La Pesadilla Jarocha: Memorias De Panchito Viveros 1812-1829
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sacerdote Jos Arzamendi comienza a redactar sus memorias para su
nico hijo que ha sido herido en combate.
Describe su infancia en Vigo, Espaa; sus amores de juventud, su ingreso
como soldado del regimiento de Asturias y su llegada a la Nueva Espaa.
Testigo de los horrores de las Guerras Napolenicas y de la Guerra de
Independencia mexicana, as como de la devastacin por epidemias y
enfermedades de la poca.
Comparte aspectos de la vida de personajes como Antonio Lpez de Santa
Anna, Guadalupe Victoria, Juan ODonoj y Agustn de Iturbide.
La traicin, el amor, la amistad y la defensa de la patria son abordados
gil y detalladamente en La pesadilla jarocha. Memorias de Panchito
Viveros 1812-1829.
El autor transporta a los lectores al Mxico del siglo XIX, revelando sus
hechos, costumbres, tradiciones y dichos.
Miguel Salvador Rodriguez Azueta
MIGUEL SALVADOR RODRÍGUEZ AZUETA Ciudad de Veracruz 1971. Autor de las novelas históricas “La Tercera H” y el “Paraíso de los Locos”. Periodista, conferencista y abogado veracruzano. En 2009, el PECDA Veracruz, editó la primera edición de esta obra, dentro del Programa Cultural del Bicentenario de la Independencia de México.
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La Pesadilla Jarocha - Miguel Salvador Rodriguez Azueta
LA PESADILLA JAROCHA
Memorias de Panchito Viveros
1812-1829
10073.jpgMiguel Salvador Rodriguez Azueta
Copyright © 2010, 2013 por Miguel Salvador Rodriguez Azueta.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2013912280
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-6146-4
Tapa Blanda 978-1-4633-6145-7
Libro Electrónico 978-1-4633-6144-0
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 10/07/2013
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ÍNDICE
Chapter I LA HUIDA DE CERRO GORDO
Chapter II ESPAÑA Y LOS HORRORES DE LA GUERRA
Chapter III 1812
Chapter IV 1813 – 1820
Chapter V 1821
Chapter VI 1822
Chapter VII 1823 – 1826
Chapter VIII 1827 – 1828
Chapter IX 1829
Chapter X LOS HÉROES DE TAMPICO
Epílogo
A Ilse y Ximena
Ad astra per aspera
AGRADECIMIENTO
Edmundo O´Gorman decía que no hay que renunciar nunca a la aspiración de fabricar verdades
. Nada más cierto si consideramos que conforme pasa el tiempo y las presiones políticas, desaparecen los antihéroes que también suelen evaporarse o mejor aún, datos desclasificados o pasados por alto afloran para reconfigurar paradigmas de la historia nacional.
Estoy de acuerdo con Francisco Martín Moreno cuando afirma: la novela debe llenar los espacios vacíos dejados por la investigación histórica aportando tesis o planteando opciones a falta de pruebas concretas que impiden la continuación de los trabajos
. De no ser así, pasarían años sin que nadie removiera las aguas para sacar a flote verdades incómodas para ciertos sectores, pero que nos sirven para comprender y predecir el comportamiento colectivo nacional.
Sirva pues, la presente novela como una muestra más de la curiosidad y el compromiso histórico para aquellos olvidados en los calendarios y efemérides oficiales de México.
Especial mención para aquellos que intervinieron para lograr llevar a buen término este proyecto. A la familia Viveros por permitirme seguir usufructuando a Panchito Viveros, a Bárbara Tort por la intensidad de los motivos, a Dany Soberanis y Félix Martínez González por sus observaciones, a Lucy Trigo por su tolerancia durante mis viajes y ausencias a mi interior así como por las clases básicas de gallego, al maestro Jaime Velázquez Arellano, por la confianza de creer en lo etéreo, a FUNDACROVER y Rescate Histórico de México A.C. porque nos une un proyecto común, al Archivo Histórico de la Ciudad de Veracruz y del Estado de San Luis Potosí, al Cabo Luis Rey, corneta de órdenes del 83 Batallón de Infantería con sede en La Boticaria, por los trucos aprendidos
.
Mención especial al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) y al Programa de Estímulos a la Creación Artística, del cual fui becario en el año 2009 dentro del proyecto Bicentenario y Centenario y al Programa de Cooperación e Intercambio Cultural y Regional de la Zona Sur.
Miguel SalvadorRodríguez Azueta
Heroica Veracruz, Julio 2013.
Recobrar la historia es, en efecto, recobrar el destino;
recuperar la libertad para elegirlo.
País de un solo hombre
Enrique González Pedrero
En el Valle de México, Arquímedes hubiese hallado su centro de gravedad; de ahí, yo podía aún hacer temblar al mundo.
Memorial de Santa Elena 1816
Napoleón Bonaparte
LA HUIDA DE CERRO GORDO
La mula no pudo dar un paso más. Aunque no era un animal viejo, su corazón no soportó la huida entre penosas subidas y bajadas desde Cerro Gordo. En efecto, aquello fue una huida, desbandada, una carrera, pero no una honrosa retirada. Afortunadamente para Juan Tlecuile y su acompañante, el animal pudo alcanzar a llegar al barrio de San José en la ciudad de Xalapa.
La mula, a la que Juan Tlecuile no alcanzó a ponerle nombre ni a profesarle muestra alguna de cariño, dio un reparo y dejó de moverse, fue lo mejor para ambos. Antes que la mula diera por tierra, Tlecuile pudo sostener a Francisco Viveros para evitar que el animal le cayera encima.
Al iniciar el día 18 de abril de 1847 todo era confusión en Xalapa. La gente corría de un lado a otro, los soldados de reserva del cuartel de San José transformaban en minutos su cara de espanto a nivel pánico, debido a las trágicas noticias que los sobrevivientes de Cerro Gordo contaban a quien se detenía a escucharlos.
La caballería mexicana fue la última en arribar al campo de batalla cuando ya todo estaba perdido, y la primera en regresar a Xalapa llevando las malas noticias.
Todo aquello era desorden. Los mismos oficiales yanquis, espantados ante el horror de la matanza, trataban de llamar al orden a sus soldados que, enloquecidos por la sangre, se cebaban con los derrotados jugando tiro al blanco desde lo alto de los cerros.
Los soldados derrotados trataban de ponerse a salvo, poco importaba el cansancio debido a que muy pocos –si no es que ninguno– habían podido conciliar el sueño la noche anterior. Algunos, como Tlecuile, traían grabado en el cerebro el ruido de la guerra y aseguraban que aún en silencio seguían escuchando disparos y cañonazos.
Fue muy temprano cuando todo estaba perdido para el ejército mexicano, la carga de la infantería yanqui avanzó de frente para tomar el Cerro de la Atalaya, mientras un batallón enemigo sorpresivamente envolvió por una cañada del flanco izquierdo a la retaguardia mexicana.
Pancho Viveros, soldado de la Guardia Nacional, debió haber tomado en serio la primera advertencia que el destino le señalaba. Una granada estalló cerca de su compañía matando a dos soldados al instante, y a él, una esquirla se le incrustó cerca del pecho. Al revisarse, se percató que tenía perforada la casaca del uniforme hasta la camisa, pero el grueso de cartas dirigidas a su amada María Elena detuvo el avance del hierro candente.
–¡Mira Tlecuile!, ¡María Elena me cuida! –fue lo último que alcanzó a decir cuando una segunda descarga no tuvo compasión, y una esquirla candente le dio de lleno en la cabeza haciéndolo rodar por el suelo junto al general Ciriaco Vázquez, quien no tuvo tanta suerte y en ese momento expiraba.
Con los yanquis tratando de cortar la retirada del camino a Xalapa, el campo de batalla se volvió una pista de carreras en donde los derrotados trataban de ponerse a salvo lo más rápido posible. Como los primeros en poner el desorden fueron sus mismos oficiales, la tropa regular y milicianos optaron por el mejor camino que pudieron encontrar para huir de aquel infierno. Así Tlecuile –con gran esfuerzo– se echó en hombros el cuerpo lánguido de su amigo y, haciendo uso de una fuerza sobrehumana, bajó lo que restaba del cerro apoderándose de una mula de carga, cuyo responsable había tenido la mala fortuna de estar en el camino de un pedazo de metralla que le voló la garganta. Puyando sus costados con la punta de una bayoneta, Tlecuile logró que la mula iniciara el penoso recorrido.
Las campanas de la iglesia de San José empezaron a repicar sin cesar, a diferencia de pasados anuncios, en su mayoría festejos de victorias del general consentido del pueblo, el gran Santa Anna, en esta ocasión era diferente, puertas de casas y comercios se cerraron.
Como Dios le dio a entender, Juan Tlecuile dejó en el suelo a Panchito Viveros que en ese momento tenía la calidad de un bulto de maíz. Pasado el peligro inminente, la adrenalina dejó de fluir por el cuerpo de Tlecuile y éste empezó a aflojarse, sintiendo de golpe la fatiga del gran esfuerzo realizado desde las faldas de Cerro Gordo. Tlecuile hizo algunos intentos por detener a los transeúntes que caminaban tan apuradamente que casi pasaban por encima de Viveros sin detenerse a preguntar por su situación.
–¿Y ahora qué hago? –se preguntó.
Tlecuile, pensó en arrastrar a Viveros hacia los cuarteles o dejarlo en el atrio de la iglesia mientras buscaba ayuda. Después de todo, debía de ser cierto todo aquello que había escrito el joven Viveros respecto a los muchos amigos que tenía en la ciudad y en primera instancia debía aparecer la mentada güera, la famosa María Elena, esa mujer que de acuerdo con los escritos de Viveros debía ser la más hermosa de la comarca y en cualquier momento aparecería para reconocer lo que los yanquis le habían dejado por prometido.
Providencialmente apareció una carreta bajando del mercado de San José y en ella venía el arriero Mateo Paván, trabajador de la hacienda de Santa Bárbara, propiedad de don Francisco Viveros Rodríguez, padre del herido.
Paván hacía esfuerzos por tratar de esquivar a la gente que corría sin sentido. La carreta venía cargada de leña –por haberse cerrado los comercios–, regresaba a la hacienda sobre el camino a Coatepec.
–¡El niño Viveros! –gritó el arriero mientras brincaba de la carreta.
–¿Lo conoces?
–Cómo no, si es el hijo del amo.
–¡Ah chingá!, pues ayúdeme porque hay que sacarlo de aquí, necesita un doitor.
–Íjole, lo dejaron bien amolado los yanquis.
–Güeno, güeno, espabílese asté, que hay que sacarlo de aquí.
Mateo Paván corrió hacia la carreta y con una agilidad asombrosa destrabó la carga para vaciar la leña en media calle.
–¡Vamos, Vamos!, traiga al amo –gritó Paván mientras volvía a sujetar la carreta a las mulas.
–¿Vamos, vamos?, pus ni que el señorito estuviera hecho de plumas.
–¡Órale! no sea llevadizo con el amo.
–No pus qué cree, que el señorito Viveros vino volando hasta aquí, ¿Quién cree que lo venía lomiando?
–Ya le dije que no sea llevadizo.
–No pus, como asté no se lo lomió desde Cerro Gordo.
–No, pus, a poco, ¿desde allá vienen?
–Mesmamente, y ¿asté es?
–Mateo Paván, jefe de los arrieros del amo Viveros.
–¡Ah chingá!, no, pues yo soy Juan Tlecuile, soldado de la Guardia Nacional y compañero de armas del señorito.
–No pus mucho gusto.
–Igual digo, pero jálele pa’ un lugar seguro y luego platicamos.
Paván sujetó de nuevo la carreta a las mulas y de inmediato se apresuró a cargar a Panchito, quien era arrastrado por Tlecuile. El sonido de las campanas de las iglesias se iba atenuando mientras la carreta tomaba rumbo a Coatepec.
–No pus, aquí no está plano como en Veracruz, aquí hay un chingo de subidas y bajadas, con razón me arden las patas –dijo Tlecuile.
La carreta entró a un camino de piedra volcánica, el lugar era bonito. Desafortunadamente Tlecuile poco pudo admirar del imponente paisaje que brindaban el Cofre de Perote y el Cerro del Macuiltépetl, debido a que sentado junto a su amigo le iba cuidando las vendas de la cabeza, la herida al parecer había dejado de sangrar.
Un trabajador de la hacienda –alertado por los gritos de Paván– se acercó a la carreta para comprobar la causa del alboroto, de inmediato azotó a su bestia para dirigirse raudo rumbo al casco de la hacienda.
Cuando la carreta llegaba a la entrada principal de la hacienda, todos los empleados y el capataz se encontraban esperando al herido. Una mujer robusta, fuerte como un roble, se abrió paso entre los trabajadores.
–¡Mi niño, mi niño Panchito! –gritó.
Sin esperar a que la carreta se detuviera, aquella frondosa mujer –con una agilidad digna de recalcar– subió a la parte trasera.
–Creo que está muy malo –dijo Paván.
–¡Mi niño! –gritaba la grandota.
–Hay que llamar al doitor –apuró Tlecuile.
–Ya fueron por él –aseveró un trabajador de la hacienda.
La gigantona tomó en sus brazos a Panchito y de un brinco bajó de la carreta, con paso acelerado entró a la casa principal, atravesando el patio, haciendo a un lado a los mirones que sólo alcanzaban a persignarse. Uno de los arrieros se acercó a Paván.
Ya fueron a avisarle al amo Francisco, que anda en Coatepec, y también al padre Arzamendi.
–¡Íjole!, ¿Pues qué ya se va a morir? –preguntó Tlecuile.
–¡No, señor!, el padre Arzamendi conoce mucho de ciencias.
Los trabajadores se hicieron en torno a Paván para enterarse de los acontecimientos. A lo lejos todavía se escuchaban las campanas de la ciudad.
En ese momento de paz, y aún con el repique de las campanas y de los cañonazos zumbándole en los oídos, Tlecuile, se acercó a la fuente del centro del patio principal para beber un poco de agua. Jaló la cuerda y se acercó a la cubeta para darse cuenta que su rostro estaba totalmente desfigurado, no le había puesto atención a su cara desde hacía mucho tiempo, cuando cortejaba a las muchachas allá en Zongolica en las fiestas del pueblo.
La guerra le había transformado el rostro, ahora ya no tenía la cara de un niño y mucho menos cuerpo, sus manos estaban quemadas por la pólvora, sus ojos inyectados de sangre, sus labios deformados por tanto tragar humo y masticar los cartuchos de pólvora. Necesitaba descansar, tomar un buen baño.
–Bendita agua –pensó, mientras bebía el agua del pozo como si fuera la última gota que entrara a su cuerpo.
Mientras se secaba con los jirones de la manga de su casaca, volvió la mirada alrededor de la hacienda. Era bastante elegante, con una gran casa rodeada de jardines, la fuente, el pozo… Se podría decir que era hermosa, porque a diferencia de las que conoció en Veracruz, a ésta las múltiples flores de todos colores le daban ese toque de magnificencia, flores que en su sierra se daban tanto.
Los sonidos de las campanas se iban apagando, estaba a salvo, su amigo Panchito debía de estar bien atendido. Todo estaba aparentemente bien, sus piernas empezaron a flaquear, su vista se nubló.
Estaba en un lugar seguro, el cuerpo ya no le respondía, quería descansar sin que nadie lo molestara. Juan Tlecuile se fue desvaneciendo junto al pozo hasta quedar profundamente dormido, los cañonazos cesaron.
–¡Juan Tlecuile, Juan Tlecuile! –gritó Paván.
Juan Tlecuile se incorporó de su letargo buscando afanosamente su fusil, que ya no tenía.
–¡Presente, presente!
Paván lo fue calmando tomándolo de los hombros.
–Tranquilo, tranquilo hombre, todo está bien, nomás que ya está atardeciendo; se quedó usted bien dormido desde hace horas y el amo mandó que no se le molestara; pero como está oscureciendo me pidió que lo llevara a su habitación para que tomara un baño y lo espera a cenar.
–¿A mi habitación?
–Sí señor Tlecuile, el amo quiere charlar con usted durante la cena.
–¡Ah chingá!, ¿de veras? que yo no me robé nada.
–Bien, acompáñeme para mostrarle su habitación y el baño que ya está listo.
La temperatura ya había descendido, hacía frío, la noche estaba envuelta por un olor dulce de flores aromáticas.
En la planta alta Tlecuile fue introducido a una habitación más grande que su jacal, una cama que sólo había visto de reojo en casa de los amos y un vestíbulo donde estaba preparada una tina con agua caliente para su baño.
–¿No tendrá un estropajo? –preguntó con cautela.
–Pues no tenemos estropajo, pero ahí tengo una piedra pómez –le respondió Paván sarcásticamente.
–No pues pa’ botar la mugre todo sirve, hasta las uñas, ¿me la puede usted facilitar? –le dijo Tlecuile inocentemente.
Paván hizo un gesto de desagrado y se retiró para buscar la piedra.
Tlecuile no comulgaba con eso de bañarse en tina, para él no había nada mejor que el río, el agua fría templaba los ánimos, pensaba que la tina sólo era una revoltura de agua sucia donde uno se bañaba en su propio jugo.
Paván le facilitó la piedra y una muda de ropa de algodón que era del niño Viveros, cuando tenía no su edad pero sí su estatura y aún así le quedó algo holgada. Bañado, rasurado y con buen talante, Tlecuile se presentó en el comedor de la hacienda. Conducido por Paván a la mesa, sólo había dos comensales.
–El de la cabecera debe ser el mentado Francisco Viveros –pensó Tlecuile.
–¡Buenas noches señor Tlecuile! –exclamó Francisco Viveros mientras empujaba su silla de ruedas acercándose al recién llegado.
–Güenas, güenas –contestó Tlecuile, –¡Íjole!, el viejo está tullido –pensó para sí mismo.
El comensal de la cabecera, que daba frente a don Francisco, no se levantó.
–Señor Tlecuile, le presento al padre Arzamendi.
Tlecuile, se inclinó y besó la mano de aquel hombre.
–¡Vaya hombre!, deje usted eso que yo ya no ejerzo.
–Pero es asté padrecito, ¿qué no?
–Sí, pero bueno, hombre, pase, pase a la mesa.
–Así es, señor Tlecuile, haga favor de tomar asiento –insistió don Francisco.
Paván se acercó para jalar la silla que quedaba en medio de aquella gran mesa.
Tlecuile pensó que en aquella mesa podía comer toda su familia y sobraba espacio para invitar a su difunto compadre Pedro Guatzozo, alias el Pitirija.
–Pues bien, señor Tlecuile, me comentó Paván que usted rescató a mi hijo en Cerro Gordo.
–Mesmamente patrón, hoy precisamente los yanquis nos dieron una tunda de Dios Padre.
–¡Hijo! –intervino Arzamendi.
–Perdón padrecito, pero ansina jue la cosa.
–Qué desgracia, de hecho precisamente ahora mismo los yanquis están tomando la ciudad –aseveró don Francisco.
–¿Sin pelear? –preguntó Tlecuile.
–Ya no nos queda ejército dijo Arzamendi.
–Pus sí, en eso tiene asté razón su mercé, ya poco se podía hacer, pero el inche cojo tuvo la culpa.
–¿El cojo? –preguntó don Francisco.
–Sí, el inche Santa Anna.
–Ejem, ejem –interrumpió Arzamendi.
–¿Pus qué dije?
–Nada, que el general Santa Anna es muy apreciado por don Francisco.
–¡Ja ja! –soltó una risotada Viveros–. Padre, por favor, no hay por qué disimular delante de este buen hombre.
–Bueno Francisco, yo lo digo porque nunca se sabe.
–A ver Tlecuile, ¿por qué dice que la culpa fue del cojo?
–Bueno, su mercé, lo que pasa es