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El Prestamista
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Libro electrónico264 páginas5 horas

El Prestamista

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En las estrecha y envolventes calles de la decadencia del siglo 19, el asesinato de dos chicosconmociona a los locales.

Con la rifa de la pobreza, la vida es para muchos una batalla de mantener el hambre lejos y simplemente sobrevivir día a día.

En esta lucha de peligro y muerte, El Prestamista acumula sus intercambios. Un hombre de temperamento vil, ansía la única cosa que le traerá la realización que codicia.

En el presente, dos niños adolescentesexploran una casa abandonada estilo Tudor. Mientras que la inquietante atmosfera llena a los niños con un sentimiento de peligro, se dan cuenta de que hay algo siniestro en el aire.

Mientras que el pasado alcanza al presente, los chicos deben descubrir el misterio de la casa... y enfrentar el mal conocido como El Prestamista.

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento5 feb 2021
ISBN9781071587577
El Prestamista

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    El Prestamista - Stuart G. Yates

    Para mi amada hija, Emily.

    Estoy muy orgulloso de ti, de la forma en que nunca te das por vencida

    y luchas por lo mejor.

    Esta es para ti, porque te gusta una buena historia de horror,

    De tu querido viejo padre.

    El Inicio

    A finales de 1860, en el estrecho del río, las estrechas calles de la ciudad estaban cubiertas de una gruesa capa de mugre que, como una sanguijuela, succionaba todo lo bueno y saludable de cada ladrillo y grieta de los edificios alrededor. Un laberinto de decadente y sucia humanidad le daba a las madrigueras un hedor particular, un cáncer de suciedad, esparciéndose sin remordimiento entre la creciente población.

    Aquí, la gente compartía su vida con la pestilencia, ratas y corrupción. Sin tener oportunidad para una existencia diferente, aceptaban su situación sin quejarse y sobrevivían.

    La vida era barata. Quitada tan sencillo como era dada; el peligro y la muerte se entrelazan en cada respiro. El regalo más maravilloso de la naturaleza, la venida de una nueva vida al mundo, resulta en tiempos peligrosos tanto para la madre como para el infante. El entendimiento de enfermedades e infecciones, seguía siendo rudimentario, con los doctores siendo tan ignorantes como lo eran mil años antes. Un accidente podía resultar en la pérdida de una extremidad, la ruptura de un hueso o en la ceguera de un trabajador, terminando con toda esperanza de llevar comida a la mesa. La necesidad obligaba a los niños, incluso de cinco o seis años, a trabajar y mantener el balance de las cosas. Las familias eran grandes, compartían viviendas desmoronadas, a veces hasta doce personas en una sola habitación, amontonados en húmedos y asfixiantes sótanos. Los padres apenas se atrevían a hablar para que los más jóvenes no se despertaran y comenzaran los incesantes gemidos mientras el dolor ocasionado por el hambre roía el recubrimiento de sus marchitos estómagos, poniendo frenéticos a madres y padres con el ruido. Una pesadilla sin fin, una lucha constante para hacer que el dinero alcance y poder sobrevivir un día más.

    Entre esta miseria, el prestamista deambulaba en su efímera empresa. Revoloteando en casas ajenas y abusando de la desesperación de las personas, espiando valiosas chucherías y herencias familiares, ofreciendo una miseria por objetos que valían cien veces más. Por lo menos, como les solía decir, les ofrecía un alivio en su lastimosa existencia.

    ―Son perlas― dijo la bruja sin dientes, parada entre en el caos de mugrosos e inquietos niños, esa fría mañana de otoño. El prestamista retorció sus manos, con un gesto que llenó la pequeña habitación. Vestido de negro, encogido de hombros, paciente, esperaba como una enorme ave de presa; su oferta había sido hecha. En la esquina, una mujer más joven, tal vez la madre de las salvajes crías, se mecía hacia delante y hacia atrás, murmurando insignificantes sonidos. Tanto él, como la bruja, la ignoraron.

    Abriendo la boca ligeramente hacia lo que podía confundirse con una sonrisa, la voz del prestamista sonaba tan fría y tranquila como una mañana de enero. ―Estás equivocada, anciana. Son meras piedras pulidas para parecer perlas.

    Sostuvieron la mirada. De la nada, apreció un hombre, de pecho amplio, enormes brazos colgando cual simio, sus ojos enmarcados de negro, su aliento apestando a bebida.  Arrastró los pies hacia delante, quitando la joyería de las garras de la bruja. ―Si dice que son perlas― zumbó, las palabras escurrían de entre sus húmedos y flojos labios―, entonces son perlas.

    ―Te daré dos chelines― dijo el prestamista―. Y eso es más de lo que valen, inclusive si fueran reales.

    Dichas confrontaciones eran pan comido para el prestamista y él sabía que, al final, el triunfo sería suyo.  Suspiró y hurgó en su bolsillo. El dinero tintineaba en su mano y se le iluminaron los ojos al hombre grande. Lamiéndose los labios, con voz gruesa y respiración acortada en pequeños jadeos, dijo, ―Que sea media corona y son tuyas.

    Siguió un largo momento, en el que el prestamista rumiaba la oferta.

    Calculando que el valor de las perlas se excedía por cinco libras, torció la boca en señal de angustia. ―Muy bien― dijo finalmente y arrojó la moneda al mugriento puño del hombre mientras libraba a la bruja de su tesoro.

    Afuera, en el apestoso pasaje, se permitió una risa de felicitación y acarició las genuinas perlas con sus dedos. Debería esperar la reglamentaria quincena, para darle la oportunidad a esta desesperada gente de volver a su tienda con el pago, pero sabía que era poco probable: la media corona iba a desaparecer en la garganta del gran hombre en uno o dos tragos de ginebra. Siempre era lo mismo. Entonces, se aferraría a ellas por todo el tiempo, antes de venderlas por una buena ganancia. Tenía clientes en Belgravia que gustosamente le darían más de lo esperado por semejante collar.

    Escuchando las pisadas, se volteó, alerta, y vio al zoquete acercarse a él, esas enormes manos de osos abiertas, listas para cerrarse y llevarlo al suelo, robándole todo lo que llevara consigo. Pero el zoquete, en desventaja por la bebida, debió haberlo pensado mejor. El prestamista se deslizó entre esos fuertes brazos y hundió su navaja profundamente en el costado del bruto. El zoquete, incrédulo, jadeó y el prestamista posó su boca cerca del oído de su atacante.

    ―El hambre ya no será problema para ti, amigo mío― dijo mientras enterraba aún más la cuchilla; la afilada navaja cortaba sus órganos internos. El enorme hombre gimió, una ligera y lamentable exhalación de fétido aliento y el prestamista lo sostuvo, como uno lo haría con un infante, y lo guio hacia el suelo, permitiendo que el peso del hombre liberara su cuerpo del cuchillo. Viéndolo encogerse en una temblorosa bola, la sangre de su vida se escurría entre las grietas del empedrado, el prestamista sonrió y limpió su navaja con la chaqueta del hombre moribundo antes de voltear y desaparecer entre el laberinto de callejones y pasadizos.

    Deslizándose por las calles, sopesó lo que había pasado. Usualmente, nadie nunca lo sigue. Ese tipo de ataques no eran comunes, la mayoría de la gente agradece por las pocas monedas que él espolvoreaba en sus ansiosas manos. Gastaban su dinero, tal vez en algunas papas podridas, o lo más probable, si el esposo se daba cuenta de la transacción, en bebida. Pocos intentaban recuperar sus tesoros. Si lo hacían, fallaban, terminando como el hombre grande: muertos.

    Nada de esto era importante para el prestamista. Se mantenía indiferente ante las depravaciones que presenciaba. El sufrimiento, la violencia... Su negocio era hacer dinero, acumulando su fortuna, con la avaricia como su fiel compañera. Sin embargo, soñaba con descubrir una pieza realmente valiosa, un anillo o un collar incrustado con diamantes, lo que fuera que pudiera llevarlo a la cúspide de la comodidad que tanto deseaba y que le daba razones para escapar de su vacía e insignificante existencia.

    En la muy unida comunidad de su fraternidad, sus métodos estaban causando preocupación. Los prestamistas nunca eran bien vistos por la desesperada población, pero él amenazaba con destruir hasta el más mínimo sentido de profesionalismo que intentaban forjar. Había rumores, murmullos e infundios, y lo convocaron a responder por los cargos de darle mala fama a su profesión.

    Sin el conocimiento de sus colegas, el prestamista ya había tenido una reunión. Una reunión como ninguna otra. Por mucho tiempo, habitó en un sórdido y ennegrecido mundo de oficios sudorosos en mal estado. Había empleado el talento de algunos carteristas locales, pagándoles bien. Lo habían traicionado, trataron de estafarlo, vendiendo las mercancías conseguidas ilegalmente para ellos y él había reaccionado rápidamente. Una represalia tanto dura, como mortal.

    Una húmeda y triste mañana, los cuerpos de dos jóvenes muchachos, edades de once y trece, aparecieron en la costa de Egremont. Niños sin nombre, perdidos para sus padres muchos años antes... les habían cortado la garganta. Nadie los conocía y a nadie le importaba. Las autoridades sostuvieron algunas esporádicas investigaciones, pero con poco por seguir, el interés pronto se desvaneció. Colocaron varios carteles alrededor del pueblo, un gesto insignificante ya que la mayoría de la gente que poblaba el vecindario no sabía leer, y aquellos que sabían, no le prestaban atención. Nadie se presentó y al poco tiempo los cuerpos, envueltos en gruesos sacos de yute, fueron enterrados en una fosa común, olvidados.

    Algunas semanas después, el prestamista empleó a otro joven llamado Randolph, y al principio las cosas no pintaban mucho mejor ya que había probado ser un inútil carterista, casi atrapado más de una vez. Para su buena suerte, Randolph había visto algo que tal vez lo salvaría de la ira del prestamista. Entre la confusión del ruido y el montón de gente que estaba en el embarcadero en Liverpool, Randolph había visto un interesante altercado entre dos hombres. Uno de ellos era moreno cuál nuez, pero un hombre inglés al fin y al cabo. Fuerte y de apariencia ruda, había reprendido a un portero que accidentalmente había puesto una de las piezas del equipaje del señor en el suelo con tanto descuido que se rompió de los lados. Joyas, sin fin, cayeron del equipaje. El hombre rápidamente las guardó, mientras el portero buscaba apresuradamente una atadura para amarrarla alrededor del maletín de piel, pero Randolph lo había visto todo.

    Después del incidente, y con el portero adecuadamente avergonzado, Randolph siguió al hombre, tan bien como pudo, hasta una barca que lo llevaría al otro lado del río Mercy hacia Birkenhead. De ahí, el hombre pidió una carreta y contrató más porteros para acomodar la gran maleta dentro. Randolph, que era un muchacho inteligente, estaba lo suficientemente cerca para escuchar la dirección.

    El prestamista sonrió al escuchar la historia.

    ―Este podría ser el atraco, mi muchacho―  siseó, sirviéndose una copa de vino del puerto en celebración. No le ofreció a Randolph, en su lugar puso un florín en la mano del muchacho.

    ―Ahí tienes, lo has hecho bien. Ahora, voy a idear un pequeño plan y entonces... entonces puede que te necesite otra vez. Hasta entonces, vete y déjame con mi vino.

    *

    Randolph conocía demasiado bien la reputación del prestamista y no tenía ningún deseo de hacerlo enfadar. Si podía ganar un florín cada vez que el viejo le encomendaba un trabajo, era suficiente para él. El pensamiento de semejantes ganancias maravillaba a Randolph, mientras se escabullía fuera de los aposentos del prestamista y se dirigía entre las calles a la zona portuaria de Birkenhead. Agachando la cabeza para evitar cruzar la mirada con la gente que pasaba, no notó lo cerca que estaba Rooster hasta que chocó con el enorme vientre del hombre. Randolph saltó, pero fue muy lento como para intentar escapar. Rooster lo tenía del cuello en un abrir y cerrar de ojos, poniéndolo contra la pared.

    ―Ahora, pequeño gusano― resolló Rooster, con su cara grisácea cerca de la del niño―, dime que has estado haciendo por nuestro amigo, el presta dinero. Te seguían y quiero saber qué están tramando, rápido, o te rompo el cuello.

    Esos enormes y gruesos dedos lo apretaron y Randolph chilló, contándole todo a Rooster, quién lo escuchó y también hizo un plan.

    *

    Esa misma noche, el prestamista estaba de rodillas frente a un enorme, dorado quemador de incienso, con un diseño complejo. Tomando el humo entre sus manos, llevó la intoxicante humareda cerca de su cara. El extraño encantamiento era el que siempre seguía, sacado de un antiguo libro que le había sido entregado muchos años antes por un hombre de Europa del Este. Era un libro curioso, ofrecido por un hombre curioso.

    Habiendo llegado al país tan solo unos años antes, el hombre, conocido únicamente como Mancezk, encontró trabajo como el sirviente de un mago ambulante, y lo asistió en su espectáculo viajero. Mientras se movían por la costa, desde Blackpool hacia Rhyl, la gente venía y quedaba asombrada por los extravagantes y asombrosos trucos de magia que el mago ejecutaba. Pero entonces, en uno de los muchos bazares que hay en el muelle de New Brighton, el mago se enfermó misteriosamente y murió. Algunos sospechaban que había sido envenenado, otros, que era un castigo de ancestrales y místicos dioses. Cualquiera que haya sido la verdad, el sirviente ganó todas las posesiones del mago. Vendiendo o desechando casi todo, Mancezk se quedó el libro. No podía explicar realmente por qué, ni para él ni para ningún otro que preguntara. Había algo magnético en el libro y frecuentemente se despertaba a la mitad de la noche y se estiraba para acariciar su cubierta de cuero verde. Suspirando mientras la suavidad de la cubierta lo enviaba a un estado de gozo, dormía plácidamente hasta la mañana.

    Llegaron tiempos difíciles y buscó al prestamista para intercambiar el libro por un pequeño préstamo. Tan pronto como el prestamista sostuvo el libro entre sus manos, supo que era algo especial. Hojeando entre sus delicadas páginas, experimentó una extraña y sobrenatural sensación expandiéndose desde la base de su estómago, para abrumar cada fibra de su ser. Que lo pudiera leer fue un milagro, ya que el texto estaba en una antigua lengua, perdida hace mucho, pero una silenciosa y poderosa fuerza lo guio. Una fuerza que deseaba tener contacto con una malvada entidad humana. En cuanto a Mancezk, un sacristán que iba de camino a revisar la veracidad de la acusación de destitución de una mujer a la Mesa de Guardianes, encontró su cuerpo al pie de un embarcadero, con la garganta profundamente cortada, casi decapitada.

    Ahora, habiendo consumido casi completamente la botella de vino, el prestamista se sentó, con las velas encendidas, un pentagrama dibujado en el piso y recitó las palabras. El encantamiento creció en intensidad hasta que su voz, aumentando el tono y volumen, se tornó en una continua invocación de algo espantoso. Inexorablemente, la atmósfera cambió, un frío abrumador se extendió desde el centro de la habitación y con él un brillo rojo sangre que contenía una cara. Durante un momento, el rostro se alcanzaba a percibir en su totalidad; al siguiente, era solo una sombra parpadeante. No era la cara de un ser humano, sino de una criatura del más allá de los reinos de este mundo.

    En los últimos momentos de parpadeo antes de que las velas se apagaran, la criatura se hizo presente. De gran musculatura, su cabeza repleta de masas protuberantes. Afiladas. Dentadas. De apariencia feroz. Las fuertes extremidades, infundidas de fuerza sobrenatural, enormes manos que formaban un puño y luego lo soltaban. Más grande que los antiguos mausoleos de granito sólido, esta criatura estaba relacionada con la muerte. Se regodeaba y la celebraba, apestando a decadencia y corrupción.

    Con los ojos maravillados, el prestamista se sentó ansioso sin reaccionar, regocijado con la presencia de la criatura. Y su voz, estruendosa, repleta de malas intenciones, le dijo al prestamista lo que tenía que hacer. Mientras escuchaba, su alma se endureció. Incluso antes de esto, el alma del prestamista estaba perdida, pero ahora la criatura la reclamaba para sí. A cambio, infundió en el prestamista algo más poderoso y mucho más seductor:  maldad pura.

    ―Haré lo que crea conveniente― le dijo a sus colegas, que los habían convocado a su enclave.

    ―Entonces dejarás de ser parte de nuestra hermandad― dijo quien encabezaba la reunión, un grisáceo anciano llamado Mathias, cuya fortuna se había labrado de la desesperación de los pobres.

    ―¿Te atreves a pensar que semejante amenaza me hará olvidar mis ambiciones?― el prestamista posó su mirada en cada uno de los hombres alrededor de la larga mesa, las parpadeantes lámparas de aceite puestas en cada esquina moldeaban sus rostros entre sombras, distorsionando sus rasgos, haciéndolos ver más espectros que humanos. Se burló―. Me dan lástima.

    ―¿Lástima?― dijo Mathias, levantándose de su silla, con los nudillos presionados fuertemente contra la mesa―. ¡Maldita sea tu arrogancia! Vas demasiado lejos en tus tratos con los pobres. Los llenas de miedo y después los estafas para quitarles las miserables posesiones que te presentan.

    ―Tú haces lo mismo, así que no te atrevas a sermonearme, Nathanial Mathias.

    ―Yo mantengo mis cuentas claras― respondió Mathias, ignorando las bárbaras acusaciones de su colega, así como todos en esta habitación―. Pero tú no. Nadie sabe en qué terminan tus tratos o a qué precio.

    ―Y ha habido acusaciones― dijo otra voz, saliendo de la nada―. Acusaciones de violencia y amenazas.

    ―Pruébalo.

    ―No tenemos que probarlo― dijo Mathias―, es lo que todos nosotros sabemos. Así que, desiste, o serás expulsado de nuestra profesión. Revocaremos tu licencia y se informará a las autoridades.

    El prestamista se sentó y consideró lo dicho por el hombre.

    No dijo nada.

    Tan solo se escabulló fuera de la habitación, dejándolos preguntarse qué pasaría después.

    Capítulo Uno

    La casa vieja

    El presente...

    Los dos niños se acercaron al pie de la colina y se detuvieron. Habían andado en sus bicicletas por un largo tiempo y ambos estaban casi sin aliento. Tal vez, si hubieran vuelto en sus bicicletas en ese momento, sus vidas habrían sido muy diferentes. Tal vez... Pero una oscura y malévola fuerza ya estaba en marcha, mala e insidiosa, completamente imparable e irresistible, haciendo cualquier decisión independiente improbable, casi imposible.

    Ignorando todo esto, momentáneamente, Jamie, el más grande de los dos, miró a su amigo. ―Creo que estamos perdidos― dijo, mientras su voz se quebraba por la angustia. ―Nunca encontraremos el camino a casa.

    Tim, su amigo, miró a Jamie con las cejas levantadas y una sonrisa burlona. ―¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?

    ―No― dijo Jamie, a la defensiva, sin poder devolver la despreocupada mirada de Tim―. No tengo miedo.

    ―¿Estás seguro?

    ―Hemos andado por horas y creo que estamos perdidos— hizo su mayor esfuerzo para no revelar las preocupaciones que escondía. Preocupaciones que habían estado creciendo durante la última hora mientras se iba dando cuenta de varios distintivos que estaba seguro habían pasado en su bicicleta más de una vez―. El bosque... haber seguido el sendero... no estuvo bien. ¿No lo sentiste?

    Todo había iniciado bien. Habían seguido la calle principal que corría a lo largo del viejo bosque, entonces Tim vio una puerta casi escondida entre la gruesa y alta hierba que la flanquean por ambos lados. ―¡Hay que explorar!— chilló y, sin esperar, se apresuró cruzando la puerta avanzando por el sendero.

    Jamie suspiró. Esto era tan típico de Tim, pensó. Siempre impulsivo, nunca deteniéndose a pensar o considerar los pros y contras de una situación. Jamie era mucho más cauto. Bueno, así era como él se percibía. Muchos de sus compañeros de clase reemplazarían «cauto» por «aburrido». Él no quería verse así ante nadie, especialmente ante Tim, así que Jamie lo siguió de mala gana mirando de reojo la vieja puerta, apenas colgando sobre sus bisagras oxidadas. ¿Por qué Tim lo trajo a ese lugar? ¿Por qué se había aventurado, sin importar ningún peligro que podía estar acechando más adelante? Jamie aceptó que no era tan aventurero como Tim, sin importar que fuera más grande y viejo. De alguna manera, él nunca había podido escalar tan bien como Tim o nadar tan bien o, más importante, pelear tan bien. Tim podía hacer lo que fuera. O, por lo menos, así pensaba Jamie, mientras seguía adelante, ignorando sus miedos.

    Jamie sabía que era suertudo por tener un amigo como Tim. Cuando la mayoría de los otros muchachos en la escuela le ponían apodos o simplemente lo ignoraban, Tim

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