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El Gen Lilith Crónicas del Agharti
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Libro electrónico273 páginas6 horas

El Gen Lilith Crónicas del Agharti

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Esta es una novela que relata hechos ficticios y leyendas milenarias. No es un Ensayo.
Más de la mitad está dedicada a narrar una a Distopía ficticia. Un engaño histórico en el que la humanidad se ha visto inmersa desde la noche de los tiempos.
Si el lector gusta de la historia, aquí encontrará otra historia. Si gusta del misterio aquí lo encontrará. Si gusta de la fantasía, pues aquí la hallará sobradamente. Si le gusta Egipto y las civilizaciones antiguas, este libro está plagado de ello.
Si gusta de viajes aquí hay muchas millas.
Si está totalmente comprometido con sus ideas religiosas... Ni mire este libro.
Por lo que ruego que no tome nada de lo que aquí se cuenta como verdades.
Y sin embargo también encontrará algunas o muchas. Que cada cual escoja la suya.
Es mi deseo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2016
ISBN9781311412157
El Gen Lilith Crónicas del Agharti
Autor

George Macintosh

George Macintosh es el seudónimo de Jorge M. Bermejo Castellano.Español nacido en Sevilla, militar en la reserva de la Armada Española. 59 años.Sus aficiones: Pintor, Modelador, Diseñador Gráfico, Escritor y Aventurero.Entre otros muchos países y continentes estuvo en la Antártida dos veces en campañas de seis meses. Con el buque Antártico de Investigación "HESPERIDES".En la actualidad vive en Chiclana de la Frontera (Cádiz).

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    El Gen Lilith Crónicas del Agharti - George Macintosh

    EN EL VALLE DE GUIZA

    El anciano egipcio insistía en que mi compañero Arturo y yo nos arrimáramos al camello para hacernos la foto, pero a él le daba miedo. Era la típica foto de turistas debajo de la Gran Pirámide con nuestros falsos pañuelos de cabeza árabes. El camello estaba de rodillas y parecía tranquilo. Yo me apoye de espaldas en su grupa y un muchacho me ayudo a subir una pierna, de tal manera que casi sin darme cuenta me vi sentado a horcajadas… ¡Porque que me dejaría yo montar en semejante bicho!

    En dos segundos un chaval se puso a las riendas y el camello saltó como un resorte de muelle, en tres segundos más me vi volando a galope tendido, dándole cocotazos al joven camellero. Yo le gritaba: — ¡Para!— ¡Para…Maldita sea!—. Pero cuanto más gritaba yo, más aceleraba el camello. Aquel bicho corría más que un caballo, hacía que te temblaran todos los huesos y hasta los sesos dentro del cráneo.

    Detrás de nosotros salieron corriendo el anciano que tenía mi cámara de fotos con otro joven. ¡Y pensar que nos lo había advertido nuestro guía del autobús cuando salimos de Alejandría!…«—No subiros a los camellos que os llevan al desierto y os despluman—». Pero desde que llegue a puerto a Egipto se había instalado en mí un tremendo dolor de cabeza junto a un embotamiento que no me dejaba pensar con claridad.

    Acordándome de las palabras del guía estuve a punto de tirarme del camello en marcha, pero aquello estaba demasiado alto y a esa velocidad me rompería el cuello con toda seguridad.

    De pronto, al doblar una de las pirámides pequeñas, apareció a toda velocidad otro camello conducido por alguien parecido a un policía con boina y camisa marrón que blandía una vara muy larga. El policía camellero chillando en árabe le dio de varazos a los dos perseguidores que venían detrás de nosotros.

    Nuestro camello dio media vuelta a trote lento, y cuando llegamos a la base de la Pirámide de Keops suspiré aliviado al bajar de semejante engendro del diablo. Pero encima me tocó soportar las chanzas de mi compañero Arturito que me decía muerto de risa: — ¡Parecías Lawrence de Arabia pero en versión rapto de Europa!… ¡Vas a aparecer en los periódicos de mañana!—.

    Había sido un día muy intenso para mí, veníamos de visitar el interior de la pirámide de Kefren, el aire ardía y era tan denso que parecía que se podía masticar. Fue el remate desde que tres días antes atracamos con mi barco, el Portaaeronaves Príncipe de Asturias en el Puerto de Alejandría.

    Me llamo George y de apellido Macintosh como el famoso Apple, pero soy español de nacimiento y pensamiento. Mis padres eran escoceses nacionalizados en España. Nací en Galicia, en Vigo en 1957.

    Yo era Suboficial de la Armada cuando recalamos con nuestro buque insignia Príncipe de Asturias en Egipto, en el curso de unas maniobras a la que fuimos comisionados durante la Primera Guerra del Golfo. Solo estuvimos cuatro días en Alejandría...Pero ésta fue mi última navegación como militar, porque mi vida dio un salto formidable poco después, como contaré más adelante.

    Aquel viaje fue el punto de ruptura, el final y el comienzo de una aventura en la que me vi inmerso por el destino. Y que me condujo a una búsqueda que emprendí por mi cuenta, en pos de una aterradora revelación que me fue hecha más tarde en un monasterio de Corea del Norte.

    En Alejandría cuando atracamos al ver el aspecto del muelle, la decepción fue enorme. El gentío, el olor y el calor eran asfixiantes, se diría que el aire era un engrudo casi irrespirable. El agua del puerto apestaba a gasoil, tenía la consistencia y el color del chocolate pero gris marrón parecida al agua de fosa séptica. Nada más bajar a tierra se instaló en mi cabeza un dolor y un embotamiento que me duro tres días

    Pasamos un auténtico infierno. Ya que yo era el Suboficial técnico encargado de conectar los teléfonos de las líneas exteriores a tierra en el muelle. Teníamos el Almirante a bordo, el Estado Mayor al completo con varios comandantes, el Comandante, el Segundo Comandante. Total cinco teléfonos vitales. Y estábamos en situación de guerra en la que nos involucró el gobierno de Aznar, aunque nosotros no estábamos en zona propiamente de guerra.

    El jefe de máquinas me envió a contactar con algún encargado egipcio que nos dijese dónde podíamos conectar los teléfonos en el muelle. Éste estaba atiborrado de obreros chillando en árabe por todas partes. Mi Cabo Gil y yo anduvimos todo el cochambroso muelle. Allí no había cajas telefónicas, ni encargados, ni nadie esperándonos e intentábamos hablar con todo el que pasaba en inglés portuario que es el (inglés chapucero de los muelles).

    No nos entendía nadie y unos operarios nos mandaban a otros y todos chillando en árabe. A mí me iba a estallar la cabeza y Gil tenía ganas de llorar, porque llevábamos una hora ya en tierra bajo un sol de espanto.

    Al fin un chiquillo nos trajo a un anciano barbudo egipcio que decía ser el Chieff. Le enseñamos el teléfono de pruebas y nos indicó con dos dedos, dos líneas. — ¿Dónde están?——le dije—: Nos señaló una caja al otro extremo del muelle a más de cien metros de la proa del barco en la esquina de un almacén ruinoso. — ¿Cómo?—dijo Gil— ¡No tenemos tantos metros de cable Don George!—. «Los Suboficiales tienen el tratamiento de Don delante del nombre en la Marina», es una tradición.

    El jefe de máquinas y el segundo comandante me llamaban continuamente desde la borda del barco pidiéndome novedades, yo no sabía que decirles y sudaba como un condenado a muerte, mientras no parábamos de discutir con los egipcios en el muelle.

    Al fin vimos que estaban preparando dos cables al fondo del muelle. Esto me alivió un poco, pero como iba para largo y nos freíamos a pleno sol. El cabo Gil y yo nos refugiamos a la sombra de un tenderete de mala muerte que estaba instalado allí mismo a la orilla del muelle, frente al barco.

    Nos ofrecieron agua en unos vasos puercos opacos. —Gil dijo—: — ¡Yo no pienso beber ahí!— Pero teníamos la boca más seca que la suela de un zapato viejo en el Sahara, y bebimos... ¡Claro que bebimos!

    Gil estaba de los nervios y lo tranquilice como pude. — ¡Mira!— y le señalé a un egipcio con unas tijeras cortando el pelo a otro en una sillita allí mismo debajo del tenderete.

    El egipcio manejaba las tijeras con una habilidad pasmosa. De pronto nos vio vestidos de militar, dejó al que estaba pelando y vino hacia mí hablándome en árabe y en inglés con grandes gestos. Me enseñó unos papeles que llevaba colgando con un imperdible de su pecho, con un montón de sellos y nombres de buques de guerra americanos.

    Al fin le entendí que él decía ser el peluquero de los militares extranjeros que atracaban en el muelle cuando llegaban barcos. Y que me estaba pidiendo permiso para entrar en nuestro barco a pelar al personal de a bordo. —Yo pensé—:« ¡Si claro solo faltaba esto ahora mismo!»

    De pronto sin yo darme ni cuenta se situó detrás de mí, y aparecieron mágicamente unas tijeras en sus manos dándome tres cortes precisos y rápidos en las peluchas que siempre tengo en mi nuca. Al cabo Gil le entró la risa…—Juah, Juah, Juah—...Don George... Ahora sí que se va a tener que pelar —

    Dominé enseguida mi enfado inicial cuando el mago peluquero me puso una silla delante, porque mis pies ardían doloridos. Mientras me pelaba el peluquero, el cabo Gil me decía:

    — ¡Don George de esta no salimos sin un arresto, el jefe está en la borda esperando novedades, y usted aquí sentado tan tranquilo pelándose...JUahhhh....Juahhhh!—

    "— ¡Me cago en tus muertos Gil!—

    Menos mal que allí bajo el cochambroso tenderete no nos podían ver desde el Portaviones, total fueron tres minutos. Pero en este corto tiempo pensé en las palabras de mi mujer cuando nos despedimos en el muelle de Rota al partir.

    Francesca llorando, —me decía—: —George a ti no te hace falta pasar por esto. Si te gusta navegar y el mar comprémonos un barquito, tenemos medios—.

    ¡Ya lo creo que podía! Mi mujer era hija única de una familia noble italiana con muchas propiedades en Europa.

    Me despedí del ágil peluquero con la promesa de que a la tarde iba a dejarlo pasar al barco, porque no llevaba ni un penique encima… ¡Pobre peluquero!

    Gil y yo nos dirigimos hacia donde estaban los operarios egipcios, que se afanaban sin prisas preparando dos delgados cables a la otra punta del muelle, para empalmarlos a los nuestros. Cuando vimos los cables nos echamos las manos a la cabeza. No habíamos visto unos cables telefónicos más roñosos y desastrosos en la vida, eran todos empalmes y rozaduras.

    Gil era de Jerez y muy buen chaval, siempre estaba de buen humor y me tuve que reír a pesar de mi dolor de cabeza porque dijo: —Me parece que el Almirante se va a tener que comunicar con Madrid por tambor o con señales de humo—.

    Después de cuatro horas no había manera de llevar dos líneas de teléfonos al barco. Dos horas la pasamos saneando y empalmando cables, y otras dos comprobando desde el barco que no llegaba tono telefónico. No habíamos comido y eran las cuatro de la tarde.

    Estábamos deshidratados mientras un reguero de personal de dotación del portaaeronaves, salía del barco nos decía adiós sonriéndonos con sorna al pasar a nuestro lado por el muelle y se iban de turismo por Alejandría.

    Al final conseguimos conectar un sólo teléfono para el Almirante… ¡Todo un triunfo! Nos fuimos agotados al barco y nos duchamos sin comer.

    Aunque no podía con mi cuerpo y me seguía estallando la cabeza, como al día siguiente tenía guardia, no podía y no quería perderme esa tarde la salida a Alejandría.

    Quedé con el cabo Gil para salir y cuando íbamos a cruzar el portalón del barco para bajar al muelle… ¡Tierra trágame! Allí estaba el peluquero egipcio con su turbante y sus acreditaciones de papel, llena de sellos yanquis colgando de su pecho, y gesticulando como un poseso.

    Estaba discutiendo con el cabo de guardia, y le decía que tenía permiso para pelar a bordo del Capitán electricista del barco…«O sea yo». Me tapé como pude la cara con la gorra de visera pasando por detrás sigilosamente, y luego dando grandes zancadas por el portalón baje volando hacia el muelle donde me esperaba el cabo Gil.

    « ¡Quien me iba a decir a mí que ésta era mi última navegación con la Armada!». ¡Y cómo iba a adivinar yo, cuanto iba a cambiar mi vida después de visitar Egipto por primera vez!… Pero ahora sé que todo estaba escrito, desde que me enrolé como marinero voluntario especialista en la escuela de Vigo, hasta los extraordinarios eventos por los que sucesivamente he pasado en mi vida.

    Cuando salimos del barco a visitar Alejandría. Mi cabeza daba vueltas a las palabras de Francesca. Últimamente se me estaba complicando bastante mi trabajo en la Armada. Me estaba haciendo la vida imposible el tirano del Jefe de Máquinas, era el más déspota que conocí en toda mi vida militar, tenía a todo el personal estresado.

    Era una tradición muy antigua que las familias nobles, tengan miembros en la Armada, pero este individuo realmente se creía de verdad de sangre azul.

    Algunos oficiales…«Aunque no eran todos», te miraban por encima del hombro como a la («vil canalla de proa», que así llamaban a la tripulación en los Galeones del siglo XVII y XVIII). Y esta clase de oficiales no se fiaban de nadie, ni siquiera de sus suboficiales.

    Estuve meditando, que mi mujer tenía razón…Montaba demasiadas guardias al mes de veinticuatro horas a bordo. Empalmábamos con la jornada de trabajos al día siguiente, y esto sumado a las navegaciones. Total eran casi tres cuartos de mi vida fuera de nuestra gran casa de Sevilla, y de mi querida esposa Italiana.

    Yo no quería ser un mantenido de nadie y me gustaba la Marina. Pero en mi situación y con mis medios económicos, otro ya hubiera dejado la Armada. Tampoco el sueldo era para tirar cohetes. Solo se le sacaba un poco de punta, cuando navegábamos cobrando días de aguas internacionales. Sin ellas cobraba menos que un Policía Local raso de ciertos pueblos, aunque fuera Suboficial Especialista de la Armada.

    Francesca estaba deprimida, casi estábamos recién casados y nos veíamos sólo de tiempo en tiempo. Con la vida que estaba acostumbrada a llevar ella, esto era una tortura innecesaria, y una espera interminable para una mujer enamorada y sin problemas económicos.

    Yo estaba colado por Francesca, no de su dinero. Tenía miedo de perderla y nuestra separación se me hacía insoportable. La había conocido en Lanzarote en 1983. Sus padres tenían una impresionante mansión de veraneo cerca de Arrecife en Teguise. Fue durante una navegación cuando era Cabo Primero.

    Ese año que recalamos en Canarias, visite la isla de Lanzarote. Y a partir de esta visita… Mi vida dio un viraje de ciento ochenta grados sin yo buscarlo ni saberlo.

    Pero ahora estaba en Egipto y aunque yo no tenía cuerpo para nada, no estaba dispuesto a perderme algo tan exótico que no sabía si iba a volver a visitar de nuevo.

    Gil y yo recorrimos todo el largo muelle como si fuera un castigo, porque volvimos a estar enseguida chorreando de sudor. Era peor que si lleváramos una plancha de hierro a las espaldas en Sevilla en pleno mes de agosto a las tres de la tarde.

    El cabo Gil siempre era muy animoso. Pero con la paliza de la mañana andaba hecho polvo igual que yo, y decía el pobre: — ¡Me comería un camello ahora mismo, mis tripas chillan de hambre!—

    Al salir del puerto en la misma entrada a Alejandría, encontramos un enorme mercado lleno de tenderetes de todo tipo. Estábamos buscando un lugar donde comer y beber algo. Pero sentimos una bofetada de olores que nos hizo olvidarnos del hambre por largo tiempo. No había visto un mercado más caótico en mi vida; el tufo de los montones de especias, y los colores de todo mezclado con el aire irrespirable, eran agobiantes.

    Pero cuando de verdad se nos pasó el hambre, fue cuando pasamos por carnicerías con vacas y cabras enteras despellejadas que estaban colgando de ganchos en plena calle y comidas por miles de moscas. Comprendimos enseguida que todos esos olores de especias y sándalos, eran para tapar todo esto, y de camino purificar el aire al no usarse apenas el frío para conservar los pescados ni las carnes.

    Salimos de allí como pudimos totalmente mareados. Nos encontramos a unos compañeros del barco, y le preguntamos donde podíamos comer algo. Ellos con guasa nos dijeron que más adelante había unos «baretos», muy baratos. Continuamos andando y llegamos a una zona de bulevares. Pero en ningún sitio nos atrevimos a entrar; ¡ahora entendíamos la bromita de los compañeros! Solo había egipcios barbudos fumando pipas de agua llamadas Shishas, tomando té y jugando al Back gamón y al ajedrez.

    Gil decía: "— ¡Mi reino por un barril de cerveza!… ¡Mi caballo por un bocadillo de jamón!… ¡Mi espada por un botellín de birra!… ¡Y mi escudo por un sándwich de roquefort!—… Así era Gil, siempre estaba bromeando.

    Gracias a que nos encontramos con otro compañero, y nos aconsejó tomar un taxi para ir al centro de Alejandría. Le hicimos caso parando uno, y le dije al taxista: —Please at the center of the town.— ¿Españoles no?—…—dijo el taxista egipcio—.

    Lo mire sorprendido asintiendo…—Yo habla Españuolo—…—Yo Rial Madri—. Dijo el egipcio, enseñándonos una pegatina del equipo en el salpicadero del taxi.

    Gil se partía de risa y le decía: —Yo también, ¿pero dónde haber birra fría, … Muy fría…Glaciaaaaal?—

    Yo pensaba: « ¡Qué país el nuestro que sólo nos conocen por el futbol, el flamenco y los toros!». En aquella época ya había mucho turismo español en Egipto, y nos encontramos con muchos paisanos por las calles… Hasta nos aceptaban los egipcios monedas de cien pesetas al comprar.

    El recorrido al centro en taxi fue otra epopeya. El tráfico era un caos absoluto, no había semáforos, ni pasos de cebra. Lo mismo se cruzaba un carro cargado hasta la bola con un minúsculo borriquillo. Que toda una familia montada en un Vespino. Estuvimos a punto de chocar varias veces, pero Jakim, que así nos dijo que se llamaba el taxista, era un sorteador increíble.

    No se trataba de conducir, sino más bien de esquivar…«Yo creo que ese hombre podía conducir un coche loco de las ferias en hora punta, sin pegar un sólo toque con nadie en todo el día».

    Al fin llegamos al centro y nos dejó frente a un bar más o menos aceptable, Y nos dijo el taxista: —Aquí bueno, birra, Kebab bueno—. Luego nos dio una buena clavada al pagarle, no sin antes gritar…Viva Ria Madri … Pero no nos importó demasiado, ya que fue un alivio bajarnos… Teníamos el corazón en la boca y el estómago en los pies.

    Al entrar en el bar había un gran cartel en la fachada de cerveza egipcia marca «Stella». Y Gil entró dando saltos de alegría en el bar… —Camarero dos birras…Bueno no, cuatro… Four bear please—.

    Me senté en una mesa y vino Gil botando como un canguro con las manos ocupadas de botellines. La verdad es que la cerveza era muy buena, y estaba muy fría, por lo que pedimos unas cuantas más.

    A Gil se le iba poniendo carita de felicidad por primera vez, y le dije: —Gil no hemos comido nada, y con el estómago vacío vamos a acabar a cuatro patas—.

    —No se preocupe Don George—

    "— ¡Gil te he dicho que me tutees en la calle por favor!—

    — ¡Ahora vengo, dijo el!—, dando un salto y dirigiéndose hacia la barra atestada de gente.

    No tardó ni cinco minutos cuando vino con dos platos enormes, con una especie de extraños bocadillos de carne con mil cosas y salsas.

    — ¿Qué es esto Gil? —

    —Kebab Don George, lo que nos dijo el taxista—,

    "— ¡Mire es aquello!: Señalándome a unos rollos de carne puestos en

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