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La chica que sexteó con tubos en el Flatiron.
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Libro electrónico209 páginas3 horas

La chica que sexteó con tubos en el Flatiron.

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Ficción romántica histórica neoyorkina con algo de ciencia ficción y de policial. Ambientada en la segunda década del siglo XX, nos muestra una década distópica, previa a la electrónica, de tremendas similitudes pasionales a la actualidad, pero con sistemas de comunicación distintos. Una ojeada rápida a la época vista a través de los ojos de jóvenes enamorados, que buscan trabajo por primera vez en una ciudad de grandes cambios sociales y estructurales.

Sinopsis.
A principios del siglo XX, Gloria llegará a Nueva York con la idea de encontrar trabajo, y en el siglo XXII en una Nueva York sumergida por el cambio climático, un arqueólogo realizará un curioso hallazgo en las ruinas del edificio Flatiron. Un mensaje atrapado doscientos años en el tiempo revelará una historia olvidada de la ciudad.

IdiomaEspañol
EditorialG.G Melies
Fecha de lanzamiento24 ene 2021
ISBN9781393870715
La chica que sexteó con tubos en el Flatiron.

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    La chica que sexteó con tubos en el Flatiron. - G.G Melies

    Índice.

    ––––––––

    Tal vez....

    1)  Peggy.

    2)  Primer día.

    3)  Atrevimiento.

    4)  Triángulo rosa.

    5)  Arco de la Victoria.

    6)  Club de Louis.

    7)  Zona protegida.

    8)  Petting party.

    9)  Primer sexteo registrado.

    10)  El nuevo rico.

    11)  El hallazgo.

    12)  Rosa amarilla.

    13)  El carruaje.

    14)  La flor dentro del tubo.

    15)  O’ Sullivan.

    16)  Parte médico.

    17)  O’ Sullivan, el corrupto.

    18)  El sueño de Bruce.

    19)  Convergencias.

    Tal vez sea yo...

    I Congreso sobre:

    Comunicación y sexteo por tubos neumáticos Lamson a principios del siglo XX.

    Conferencista:

    Bruce López. Jefe de arqueología: Ruinas de Nueva York sumergida.

    Base del complejo–anclaje ascensor orbital de las Montañas Catskill.

    Sala de convenciones del Grand Hotel Catskill.

    15 de octubre de 2119.

    ––––––––

    No era un hecho menor que por necesidades de la física hayan tenido el mismo grosor; y por lo general el mismo largo. Tal vez alguno un poco más largo o corto que otro, pero eso era una falla de manufactura imperceptible, solo notada por ella que sabía manipularlos como organista de iglesia; y a simple vista, en una rápida ojeada a la distancia, podía distinguirlos uno de otros para introducirlos en las múltiples boquillas de los divergentes conductos del sistema de la máquina –La multitud en el auditorio estalló en risas ante la mirada ingenua de Bruce que no entendía el motivo. Para él estaba claro que no había dicho nada gracioso. Decidió ignorarlos y prosiguió con su exposición–. Los tubos neumáticos eran algo nuevo, una sensación en una ciudad que se ufanaba de moderna, creciendo con arrogancia fálica gracias al rigor del hormigón y el acero. Nueva York, a principios de la segunda década del siglo XX y a la vanguardia del mundo moderno, era un mundo distópico donde todo era similar a la actualidad; rascacielos, iluminación y visionarios automóviles eléctricos, teléfonos, electrodomésticos, semáforos, líneas aéreas, moda con sus respectivas vidrieras de grandes carteles luminosos, nuevos peinados, programas radiales de noticias, extraña música moderna... Pero donde nadie sabía lo que era una pantalla. ¡Claro!, no me refiero a las de cine, debido a las que salas también existían por entonces, me refiero a las pequeñas de bolsillo o las gigantes hogareñas a las que tanto estamos acostumbrados hoy día. Imaginar a Nueva York sin pantallas personales, sin ver personas por la calle con los brazos en alto tomando una foto o video ocasional, o mirando hipnotizado un punto para clicar con sus ojos, convierte en distópica esta historia, en una locura impensada difícil de imaginar. La misma ciudad, pero distinta. Todo fugaz mensaje pasajero y privado requería ser monopolizado por el telégrafo o el teléfono, algo que siempre portaba con el inconveniente de oídos ajenos de operadores atentos a las palabras soltadas por los interlocutores. Por eso digo; envuelto en un aura Charles Dickensiana de considerable atención, que, en la historia de esta ciudad, las comunicaciones por entonces guardaban aterradoras similitudes al mundo actual.

    Si uno pretendía sextear en secreto con su pareja o cortejar a una hermosa señorita, bella dama o amante, viceversa desde el punto de vista del género y sin viceversas también; solo existía un privilegiado secreto modo subterráneo de mensajería elitista para desesperados en amor... Los veloces sistemas de tubos neumáticos, en especial los del por entonces bautizado edificio Fuller, o por decisión popular, Flatiron; el de la Quinta y Broadway. Y como garante de privacidad a las palabras dulces o subidas de tono que se dijeran los amantes, Cupido la había asignado a ella, ya que entre todas las postulantes había caído en cuenta que para nada era la persona mejor calificada, sino era a su entender, simplemente la indicada. La historia nos muestra que toda persona indicada en un oficio, lleva a éste a otros niveles... ¡Los de gloria! Como un hecho curioso hemos descubierto que así también se llamaba ella, Gloria. La chica del momento por entonces era Gloria Farmer.

    A menos que nos refiramos a otros edificios pasionales, en Praga o París, ciudades románticas si las hay, aunadas en espíritu a ésta por tal vez compartir este mismo sistema de mensajería de rebeldes revolucionarios a los viejos y resistentes valores de la época, donde seguro se forjaron historias similares a la de este precioso hallazgo arqueológico (dije similares, no tan excepcionales), y hablo en específico... De la flor atrapada en el tiempo junto al mensaje dentro de un tubo que no llegó a destino, no tendríamos una ventana de tiempo precisa para estudiar el fenómeno de la mensajería romántica y burdo sexteo por tubos neumáticos de principios de siglo XX.

    Si fantaseamos con la romántica idea de que Cupido la seleccionó para este trabajo, nos confinamos en certezas entendiendo que Gloria debió ser alguien de ideales simples y sin dobleces. Digamos; cincelados como leyes primarias en un gran mármol perfecto, donde la mano del escultor jamás debió recurrir a la cera para tapar la rajadura o cachadura por habérsele ido la mano. Así debió ser ella, obra maestra perfecta, íntegra en una sola pieza, sin–cera... Imposible imaginar otro tipo de personalidad para cumplir con esta noble, visionaria y moderna empresa de hermetismo requerido.

    ¿De dónde podría provenir una persona así? ¿De la ciudad? ¡No! ¡Claro que no! Solo una ilusa pueblerina alejada de toda maldad citadina (con perdón de los citadinos bien educados), que se crio entre animales de granja y autóctonos en puro estado salvaje, rodeada de plena naturaleza, leyendo clásicos románticos en libros ya amarronados, añejados al paladar exquisito de sus ávidos perfectos melosos ojos, encontrados en viejos y crujientes baúles olvidados en mohosos sótanos o resecos polvorosos altillos, empaquetados con un viejo papel reusado, carcomido por confianzudos y querendones pececillos de plata que siempre se suben a la mano, y por supuesto, todos atados con un firme cordel de algodón, podía dar con el tipo requerido para el oficio. La imagino tomando algunos de esos libros para el viaje, cargándolos en una vieja maleta cuadrada de cuero de vaca natural teñido de verde, repleta de vestidos multicolores cortados y cosidos por ella junto a su madre, de moldes tomados de viejas revistas de moda y de manera certera, todos fuera de ella; de la moda, para la dinámica Nueva York a la que encararía con valentía y en solitario. Casi que puedo verla llorando al partir, al dejar su granja familiar; a papá, quien le diera sus ahorros para que huya de un mundo duro y real incluso para hombres, a la llorona de mamá, que perdía a su única hija y compañera, al odioso de su bien amado hermano, a sus tres perros desparejos y un gato cariñoso que responde a un nombre irreproducible. Tal vez cuatro o cinco y hasta seis... sean perros, gatos o hermanos, conociendo de antemano cómo se conforman ciertas comunidades agrarias.

    Gloria, no habrá vivido al llegar nada distinto de cualquier otra chica del interior que nunca vio más de dos pisos de altura, y mucho menos sobre las ruedas de un autobús con su propia escalera caracol. ¡Fascinación!, esa es la palabra. Fascinación y aturdimiento por las luces, los edificios, la cantidad de personas y automóviles, las extravagancias de moda y multiplicidad étnica... En fin, todo lo habitual para los deshabituados. Suponemos que habrá alquilado una habitación en una pensión para señoritas, que habrá ido a innumerables citas en búsqueda de trabajo, que contaría las monedas, que sufriría docenas de lances callejeros de caballeros solteros con anillos de bodas escondidos, y que cien mil silbidos que opacaron el sonido del nuevo tránsito creciente de motores de automóviles y decreciente de cascos de caballos, la sonrojaron en extremo por ser sorprendida por el viento ascendente dentro de su holgada y volátil pollera de pueblerina; y me refiero en específico del que sopla en la Quinta y Broadway... con énfasis al muy picarón del lado de la Quinta. Pienso, que es muy posible que haya sufrido un percance, desagradable y no acostumbrado en su simple inocencia, generado por algún degenerado grosero que la confundió con otra clase de mujer, por el solo hecho de exponer incauta más allá de sus blancas pantorrillas al céfiro burlón, y tal vez... y digo solo tal vez, en esa imagen clásica estereotipada neoyorkina, un policía pelirrojo ya entrado en años, panzón y de nariz hinchada, habrá repartido bastonazos para despejar de la esquina, a los típicos mirones apostados en complicidad con ese viento a la espera de otras mariposas distraídas. En esa imagen de hechos completa me imagino el modo en que Gloria diera con su trabajo; tal vez el vigilante la apercibiera de ese gran problema arquitectónico de dicha esquina... Sobre que el arquitecto y los ingenieros del Flatiron pensaran y midieran para todo tipo de cálculo en física; sea peso, volumen o resistencia, pero que no vaticinaran en ecuaciones las posibilidades peligrosas y aberrantes sobre el paso de las señoritas y damas al soplo del viento. –Una gran falla. Errores de cálculos –Le diría–. Pensaron en todo menos en eso. Y tal vez ella, acalorada, cambiara el tema y preguntara, o tal vez él le comentara de alguna vacante laboral en el edificio. Así pienso que pudo haber comenzado tan magno secreto fenómeno social que persiste hasta hoy en nuestros modernos dispositivos. Pero, discúlpenme... tal vez sea yo, como un simple varón que se siente un pez fuera del agua contando una historia romántica, el que, de ahora en más, imagine demasiado.

    1

    Peggy.

    ––––––––

    Nueva York, 1918.

    Vereda frente al Edificio Fuller, 175 Fifth Avenue, actual Flatiron,

    sobre el Triángulo de Eno al final de la vieja Ladies’ Mile.

    – Conozco ciertas señoras que le cosen pequeños plomos de cortinas al ruedo de sus polleras; todo por culpa de esta esquina –reveló como sugerencia el oficial Cillian O’ Sullivan–. Y señorita... Por favor, no diga que yo la envié –pidió secretismo frente a las dos columnas del edificio neo renacentista–. Si lo hace dirán que durante mis rondas hablo demasiado tiempo con el conserje.

    –No lo haré. Muchas gracias oficial, es usted muy amable –Gloria se mostró de rostro agradecido mientras encaraba con miedo por la puerta giratoria. Ella nunca se había aventurado a través de ellas.

    – ¡Te advertí que no volvieras por aquí, condenado mirón degenerado! ¡Ahora verás...! –gritó el policía desenfundando la macana. Fue lo último que escuchó Gloria del agente previo a entrar al lobby del edificio, un poco empujada por la puerta giratoria acelerada por el viento. Gloria no sabía que de ahora en más ella sería una embajadora del viento, un viento cautivo y tal vez por amor a su causa.

    Salió proyectada hacia adelante por la puerta que la secundaba, y al caer de llano con los brazos extendidos contra el mármol, el sonido retumbó en el silencio magno del gran lobby. Mientras trataba de erguirse sobre sus tacos, de los cuales notó que uno le faltaba por girar liberado, feliz y campante dentro del ciclo eterno de la puerta, una señora fina, de perfume exquisito y en extremo elegante que salía del edificio, la asistió.

    –Así que eres la nueva dueña del edificio –le dijo sonriendo y tomándola del brazo para ayudarla–. ¿Te encuentras bien querida? Fue un feo golpe.

    –Sssí. Estoy bien. No mi zapato –dijo aturdida y desequilibrada por la pieza faltante. Gloria todavía no había perdido el calor de la vergüenza que pasó en la vereda y notó que seguía sumando grados–. Disculpe... ¿qué me dijo acerca del edificio?

    –Cuenta la leyenda urbana, que cuando te caes al dar el primer paso al entrar en una propiedad por primera vez, eres la compradora.

    –Y... ¿Cómo sabe que es la primera vez que entro al edificio?

    –Por tu gran experiencia en puertas giratorias... o como dicen muchos de mí, porque soy una bruja adivina. ¿Cuál de las dos crees?

    Gloria estalló en risas tan dulces y amenas que maravillaron a la señora.

    –Descarto lo de bruja. Con esa entrada que ejecuté, esta es una gran, gran compra –Gloria remató el acto con gracia.

    Un muchacho alto y delgado con uniforme menos que justo en medida, el cual indicaba que trabajaba en la recepción de planta baja, había tomado con valentía el riesgo de recuperar su taco viajero que huía en círculos como gorrión herido. Lo recuperó y se lo devolvió muy atento. Gloria lo miró desesperanzada para agradecerle, pero sobre todo se mostró de esa manera al ver el taco. Su sonrisa de hoyuelos triangulares y simétricos se opacó de golpe.

    –No puedo seguir pidiendo trabajo así. Es mi único par bueno –dijo en voz alta–. ¿Conocen algún buen zapatero en la zona al que le pueda pedir que me fie el arreglo?

    –Es solo un par de martillazos señorita –dijo el recepcionista–. Aquí en el subsuelo tenemos toda una cuadrilla de trabajadores con todo tipo de herramientas. Si se los pido en persona, seguro lo hacen de favor. Me deben muchos favores.

    –Oh, Gracias. ¿Seguro no te compromete?

    –Para nada, no se preocupe por ello, es una insignificancia... Además, no puede irse caminando por la calle así.

    – ¿Cómo te llamas? –le preguntó la señora.

    –Gloria. Gloria Farmer.

    La señora la despidió no sin antes tomar a Patrick del brazo para apartarlo y decirle...

    –Sobre lo que hablábamos hace un momento... Suspende todo y no coloques el cartel, no perdamos tiempo. Tengo el pálpito de que ella es la indicada.

    –De acuerdo Sra. Carter. –contestó el muchacho con una mirada y sonrisa cómplice en la que parecía avalar lo dicho.

    Gloria caminó siguiendo a Patrick por el gran lobby, notoriamente renga por la falta del taco. Lo que veía la deslumbraba, el mármol, la altura de los espacios abovedados; ella nunca había estado en un edificio de tales dimensiones. Pasaron junto al corto mástil con la bandera frente a la recepción y tomaron uno de los seis ascensores para descender al subsuelo. Durante el corto trayecto el silencio la incomodó, se sentía una tonta que necesitaba ayuda para todo. De pronto Patrick rompió el silencio.

    – ¿Quién la envió señorita?

    – ¿Es que no lo sabes? Soy la nueva dueña del edificio –Gloria bromeó–. Creo... creo que el viento me trajo –dudó en decir sabiendo que no debía delatar al oficial–. Casi puedo asegurarlo. Definitivamente fue el viento –Patrick sonrió una vez más sabiendo que la vio a través de los vidrios del portal hablar con el oficial O’ Sullivan, previo a entrar y caer con estrépito por la puerta. De inmediato entendió que Gloria era alguien en quien se podía confiar un secreto, o varios.

    Al abrirse la puerta del ascensor la imagen contrastó con la del lobby. De pronto la oscuridad, lo rústico y el ruido ensordecedor de herramientas la intimidaron. Caminaron unos metros hasta dar con una mesa de trabajo apenas iluminada llena de tubos y tornillos de todos los tamaños y tipos. Patrick encaró al trabajador que serruchaba.

    –John, ¿puedes reparar un taco de zapato de dama?

    –El que sabe de eso es Peter –contestó.

    – ¡Peter! ¡Peter! –John lo llamó a los gritos.

    – ¡¿Qué sucede?! –gritó una sombra desde la oscuridad y arriba de una escalera.

    – ¿Sabes reparar un taco de dama?

    –Podría intentarlo... pero el que trabajó algunos años de zapatero es Jason –recordó.

    – ¡Jason! ¡Jason! –Peter lo llamó.

    – ¡¿Qué quieres ahora?! –gritó Jason preguntando fastidiado desde el fondo de un largo pasillo de tuberías.

    – ¡John pregunta si sabes reparar un taco de dama!

    – ¡Siempre dije que John era raro! –gritó dando fuertes risotadas que retumbaron por el pasillo hasta dar con la posición de John.

    – ¡Te escuché maldito! –gritó John–. ¡Ven aquí si quieres saber lo que es bueno!

    – ¡¿Por qué mejor no vienes tú hasta aquí y me lo cuentas?! –Jason respondió desafiante desde el fondo del pasillo–. ¡Y ten cuidado de no caerte, podrías romperte el otro taco!

    – ¡Por favor caballeros! –gritó Patrick frenando a John–. ¡Están en presencia de una señorita!

    –No quiero causar problemas –dijo Gloria aterrada.

    –No se preocupe –la calmó Patrick–. Es el modo en que ellos bromean, durante toooda la jornada laboral. No se detienen en ningún momento.

    Finalmente, los tres hombres se reunieron alrededor del zapato con el taco. Lanzaron teorías sobre la calidad del zapato y trazaron esquemas alternativos para la reparación. Mientras esperaba, Gloria se sentó con su pie descalzo en un

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