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Mi pueblo durante la Revolución: Volumen I
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Mi pueblo durante la Revolución: Volumen I

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Investigación arqueológica sobre el sitio arqueológico Plazuelas, al sur de la sierra de Pénjamo en Guanajuato
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
Mi pueblo durante la Revolución: Volumen I

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    Mi pueblo durante la Revolución - Alicia Olivera Sedano

    2009

    MI PUEBLO DURANTE LA REVOLUCIÓN:

    UN EJERCICIO DE MEMORIA POPULAR

    ...

    Recuperar la memoria, no como una actividad académica que ocupa sólo a los especialistas, sino como una práctica social en la que participan las mayorías, es un ejercicio necesario; recuperar la memoria: tener presente los aconteceres que han hecho a un pueblo tal como es, para que cada generación sienta y sepa que pertenece a una historia, que es un eslabón más, ligado al pasado lo mismo que al futuro. Recuperar la memoria, porque sin la presencia del pasado es imposible alcanzar una certera conciencia del presente o formular un proyecto hacia delante. Hay mucho que aprender, sin duda, si se recupera la memoria. Ni todo tiempo pasado fue necesariamente mejor ni lo de hoy supera, sólo por ser lo actual, lo que hubo ayer.

    Con el propósito de contribuir a recuperar la memoria de ciertas historias ha encaminado algunas de sus incipientes actividades el Museo Nacional de Culturas Populares. La que ha tenido una orientación más neta en esa dirección fue la convocatoria al concurso Mi pueblo durante la Revolución, que se lanzó en agosto de 1984. Se buscaba estimular la participación, ante todo, de quienes fueron testigos de los acontecimientos que ocurrieron entre 1900 y 1920, aproximadamente. Se les pedía que hurgaran en sus recuerdos y contaran, cada quien a su manera, cómo pasaba la vida en el lugar en que les tocó vivirla, en mi pueblo. Era previsible que la mayor parte de los testigos presenciales de la Revolución serían solamente niños o adolescentes en aquella época, nacidos en los últimos años del siglo XIX o a principios del XX; gente que andaba, al lanzarse la convocatoria, por encima de los ochenta años de edad. La última oportunidad para rescatar esos recuerdos directos: un lustro más y los sobrevivientes, en menor número que ahora, sólo por excepción conservarán las facultades para recordar y narrar lo que recuerden.

    ¿Qué se pretendió con este concurso? ¿Simplemente alimentar la curiosidad y la nostalgia o recabar algunas minucias para los historiadores? La intención iba más lejos. Se trataba de obtener información testimonial que diera cuenta del acontecer cotidiano durante aquellos años, en los más diversos puntos del país, tanto en el medio rural como en las pequeñas ciudades y en los distintos barrios de la capital. No los grandes hechos de la guerra, narrados sólo por excepción, sino la vida diaria, las mil maneras de sobrevivir, lo que significaba para los muchos el ir y venir de los contingentes militares, la leva, el que los hijos se enrolaran en la bola, las penurias, la muerte, la esperanza o el desconcierto que despertaba en cada quien la lucha que incendiaba al país entero. Hay un propósito institucional en todo ello: reunir la información que permita, en un futuro próximo, dar a conocer mediante exposiciones, publicaciones, documentos audiovisuales, charlas y cualquier otro medio de comunicación, las características de la cultura popular, en esas décadas que sin duda marcaron, por la hondura de las transformaciones que ocurrieron, un momento de cambio general en la vida de los sectores populares.

    Pero más allá del interés propio del Museo se buscaba recuperar un punto de vista sobre la Revolución: el de quienes la vivieron desde abajo, ni héroes connotados ni villanos, sólo participantes, a veces indirectos, como tantos millones de mexicanos. Un punto de vista que complemente la historia heroica, modelada en estatuas y escrita con letras de bronce; una visión más particular, que matice las gruesas generalizaciones; un conjunto de testimonios que nos diga de alegrías, sufrimientos y motivaciones que no siempre coinciden con lo que hemos aprendido a pensar sobre la Revolución Mexicana. Algo más rico, la carne que recubra y dé forma a la osamenta del gran movimiento social que mutó estructuras y conllevó transformaciones en todos los órdenes de la vida económica y política del país. La vivencia real, de gente con nombre y apellido, aunque ese nombre y ese apellido no sean los de calle alguna. En fin, la historia de una revolución de a deveras, la experiencia individual, única y a la vez común. Sin estos testimonios es difícil componer una idea cabal de lo que fue la Revolución Mexicana.

    Ese propósito también es coherente con el proyecto fundador del Museo: convertirse, cada vez más, en canal de expresión de los sectores populares; dar la voz a quienes no la han tenido. Como aspiración última se pretende que no sea el investigador, el técnico, el museógrafo —el museo, en fin—, quien opine y califique sobre la cultura popular. Que todos los recursos disponibles lleguen a ser instrumentos de expresión de los sectores populares, para que ellos muestren su propio rostro y canten su propia canción. Un Museo que sea, al mismo tiempo, espejo que refleje con fiel dignidad las capacidades culturales del pueblo, de los pueblos; que dé noticia de una inventiva permanente, de la forma en que echa mano de recursos culturales forjados y transformados al paso de los siglos, para identificar y analizar los problemas que el propio pueblo enfrenta, para construir ilusiones y proyectos y para, con aquellos recursos, resolver los unos y convertir en realidad los otros. Al afirmar la existencia de la cultura popular, se afirma su validez en tanto esquema orientador y repertorio para conducir la vida cotidiana, tanto como para imaginar el proyecto de sociedad futura.

    El concurso era pertinente, además, como iniciativa para conmemorar, de otra manera, el 75 aniversario del inicio de la Revolución Mexicana. En este sentido se trata de ofrecer materiales nuevos que harán posible una reflexión más profunda sobre esos acontecimientos. Voces diferentes, otros datos. Una contribución testimonial para comprender mejor la primera gran revolución de este siglo.

    El esfuerzo demandaba colaboración. Se encontró, y muy amplia. El Instituto Nacional de Antropología e Historia comisionó a la historiadora y maestra Alicia Olivera para que se hiciera cargo de la coordinación del proyecto. Su gran experiencia en la recopilación de testimonios de historia oral y su conocimiento sobre la Revolución resultaron un aporte fundamental para el diseño de la convocatoria, la evaluación de los textos presentados y la organización general del trabajo. A ella se debe, además, haber logrado la entusiasta colaboración del Instituto Nacional de la Senectud, gracias a la cual fue posible recopilar muchos de los testimonios obtenidos. Con ella colaboró Héctor Madrid, quien tuvo a su cargo la lectura y primera evaluación de gran parte de los manuscritos. Por otra parte, el Consejo Nacional de Fomento Educativo, gracias al empeño de su director, el doctor Renato Iturriaga, financió los premios y algunos costos del proyecto, además de involucrar a sus promotores comunitarios en la difusión de la convocatoria. En esa tarea de promoción participaron también la Dirección General de Culturas Populares, el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos, la Dirección General de Educación Indígena. El Instituto Nacional Indigenista, el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (Fonart), el CREA, varios gobiernos estatales y municipales, Radio Educación, Radio Universidad y muchas radiodifusoras regionales, así como otras entidades públicas, sociales y privadas; una sólida red de apoyo que hizo posible dar a conocer la convocatoria a grandes sectores de la población nacional. El personal del Departamento de Difusión del Museo Nacional de Culturas Populares, encabezado por la licenciada María Esther Echeverría, tuvo la responsabilidad de organizar la distribución de las convocatorias, recibir y clasificar los trabajos y atender las frecuentes consultas del público interesado. Para facilitar la participación, se advertía que serían aceptadas grabaciones de casete, con lo que se alentaba a testigos que no supieran o ya no pudieran escribir. Se recibieron varias grabaciones, pero también muchos trabajos que evidentemente fueron escritos, a mano o en máquina, por personas que no eran los propios testimoniantes —algunos lo dicen así en la presentación de sus escritos.

    La respuesta colmó ampliamente las expectativas más optimistas: se recibieron casi 250 trabajos procedentes de toda la República, aunque la distribución por estados fue desigual. Predominan los testimonios de personas que hoy viven en la ciudad de México, pero que en su mayoría pasaron aquellos años en otro lugar. Los estados del norte están representados por debajo de lo que sería deseable. Hay algunos otros, como Quintana Roo y Campeche, de los que no se recibió ningún testimonio.

    El jurado estuvo integrado por la maestra Alicia Olivera, los doctores Luis González, y González Héctor Aguilar Camín, el licenciado Antonio Saborit y el escritor Carlos Monsiváis. Ante la dificultad práctica de que cada uno de ellos leyera todos los trabajos concursantes, se hizo una preselección a cargo del equipo del Museo y se remitieron para su lectura los ochenta testimonios considerados de mayor calidad e interés; el jurado seleccionó a los treinta premiados y recomendó la publicación de muchos otros, que se recogerán en esta serie, coeditada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia y el Museo Nacional de Culturas Populares. Como se ve, la tarea de los miembros del jurado no fue fácil; sin embargo, lograron acordar sus decisiones por unanimidad. Sirva esta mención para agradecerles su entusiasta colaboración. En los primeros tres volúmenes, que ahora se publican, se presentan los treinta trabajos premiados; en volúmenes de próxima aparición se darán a conocer los demás testimonios recomendados por el jurado.

    La memoria colectiva, sobre todo en las comunidades rurales, se transmite primordialmente en forma oral; de padres a hijos, de abuelos a nietos; de los mayores, en todo caso, a las nuevas generaciones, pasa el relato y la interpretación de lo acontecido, de lo que merece ser recordado porque explica la situación de hoy, porque mantiene vivas las demandas y las aspiraciones ancestrales, porque sirve siempre como ejemplo y norma de conducta, porque fundamenta la conciencia de identidad colectiva. Y así, oralmente, se mantiene el relato, seguramente alterado consciente o inconscientemente por cada uno de quienes intervienen en su transmisión y que de alguna manera introducen palabras, situaciones, valores e interpretaciones que corresponden a su propio momento y que actualizan la función de la memoria histórica. Hoy, en México, existen también testimonios escritos en muchos pueblos: rara vez falta un cronista o historiador local que asienta en humildes cuadernos escolares los hechos viejos y los nuevos recuerdos. Pero todavía la forma predominante para mantener la memoria social es la tradición oral. Además del relato, hay otras formas de registro más sistematizadas. El corrido, en gran parte del país, es una de las más importantes. Esa manera de narración versificada y musicalizada, cuyo corpus constituye la más extraordinaria canción de gesta del pueblo, tuvo un momento de auge precisamente durante la Revolución Mexicana, es decir, en relación con muchos de los acontecimientos y situaciones que ahora se registran a través de estos testimonios. Es muy probable que existan versiones en corrido de algunos hechos aquí narrados y, sin duda, sería de interés comparar, en forma y fondo, los testimonios versificados, hechos en el momento con el fin de transmitir la noticia y sus detalles, con el recuerdo tal como se presenta más de medio siglo después.

    Desde el punto de vista lingüístico, esta colección de testimonios tiene, indudablemente, un gran interés. Los autores proceden de muy diversas regiones del país y tienen ocupaciones y formaciones escolares diferentes. La impronta de ciertas tradiciones educativas puede rastrearse en estos textos: la influencia de la escuela porfiriana, en algunos casos, transmisora de aquel lenguaje anfibológico tan visible en muchas bolas surianas de Guerrero y Morelos, que estaba de moda a principios del siglo y que recurre siempre a la mitología clásica y nunca al lenguaje local (una tendencia que cambia radicalmente con los corridos zapatistas) y, desde luego, la huella de la escuela rural vasconcelista, en la que probablemente se formaron varios de los autores que aquí se incluyen; hasta rasgos aparentemente inevitables del lenguaje de hoy (léase el de la radio y la televisión), aparecen de pronto en estos relatos de hechos que sucedieron hace sesenta años o más. Una veta riquísima para filólogos y lingüistas que podrán decirnos mucho sobre la forma en que el lenguaje refleja, en su interior, el acontecer de la historia.

    Desde luego, el valor principal de los testimonios reside en su importancia para la historia, sobre todo para la historia social de la Revolución Mexicana. El conjunto que se publica, como ya se anotó, comprende casi ochenta textos, que ocuparán varios volúmenes de esta serie. Son recuerdos de infancia, en su mayoría, aunque varios autores, pese a su extremada juventud en aquellos años, participaron en la lucha armada. Sin embargo, el cúmulo de datos precisos que se recuerdan es sorprendente. De pronto, gracias a estos testimonios, sabemos muchos nombres de ese pueblo anónimo que fue el protagonista real de la Revolución. Aparecen, junto a los grandes caudillos nacionales y regionales, cientos de nombres más de personas que merecieron el recuerdo expreso de algún sobreviviente: jefes locales, gente que realizó acciones de combate excepcionales, héroes de lo cotidiano, mujeres que asumieron responsabilidades que eran ajenas a su condición, muertos sin motivo conocido, desertores, enrolados por convicción, muchachos a los que se llevó la leva, hermanos y padres que desaparecieron en la bola, ancianas y ancianos que no quisieron abandonar el pueblo devastado; y niños, muchos niños que padecieron los avatares de la guerra sin comprender, o que por eso comenzaron a comprender. La revolución anónima va adquiriendo sus innumerables nombres.

    Hay aquí muchos detalles de la vida diaria en diferentes rumbos del país. Costumbres, personajes, las cosas y sus nombres: una vasta documentación para quien desee acercarse a la vida popular de aquellos años. Con mucha frecuencia, los autores comparan ese ayer con el presente (la mención de los precios es común), lo que añade elementos de comprensión, por contraste. Entre lo cotidiano está la muerte y la violencia en todas sus formas, y se narra sin más, como otro hecho, se diría que con aterradora frialdad, ¿sólo a causa de los años transcurridos, de la lejanía temporal de aquellas muertes?, ¿o, tal vez, precisamente a causa de su presencia cotidiana, que volvió a la muerte familiar, conocida de siempre, sin posibilidad ya de provocar asombro?

    Otra constante: la solidaridad. Por encima de partidos y banderías, a veces circunstanciales, a veces reflejo de oposiciones profundas, aparece la solidaridad, una solidaridad que se manifiesta en las más variadas formas y con toda la gama de matices. En algunos relatos parece como si todos los adultos fueran padres y madres de todos los niños: siempre hay un apoyo, un refugio, una advertencia oportuna, alguna tortilla para engañar el hambre. Y al perseguido generalmente se le protege, sea cual sea la causa de su huida.

    La traición, la delación, se recuerdan sobre todo en las rivalidades entre los cabecillas, en la lucha por el poder, no en la lucha diaria por sobrevivir. Es notable la fuerza que adquieren los lazos familiares y de vecindad: en la trashumancia obligada que arrojó a decenas de miles de familias de un lugar del país a otro, siempre aparece el refugio del hermano, el compadre, la gente del mismo pueblo que tomó la delantera. Nunca falta con ellos un techo para cobijarse, alguna relación para encontrar empleo —y mientras, donde comen dos comen tres—. Sólo esa extensa y multiforme red de solidaridades explica la sobrevivencia de tantas familias en aquella turbulencia de lustros.

    En muchas de estas historias, que se desarrollan en el ámbito concreto e inmediato de una localidad o una pequeña región, el conocimiento del medio se revela como un recurso cultural de primera importancia. Tanto para sobrevivir día tras día, como para huir oportunamente o para llevar a cabo una táctica militar adecuada durante los combates, el conocimiento del medio es indispensable. Hombres, mujeres y niños lo manejan a perfección. Se sabe adónde ir y por dónde, a quién recurrir y para qué. Se conocen las veredas, los senderos, los refugios naturales. Cuando se está en el cerro, lejos de la milpa y la casa, se pueden localizar aguajes, identificar yerbas comestibles para adormecer el hambre y raíces para curar las heridas. Hay siempre sitios adecuados para observar los movimientos de las tropas: está llegando o ya se va el gobierno; ahora son los rebeldes. Toda una tradición cultural compartida ampliamente permite que se mantenga la vida en las comunidades rurales, que se aprovechen al máximo los recursos disponibles, por escasos que sean. La cultura popular se manifiesta con todo su vigor, su validez y su importancia para la vida de las grandes mayorías.

    Y, en medio de los horrores y los errores, el humor omnipresente, que le resta sordidez a los acontecimientos, a la violencia, a la muerte. Un refrán oportuno, una descripción irónica, un chiste, saben darle a los hechos más descarnados y crueles una apariencia familiar, manejable. El cabecilla que abandona el pueblo después de que sus tropas hicieron desmán y medio, le deja un recado a su viejo amigo, que fue una de sus tantas víctimas: Díganle a don Abraham que dispense las carretadas, por lo bronco de los bueyes...

    La Revolución se personaliza en los rebeldes: siempre son alguien, con rostro, nombre y apellido; el hijo de don tal, que vive en el rancho fulano, o el sobrino de doña zutana, que trabaja con... Pero las fuerzas federales son impersonales y se les nombra simplemente el gobierno; en ellas aparecen individuos particulares sólo cuando son parientes o vecinos que fueron enrolados en la leva.

    A fin de cuentas se trata de testimoniar la vida del pobrerío. Son ellos los que deben hacer avanzadas durante la noche, en las orillas del pueblo, para que los que viven en el centro puedan dormir tranquilos, a salvo de la sorpresa de cualquier ataque rebelde que los tome desprevenidos. Surgen a cada instante las convicciones y los prejuicios, como el de aquella madre que nunca acepta invertir sus pobres ahorros en una parcela, un caballo o una vaca, sólo por el qué dirán. Giros idiomáticos, formas de expresión de uso cada día más raro, un lenguaje olvidado que refleja con rotunda fidelidad esas formas de vida social que alcanzan la síntesis de un proverbio.

    No es una, son muchas las imágenes de la Revolución que se encuentran en estos testimonios, como piezas de un rompecabezas interminable, complejo, abigarrado, ajeno y rebelde a cualquier simplificación. Esos vistazos desde abajo nos hablan de las muchas patrias unidas en la misma lucha, atadas a los mismos sistemas de explotación e injusticia que ya resultaban intolerables, aunque cada quien lo padeciera a su manera. Vidas al día, sin seguridad alguna. Por eso la huella permanente de haber visto a Zapata echar una mangana en un jaripeo improvisado, darle la mano a algún general, o ver al candidato en la estación del ferrocarril o en el balcón de algún Palacio Municipal olvidado. Ellos son los que encarnan la historia grande, la que de alguna manera le da otro sentido a las penas y penurias cotidianas; en ellos está la razón de tanto joderse. El relato llega con frecuencia al fin de la lucha armada, cuando se regresa al pueblo sin nada, igual que como se salió unos años atrás, adolescente, para irse a la bola. Pero la desilusión no cuaja: tal vez de eso se trataba, y nada más. La promesa sigue en pie, igual que la decisión de volver a tomar la carabina, llegado el caso. Y queda el orgullo de haber hecho la Revolución. Tal vez repartan las tierras. Tal vez construyan una escuela, un camino, una clínica. En alguna medida, los hijos vivirán otra vida. Durante la ceremonia de entrega de premios del concurso, uno de los ganadores, general retirado que mostraba orgulloso su uniforme y sus medallas, habló fogosamente de una Revolución que no siempre ha cumplido sus principios, de un ejército popular que nunca debió llegar al 2 de octubre, de reivindicaciones no alcanzadas, a veces traicionadas. Y cuando el anciano militar evocaba las luchas y las ilusiones de los suyos, con voz vibrante y quebrada, los presentes supimos y sentimos lo que fue la convicción revolucionaria.

    Además de la información puntual, que enriquece nuestro conocimiento de aquellos años, hay aquí un mensaje inocultable que le da sentido actual al sentido de la historia. Estos ancianos que hoy recuerdan, niños aún, con sus familias grandes, hicieron historia, hicieron la historia. Sin sus actos cotidianos (de ellos, de tantos otros), actos sin el rango de gesta pero orientado (ahora podemos verlo) siempre en el sentido de reivindicar una causa popular, la Revolución no hubiera sido. Esa conciencia de que nuestros actos y nuestras abstenciones son la historia, de que cotidianamente ejercitamos la facultad de estar construyendo la historia, es una conciencia indispensable; siempre, pero tal vez hoy más necesaria que en otros tiempos, porque en las épocas difíciles no hay manera de estar al margen —y se participa mejor si estamos conscientes de ello—. Estos testimonios nos ayudan en esa tarea.

    En estas historias hay material para muchas historias; para historias diferentes de una Revolución que se justificó. Podemos tener una visión más equilibrada, menos broncínea y ecuestre —aunque con mucha frecuencia se haya vivido a caballo—. ¿Qué mejor homenaje a esa matrona de 75 años que dar el testimonio de quienes se acuerdan de ella, de los que no reniegan de haberla cortejado? Son los que no reclaman sus muertos ni sus hambres y reconocen, a fin de cuentas y al cabo de tantos años, que su saldo es positivo. Valió las penas, pues.

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