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Cuarenta y un relatos de terror y misterio
Cuarenta y un relatos de terror y misterio
Cuarenta y un relatos de terror y misterio
Libro electrónico366 páginas8 horas

Cuarenta y un relatos de terror y misterio

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Estamos ante una recopilación de cuarenta y un relatos de terror compuesto por cincuenta y cinco capítulos que harán las delicias de los aficionados a la literatura de terror, suspense y misterio. Zombis, vampiros, hombres lobo, demonios, posesiones, monstruos de distinta índole..., serán los encargados de poblar las páginas de este libro que ahora tiene ante sí el amable lector. Algunos de estos relatos están escritos en honor a determinados personajes de relevancia en el mundo de las letras, tales como a Edgar Allan Poe y su obra La caída de la Casa Usher; Quevedo; Antonio Machado en su poema a la muerte de su esposa; Azorín; Dante y su Divina Comedia; Algún giño que otro al fantástico Stephen King; y, cómo no, al excepcional Imanol Aguirre que tanto me ha enseñado sobre el mundo de las letras, aunque haya tenido que ser, por desgracia, a título póstumo...

Se trata de una serie de cuentos cortos que van directamente al grano creando, sin andarse con ambages o hipérboles, un ambiente de tensión y emoción en cada uno de estos, que harán al lector que no quiera distraerse ni un solo instante. Distintos personajes y lugares totalmente dispares convergen en un punto común, el instinto de supervivencia de los protagonistas ante situaciones imposibles de suceder y menos de explicar. Ese instinto a algunos les ayudará a sobrevivir, pero otros sucumbirán, pues, como todo el mundo sabe, a la hora de luchar contra el mal, el ser humano está en inferioridad de condiciones.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 sept 2018
ISBN9780463382240
Cuarenta y un relatos de terror y misterio
Autor

Luis Molina Aguirre

Luis Molina nació en Madrid en el mes de junio de 1974. Cursó estudios de delineación, posteriormente de informática y Derecho. Fue militar profesional, escolta privado y desempeñó distintas funciones en el terreno de la seguridad que le llevó a viajar por toda España.En la actualidad compatibiliza su labor de escritor con la de consultor/analista informático, además de colaborar en el periódico masbrunete.es y en otros diarios digitales. Está casado y tiene un hijo.Su primer acercamiento al mundo de las letras fue a los catorce años escribiendo un relato corto llamado "Viaje al año 2999". Desde entonces diversos poemas, novelas, ensayos y varias decenas de relatos cortos han visto la luz, entre ellos destacan:- Relatos cortos: "Añoranza"; "Sin inspiración"; "Último viaje"; "Hacia Sant Michael"; "Desayuno amargo"...- Una antología poética, "Vivir soñando".- Antologías de relatos, "Réquiem por un misterio" y "Cuarenta y un relatos de terror y misterio".- Novelas: "El asesino del pentagrama", "El tesoro visigodo", "Juego de dioses y peones" y "La capital del crimen".https://www.facebook.com/infoLuisMolina/

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    Cuarenta y un relatos de terror y misterio - Luis Molina Aguirre

    CUARENTA Y UN RELATOS DE TERROR Y MISTERIO

    El terror es tan solo un estado más de tu mente

    Luis Molina Aguirre

    Todos los derechos reservados

    Copyright © Luis Molina Aguirre – 2018-2020

    Portada © Isabel Aguirre Colón

    www.webluismolina.com

    https://www.facebook.com/infoLuisMolina

    ISBN: 9781718016309

    Que lo creas o no, me importa bien poco. Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo te lo cuento ahora, si quiera no sea más que por pasar el rato.

    La cruz del diablo – Gustavo Adolfo Bécquer

    Con cariño para todos los lectores del diario masbrunete.es

    ÍNDICE

    INTRODUCCIÓN

    Soy plenamente consciente de que el amable lector que ahora tiene este libro en sus manos, lo que más desea en este instante es comenzar a leerse los relatos que él contiene, para así adentrarse en el mundo de las sombras, del terror y del misterio. Sin embargo, me veo obligado a escribir esta breve pero importante explicación, pues de otro modo, podría ser que a usted le surgiesen muchas dudas respecto al formato del libro y, quizá, lo sucinto de la redacción de algunos relatos.

    Y, efectivamente, esta es la cuestión. Los relatos, salvo los llamados Inéditos, tienen el tamaño que tienen por una razón y esta es, que fueron escritos para ser publicados en el diario masbrunete.es, como de hecho así sucedió. Esto implicaba un verdadero reto, pues escribir una historia en un espacio tan sumamente tasado, es ciertamente complejo. Aun así, creo que he logrado dar a todos estos cuentos el empaque suficiente como para que el lector permanezca ciertamente atento y en tensión a lo largo de las breves páginas.

    Finalmente, el lector que me haya seguido durante estos más de dos años en el diario digital mencionado, aquí se va a encontrar con aquellos relatos que fueron publicados en su día, pero corregidos y actualizados, pues los he tratado uno a uno como si estuviese ante una segunda edición, ya que, de algún modo, para mí así es. Al final del libro he añadido una serie de relatos inéditos. La razón es que de este modo creo, sinceramente, que el libro tendrá un aliciente mayor, si cabe, para todos aquellos amantes del misterio, el suspense y el terror.

    Que ustedes lo lean bien.

    Estoy seguro de que a cualquiera le gusta un buen crimen, siempre que no sea él la víctima.

    Alfred Hitchcock

    I

    LA CAÍDA

    Su infame, rasposa y húmeda lengua no dejaba de lamerme la fea herida que me había producido a causa de la caída por el terraplén, la cual había sufrido en mi huida desesperada. La mala fortuna había decidido, arbitrariamente, que me quedase encajada entre dos enormes árboles, lo cual parecía, hasta cierto punto, lógico pues, una negra suerte que me seguía allá donde iba, había sido la tónica general a lo largo de toda mi vida. Tras despertar después del costalazo que me había dado, comprobé con horror que no me podía mover, tan solo era capaz de oír y oler a aquella bestia sedienta de sangre. La fiera se encontraba fuera de mi campo de visión, pero percibía que estaba ahí lamiendo, quién sabe si incluso mordiendo. Yo era plenamente consciente de quién o, mejor dicho, de qué se trataba. A tiro de piedra vislumbraba la Casa Usher, aquella mansión que no solo fuese la perdición de Roderick y Madeline Usher, sino también la mía.

    ¿Cómo había llegado hasta allí, a esa situación? Traté de recordar los acontecimientos acaecidos tan solo unas horas antes, cuando me encontraba disfrutando de un café bien caliente en el sofá de mi casa…

    Una llamada a la puerta me había sacado de mi ensimismamiento al tiempo que una carta se deslizaba sutilmente por debajo de ésta. Me levanté perezosa y acudí a abrirla con desgana, no hallando a nadie en el umbral. Me agaché y recogí el sobre cerrado que habían dejado sin ningún nombre ni dato. En el interior de esta, habían escrito algo que no debía, que no podía estar ahí. De momento, afirmaba que Roderick había enloquecido y que necesitaba mi ayuda.

    Por otro lado, me emplazaba el remitente a que nos viéramos en el bosque que se encontraba en la parte trasera de la Casa Usher. Lo firmaba la que fuese mi amiga del alma, Madeline Usher.

    Como bien he dicho, aquello no podía ser porque hacía cuatro años de la muerte de Roderick y casi cinco de la de mi amiga, pues los dos no andaban muy bien de salud desde el mismo día de su nacimiento.

    Como no podía ser de otro modo, aquello me desconcertó notablemente. Empero, curiosa como soy, decidí seguirle el juego al bromista autor de la misiva, al objeto tan solo de desenmascararlo.

    Acudí, pues, a la hora y al sitio indicado, no hallando a nadie, tal y como en realidad esperaba que sucediese. Tras cuarenta minutos de espera y puesto que había comenzado a llover y la tormenta arreciaba por momentos, no se me ocurrió otra cosa que guarecerme dentro de la que fuese la casa de mi amiga, ahora en ruinas. Me sorprendió descubrir anormalmente limpia y recogida la mansión en su interior. Diríase, lejos de estar abandonada, que allí vivía alguien muy pulcro. Una sombra cruzó tras de mí y me agarró de una mano sutilmente, llevándome en volandas a un cuarto oscuro sin darme tiempo a ver quién me arrastraba con tanta fuerza y delicadeza a la vez.

    —Maggie, no hay tiempo, escúchame... soy yo, Madeline, tu amiga.

    —Imposible —acerté a balbucir.

    —No importa qué es posible y qué imposible, debes huir, él me ha descubierto, ha leído la carta que te envié y —un sonido como de pezuñas de perro se escuchó en la habitación contigua en la que un instante antes habíamos estado —… Maggie, la maldición de la Casa Usher es muy fuerte, no podemos morir, pero tampoco vivir. No puedo explicártelo ahora, ni pretendo que lo entiendas ni que me creas, pero tienes que marcharte en silencio antes de que él te vea o estarás…

    —Tú no puedes ser Madeline. Es imposible, ¿quién eres? —traté de decir con voz firme para que no se notase el pánico que comenzaba a dominarme —Voy a…

    —Vete, Maggie, vete —me espetó mientras me llevaba agarrada nuevamente del brazo hasta la puerta más cercana. Al abrirla, un breve rayo de luz de la luna llena, que se coló entre dos nubes, iluminó su rostro, mostrándome a un ser horrendo, animalado, imposible, pero cuyos rasgos esenciales eran, sin lugar a duda, los de quién fuese mi amiga del alma y compañera de juegos infantiles.

    De pronto, el gorjeo sanguinolento cesó y noté como la fiera se alzaba sobre sus patas traseras. Al fin lo tenía a la vista. Se trataba sin duda de Roderick Usher, quien con su boca sangrienta procuraba sonreírme de forma cruel y grotesca. Su cuerpo, siempre atlético, se veía convertido en el de un fiero lobo lleno de pelo animal, de enorme tamaño y dispuesto a devorar a su víctima.

    Cuando traté de pedir misericordia, de tratar de decirle que era yo, la amiga de su hermana… una boca cuajada de afilados dientes se cernió sobre mi cabeza y la oscuridad lo copó todo para siempre.

    II

    EL DESCONOCIDO

    Ciega y fría cayó blandamente de las estrellas la noche… mientras, la nívea luna no era capaz de atravesar con su brillante luz la espesa capa de nubes que durante todo el día había cubierto el cielo de Nueva York. En un banco de Central Park, se hallaba sentado Johnny, un joven nada distinto al resto de los jóvenes de aquella gran ciudad, ni alto ni bajo, ni listo ni tonto, más bien desgarbado y de mirada triste. Su día a día transcurría entre el trabajo, su perro Ron, al que había sacado a pasear, y las esporádicas visitas a su anciana madre que no vivía muy lejos de él. En todo el parque no había nadie paseando, pues ya era noche cerrada. A Johnny se le había hecho tarde por culpa de su jefe, de corte despótico y ademán draconiano, que tenía la mala costumbre de darle los trabajos a última hora de la jornada, lo que hacía que más de una vez a la semana fuese el último de la oficina en marcharse. Después llegaba agotado a su casa y Ron impaciente, movía el rabo de un lado para otro mientras le daba con su boca la correa para que lo sacase al parque. Y no había más que discutir, el animal necesitaba hacer sus necesidades y el cansancio de Johnny podía y debía esperar para más tarde.

    A lo lejos, junto a otro banco que se encontraba bajo una farola, el joven vislumbró a un tipo que permanecía quieto, inmóvil, mirando fijamente lo que parecía, desde la distancia, un molinillo de colores de esos que tienen los niños para que giren con el viento. Aquel hombre parecía ridículamente absorto mirando el juguete, como si estuviese hipnotizado con su eterno giro. Ron, que contaba tan solo con ocho meses, se acercó curioso al extraño personaje y comenzó a gruñirle, algo poco usual en él.

    —¡Ron, ven aquí ahora mismo! —le llamó su dueño.

    Pero el animal no hizo caso, al contrario, su gruñido casi imperceptible se truncó en ladrido y adoptó una pose amenazante que le erizaba todo el pelo del lomo.

    —¡Ron, por Dios! Deja a ese señor —casi suplicó Johnny que no sabía qué le sucedía a su cariñoso perro.

    Se levantó de su asiento para llamarlo con más determinación e ir a por él, cuando justo en ese instante, el individuo que hasta ese momento no había dado muestras de enterarse de lo que estaba sucediendo, se giró, contemplo al animal por un breve espacio de tiempo y a continuación se abalanzó sobre él. Mientras el joven corría hacia ellos, pudo apreciar claramente el aullido de dolor de su mascota, el cual, en la distancia, pareció dejar de forcejear.

    —¡Perdone señor, perdone! No le haga daño, es tan solo un cachorro. Déjelo por favor. Se lo suplico, le pagaré el…

    Al acercarse, el hombre se incorporó sobre el cadáver exangüe del animal, mostrándose con la boca llena del líquido rojo. Sus ojos eran casi blancos, a duras penas se le distinguía el color pretérito del iris; el tono de su piel era ceniciento, los dientes inferiores se le veían por completo, pues el labio inferior no existía, heridas que ya no sangraban, pues los muertos no pueden hacerlo, se veían por aquí y por allá en el rostro y el cuerpo del individuo que ahora abría la boca con eterno apetito de carne viva. Johnny permaneció dubitativo durante un instante en el que contempló aquella escena y a aquel ser con un rictus entre sorprendido y curioso. Se adivinó un sucinto movimiento entre el follaje del excelso jardín, pero el joven no prestó atención, tan solo deseaba coger a Ron y acariciarle la cabeza. Quería entender lo que había sucedido, pero algo dentro de él le impulsó a despreocuparse del animal muerto y centrarse en el otro animal que ya andaba hacia él con paso torpe. Johnny lejos de huir, sacó la correa de Ron que aún mantenía guardada en el bolsillo de su abrigo y con ella se abalanzó sobre el zombi, golpeándole repetidas veces en la cabeza, como había visto hacerlo en múltiples ocasiones en las películas, hasta que logró partir el cráneo y destrozar el cerebro, lo que supuso al instante que el monstruo quedase inane sobre el frío suelo. Nuevamente se movieron los matorrales más cercanos del jardín, y en esta ocasión aparecieron dos nuevos seres, más grotescos, más abyectos si cabía, que el primero. Johnny se incorporó para descubrir un rostro que le resultaba familiar, los rasgos de uno de los cadáveres andantes eran inconfundibles para él. La ropa, los zapatos, el reló… se trataba sin duda de Peter, el que hasta hacía unas horas había sido su jefe. Johnny apretó la correa de Ron sobre su puño, sonrió de medio lado y se lanzó sobre el que ahora era su mayor enemigo.

    III

    EL GRUMETE GUZMÁN

    Corría el año 1700 de Nuestro Señor Jesucristo, año en que nuestro último Habsburgo, Carlos II, había fallecido. Débil como era de cuerpo y espíritu difícilmente podría haber tenido descendencia, pues para esos menesteres es preciso virilidad suficiente. Empero disculpen vuestras mercedes semejante aserto, ya que, si bien es cierto lo que digo, no es ello lo que les deseo narrar, sino, más al contrario lo que me acaeció a mediados de dicho año, hallándome yo por aquel entonces a bordo del Santa Teresa. Se trataba de una impresionante fragata construida allá por el año 1649, con lo que su vida había ya sido más que amortizada. Era grande, hermosa, con cañones por doquier… pero, permítanme sus señorías que no entre en más detalles que no nos llevarán a ningún buen puerto, por no ser ello menester para la empresa que nos ocupa. Simplemente háganse cargo de la corveta y de que navegábamos desde hacía dos semanas por la costa caribeña, después de haber salido de Nueva España con rumbo a la vieja. De allí habíamos cargado dulce planta del cacao, hoja del tabaco y algunos oros y joyas que, por holganza de los lugareños, había caído en nuestro poder. Yo solo era, por aquel entonces, un grumete. El grumete Guzmán decíanme, por ser así mi buen apellido. Yo había ayudado a subir al barco, como era menester de mi condición, las alhajas requisadas en tierra y entre las muchas que allí iban, hallábase una de especial relevancia por el fervor con que la defendieron sus primigenios dueños. Tratábase de una estatuilla de un dios, hecha en oro y con piedras preciosas, muy cara en Europa, pero para nosotros nada más. Sin embargo, muy confundidos andábamos en nuestros pensamientos, pues lo que sucedería en los siguientes días, jamás hubiésemos imaginado que podría ser posible.

    Al segundo día de navegación, parte de la tripulación comenzó a sentirse en mal estado, con mala cara y como desorientados. El capitán pensó que se trataría de algunas fiebres que por esos lares atacan a los europeos con facilidad. Mas, al contrario, al correr de los días dímonos cuenta de que no eran fiebres, sino cosa de brujería. Martín, Fernández y Cortés, comenzaron a atacar con sus manos y cuchillos a aquellos que no nos hallábamos enfermos, con tan malas artes que dieron al traste con la vida de una decena de camaradas. El capitán mandó apresarlos y echarlos a la bodega. Pero el mal se propagó y al día siguiente, la mitad de la tripulación tuvo que ser presa, mientras que otra veintena de ella, había sucumbido al empuje del demonio.

    Pareció que las aguas del mal se sosegaban durante un par de días, pero tan solo fue la calma antes de la tempestad. Una noche plácida, de luna llena, cuando hacía una semana de nuestro parto de Nueva España, un cántico nos sobresaltó a los que quedábamos libres y vivos en la fragata. Al subir a cubierta descubrimos con asombro a los vigías y al timonel semidesnudos adorando a la estatuilla dorada, de la que hable al principio, mientras algunos se practicaban la cirugía, por decirlo así, sobre sus torsos ya sanguinolentos. Sacábanse las tripas y comían de ellas, cortaban dedos, incluso manos, quitaban ojos como joyas engastadas en estatuas... aquello sin duda era obra de Satanás. El capitán mandó hacer fuego de arcabuz contra semejantes herejes y blasfemos, siendo muertos todos al instante. Mas el mal que sobrevive a todo, se las arregló para meterse en más camaradas y así, la lucha fratricida se extendió por la cubierta ya tinta en sangre. Al final quedamos una docena en pie. Yo había matado a muchos de mis amigos y de tanta sangre como llevaba encima, no supe decir si alguna de ella fuese mía. Mas lo que ahora importaba era vigilar a los vivos, pues, a ciencia cierta sabía que mi espíritu cristiano no se hallaba poseso aún, no así el de los otros. Todos nos mirábamos y vigilábamos sin atrevernos a dar un paso. De pronto una luz broto de la estatuilla y todos miramos asombrados, la luminiscencia alcanzó a Alonso, el cual sacó su cuchillo y lo clavó cual cresta de pollo en la cabeza de Hernando, un disparo sonó y al instante Alonso cayó al suelo ante el arcabuz humeante del capitán. La luz volvió a enseñorearse y cuando ya parecía que iba a alcanzar al segundo de abordo, corrí en dirección de la fuente del mal, la cogí en alto y la lancé con tal fuerza que voló por toda la cubierta hasta salir despedida por la borda. Todos nos miramos sin decir amén y mucho menos hacer nada. Permanecimos así durante largo rato, no sabría decir cuánto, hasta que un fuerte y horrísono crujir de maderos nos despertó de nuestra ensoñación y nos hizo rodar por la cubierta, cual barriles en plena tempestad sin atar. Dímonos cuenta al instante que habíamos encallado y que la bella fragata se venía a pique más rápido de lo que el capitán era capaz de vaciar una botella de vino. Así saltamos a las aguas que ahora eran bravas y peligrosas, al contrario que al principio de la carnicería. Con mucho esfuerzo y mayor suerte, llegamos media docena a una costa no muy lejana… del resto nunca más se supo.

    Y desde entonces nos hallamos aquí, esperando que por ventura algún barco alcance estas costas y tenga a bien rescatarnos. Mas he de decir a vuestras mercedes, que no confío en que esto ocurra jamás, pues, hace un par de días, como por ensalmo, apareció refulgente en una tabla de madera que iba a la deriva, la dichosa estatuilla, la cual acogió el capitán y a la que ahora adoran todos, en contra del mandato de Dios Nuestro Señor, y témome yo, que a no faltar mucho, el rasgar de carnes y crujir de huesos comenzará de nuevo, pues los muy bellacos me miran con asiduidad ya que no me uní a ellos en sus plegarias. Yo me he pertrechado para luchar contra el infiel, al que no he de ceder sino es con alguno de ellos por delante de mí.

    IV

    UN CLARO EN EL BOSQUE

    Nuevamente había despertado en medio del bosque, en el mismo lugar de siempre, empapado en sudor y con las manos manchadas de sangre. Hacía tiempo que me venía sucediendo esto. No conocía la causa y, ciertamente, malditas las ganas que tenía de averiguarlo, pues, algo me decía que aquella sangre no podía significar nada bueno ya que nunca era mía. Siempre sucedía igual y cada vez con mayor frecuencia, me encontraba en algún lugar haciendo algo y de pronto me despertaba allí tirado, un claro de un bosque no muy lejano a mi domicilio. Como decía, no quería saber qué era lo que ocurría en los periodos de tiempo que después no recordaba, pero a pesar de ello, no me quedaba más remedio que hacer algo para tratar de ponerle remedio. Acudí a varios médicos durante meses y todos me dijeron los mismo, que estaba perfectamente sano. Incluso a uno le conté toda la verdad, salvo lo de la sangre, y éste me recluyó en una habitación de su clínica desde la que me controlaba por medio de cámaras todos mis movimientos. Pero tras dos meses internado, no ocurrió nada y el buen doctor creyó que todo eran imaginaciones mías y me recomendó un psiquiatra.

    Ese mismo día, al salir de la clínica, me fui a una cafetería y mientras tomaba mi café, volvió a suceder. Me desperté nuevamente en aquel claro del bosque, con las manos llenas de sangre. Así pues, decidí comprarme una cámara pequeña que fuese conmigo a todas partes para que grabase todo aquello que yo hiciese a lo largo del día. Durante dos días no ocurrió nada anormal, pero al tercero volví a aparecer en el claro de siempre. Impaciente, me fui a lavar las manos al arroyo de siempre, me aseguré de que aún llevaba la cámara encima y que ésta continuaba funcionando y regresé a mi casa casi corriendo.

    Al enchufar la cámara en el ordenador aparecieron las imágenes de primera hora de aquel día. Avancé hasta el momento último que recordaba antes de despertar donde siempre. Me encontraba en el trabajo delante del ordenador, ese era mi último recuerdo, de pronto la pantalla del monitor comenzó a parpadear y una voz difuminada y que no se adivinaba de dónde podía provenir, comenzó a llamarme <> y se repetía una y otra vez cual mantra. Tras un rato, se veía que me levantaba y, sin más, abandonaba la oficina y me dirigía al bosque de siempre. Aquello era increíble porque yo no recordaba haber hecho nada de eso. Una vez en el bosque, atravesaba la espesa arboleda y me dirigía al claro de siempre. Permanecí allí de pie, quieto, en el centro, sin hacer nada durante un buen rato. De pronto el suelo se movió y unas tumbas dispuesta en círculo salieron como de la nada. De ellas unos cuerpos informes aparecieron cual zombis, pero no me atacaron, uno de ellos, que en vida debió ser mujer, se aproximó a mí y me habló con voz desgarrada, parecida a la que lo hiciese en la oficina << Mata Abel, ¡mataaa! tráenos más. Mata Abel, ¡mataaa!>>.

    Desde la cámara se apreciaba con claridad los rasgos de aquel ser destrozado por el paso del tiempo bajo tierra, la mandíbula con sus dientes al aire, las cuencas de los ojos vacías, le faltaba una oreja y la piel era ciertamente macilenta. A continuación, yo me marché y después de deambular por el bosque salí a un lugar que parecía el pueblo vecino al mío. Allí para mi horror, me dirigí a una casa cercana y pude ver con total claridad que me introducía en ella, iba a la cocina, cogía un cuchillo y subía a las habitaciones donde los moradores de ésta dormían plácidamente. Hundí el cuchillo en la boca de la que sería la esposa, el marido se despertó y sacando el arma de la mujer, lo inserté en el ojo del hombre. Aquello era demasiado para mí, pero tenía que seguir viéndolo todo, debía saber qué sucedía a continuación. Lo siguiente fue envolver con las sábanas los cuerpos, primero uno, después el otro. Luego los llevé al infame claro del bosque. Allí los muertos me esperaban ansiosos, primero se nutrieron de la carne aún caliente de la mujer y después de la del hombre cuando se lo llevé. Yo permanecía allí mirando, viendo como se los comían hasta que finalizaron. En ese momento la muerta que me mandó matar se acercó a mí y me besó en la boca. Acto seguido caí al suelo inconsciente. La cámara permanecía encendida, pero mirando al cielo, por lo que no se podía ver qué sucedía, pero era fácil adivinarlo, pues, el suelo temblaba como cuando salieron a la luz de la luna las tumbas, era de imaginar que ahora se ocultasen hasta que llegase la hora de volver a alimentarse de nuevo.

    Después de ver aquel video, he pensado en varias ocasiones en quitarme la vida, pero al final he concluido que posiblemente no sea yo el único esclavo poseído que tengan, seguramente usarán a más gente y aunque yo muriese no solucionaría nada. Así, pues, he decidido continuar alimentando a esos seres hasta que tenga información suficiente para acabar con ellos o que ellos acaben conmigo, no en vano, puedo resultar un jugoso bocado.

    V

    LA HERMOSA DAMA

    En esta hora del crepúsculo, cuando todo va bañándose de penumbra, la hermosa y noble dama emerge de la oscuridad en su retrato. Imanol acababa de leer aquello y no pudo por más que elevar la cerviz a fin de dirigir su mirada al imponente cuadro, el cual reposaba sobre la bien pertrechada chimenea de su biblioteca. Ciertamente Aizeti había sido bella en vida, pero esa belleza también fue su perdición. Los celos, al igual que cualquier patógeno, si no se atajan a tiempo terminan consumiendo a su huésped, y las miradas disimuladas, las risitas a escondidas y el coqueteo constante con todo hombre que se le cruzaba, terminaron por infectar por completo la mente de Imanol. Así, pues, éste decidió acabar con el mal que lo aquejaba, como había hecho todo en su vida, por las buenas, sin escusas, sin miramientos, sin remordimientos, sin demoras. Por ello mandó a un gran artista retratar a su esposa Aizeti, y durante ese periodo de tiempo la amó como jamás lo había hecho. Pero al finalizar el pintor su obra y dar el visto bueno el caballero, la desdichada dama selló su destino. Una noche de luna llena, en contra de lo que en él era habitual, insistió en salir a pasear con su esposa por el camino cercano al caserío, el cual bordeaba el acantilado, donde con dureza rompían las olas del Cantábrico. Un beso de despedida, un te quiero y el fin de la bella dama llegó sin más preámbulos.

    Todo lo mandó quemar, de todo se deshizo… todo aquello que le pudiese recordar a ella ordenó borrarlo o sepultarlo, todo menos el cuadro que había mandado pintar con el propósito de tenerla solo para él y siempre que él quisiera.

    Sonaron las doce campanadas en el reló de caoba del pasillo. El crepitar del fuego, aquella obra de Azorín que había leído ya media docena de veces, el coñac gran reserva en su copa de cristal de Bohemia y el silencio del entorno, lo relajaban y ayudaban a alejar de su cabeza los fantasmas.

    Una sombra cruzó sigilosa y sutilmente la estancia e Imanol, de mediana edad, pero envejecido prematuramente, no se percató de que aquélla se posaba en el retrato de la hermosa dama. Un extraño crujir del lienzo se dejó notar en la habitación y el propietario de aquel inmenso caserío volvió a depositar su libro sobre el distinguido escritorio de la biblioteca. Observó por un instante el rostro de su amada, cogió su copa y se la llevó a los labios, a través del ambarino líquido le pareció vislumbrar un movimiento imposible de aquel retrato, provocándole un respingo que llevó al amado líquido de Baco a derramarse sobre su impoluto pijama y bata de seda gris. Miró con avidez el fantástico cuadro, pero no había cambiado nada en él. Depositó su copa sobre la mesa y el cuadro gruño perezoso, como quejándose de su eterna pose. Imanol alzó nuevamente la vista para descubrir con asombro que el retrato se movía y que los ojos de la dama lo miraban inquisitivos, al tiempo que una blanca mano salía por fuera del marco aferrándose a la pared a modo de apoyo, con el fin de sacar el resto del cuerpo. El distinguido caballero se frotó incrédulo los ojos ante lo que estaba viendo. La dama continúo saliendo del cuadro, primero la cabeza y los brazos, luego una pierna, después la otra y de un salto bajó al suelo desde el cuadro que ahora había

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