencia muy extendida entre las clases marginadas. Finalmente, tanto la parafernalia de los espectáculos nocturnos como las expectativas del boxeo fueron capitalizados por una televisión nacional que, con todo propósito, cambió la ética original de esos entretenimientos para convertirlos en un negocio. Para que esto sucediera, fue inevitable la pasteurización de las propuestas originales y su comercialización, que logró que fueran consumidas por un mayor número de personas y que la TV se colocara como el entretenimiento rey de la segunda mitad del siglo XX.
De la misma manera, los tres temas resultan inseparables del contexto político y social que se estaba viviendo. Una característica cardinal de ello es la despolitización general que estaba ocurriendo. Desde la década de los treinta hasta la de los cincuenta, el interés de la sociedad y el encauzamiento del gobierno hacían hincapié en estas formas de ocio televisado, en buena medida para que sustituyeran los impulsos políticos. Se creaba el espectro de un ideal mexicano popular: un padrote noble, una prostituta de buen corazón, una encueratriz pudorosa o un boxeador perdedor que se resigna porque, a pesar de todo, siempre fue honesto. Estos fantasmas atenuaban los conflictos reales que se vivían más allá de la pantalla televisiva. La política con germen de diatriba no se sostenía frente a este paraíso en el que no había culpables ni malas intenciones. Aunque ya no entra en estos estudios, es necesario decir que casi dos décadas después, en los años sesenta, la rebeldía política regresaría con ímpetu en una generación de jóvenes que estaba harta, entre otras cosas, de este discurso con doble moral.
La Ciudad de México es personaje en cada uno de los temas. Es en estas décadas cuando llega una enorme cantidad de personas del campo o la provincia; por lo mismo, es la época en que la ciudad sufre un crecimiento desmedido hasta convertirse en algo parecido a una masa desparramada, llena de conflictos: los valores de la ciudad y del mundo rural entran en colisión. Los ideales propuestos se convierten en los únicos sueños por los que vale la pena vivir; llegar a ellos a como dé lugar. Y dentro de esa ciudad, existía otra: la ciudad del ocio que tenía sus propios límites y fronteras. Esto hacía que se enfrentaran las diferentes ópticas que había sobre ciertos hábitos y valores: lo que podía ser permitido o tolerado en la ciudad del ocio, era sancionado fuera de ella. Estas críticas tenían que ver con la ética y la moral, pero también, en buena medida, enfrentaban la idea de modernidad que se tenía. Se pensaba que ciertos vicios jamás corresponderían a una ciudad moderna, cuando en realidad toda metrópoli que se precie tiene, inevitables, sus vicios.
Por las razones anteriores, existe un inevitable choque de dos entidades que se convierten en personajes: el divertimiento televisivo y la ciudad. Ambos con propuestas para el ocio. El mundo del ocio en la ciudad genera su propio lenguaje y significados, arraigados a cada uno de sus divertimentos, y de alguna manera llega hasta ciertos espacios de la ciudad, en donde la moral resulta más rígida o más laxa. Es decir, la ciudad genera diferentes propuestas culturales, luego, la industria televisiva, coopta las que le parecen más rentables, generalmente las que considera como cultura popular; las procesa y las regresa a la misma ciudad sin indicar su auténtica procedencia. Las más de las veces con una moral homogenizada que ya no asusta a nadie, pero que sigue marcando pautas de comportamiento. El choque final resulta interesante: un boxeador real viendo la caricatura de sí mismo, aunque probablemente ésta le resulte más emotiva o formadora. Incluso es posible que ese boxeador —o prostituta o un cinturita
— comience a creer más en los valores que regresaron vía televisión, que en la propuesta cultural original de la que era parte.
Es importante señalar que, debido a este proceso, la ética televisiva depende siempre de su contexto histórico, de la época en que se construye la moral específica. El discurso televisivo no es el mismo en la década de los cuarenta que en la de los setenta. Por eso, para abordar estos temas, tal como los autores de este libro lo hacen, siempre es necesario historiar el lenguaje y el significado del periodo histórico.
La combinación de los tres textos que presentamos contribuyen a lograr ese mosaico contextualizado. Además, Rodolfo Palma se sumerge en el proceso de privatización de la TV: cómo pasó de manos del Estado a propiedad casi exclusiva del capital privado. Con ello resulta inevitable la mencionada creación de nuevos valores con acento en la cultura estadounidense, el entretenimiento como fenómeno por completo separado de la política o la llamada alta cultura y al servicio de la mercadotecnia y los valores individuales. Con todo esto tal vez se asiste por vez primera, al momento en que el Estado revolucionario flaqueó en su proyecto popular e ideológico.
El proceso histórico particular que Gabriela Pulido Llano aborda es sin duda la despolitización. El personaje local se convierte en icono más global, pero también más inofensivo. Su discurso y presencia ya no representan peligro alguno y se modernizan según los criterios más raseros: todo es o completamente bueno o totalmente malo. La noche es sinónimo de pecado. El hombre trabajador es el mártir perfecto. La mujer dedicada a los hijos es una santa. Una mujer que sale en la noche no tiene sino malas intenciones. Los personajes, antes temibles, ahora tienen sólo dos salidas: recibir su merecido o volverse ridículos para que el público se ría de ellos.
En medio de esta guerra de valores, Pulido narra el proceso de los desnudos femeninos. Por una parte, en los arrabales sucedían expresiones eróticas rotundas, mientras que las versiones televisivas solo sugerían lo que no podían enseñar por completo, dejando al descubierto, eso sí, su doble moral.
Emma Yanes Rizo coloca como columna vertebral de su texto la entrevista realizada a Luis Alvarado, Puño de Oro de Camelia. A través de ella, vemos cómo el nexo que existía entre el box —como parte de la cultura popular— y el mundo obrero va desapareciendo. Alvarado bien podría ser aquel boxeador que se ve a sí mismo en la televisión y lo que ve lo cree más real que su propia persona. Aparece también el orbe del box como una red de corrupción entre entrenadores, organizadores y patrocinadores. Una cadena corrupta promovida y aceptada, incluso como una forma de ascenso social.
Con el presente volumen intentamos, finalmente, demostrar que temas como el ocio y los diferentes divertimentos que existen, pueden arrojar información en varios sentidos. Que son temas complejos, pertinentes, pero sobre todo útiles para entender cabalmente la época histórica en la que se desarrollan.
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Lenin dijo que el cine era el arte más importante por su gran poder para influir en las conciencias y porque no llegó a conocer la televisión. De haberla visto, se hubiera dado cuenta de la gran capacidad de penetración que este medio —cuyas primeras transmisiones experimentales comenzaron en 1925— tiene en las mentes y, por lo tanto, en los comportamientos de la gente. La televisión, de haber estado confinada en las salas de unas cuantas casas (y en algunas de ellas, ya fuera por invitación o mediante pago, se permitía la entrada a unas pocas más y en horas determinadas) pasó en muy pocos años a adueñarse de todo el espacio habitable. Pronto hubo también televisores en los comedores, las cocinas y las recámaras. Cada nueva apropiación doméstica fue recibida por la sociedad con arqueamientos de cejas y expresiones de desprecio. Sólo el baño ha permanecido como el último reducto libre de su presencia, pero es de imaginarse que pronto caiga en su poder —probablemente de manera encubierta en la pantalla del teléfono o de la minúscula computadora—. Ante la idea de la incomunicación a la que ha ido sometiendo a familias completas, sus defensores han dicho que la televisión no puede incomunicar a las personas, sino que más bien éstas no tienen nada que decirse. Y esa misma lógica se aplica a cualquier otro comportamiento: violencia, corrupción, estulticia, abulia. La televisión —sigue el argumento— no los hace; ya eran. Sí, y tampoco se asume que la televisión conforma —en los dos sentidos de la palabra—, controla y seduce a sus televidentes. Por ello, los estadistas posteriores a Lenin han visto la televisión como el medio ideal para moldear a los individuos, decirles qué pensar y