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En busca de la Tierra Hueca
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Libro electrónico280 páginas5 horas

En busca de la Tierra Hueca

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Información de este libro electrónico

 
            1985. Sur de Chile.
 
            Roberto Leiva, reportero de un periódico de provincias investiga la misteriosa desaparición de un excursionista norteamericano en las inmediaciones de una comunidad alemana en las montañas del sur de Chile, mientras las autoridades obstaculizan  toda investigación.
 
            El periodista se topa con una sociedad secreta neonazi, que busca una caverna donde los chamanes indígenas realizaban sus rituales de iniciación, y que es la entrada a la entrada a la Tierra Hueca, el mítico mundo subterráneo de Agharta. Allí es donde además está escondido el último proyecto secreto de Hitler, conocido como «Die Glocke», o «Campana Nazi». Roberto Leiva, junto a un ex guerrillero,  y una agente del Mossad, intentan impedir que los nazis accedan a este secreto, con la ayuda de una legendaria comunidad indígena que se creía extinta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 feb 2014
ISBN9788408125662
En busca de la Tierra Hueca
Autor

Nelson Poblete

              Nacido en Chile, vive actualmente en Barcelona.               Como historiador, ha realizado el doctorado de Historia en la Universidad de Barcelona, y se ha especializado en Poesía, Simbología Medieval, y Cultura Popular.                         Así mismo, es compositor e intérprete de sus propias canciones, y actualmente viaja haciendo conciertos en salas y festivales de toda Europa.      

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    Vista previa del libro

    En busca de la Tierra Hueca - Nelson Poblete

    Índice

    Portada

    Índice

    Dedicatoria

    Cita

    Prólogo

    Provincia de Cautín, sur de Chile, 1944

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Epílogo

    Agradecimientos

    Notas

    Créditos

    La verdadera, la única obsesión de Hitler eran las corrientes subterráneas. Hitler abrazaba la teoría de la oquedad de la tierra, la Hohlweltlehre.

    HUMBERTO ECO, El péndulo de Foucault

    A mi hijo Guille

    PRÓLOGO

    El autor de esta inolvidable novela de aventuras me resulta tan querido y entrañable que me cuesta recordar el momento exacto en el que nos conocimos. Como el protagonista de su novela, él es una de estas almas libres y sabias que aparecen muy de vez en cuando, y que nos causan la impresión de que han estado en el mundo desde el inicio de los tiempos.

    Sí recuerdo un concierto de Nelson Poblete en la azotea de mi casa, en el marco de una fiesta veraniega a la que acudieron medio centenar de privilegiados. Siempre he sido un admirador de su trabajo como cantautor, y temas como De puerto en puerto o Canción letal forman parte de los tesoros musicales que nunca me canso de revisitar.

    Pero además de un excelente músico y compositor, de buen principio entendí que Nelson Poblete es un Narrador, con mayúsculas. Ese es un talento que se lleva en la sangre y se percibe por la manera en la que una persona relata en público los hechos que ha vivido, inventado, o bien una mezcla de ambos.

    Homero debió de ser un gran narrador para, en un tiempo en el que los contadores de historias abundaban por las plazas y mercados, haber trascendido los milenios como canalizador de la aventura de Ulises.

    Al igual que el orador ciego que todo lo veía, cualquier historia en manos de Nelson Poblete se convierte en una odisea llena de ricos matices, anécdotas, giros y paisajes que se quedan grabados en la memoria.

    Cuando me confió su intención de escribir En busca de la Tierra Hueca, situando la historia en los más misteriosos parajes de su país natal, supe que de sus manos solo podía salir una narración extraordinaria.

    Y así ha sido.

    Nada más empezar la novela, Anselmo Leiva, ese sargento de carabineros reconvertido a veterinario, nos promete una aventura llena de sorpresas, peligros y revelaciones.

    Como trasfondo de este magnífico thriller con destellos esotéricos tenemos el mito de la Tierra Hueca, uno de los mundos perdidos que los nazis buscaron con tesón y que los llevó a organizar secretas expediciones por esta parte del mundo. Lo que sucedió en ellas y si llegaron a acceder a las más ocultas galerías que ha poblado la humanidad sigue siendo un enigma, aunque el autor de este libro tiene sus propias fuentes de información y nuevas teorías al respecto.

    Estimado lector de cualquier género y procedencia, bienvenido a la búsqueda de la Tierra Hueca de la mano de un guía literario y experimentado: Nelson Poblete.

    Siento sana envidia por la persona que está a punto de ingresar en este singular viaje iniciático, puesto que desconoce lo que le espera a lo largo de una travesía que, como yo, ya nunca olvidará.

    FRANCESC MIRALLES

    Provincia de Cautín, sur de Chile, 1944

    Cuando el exsargento de carabineros Anselmo Leiva terminaba de cruzar el vado de un río, se dio cuenta de que su caballo cojeaba de una de las patas traseras. Efectivamente, su caballo había perdido una herradura.

    Desmontó y agitó sus agarrotadas piernas para reactivar la circulación. Respiró profundamente y se quedó mirando el vuelo de una bandada de gansos salvajes que se perdió tras una arboleda que ocultaba un pequeño lago.

    Era casi primavera y las montañas volvían a cobrar vida. Anselmo había visto ya muchas primaveras por aquellas tierras. Sus viajes a caballo duraban dos o tres días, y últimamente lo dejaban bastante maltrecho, lo que demostraba que los años no pasaban en balde.

    Había dejado por fin su puesto de carabinero para ejercer el oficio de veterinario, y se sentía satisfecho consigo mismo. Liberado de la vida de policía en la Frontera, había dejado atrás los sobresaltos y las heladas noches de patrulla. Prefería trabajar por su cuenta, atendiendo el ganado de los magnates del sur de Chile. Su sueldo apenas le daba para cubrir los gastos de su familia, y aunque sus ingresos ahora eran más inestables, tenía la sensación de disponer de su tiempo.

    Castigado por los inviernos sureños, Anselmo ya no estaba para perseguir bandoleros por bosques y montañas, siguiendo rastros que desaparecían de repente y que alguna vez le habían llevado por caminos cordilleranos hasta la frontera argentina. Ahora, la mayor preocupación de Leiva era asegurar día a día el sustento de su familia. Llevaba un par de meses vacunando a los animales de los terratenientes de la zona, y complementaba este trabajo adiestrando caballos para las carreras.

    Para el veterinario, las carreras «a la chilena» —montando a pelo sobre el animal— no solo eran su pasión, sino también su fuente de ingresos más importante. Había iniciado aquella práctica siendo policía, aun cuando las apuestas estaban prohibidas para los agentes de la ley. Anselmo adiestraba y montaba sus propios caballos, jugándose el jornal contra otros jinetes de la provincia.

    Había que invertir mucho tiempo para que un caballo se transformara en un animal dócil. Como los humanos, algunos no tenían ningún talento y eran bastante torpes, con lo que tras una carrera fallida eran vendidos a bajo precio para tirar de un arado o de una calesa.

    Anselmo Leiva había sido domador de potros en su juventud y conocía la psicología de los caballos mejor que la de las personas. A menudo prefería hablarle a un caballo que tener una conversación con algún paisano corto de entendederas.

    Al ganar una carrera no solo cobraba la parte que le correspondía de las apuestas, sino que reforzaba su popularidad como veterinario, lo cual a la larga no dejaba de ser una inversión.

    Por lo general, cuando requerían sus servicios, le invitaban también a participar en los rodeos de la hacienda, que a menudo coincidían con una boda, un aniversario o las fiestas patrias. Entonces se quedaba algunos días disfrutando de la fiesta, la comida y las conversaciones hasta iniciar el regreso a su casa.

    Mientras cambiaba la herradura de su caballo, Anselmo se acordó del último festejo, que se había prolongado una semana. El animal hizo un movimiento hacia arriba con la cabeza, acompañado de un bufido, para darle a entender que también recordaba aquel evento. El caballo vigilaba la operación mientras su dueño le sujetaba la pata entre las piernas. Iba sacando los clavos de la boca para después martillearlos uno tras otro en el trozo de metal.

    —No te muevas tanto, Montgomery —dijo al dar un último golpe de martillo a la cabeza del clavo.

    Montgomery debía su nombre al general británico que, dos años atrás, había expulsado a los alemanes de Egipto en la batalla del Alamein. La mujer de Anselmo aseguraba que el caballo tenía la misma mirada que el célebre líder militar.

    Le dio una palmada en el anca, guardó las herramientas y ágilmente se subió a la montura para continuar el viaje. Estaba llegando la primavera y el deshielo hacía que los ríos fuesen más difíciles de cruzar que en cualquier otra época del año. Pero siempre encontraba un lugar por donde pasar al otro lado. Anselmo detestaba meterse en el agua fría de los ríos de la región de Cautín y cruzar a nado con el caballo. Ya no estaba para hacer esas proezas como en los viejos tiempos.

    El veterinario se internó por un camino bordeado de helechos que atravesaba un espeso bosque de coigües, raulíes, alerces, robles y otras especies que, como cualquier hijo de la Frontera, sabía reconocer y formaban parte de su universo.

    Tardó alrededor de media hora en salir de la espesura para llegar a una hondonada que bajaba hacia un valle. Desde allí se divisaban las construcciones de madera oscura que conformaban la hacienda Kammler.

    Edgar Kammler había logrado llegar a Chile en 1931 junto a su mujer y su hijo de dieciocho años, en lo más agudo de la crisis económica de la Alemania de la posguerra, y en medio del caos de la situación política de la República de Weimar.

    Se había establecido en la región de Lonquimay, recibiendo del gobierno chileno todas las facilidades para empezar una nueva vida.

    El hacendado sentía una fuerte nostalgia hacia la tierra donde había nacido y se emocionaba al explicar ciertos episodios de la guerra en Europa en la que los soldados alemanes vencían en los campos de batalla y demostraban su superioridad frente al enemigo.

    Al principio, Anselmo había considerado que los Kammler eran mal agradecidos por sentirse todavía alemanes antes que chilenos, actitud que en la época en que Hitler estuvo en el poder seguía la mayoría de las familias germanas de Chile. Tiempo después sintió lástima por ellos al presenciar cómo despedían en la estación de ferrocarril de Pitrufquén, con fanatismo y fervor patriótico, a sus hijos, quienes iban a embarcarse en un vapor en el puerto de Talcahuano con destino a Hamburgo para alistarse en las filas del ejército alemán.

    Al principio todo era orgullo y entusiasmo. Poco a poco habían dejado de llegar las cartas de sus hijos. Ahora pocos las esperaban. Alemania estaba perdiendo la guerra.

    Werner era uno de los hijos de Kammler, y, por suerte, sus cartas continuaban llegando.

    Kammler le saludó efusivamente al verle llegar. La cara estaba colorada por el alcohol. Medía alrededor de un metro setenta. Tenía los ojos azules y la mirada penetrante. Cubría la brillante calva con un sombrero tirolés; y a pesar de lo campechano de su aspecto, sabía cómo mandar a sus empleados.

    La mayoría eran rufianes peligrosos que cuando se emborrachaban en la cantina del pueblo podían provocar una pelea o incluso un tiroteo. Sin embargo, tenían un respeto reverencial a su patrón, quien los trataba dándoles una de cal y otra de arena, a menudo amablemente, y cuando tocaba, con extrema dureza, usando el mismo lenguaje soez con que ellos ornamentaban sus diálogos.

    Sin embargo, Edgar Kammler era un hombre culto que amaba las artes y poseía talento musical. Tocaba la cítara, un instrumento parecido a una pequeña arpa con la que gustaba de interpretar la popular canción del Barrilito de cerveza, moviendo sus dedos regordetes con la delicadeza de una doncella.

    Anselmo desmontó del caballo frente al porche. Observó que el alemán estaba ansioso de verle e intentaba demostrar su hospitalidad realizando aspavientos, exagerando su efusividad.

    Corrió hacia él alegremente y le ayudó a desmontar del caballo.

    Le tomó del brazo y, sin darle oportunidad de decir una sola palabra, comenzó a parlotear acerca de las reformas que había hecho en su casa, de la necesidad de vacunar sus animales contra el carbunclo, de que pensaba despedir a alguno de sus empleados y de lo mucho que le gustaría que le adiestrase una yegua para las carreras.

    Sirvió dos vasos de jamaica, el ron que hacía traer de las Antillas, mientras le explicaba:

    —Voy a encargarle un trabajo muy especial. Solo usted puede ayudarme, porque conoce la región mejor que nadie. Es un asunto que tendrá que mantener en el más absoluto secreto. Le pagaré bien.

    —¿De qué se trata? —preguntó Anselmo mientras el licor le abrasaba el gaznate.

    —Necesito que vaya a la estación de Temuco a recibir a un amigo alemán que en unos días desembarcará en Chile. Alguien de confianza debe ayudarle y servirle de guía por estas montañas, ya que, entre otras cosas, quiere visitar varias comunidades de compatriotas.

    Intrigado, el veterinario apuró su copa y miró fijamente a Kammler. El hacendado siempre le había inspirado confianza, pero su olfato de policía le hizo percibir que en aquella visita había algo extraño, turbio. Entonces se atrevió a preguntar:

    —¿Y qué tipo de asuntos trae a su amigo aquí, al sur de Chile?

    —Negocios.

    —¿Negocios?

    Kammler dudó un segundo antes de asentir de manera poco convincente.

    Anselmo sabía que el único negocio que podía llevar a un alemán fuera de su patria era la guerra.

    1

    Pitrufquén, sur de Chile, 5 de mayo de 1985

    Cuando alguien se quedaba largo rato mirando las musarañas, con la vista fija en el vacío, la gente solía decir: «Hay muertos que no saben que están vivos, así como vivos que no tienen idea de que están muertos».

    Roberto recordó que en esa misma mesa, cuando tenía diez años, su abuela le había dicho esa frase instándolo para que regresara a la tierra y terminara lo que le quedaba en el plato, después de que le viera quedarse inmóvil, sin decir nada, imaginando el escenario montañoso que su abuelo le acababa de describir, por donde huían dos jinetes a galope tendido perseguidos por unos soldados después de robar un tren usando dinamita.

    La abuela había muerto hacía ya varios años; su abuelo tampoco estaba ya en este mundo; y Roberto tenía de ellos un recuerdo borroso, como de una película en blanco y negro, que era muda casi siempre, excepto cuando por alguna razón se acordaba de alguna de aquellas frases y creía oír sus voces tan ajadas como la piel de sus manos de papel.

    El periodista desayunaba ajeno al sonido de las gotas de lluvia que bailaban una frenética danza invernal sobre el tejado de su casa.

    La mesa estaba en el centro de la cocina, frente a una ventana que mostraba un patio grande, con un cobertizo para guardar herramientas, leña y utensilios que no se utilizaban en décadas, unos árboles frutales de ramas desnudas que conformaban la huerta de la casa, y hacia la izquierda, una verja de alambre en forma de rombos marcaba el límite donde empezaba un paisaje triste de viviendas dispersas, difuminadas en la niebla y el humo de las chimeneas, y lejanos cerros oscuros con bosques de coníferas.

    Por una calle parcialmente pavimentada, pasaba una calesa de ruedas de neumático tirada por un caballo con anteojeras que era conducida por un hombre erguido sobre el vehículo con un paraguas en una mano. Seguro, debía de regresar de la feria que se celebraba los domingos en el pueblo.

    Roberto se había levantado tarde, y disfrutaba de un día en que no tenía nada que hacer. La última semana había sido muy movida, y en el periódico los últimos acontecimientos le habían generado una actividad frenética.

    Su casa estaba en las afueras del Pitrufquén, cerca de la bajada que daba al río. Se trataba de una vivienda de madera de una planta, construida por sus abuelos en los años cuarenta.

    El centro de la casa era la cocina, una habitación grande y templada, cuyo fuego permanecía siempre encendido. Notaba en la espalda el agradable calor de la vieja cocina de hierro que, a pesar de ser toda una reliquia, aún funcionaba.

    Tras insertar un nuevo leño en aquel armatoste, reparó en un paquete de fotos que acumulaba polvo y grasa sobre una repisa de la cocina. Lo abrió con temor a revivir fantasmas que aún no se habían permitido tener descanso.

    La que fuera su mujer, junto a su hijo, le miraba desde la terraza de un bar de un balneario en Villarrica, una tarde de verano luminosa, para siempre congelada en el tiempo.

    «Ahora parece que nada hubiera existido», se dijo mientras se sentaba en un pequeño sillón al lado de la estufa de la cocina.

    A través de la ventana orientada hacia el patio, los tonos verdes y grises del paisaje contrastaban con aquel sol que le quemaba desde otro tiempo y otro lugar.

    «Tendré que ponerlas dentro un álbum antes de que se estropeen.»

    Había tomado la costumbre de hablar en voz alta. A sus treinta y dos años vivía solo y sin perspectiva de compartir la melancolía. Eso le hacía dudar si estaba realmente vivo o si tal vez era un muerto que no conocía su verdadera condición.

    Revisando aquellas fotos, y a punto de entregarse a su habitual ejercicio de lamentaciones, el timbre del teléfono le sobresaltó. Avanzó con desgana por el pasillo hasta la mesita del comedor donde se encontraba el aparato y levantó el auricular.

    Era César Ortiz, el fotógrafo del periódico.

    —Roberto, ¿estás ocupado? Necesito verte ahora mismo.

    —¿Por qué? —respondió presintiendo que su fin de semana había terminado.

    —Ha aparecido un nuevo cadáver.

    —No me digas —Leiva replicó cínicamente delatando que la llamada no le hacía la menor gracia—, déjame adivinar…, ¿en un río?…

    —Al lado de un río que ya conocemos.

    —El río Allipén.

    —Exacto. Un tipo se ha colgado del cuello. Suicidio. No te lo vas a creer, se trata de Pedro López.

    La mención de ese nombre le sacó del estado de apatía.

    —¿Pedro López, pero cómo, por qué?

    —Dicen que la causa fueron sus penas de amor.

    —¿Se ha matado por una mujer?

    —O por una de sus ovejas, quién sabe; pero da igual, el caso es que ahora está muerto.

    —Aparte de morirse de asco, es la única manera de acabar pronto por estos lares.

    César dejó pasar el comentario cínico, pues a sus cincuenta cumplidos, cargaba con una separación sin hijos, y en su momento había estado al borde del suicidio después de haber pasado por la obligatoria etapa alcohólica.

    El fotógrafo del diario Austral, que a su vez era fotógrafo de la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones de Temuco, adoptó un tono profesional:

    —López se ha suicidado cerca de donde encontraron el cadáver del presunto turista norteamericano desaparecido, del que escribiste una nota en el periódico, no recuerdo el nombre.

    —Iván Wilensky.

    —Ese. Pedro López fue el último que vio a Wilensky antes de que desapareciera. Lo encontraron muerto esta mañana en la entrada del puente, frente a su casa, en el sector Cuatro Esquinas, cerca de Cunco. Hay una familia que está encargada de cobrar un peaje a los peatones y vehículos que quieren cruzar. La esposa del encargado ha sido quien lo ha encontrado esta mañana. Era la hermana del difunto. Imagina el impacto.

    —¿La hermana? Pobre mujer…

    —Vivimos tiempos difíciles, amigo. No olvides que estamos en una dictadura. Por otra parte, he pensado que podrías acompañarme a ver el cadáver de López. Seguro que esto tiene que ver con algo que no conocemos del norteamericano desaparecido. Lo huelo y te digo: aquí hay gato encerrado.

    —Lo que debemos hacer es descubrir dónde está encerrado el gato.

    —Sí, y después de descubrirlo tal vez nos encierren a nosotros para hacerle compañía. Hay que irse con mucho ojo, porque lo más probable es que Wilensky esté muerto.

    —Quizá. Todo gira en torno al mismo río y la misma gente. Está claro que hay muchos invitados a esta fiesta, y son todos conocidos...; gracias por invitarme.

    —De nada, a ver qué encontramos. Como este caso es interesante, he pensado que podrías pasar a buscarme a mi casa y me llevas en tu

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