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El Santuario de la Tierra
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Libro electrónico789 páginas18 horas

El Santuario de la Tierra

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Sixto Paz recoge en este libro, su vigésimo, en forma novelada su legado más importante como expedicionario a los lugares de "poder" más importantes del mundo, desde la Isla de Pascua al Paititi en el Amazonas, desvelando el origen oculto de la Humanidad y las claves secretas para progresar como especie y elevar nuestro nivel de conciencia.
IdiomaEspañol
EditorialKolima Books
Fecha de lanzamiento15 jun 2017
ISBN9788416994304
El Santuario de la Tierra
Autor

Sixto Paz Wells

Sixto Paz nació en Lima (Perú) en 1955. Licenciado en Historia y Arqueología por la Universidad Católica de Perú. Viaja anualmente a más de 20 países, impartiendo conferencias y seminarios, y es invitado a cuanto Congreso Internacional se celebra sobre la materia, así como a canales de televisión y programas de radio en todo el mundo para comentar sus experiencias y cualquier hecho relacionado con el tema. Compagina su labor de investigación y de conferenciante difundiendo los mensajes recibidos de inteligencias extraterrestres con la escritura. Es autor de 20 libros hasta ahora en los que estudia y explica el fenómeno OVNI y más de otros hechos extraordinarios.

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  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Basado en argumentos arqueologicos veridicos e historia , inspirador. Ahora deseo visitar cuzco y la isla de pascua. Hasta soñe con los incas jjjaja.... En el ambito espiritual me hizo sentir que soy una oruga en proceso de transformación, que es difícil un cambio real y que mi ambiente realmente me afecta y esa es una tarea muy complicada de superar. Los cambios deben ser profundos de corazón con amor...Gracias.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    he estudiado ciencias ocultas, misticismo, filosofía gnóstica, enseñanzas orientales y todo coincide en este libro grandes verdades relatadas en en esta maravillosa novela de aventuras pero que mas que nada nos recuerda que debemos volver al amor hacia la humanidad ,a la tierra y a nuestros orígenes como seres humanos, muy buen libro.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Me encanto, primero fue como viajar en el tiempo. E ir al pasado lleno de historia, luego me encontré sumergida en un mar de conocimiento que de pronto la sabiduría empieza hablar por si sola. Luego todo se torna mágico e inexplicable donde debes sentir y dejar que la magia de la vida se exprese atreves de tu corazón para que empiece a manifestar su perfección en vos y a través de ti.

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El Santuario de la Tierra - Sixto Paz Wells

heroínas.

I. EL OCASO DE LOS HIJOS DEL SOL

«El Inca Huayna Cápac murió, tal como lo anticipaban las profecías, en medio de una terrible epidemia, y con él murió su sucesor, Ninan Cuyuch, viniendo a continuación una desgastante guerra civil entre los hijos del Inca, que rivalizaban por el trono. Tras la guerra civil llegó inmediatamente la rápida e increíble captura del Inca Atahualpa y su ajusticiamiento posterior por parte de los conquistadores europeos, sellándose con ello la suerte del Imperio del Sol. La oscuridad, la desesperanza y el horror se extendieron sobre la Tierra, sumiéndola en el caos y la anarquía».

Una ligera estela de polvo que se iba levantando a distancia, previno al guardián del tambo de la llegada de un correo. El tambo era el lugar de aprovisionamiento para tiempos de escasez y punto de paso y relevo de los correos del Imperio. Nada más avistar la señal, este hombre mayor curtido por los años y por el escaso oxígeno y el aire seco de la cordillera, anunció la llegada del chasqui –el hombre del correo–, por lo que se dispuso a que se preparara el que tomaría la posta, calentando sus músculos. El relevo debía estar listo para recibir la información del emisario que se acercaba a un trote constante y continuar a toda carrera hasta el siguiente puesto. Los tambos estaban ubicados cada tres o cuatro leguas, siendo una legua 5.552 metros (cinco kilómetros y medio). Y un chasqui corría entre doce y catorce leguas diarias.

El empedrado camino que arañaba la alta montaña de roca serpenteaba el macizo andino a más de tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, desafiando espectaculares abismos en cuyas profundidades las aguas de los deshielos de los nevados iban socavando su curso cuesta abajo.

El eficiente sistema de chasquis u hombres correo estaba integrado por individuos de baja estatura pero de gran fortaleza física y recias piernas que mantenían integrado y muy bien comunicado el Imperio del Tahuantisuyo –que era el Imperio de los Cuatro Puntos Cardinales–, uniendo la costa, la sierra y la ceja de selva o selva alta a través de magníficos caminos principales (llamados Capac Ñam), complementados por una intrincada red de caminos menores.

La trompeta de caracol o pututo, recogida de la costa norte correspondiente al Chinchaysuyo, llenó la amplia quebrada con un sonido profundo que advertía el relevo inmediato. De pronto, el ambiente se hizo eco de los acompasados pasos del corredor que se acercaba a su meta. Con los brazos flexionados y cruzados sobre el pecho, el corazón agitado, la respiración dificultada por la altura y los jadeos en el rostro sofocado, aquel atleta de montaña estaba ansioso por entregar el encargo al otro chasqui.

Quien habría de tomar la posta debía conocer el empinado y peligroso camino que transitaba entre peñas rotas que fueron colocadas igualando el terreno con mampostería, escaleras y túneles, subiendo por las quebradas hasta las más altas cumbres, y luego bajando a los más profundos valles interandinos. En su misión, el chasqui portaría el tocado de plumas a manera de quitasol del postillón, símbolo de haber desafiado la mayor parte del Jahua Ñam, como se llamaba a la parte del camino real de alta cumbre.

Por lo general el mensaje se trasmitía de boca en boca. Así, cuando se estaba lo suficientemente cerca como para que el otro pudiese oírlo, el chasqui comenzaba el relato en voz alta para tener tiempo de culminarlo al momento de poner la posta en manos del relevo. Pero esta vez el mensaje sería lacónico… El correo se limitaría a entregar la chuspa o bolso multicolor que le colgaba del hombro y caía sobre su uncu o túnica.

Era mediodía, bajo un ardiente sol serrano que castigaba la piel de quien salía más allá de la sombra. Llamas negras y marrones se arremolinaban dentro del local en torno al área techada de la wayrona, un edificio de solo tres paredes con techo, pisoteando el estiércol acumulado.

El guardián se alejó del edificio principal formado por una sola pieza de cien por treinta pies, encerrada tras recios muros de adobe y piedra fina, en uno de los cuales se alzaban dos puertas. Caminó rápidamente hasta dos edificaciones menores construidas con piedras rústicas y adobe, cuyos accesos se oponían mirando el uno al otro. Cada uno era habitado hasta por cuatro chasquis que permanecían pendientes del correo. Pero el lugar estaba semivacío como consecuencia de las epidemias y la guerra civil que azotaban el imperio, lo que producía escasez de hombres.

Afortunadamente, dentro de una de las chozas encontró al hatum chasqui (el principal) Churo Mullo, jefe de grupo, un hombre arrugado y parco de unos cincuenta años, que estaba esperando alerta. Churo Mullo había desarrollado el oficio gran parte de su vida; su experiencia le había llevado incluso a alcanzar el grado de mallku o «jefe de cóndores», por considerársele aun superior a los huaman o halcones que con su fuerza y velocidad desafiaban las alturas.

Mientras se preparaba, el fogueado correo masajeaba sus muslos y pantorrillas deseando en lo más íntimo que las piernas no le fallasen porque presentía en lo más profundo de su ser que debía tratarse de algo sumamente importante.

Estaba en lo correcto. El Inca Atahualpa había vencido en batalla y capturado a su hermano Huáscar, pero a su vez, había sido hecho prisionero por unos hombres blancos y barbados llegados por el mar, de los que se decía podían ser viracochas, enviados del eterno, del dios que está aún por encima del padre Sol.

Churo Mullo se dirigió al camino y con ansiedad aguardó el arribo del encargo trotando ligeramente para calentar el cuerpo. Cuando llegó hasta él, el mensajero compartió rápidamente su bolsa y, tal cual, un lacónico correo:

«El Sol ha sido eclipsado y hecho prisionero dos veces».

El relevo tomó entre sus manos el pequeño morral de lana de vicuña, una tela fina y valiosa propia de los mensajes de la realeza, asiéndolo con fuerza mientras aceleraba el paso y dejaba atrás a aquel otro hombre, pálido, cenizo, que jadeante caía pesadamente sobre sus rodillas, cubriéndose con las manos el rostro y estallando desconsoladamente en sollozos como un niño.

Mientras alcanzaba los primeros quinientos metros de su recorrido, el chasqui percibió a través del tacto el contenido de la bolsa: eran un quipu, sistema nemotécnico de cuerdas y nudos de colores, un cinto de tela lleno de tocapus, glifos¹ geométricos y multicolores, y una pequeña bolsa de algodón con pallares² presumiblemente grabados con glifos. No pudo evitarlo y miró dentro de la bolsa encontrándose con un pedazo de fleco carmesí de la insignia imperial manchado de sangre. Las lágrimas empezaron a asomar por las mejillas de aquel hombre andino.

A medida en que avanzaba por el camino, la naturaleza quebrada del paisaje lo llevó a subir una veintena de ásperos y empinados escalones trabajados en la piedra. Mientras ascendía, un impresionante nevado se erguía a la distancia, mudo testigo de la tristeza que se abatía sobre aquel hombre. El camino continuaba por una cornisa rocosa que lo llevó directamente a un espectacular puente colgante hecho de cuerdas que lo conduciría por encima de un profundo cañón en cuyo fondo discurría el agua del deshielo de los glaciares. Mientras avanzaba se sujetaba bien con las cuerdas entre las manos, a la vez que medía sus pasos con sus pies calzados con sandalias de cuero de llama y ataduras de lana negra. Lo largo del puente hacía que este se doblara en el medio, y el viento que soplaba por aquellas alturas le hacía estremecer. Al final del puente, como al principio, las cuerdas se sujetaban a poderosos torreones de piedra.

El camino continuó por terrenos de cultivo, resguardados a ambos lados por muros laterales de adobe, como medida precautoria del daño que pudieran causar las tropas movilizadas en las campañas militares. Unos mitmaj o mitimaes (colonos por castigo arrancados de su tierra) se encontraban trabajando la chakra (campo de cultivo) cuando vieron al correo pasar veloz. Se detuvieron a observar su premura asiendo con fuerza sus chaqui-tacllas (arados manuales). En sus rostros, que lucían la protuberancia del acullicu (bolo hecho con hojas de la planta de coca que se masca extrayendo las propiedades de la planta), se dibujaba una mueca de desprecio a la que acompañó el sonido seco de un escupitajo irreverente, lanzado violentamente sobre la tierra por uno de los más jóvenes.

Al chasqui Churo Mullo lo siguieron otros relevos que en conjunto pudieron cubrir en solo cinco días la gran distancia que separaba Cajamarca de Qosqo (Cuzco), calculada en unas doscientas leguas.

El último chasqui fue el portador de la terrible noticia: el Cápac Ucha o «gran delito» se había consumado con el asesinato del Sapan Inca Huáscar. También se daba a conocer el número de zungazapas (hombres barbados) que venían a pie o montados en una suerte de llamas gigantes (caballos, que por aquel entonces eran desconocidos en Sudamérica), y se informó del número de pueblos indígenas que se habían aliado con ellos y los acompañaban.

Huayna Cápac, padre de Huáscar y de Atahualpa, había ascendido al trono en el año 1481, a los treinta años de edad. Había sucedido a su padre, Túpac Inca Yupanqui.

El soberano bebía mucho, aunque siempre sin llegar a emborracharse. Era afable y muy querido por sus vasallos. Se le admiraba por su valentía y prudencia, y se le temía por ser un implacable conquistador. Tuvo más de cien hijos varones y unas cincuenta esposas. Su heredero directo y legítimo fue el príncipe Ninan Cuyuch. Con la hija del señor principal de Quito engendró a Atahualpa, mientras que Huáscar nació en Qosqo, producto de la unión con la coya³ Rahua Ocllo, su hermana y segunda mujer legítima, ya que la coya de mayor edad no le había podido dar descendencia.

Dato interesante es que, como regalo de bodas, la princesa Quilago de Quito le regaló a su consorte, el Inca Huayna Cápac, la «Umiña», un cristal verde o esmeralda gigante con ciertas propiedades mágico-espirituales. Una piedra misteriosa venida de las estrellas.

El soberano marchó a Quito en compañía de Ninan Cuyuch, donde permaneció diez años, quedando su otro hijo Huáscar al frente del gobierno en Qosqo. Huáscar se reunía permanentemente con los cuatro suyuyuj apu –que eran los jefes de cada suyo, región o punto cardinal–, para escuchar sus ideas y peticiones, y coordinar acciones e ir ganando experiencia.

Huayna Cápac gobernó más de tres décadas, continuando con la política de expansión territorial y fortalecimiento de la organización estatal iniciada por su padre, el Inca Túpac Yupanqui, gran conquistador y estadista.

Túpac Yupanqui quiso llevar a cabo una auspiciosa expedición militar de conquista a la zona selvática del Madre de Dios, con más de 40.000 guerreros, para expandir las fronteras del imperio hacia el Antisuyo (el Oriente selvático). Pero la fuerte resistencia de las tribus aborígenes, junto con la difícil geografía de ríos turbios y torrentosos, selvas tupidas e impenetrables, parásitos y toda suerte de alimañas, y el clima excesivamente cálido y húmedo, obligó a las diezmadas huestes incas a pactar con el Gran Yaya, señor y cacique de las tribus de la región del Paititi. Testimonio de dicho convenio fue la construcción de Paiquinquin Qosqo, «ciudad gemela a Qosqo», en la meseta de Pantiacolla, como último puesto de penetración en la selva, conectada con Paucartambo por siete tambos y pucaras⁴ a lo largo del camino. Mientras que Qosqo o Cuzco era considerado el «ombligo» del mundo andino, Paiquinquin Qosqo o Paititi sería el «corazón» o el «alma» de dicho mundo.

Al pie de la ciudad selvática se construyó una laguna con forma cuadrada para asegurar los recursos hídricos. Este lugar, considerado un santuario por las tribus locales, se encontraba al lado de una gran cascada y de una montaña atravesada por profundas cavernas. Ocasionalmente, del interior de las grutas se veía salir hombres muy altos vestidos de blanco o con trajes de color ocre, por lo que la avanzadilla inca, no solo tuvo que solicitar autorización de los indígenas de la zona para establecerse allí, sino también de los habitantes de los subterráneos o «guardianes primeros». Se decía que estos eran los Paqo Pacuris, sobrevivientes de una civilización anterior que se extendió por toda la región amazónica y que por aquel entonces formaban parte de una comunidad intraterrena.

Huayna Cápac tuvo que enfrentar, igual que su padre, gran cantidad de insurrecciones de distintos pueblos sojuzgados, por lo que para mantener la integridad territorial aplicó castigos ejemplares como el que sufrieron los nativos de la Punta de Santa Elena y Tumbes, a quienes se les llamó «los desdentados»: hombres, mujeres y niños fueron sometidos a la terrible y dolorosa extracción de los dientes de la mandíbula superior. O el caso de los habitantes de Carangue, que fueron vencidos en batalla y quince mil de los cuales fueron degollados como escarmiento y ejemplo para evitar futuras insurrecciones.

Las sublevaciones en el Norte del imperio fueron aprovechadas por Huayna Cápac para consolidar territorios, como el golfo de Guayaquil y la región de los Chachapoyas, así como para llevar la frontera hasta el río Ancasmayo (en el territorio de la actual Colombia).

Huayna Cápac se encontraba en Quito cuando fue informado de una invasión de los antis (selváticos chirihuanos de la familia de los guaraníes). Como en ocasiones anteriores, asediaban la frontera del Sureste, pero fueron repelidos prontamente por las tropas imperiales al mando del apusquipays (general) Yasca.

El final de Huayna Cápac llegaría con el arribo de los viracocha (los enviados del cielo), tal como se interpretó la llegada de los españoles que llegaron a la costa norte, ya que a partir de entonces se extendió la epidemia de viruela por todo el reino, introducida por ellos y por los esclavos negros que los acompañaban. El propio Inca enfermó pronto del terrible mal que cubría todo el cuerpo de dolorosas pústulas. Cuando se encontraba postrado, tuvo la visión, al pie de su lecho, de tres seres humanoides enanos y grises, con cabezas grandes que le querían hablar.

El soberano consultó entonces con el oráculo de Pachacamac (el más importante centro de adivinación de Sudamérica, situado en la costa central del Perú) sobre su enfermedad y el significado de aquella extraña aparición. El sacerdote y vidente le reveló que no moriría de aquel mal. Pero no fue así, la enfermedad lo consumió.

A la muerte de Huayna Cápac, que ocurrió en Quito, le siguió la de algunos hermanos de Atahualpa y de Huáscar por la misma dolencia, entre ellos el heredero designado originalmente en Tomebamba, Ninan Cuyuch, por lo que el terreno quedó expedito para que fuese coronado Huáscar, segundo en la línea de sucesión y que contaba con el respaldo de la nobleza de Qosqo.

Durante la entronización de Huáscar, cuatro ancianos encargados de registrar todo cuanto sucedía durante el reinado de su padre le dijeron:

–Oh, Sapan Inca, grande y poderoso, el Sol, la Luna, la Tierra, los montes y los árboles, las piedras y tus padres te guarden del infortunio y te hagan próspero, dichoso y bienaventurado sobre todos cuantos nacieron; sabe que las cosas que sucedieron a tu antecesor son estas…

Y luego, puestos los ojos en la tierra y bajadas las manos con gran humildad, le dieron cuenta de todo lo que sabían.

La momia de Huayna Cápac fue trasladada a Qosqo desde Quito, siendo depositados sus restos en su palacio bajo el cuidado del chunca uti cápac camayoc (mayordomo a cargo de la momia real).

Inti Cusi Hualpa Huáscar recibió la borla imperial a la edad de treinta y cuatro años. Como heredero del Inca, Huáscar portaría una mascaypacha similar a la de su padre, con la diferencia de que esta insignia era de menor dimensión y de color amarillo. El sucesor vistió el unco (la túnica) y la colla (capa de dos piezas) por encima del hombro izquierdo, dejando descubierto el brazo derecho. El unco solía estar cuajado de aplicaciones de oro, piedras, conchas y plumería. Estas prendas las llevaba todo Inca, pero la calidad del tejido y la decoración eran distintas.

El ajuar era preparado en el ajllahuasi (casa de las escogidas) con lana de vicuña reservada para la alta nobleza e incluía una chuspa (bolsa) que colgaba del hombro. El llauto o corona era siempre policromado y estaba rematada con una mascaypacha (insignia del linaje original de los masca al que pertenecía el fundador de los incas, Manco Cápac, consistente en un haz de hilos rojo encendido que se introducía por canutillos de oro hasta la mitad, permitiendo que el resto cayera libremente). Este tocado se colocaba sobre la cabeza.

Era un privilegio de los nobles y especialmente del Inca llevar el pelo corto. Del llauto también colgaban figuras y flores hechas de plumas; asimismo usaban adornos metálicos en la cabeza y en el pecho unos canipos (patenas de oro y plata). En el pabellón de las orejas la horadación era mayor que el resto de la nobleza; los pendientes eran tan grandes y suntuosos que deformaban y alargaban extraordinariamente las orejas. También empleaban adornos en la ursuta (sandalia), y de la muñeca pendía una chipana (ajorca o aro grueso de oro o plata).

Parte importante del menaje del soberano era el suntur paucar, que era una pica o mezcla de lanza y hacha. El nuevo jefe, dotado del carisma de líder, fue reconocido como descendiente del lejano progenitor que estaba en su lugar bien conservado, y este a su vez descendía del fundador del ayllu y, por lo tanto, de su espíritu rector. El vínculo jerárquico se establecía de la siguiente manera: primero el jefe vivo, luego el ancestro momificado, el fundador humano, y finalmente el espíritu fundador. Para todos los pueblos andinos, el espíritu fundador por excelencia era el wari (según la creencia, el wari era el creador de todos los grupos humanos de los que derivaron todas las comunidades y pueblos.)

Desde su coronación, Huáscar mostró como sería su reinado; no permitió que el willaj-umu o gran sacerdote, que era tío suyo, sacrificase a un niño pequeño –como era costumbre– como ofrenda a los dioses. Sorprendido, el sumo sacerdote prosiguió la ceremonia pronunciando la oración correspondiente ante la imagen del dios Wiracocha en el Coricancha, que era el templo mayor de los incas en Qosqo.

Como Wiracocha era un dios trascendente, no ubicable en el espacio, ambiguo (ni hombre ni mujer), superior al propio Sol que él había creado, se le representaba de muchas maneras, entre ellas como un ser humano con barba y vestido con una túnica en su propio templo de Raqchi.

La oración del sumo sacerdote decía: «Señor, esto te ofrecemos (una llama en sacrificio), para que nos tengas en tranquilidad y nos ayudes en nuestras guerras y conserves a nuestro señor el Inca en su grandeza y estado, y que vaya siempre en aumento y le des mucho saber para que nos gobierne».

Hay quienes piensan que la causa del fracaso de Huáscar fue su carácter grave e innovador. Ocupado siempre en asuntos de Estado, eludía las actividades sociales como salir a comer a la plaza pública –costumbre arraigada entre los incas–; eso le restaba popularidad dentro del estrato de la nobleza y lo alejaba del pueblo. Decían que Huáscar sería castigado por los dioses por introducir tantos cambios en la ciudad buscando corregir lo que él consideraba actitudes relajadas y sin sentido.

Entre otras cosas, el Inca mandó enterrar a los muertos y les quitó todo lo que tenían, que era lo mejor del reino, contrariando la costumbre religiosa inmemorial de que los muertos de la realeza debían ser servidos como si fueran vivos, dotándolos de vajilla de oro y plata. Es más, la mayor parte del personal de servicio, tesoros, alimentos, gastos y vicios estaban en poder de los muertos (y de los vivos que los atendían, pues esos sirvientes aprovechados interpretaban así lo que según ellos era la voluntad de los muertos. Cuando tenían deseo de comer o beber, decían que era deseo de las momias; si querían ir a visitar la casa de otros, decían que era costumbre que los muertos se visitaran los unos a los otros y hacían grandes bailes y borracheras. Algunas veces iban también a casa de otros vivos y estos a las suyas).

Huáscar también trató de acabar con las inmoralidades que fomentaban algunos sacerdotes y nobles que priorizaban la tradición antes que la lógica y el sentido común; todo ello le granjeó enemistades y más de una intriga palaciega.

Atahualpa envió sus saludos al recientemente coronado Sapan Inca Huáscar, acompañados de muchos y muy ricos presentes para la madre del soberano, Mama Ragua Ocllo, y su esposa, la coya Chuqui Huypa.

Atahualpa era un hombre joven de unos treinta y un años, con un cuerpo bien proporcionado, algo grueso y recio, rostro grande, hermoso y feroz. Sus ojos eran rojizos y brillantes. Hablaba con gravedad y reposo; era lúcido y juicioso, alegre, inteligente y comunicativo. Con los obsequios iba la petición de que su hermano le concediese el gobierno de Quito.

Huáscar accedió con cierto recelo, recomendándole que fuera cuidadoso, para lo cual le enviaría instrucciones precisas. Desde el primer momento las habladurías e intrigas entre parientes y con algunos rivales como Ullco Colla, señor de los Cañarís, que junto con el gobernador de Tomebamba aludían a una posible conspiración, le produjeron desconfianza y una intensa animadversión hacia su hermano, cuyos enviados recibía de manera desdeñosa.

Al poco tiempo, Huáscar mandó ejecutar a algunos personajes que consideró traidores, entre los que se hallaban un tío y un hermano suyo.

Entretanto, en el Norte se sublevaron los huancavilca, pero fueron rápidamente sofocados y casi exterminados por Atahualpa. Después se llegaría a decir que esa gente se había rebelado contra Atahualpa, quien los quería atraer a su propia causa.

Poco a poco llegaron los rumores, cada vez más intensos, de la belicosidad de Atahualpa, cuya ambición al parecer iba en aumento. Hasta se difundió la versión de que se había apoderado de las ricas andas que su padre Huayna Cápac dejó en Tomebamba, así como de las finas y delicadas ropas que se guardaban en los depósitos, argumentando haber sido designado por su padre, Huayna Cápac, antes de morir, como señor de esa parte del imperio, que sistemáticamente logró polarizar a su favor, ya fuera valiéndose de la persuasión o de la fuerza.

Después de consultar a sus consejeros y temeroso de un alzamiento de grandes dimensiones y funestas consecuencias que sumiría al imperio en una guerra civil, Huáscar solicitó la presencia de su hermano, pero este se negó a acudir a su presencia, aduciendo que le podría ocurrir algo infortunado por la cantidad de enemigos que tenía.

La reiterada negativa de Atahualpa de no comparecer delante del Inca fue la gota que rebasó la paciencia del emperador, quien vio en todo ello una verdadera ofensa a su autoridad. Fue entonces cuando dispuso la organización inmediata de una expedición punitiva.

Atahualpa gozaba de gran prestigio entre el grueso del Ejército y sus oficiales, que se hallaban acantonados en el Norte, y de los que recibió apoyo multitudinario, aclamándole por sus dotes de caudillo.

Huáscar, por su parte, dio órdenes para que un poderoso Ejército sometiera al rebelde, encomendando la jefatura del mismo al general Atoc, al que se le unieron las fuerzas de Ullco Colla con sus cañaris y tomebambas.

Atahualpa, conociendo la amenaza que se cernía sobre él, llamó a sus generales Calcuchimac y Quisquis, pero primero envió mensajeros al encuentro de Atoc para interrogarlo sobre sus intenciones. Al confirmarle que iba a ser apresado, se iniciaron cruentas luchas que produjeron una inesperada derrota en el bando quiteño cerca de Tomebamba, cayendo prisionero el propio Atahualpa, que fue conducido a prisión.

Una noche, cuando todo era algarabía por la rápida y sorpresiva victoria y la gente de guerra se encontraba de celebración, se produjo la fuga del hermano del Inca gracias a que una de sus mujeres le facilitó la barreta de cobre con la que él logró abrir una abertura en la pared. Esta mujer se había valido del soborno y de algunos bebedizos con los que adormeció a los guardias. Atahualpa afirmaría después que «gracias a la magia de su padre Sol se había convertido en serpiente escapándose así de su encierro».

En Quito volvió a agrupar a su gente para enfrentarse a una nueva batalla en la localidad de Riobamba, donde se produjeron muchísimas bajas por ambos lados. Esta vez Atahualpa fue el vencedor. Tomó prisionero al general Atoc, a quien ordenó torturar, y ordenó que se atravesara con flechas el cuerpo del jefe de los cañaris.

La guerra fue cruenta, con victorias y derrotas en ambos bandos. En un momento en que parecía que las fuerzas de Huáscar se imponían y salían en persecución de las diezmadas tropas rebeldes, el Inca, que se hallaba al frente de una parte de su Ejército, cayó en una trampa. Quisquis, el veterano general que servía a Atahualpa, en un acto suicida se lanzó con algunos de sus hombres contra la litera del monarca, haciéndole caer violentamente de las andas y tomándolo como rehén. Ya en prisión, Huáscar fue torturado horadándole salvajemente los hombros para introducir una soga de la cual se lo arrastraría.

Una vez se hizo nombrar Inca, Atahualpa ordenó terribles represalias contra la familia de Huáscar, que fue exterminada casi en su totalidad, degollándolos delante suyo para incrementar aún más su sufrimiento. En Qosqo se extendió la matanza empezando por los nobles leales al rey vencido, seguidos por otros de sus hermanos, algunos de los cuales tuvieron que huir o esconderse, y solo unos pocos fueron perdonados por ser muy jóvenes y encontrarse al cuidado de los restos de Huayna Cápac y de su wauke, el doble representado en un ídolo de piedra y oro que guardaba en su interior el corazón momificado del soberano fallecido para perpetuar su memoria y su energía.

En esos días también se persiguió y se dio muerte a muchos de los amautas o sabios maestros del conocimiento, así como a algunos de los quipucamayocs, que eran los lectores e intérpretes de los quipus, sistema nemotécnico consistente en cuerdas y nudos de colores donde se guardaba el registro de información del imperio. Se prendió fuego a los quipus, con la finalidad de hacer desaparecer los archivos de la Historia y así legitimar al usurpador Atahualpa. Durante la barbarie se destruyeron igualmente las tablas de madera que contenían grabados los tocapus o jeroglíficos incas, donde se relataban los orígenes y la Historia de los incas, así como de los antepasados wari, cuya confección había ordenado el Inca Pachacutec, y con ellos desaparecieron las claves de interpretación de los tocapus.

Aun tiempo después de haber sido hecho prisionero por las tropas españolas, Atahualpa pudo consumar su venganza. Una noche en Cajamarca, encontrándose muy alegre en compañía de algunos soldados europeos que lo retenían, miró al cielo y vio en el firmamento, en dirección a Qosqo, un cometa de fuego; se levantó y elevando su vaso como para celebrarlo dijo:

–Pronto habrá de morir en esta tierra un gran señor.

Tales palabras no eran sino la anticipación de sus deseos. Debía deshacerse rápidamente de Huáscar, pues temía que los viracocha pudiesen devolver el poder a su hermano. Ordenó asesinar de inmediato a su rival y, como símbolo de poder, bebió chicha, el licor de maíz, en su cráneo, al que había mandado previamente incrustar un kero o vaso de madera y un caño entre los dientes.

Igual suerte sufrieron más tarde otros dos de sus hermanos: Huaman Tito y Mayta Yupanqui. Encontrándose estos en Cajamarca pidieron licencia a Pizarro para ir a Qosqo, pero en el camino fueron asesinados por la gente de Atahualpa.

Con el primer viaje de exploración de Francisco Pizarro, en 1524, llegaron noticias de la costa norte, que pusieron sobre aviso al Inca Huayna Cápac acerca de la llegada de hombres blancos barbados. En estos primeros desembarcos esporádicos se contagió a los locales con la viruela, que de inmediato se extendió por todo el imperio causando terrible mortandad hasta la muerte del Inca en el año 1525. Pero fue en 1532, durante la guerra civil de los hijos del Inca, cuando Pizarro y su gente desembarcaron definitivamente en la zona de Tumbes y Piura. Al preguntar cómo se llamaba aquel lugar le contestaron que Virú (que era solo el nombre de un valle), que derivaría posteriormente en la palabra Perú y en la denominación de todo el territorio del imperio, cuyo nombre original era Tahuantinsuyo.

De Piura partieron las huestes castellanas con sesenta y siete hombres a caballo y 110 de infantería con dirección a Cajamarca, donde, tras instalarse en la ciudad, se fortificaron y planearon la trampa con la cual capturarían al Inca Atahualpa, que se encontraba en las inmediaciones. Atahualpa no mandó a sus huestes a cortarles el paso por el camino, pues era temeroso y supersticioso y pensaba que podrían ser dioses que iban a cuestionar sus acciones. Por ello solo envió espías a su paso para irlos midiendo y evaluando.

Los conquistadores invitaron al Inca como gesto de buena voluntad a parlamentar sin armas en la plaza de la ciudad, a donde llegó Atahualpa el día 16 de noviembre acompañado de 8.000 hombres desarmados. Fueron recibidos de extraña manera en la plaza principal de Cajamarca por el cura Valverde, quien después de tratar de catequizarlo, exasperó al monarca. Aprovecharon la ocasión para tener la excusa de atacarlo traicioneramente y capturarlo en medio de una masacre con disparos de arcabuces y carga de caballería, que costó la vida a 4.000 hombres.

Durante el cautiverio, que duró ocho meses, Atahualpa, retenido en el Amaruhuasi (casa de las serpientes del linaje de los Amaru), tuvo la oportunidad de conocer muy de cerca a sus captores, sobre todo sus marcadas debilidades, entre las que se encontraba una ambición desmedida. Por ello, en un plazo relativamente corto ofreció pagar por su libertad tres habitaciones llenas de tesoros, una de oro y dos de plata hasta la altura que alcanzara su mano en el muro parado sobre las puntas de sus pies. Los españoles aceptaron el canje y dieron su palabra de liberarlo una vez cumpliera con el ofrecimiento.

Los tesoros empezaron a llegar efectivamente a Cajamarca en caravanas de llamas que acudían de todos los santuarios y rincones del reino. El 18 de julio de 1533 tuvo lugar el reparto entre los hombres de caballería e infantería que acompañaban a Pizarro, ascendiendo el monto, después de haber fundido innumerables joyas, vajillas, ídolos, cetros, etc. de belleza sin igual e incalculable valor artístico, a 1.326.539 castellanos de oro y a unos cincuenta y siete mil marcos de plata⁵.

Sin embargo, los pagos reunidos no libraron de la muerte a Atahualpa, pues los conquistadores en ningún momento se habían planteado seriamente cumplir su promesa, ante la posibilidad de que el Inca, una vez libre y conociendo la naturaleza humana de sus captores, dirigiese él mismo un ataque contra ellos.

Cuando el Inca comprendió que estaba perdido y que los extranjeros eran mentirosos y muy astutos, recordó que un famoso vidente Challco le había profetizado la caída del imperio, diciéndole: «Muy pronto serás destronado y despojado de tu reino y sujeto, no a Huáscar, sino a unos extranjeros que van surcando el mar contra la furia de los vientos, frustrando sus tormentas. Han tomado puerto y lo tienen seguro en estas tierras; es gente grave, ambiciosa, temeraria e incansable en sus empresas. Serás su prisionero, y han de quitarte la vida y con ella desaparecerá tu descendencia».

También le vino a la mente lo que su padre Huayna Cápac le había dicho a la hora de su muerte: que en plena fiesta del Inti Raymi o Fiesta del Sol en Qosqo, se vio venir por el aire a un cóndor perseguido por cinco o seis halcones y otros tantos cernícalos, los cuales atacaban a la gran ave por turnos, impidiéndole volar y tratando de matarla a picotazos. El cóndor, al no poderse defender, cayó en medio de la plaza mayor entre los sacerdotes, quienes al tocarlo vieron que estaba enfermo, cubierto de caspa, con sarna y casi sin plumas, hecho que fue considerado de mal agüero.

Al consultar Huayna Cápac el significado de aquella visión profética, los adivinos le vaticinaron derramamiento de sangre real, guerras entre sus hijos y finalmente destrucción del orden y desaparición del imperio por parte de invasores. El monarca, indignado por tales conclusiones, despidió de inmediato y de mala manera a tan agoreros adivinos pero se quedó con la incertidumbre y fue presa de terrible angustia, por lo que mandó reunir a todos los sortílegos, e incluso a uno muy notable de la nación yauyu, todos los cuales confirmaron el vaticinio. El Inca, disimulando su temor, los despidió igualmente. Fueron ordenados gran cantidad de sacrificios y donativos a los templos, acompañados de nuevas consultas, pero las respuestas de los oráculos fueron confusas.

Los días y las noches de su prisión eran sumamente angustiantes para Atahualpa. Por su mente circulaban y afloraban todos los recuerdos de su vida, sobre todo otros momentos dramáticos como cuando su padre, en el lecho de muerte, todo él cubierto de pústulas producto de la viruela, expresó su última voluntad diciéndole:

–Muchos años ha y, por revelación de nuestro padre Sol, tenemos que pasados doce Incas desde el fundador, sus hijos verán venir gente nueva y no conocida en estas partes que ganará y sujetará a todo el imperio, a nuestro rey en esos tiempos y otros muchos. Yo sospecho que serán de los que sabemos que han andado por la costa de nuestro mar; será gente valerosa y sin escrúpulos que en todo nos dará ventaja. También sabemos que se cumple con mi reinado y mi familia aquella profecía, por lo que siento y certifico que pocos años después de que yo me haya ido, vendrá aquella gente nueva y cumplirá lo que nuestro padre Sol nos ha dicho y ganarán el imperio y serán señores de él para desgracia de todos».

Atahualpa fue sometido a la pena del garrote el 29 de agosto de 1533, después de que se le conmutara la muerte en la hoguera por aceptar la fe cristiana y ser bautizado con el nombre de Juan. Se le acusó de haber ordenado la muerte de su hermano Huáscar y conspirado contra los españoles, planeando un ataque a traición. Durante su funeral, hombres y mujeres se quitaron la vida para acompañar en el viaje a su alma.

En el mes de septiembre, Pizarro se encaminó a la capital del Tahuantinsuyo con parte de sus huestes, pero en el trayecto sufrió un intenso hostigamiento por parte de las desarticuladas tropas de los generales de Atahualpa, que aún no podían creer lo sucedido a su caudillo y señor.

Procurándose el apoyo de los indígenas contrarios al gobierno y aprovechando las intrigas y evidentes tensiones internas del incario, así como del caos reinante, los conquistadores nombraron en Cajamarca a Topa Hualpa, hermano del asesinado, como nuevo Inca, pero este murió envenenado por el general Calcuchimac, uno de los leales a Atahualpa, quien después sería quemado vivo por orden de Pizarro, como había hecho ya con muchos otros jefes y caciques de los pueblos que encontraron en el camino después de que desembarcaron y estos se resistieran a cooperar.

Desde Cajamarca hasta Qosqo había treinta y dos pueblos principales. Al cabo de dos meses, los ejércitos invasores, multiplicados por las decenas de miles de indígenas contrarios al Tahuantinsuyo, tomaron posesión de la capital que era el centro del incario sin hallar resistencia alguna. Este panorama facilitó que se multiplicaran las muertes de nobles y servidores, así como el saqueo y la destrucción de los templos y palacios. Estos ya habían sido parcialmente violados por los vencedores quiteños de la batalla de Quipaypan, que dejó un saldo de más de 180.000 muertos.

La ciudad de Qosqo –Llaqta que encontraron los conquistadores– albergaba alrededor de unas doscientas mil personas y estaba dividida en dos partes: Hanan Qosqo o Qosqo alto y Hurin Qosqo o Qosqo bajo. La línea divisoria era el camino del Antisuyo, que va hacia el Oriente a la selva. Era una ciudad grande y hermosa, repleta de construcciones monumentales, como templos y palacios, muchos de los cuales permanecían deshabitados buena parte del tiempo por ser residencias ocasionales de caciques y grandes señores que solo iban a la ciudad cuando se acercaba alguna celebración.

El primer barrio se denominaba Colcampata. Allí se había edificado el palacio del fundador Manco Cápac. La mayor parte de las casas eran de piedra finamente trabajada y otras tenían de piedra solo la mitad de la fachada. También había múltiples viviendas de adobe, trazadas con muy buen orden; las calles se disponían en cruz, muy rectas, todas empedradas y angostas. Contaban con fuentes de agua y alcantarillado. Había una plaza central cuadrada, llana y empedrada, y dispuestos alrededor de ella se alzaban los cuatro palacios de los señores principales, entre los cuales destacaba el de Huayna Cápac, de gran colorido, cuya puerta era de una piedra como el mármol, blanco y encarnado.

La ciudad tenía forma de puma con cabeza de halcón, cuyo plumaje erizado lo constituía la fortaleza templo de Sacsayhuaman, situada en lo alto de un cerro redondo y áspero desde el cual se dominaba todo el valle. La silueta estaba determinada por los ríos Tullumayo y Huatanay, que nacían una legua más arriba de Qosqo y que de allí descendían hasta llegar a la ciudad y que dos leguas más abajo se juntaban. Todo el camino estaba enlosado para que el agua corriera limpia y clara y para evitar desbordamientos cuando los ríos estuviesen crecidos. Unos puentes muy sólidos daban acceso a la ciudad, que había sido edificada varios miles de años antes de la llegada y asentamiento de los incas. Por aquel entonces su nombre era Acomama.

La fortaleza-templo que protegía la ciudad estaba formada por tres grandes terrazas con gran cantidad de aposentos y en su parte alta habían tres torreones: Muyoc-marca al Oeste, recinto redondo, Sallac-Marca en el centro, un recinto del agua y en el lado este el Paucar-marca o recinto precioso. La torre principal del Muyucmarca estaba hecha como un cilindro que sobresalía de un cubo, con cuatro o cinco cuerpos superpuestos. Las habitaciones y estancias de la torre eran pequeñas, construidas a base de piedras muy grandes, primorosamente labradas, tan bien ajustadas unas con otras que parecían no llevar cemento alguno, y tan lisas que simulaban tablas cepilladas.

Sacsayhuaman era una extensión tal que difícilmente podía ser recorrido por completo en un solo día. Todo el lugar era tanto un gran depósito de armas diversas como de vestimenta ceremonial. Estaba rodeado de grandes murallas. Había una en la parte del cerro que miraba hacia la ciudad sobre una ladera de mucha pendiente, y otras tres se levantaban a diferentes niveles en la parte posterior. La última era la más alta. Estas construcciones se extendían a lo largo de trescientos metros y estaban compuestas por descomunales bloques de granito gris de hasta 360 toneladas, algunos de los cuales alcanzaban alturas de nueve metros por cinco metros de ancho y cuatro metros de espesor. Estas extraordinarias proporciones permitían que una y otra muralla sirvieran de parapeto a grandes terrazas de tierra, como si se tratara de gradas gigantescas. Los terraplenes se conectaban a través de grandes puertas o puncos: Tiopunco, Viracochapunco y Acahuanapunco.

Abajo, en la ciudad, en el templo del Coricancha, la soldadesca europea quedó deslumbrada ante la magnificencia, el esplendor y el boato del santuario. Los conquistadores se encontraron con un edificio de regia factura, con muros de piedra ciclópeos, delicadamente trabajados en planos inclinados y puertas trapezoidales. El templo constaba de ocho grandes cámaras o habitaciones cuadradas cuyas paredes tenían por dentro y por fuera inmensas hojas y láminas de oro fino, con incrustaciones de esmeraldas y otras piedras preciosas. Destacaba en las paredes un gran disco de oro con la imagen de un dios situada encima de otro dios; un disco que supuestamente representaba al Sol, pero en cuyo centro aparecía el rostro del dios supremo Viracocha al puro estilo Tiahuanaco. El disco, además de su utilidad ritual, era utilizado como oráculo e instrumento de comunicación con otras realidades y se le consideraba portador o canalizador de la luz divina.

En el interior del templo, los asientos también lucían adornos de oro. En la parte posterior se encontraba el Jardín del Sol, un lugar de increíble belleza, decorado con orfebrería incaica, discípula y heredera de los magistrales logros de las culturas norteñas Mochica y Chimú, que con gran realismo crearon un alucinante paraje donde se reproducían a escala natural árboles, plantas diversas con flores y frutos, insectos y toda clase de animales y seres humanos, servidores llevando en sus manos vajilla de oro puro... Había hasta un lago artificial en cuyas aguas se veían peces de distinto tipo, también de oro. Todo esto, menos el gran disco del Sol que cubría las paredes del interior del santuario, fue extraído para ser fundido y repartido entre los invasores.

Otro de los hermanos de Huáscar, sobreviviente a la cruenta persecución, fue Choque Auqui, hombre joven de mediana altura y buen ver, intuitivo e inteligente. Residía en el Amarucancha o palacio de Huayna Cápac. Había sido designado por la familia como mayordomo principal de la casa, por lo que se encontraba al servicio de los restos de su padre.

Antes de la llegada de los españoles a la capital, Choque Auqui, cuya traducción sería «Dorado Príncipe» o «Príncipe Dorado», conocía las profecías del cerro Guanacaure donde se practicaba la adivinación valiéndose principalmente de las hojas de coca o de ejercicios lúdicos y juegos de azar como la piska (que consistía en una suerte de dado de cinco números). En este juego, la clasificación de los números en favorables y adversos determinaba el destino del interesado. En una consulta que realizó Choque Auqui, se le repitió reiteradamente el número cinco. El símbolo que le correspondía era la mano, o sea, un periodo de prueba y penitencia, pero a la vez un tiempo de oscuridad. Por ello convocó en secreto a todos los amautas o maestros sobrevivientes del yachayhuasi o escuela o colegio mayor de los nobles y a los quipucamayocs más sabios e importantes que hubiesen quedado tras la cacería de intelectuales que emprendió Atahualpa. Algunos se habían refugiado y escondido en la ciudad. También incluyó a los sacerdotes más prestigiosos y de reconocida espiritualidad que habían ocultado los waukes o dobles de los antiguos incas, burlando a los asesinos que estaban eliminando a los nobles y saqueando la ciudad por encargo de Atahualpa.

Una vez reunidos, Choque les planteó la posibilidad de un éxodo colectivo rumbo a un lugar seguro. Para esto se contaría con la ayuda de los habitantes del Atuncancha, lugar donde residían, en unas cien casas, los sacerdotes y las mamacunas o supervisoras de las mujeres escogidas, y que estaba situada alrededor del templo del Sol. Desde allí entrarían en el Coricancha durante la noche para ingresar en la gran chinkana, túnel laberíntico subterráneo que transcurría por debajo de la ciudad hacia la fortaleza de Sacsayhuaman; luego seguirían por otro túnel cercano en dirección a Paucartambo.

Estos túneles habían sido construidos por los antiguos wari, edificadores de la primera ciudad de Qosqo, quienes eran seguidores del dios de Tiahuanaco, Viracocha y a su enviado Tonopa o Tunu-Apaj, el predicador mendigo y ermitaño que habitaba en la paqarina o laguna. El mito decía que la Humanidad fue castigada con un diluvio por despreciar las enseñanzas del místico peregrino, salvándose solo un hombre bueno. El arcoíris que se formó después del diluvio era una víbora de muchos colores que se trasladaba por el cielo, pero era de tal voracidad que se tragaba todo lo que encontraba a su paso. Cuando la mataron le abrieron las entrañas y de ella salieron los hombres, los animales y otras muchas cosas que había devorado.

La historia la conocía bien el príncipe Choque y la relacionaba con la ola de desastres que habían azotado al pueblo inca: epidemias, guerra civil y hasta la invasión de los feroces y ambiciosos zungazapa u hombres blancos barbados, que vestían con placas rígidas y relucientes como la plata donde rebotaban las flechas y las piedras. Todo ello solo podía significar que un gran castigo había caído sobre la Tierra, obligándolos a hacer penitencia. Y qué mejor que emigrar, dejando lo anterior y rescatando lo que pudiese ser salvado. Decidieron iniciar el pacaricuc, o ayuno general propiciatorio.

La fecha prevista para marchar sería a mediados del Uma Raymi, Fiesta del Agua o mes de octubre. Para esto se seleccionó un número determinado de ajllas jóvenes y fuertes, que eran doncellas reservadas para la nobleza, el Inca y el sacerdocio del Sol. Estas «vírgenes del Sol» acompañarían al grupo, que habría de rescatar el imperio espiritual, la herencia del cielo que lamentablemente se había diluido en la superficialidad, las intrigas y la banalidad de la Corte.

La noche de la huida –que se realizaría de madrugada–, el príncipe se dedicó a hacer abluciones y baños de purificación en el palacio de la panaca o linaje de Huayna Cápac, llamado de Tomebamba Ayllu. En ese momento apareció el anciano sacerdote Willaq-Umu, que reemplazaba al sumo sacerdote asesinado poco antes. El noble patriarca caminó hasta el lugar donde se encontraba la poza en la que se encontraba el joven sentado y completamente desnudo, mientras un servidor inclinaba los urpus o vasijas de agua sobre su espalda. La amplia habitación de coloridos tapices que cubrían las paredes y el suelo de un extremo al otro era iluminada y calentada por una poderosa lumbre. Cuando Choque recibió al anciano, este se dirigió a él con respeto y admiración diciendo:

–Querido príncipe, eres tan joven e inexperto como pequeñas e improbables son nuestras esperanzas, pero me consuela saber que lo pequeño crece y la experiencia se incrementa con el valor para encarar los errores. Te llevas a un gran grupo de jóvenes idealistas como tú y a un reducido círculo de ancianos sabios. Es lo mejor y lo único que nos queda. Sé que no piensas reconstruir lo que se ha perdido, sino que deseas rescatar la esencia que caracterizó los inicios del incario, y también sé que no te volveremos a ver más en esta vida, ni a quienes te acompañan. Por ello te deseo lo mejor.

»Quienes te conocen están de acuerdo en que te mereces el calificativo de huachacuyoc (caritativo), pues desde niño siempre amaste a los desvalidos y fuiste bienhechor de los pobres. Ahora has escogido una misión muy audaz que, si es bendecida desde lo Alto, llenará tu vida de bienaventuranza perpetuando tu estirpe que es la nuestra.

»Si logras tu cometido y te estableces en paz y seguridad, los hechos de tu vida serán conocidos en el futuro y darán lugar a cantos y leyendas; pero lo importante será que despertará e iluminará las dormidas consciencias de los que se dejaron envolver por la oscuridad que hoy se abate sobre todos nosotros.

»No dudes que si estaba escrito en tu destino y en el nuestro lo que está aconteciendo llegarás hasta donde debas y te sea permitido. ¡Quizás hasta tu descendencia vuelva a guiar este mundo!

Concluyó así el sacerdote con voz temblorosa y los ojos cargados de lágrimas, con la mirada perdida en el ñaupapacha o tiempos antiguos. Se volverían a encontrar en el Coricancha, por lo cual el anciano sacerdote se retiró.

El príncipe abandonó el Cápac Marca, que era la cámara de los vestidos y tesoros del Inca difunto, ataviado con ropas sencillas. De su cuello colgaba un medallón con el disco del Sol prendido de una gruesa cadena, todo ello de oro puro, y en el brazo derecho llevaba un brazalete que tenía el rostro de un felino que representaba la constelación de Choque Chinchay, que aparece por el Norte y protege de los hechiceros de la tierra de los antis o selva. Ambas insignias habían pertenecido a su padre y ahora lo acompañarían.

Salió el gallardo joven de los aposentos, justo cuando llegaba su tucuyricuc –espía encubierto o veedor capaz de infiltrarse en medio del pueblo y escuchar el clamor general–, que era su hombre de confianza. Aquel fiel súbdito le confirmó la situación y el sentir del pueblo, lo que incrementó en el príncipe la sensación de angustia y premura. Cruzaron los corredores y los salones labrados con gran artificio, adornados con estanterías de piedra a manera de ventanas trapezoidales, llenas de objetos de oro y plata en forma de auquénidos⁷ o de seres humanos, como idolillos de fertilidad y abundancia, que resplandecían con la luz que penetraba a través de las claraboyas muy bien dispuestas en cada habitación.

Llegaron hasta el segundo patio donde se encontraba la armería real a cargo de los oficiales de servicio quienes, ayudados por los mayordomos, reunieron todas las armas y vituallas posibles que permanecían escondidas. Tenían orden de llevarlas hasta el Coricancha, donde ya se encontraban los restos momificados de Huayna Cápac y donde también se hallaba su wauke o doble escultórico.

Estando ya en el primer patio, Choque miró por última vez el que había sido su segundo hogar y se inclinó para tocar con sus manos el suelo adoquinado donde jugaba cuando era niño. Una vez en la puerta principal, procedió a despedirse discretamente de los servidores de mayor edad, agradeciéndoles sus años de dedicación y dejándolos al cuidado del palacio. Ellos no sabían adónde se marchaba su señor, pero confiaban y aceptaban sus decisiones porque las consideraban sabias y en beneficio de todos.

Choque se alejó silencioso y decididamente del Amarucancha en sentido contrario a la plaza de Huacaypata o de las Plegarias (hoy Plaza de Armas de Cuzco), junto con un cortejo de unas veinte personas. Caminaron por la calle de Inti Kijllu, teniendo en todo momento el Ajllahuasi a la izquierda. A pesar de lo avanzado de la noche, había fogatas encendidas y aún se escuchaban los gritos lastimeros que desgarraban la quietud de aquel privilegiado lugar enclavado en los Andes. No había familia en Qosqo que no hubiese perdido en poco tiempo más de un familiar en las guerras o por las plagas y desgracias que se habían abatido sobre el incario.

Llegando a las puertas del Coricancha fueron recibidos con mucho respeto y complicidad por los guardias que permanentemente cuidaban la entrada del gran santuario. Atravesaron velozmente el amplio patio empedrado que los separaba de las capillas dedicadas al Sol, a la Luna, a la estrella Chaska (Venus) y a la constelación de Choque Chinchay (Felino Dorado), entre otras. En ese momento, en el cielo se escuchó una estrepitosa serie de truenos y múltiples relámpagos pero sin lluvia que agrietaron el espacio.

En la entrada de la chinkana los aguardaban los sacerdotes con gran nerviosismo; entre ellos asomó uno que destacaba por su capacidad de videncia. Era un hombre mayor de rostro sabio pero apesadumbrado, que se acercó a Choque haciéndole una reverencia.

El príncipe lo saludó y le preguntó:

–¡Sabio sacerdote y vidente, que el dios de nuestros padres te bendiga e ilumine!

»¿Hay alguna visión o mensaje para nosotros antes de emprender el camino?

El sacerdote cerró los ojos, agachó la cabeza, la llevó hacia atrás y, respirando profundamente, entró como en un estado de semitrance. Al cabo de un interminable minuto puso sus manos sobre los hombros del príncipe, y abriendo los ojos lo miró fijamente diciéndole:

–Dos grandes serpientes se encargan de comunicar el Kay Pacha (el mundo de aquí) con el Janan Pacha (el mundo de arriba), saliendo del Ukju Pacha (mundo de abajo o inframundo). Son las energías que fluyen por el Universo exterior e interior de cada ser humano y de todas las cosas. Uno de los reptiles en lo exterior posee la forma del gran río Amaru Mayu (Río Alto Madre de Dios) y la conocemos bajo el nombre de Yaku Mama; la otra va caminando verticalmente, dotada de dos cabezas: una inferior que absorbe los bichos de la superficie y otra superior que se alimenta de insectos volátiles, apenas se mueve y tiene la apariencia de un árbol seco; es la Sacha Mama. Estas dos grandes serpientes pasan después al mundo de arriba, donde la Yaku Mama se convierte en Illapa (el rayo) y la Sacha Mama en Koychi (el arcoíris). El Inca debía mantener dicha conexión entre los mundos, como Intipchurin⁸, pero esta relación hace tiempo que se ha visto interrumpida por la ambición materialista, la ignorancia y la ausencia de espiritualidad, por lo que el caos se cierne sobre el mundo. Nuestros días están contados. Debes viajar cuando antes, querido príncipe, como guerrero de la luz contra la oscuridad, al lugar donde puedas volver a enlazar los tres mundos, porque todos los hombres hemos perdido la conexión. Para ello seguirás la ruta de la Pakarina (laguna, caverna o lugar de origen mítico). Y llegando a tu destino tú y tus descendientes deberéis aguardar con paciencia el tiempo del cambio, un nuevo amanecer de la Humanidad.

»La tierra que dejas bajo tus pies y tras de ti se mantendrá por muchos siglos sujeta a una purificación dolorosa, a un pachacuti⁹, para que en el futuro pueda albergar la simiente de una nueva Humanidad basada en el amor, el conocimiento y la fe.

En ese momento apareció el Willaq Umu y, tomando la palabra, dijo:

–A las puertas de que te vayas, oh gran señor, pongo en tus manos la Sara mama¹⁰ que estaba colocada en el granero del Santuario. Ahora irá contigo y, cuando el tiempo sea cumplido y tus descendientes vuelvan al mundo que hoy dejas, traerán consigo esta semilla junto con la prosperidad y la abundancia. La Coca mama se quedará multiplicando las desgracias de los hombres que acaben y destruyan la Sacha mama (madre selva o madre del bosque) y a la Pacha mama (la madre Tierra).

»También coloco sobre tu cabeza la Mascaypacha¹¹, con la insignia del heredero.

»Cuando llegues a Paiquinquin Qosqo¹² serás Inca. Pero no nombrado por los extranjeros para ser manipulado, sino por tu propia tierra.

»Y tus súbditos serán en su mayoría los animales del bosque, las plantas y los árboles, así como los espíritus de la naturaleza. Tu reino no estará

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