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Cuando despierta el cuco
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Libro electrónico346 páginas4 horas

Cuando despierta el cuco

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Información de este libro electrónico

Ocho invitados con ocho secretos son reunidos en una siniestra mansión. 22 de diciembre, la nieve azota con fuerza quedando atrapados a todos en su interior. Cuando descubren el primer cadáver nadie puede confiar en nadie, pero lo que aún no saben es que mientras se van descubriendo las vidas pasadas de los invitados, ese primer asesinato, tan solo es el comienzo. Solo puede quedar uno.
Meses después de los asesinatos de diciembre, se desencadenan acontecimientos que llevan al inspector Aitor Guiterrez de la unidad O.I.N.N, especializada en la caza de asesinos en serie, a seguir los consejos de su nuevo asesor Tomas Brown, un exfederal afincado en Cádiz que dirige un pequeño despacho de investigación privada.
Lo que en un principio suponen que es un crimen aislado, se convierte en un juego macabro, una competición nunca vista entre dos psicópatas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 oct 2020
ISBN9788418542961
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    Cuando despierta el cuco - Ángel Martín Blázquez

    Primera edición: 2020

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Ángel Martín Blázquez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18542-96-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    PARTE I

    NO TODAS LAS LEYENDAS

    SON FORJADAS POR HÉROES

    PRÓLOGO

    La marquesina se movía con rabia, estaba siendo azotada por los vientos fuertes que el norte de Aragón dejaba campar a sus anchas en esa época del año.

    Bajo ella, una única persona intentaba protegerse de la pelona escondida en una capucha polar. Su mirada, enfocada a través de la cencellada mañanera, la mantenía fija en la penitenciaria.

    Una fachada gris se erguía sobre una colina, rodeada de vallas mantenían la claustrofobia aún acuciante en su cuerpo. Se alzaba amenazante ante aquellos que no cumpliesen la ley.

    Los recuerdos le hicieron escupir, más por una indisposición estomacal debido al nerviosismo por verse fuera de nuevo que por un acto de poco decoro.

    No fue la mejor época de su vida, acaban de dejarlo salir de aquel infierno donde aún escuchaba las voces de los demonios gritar su nombre en el interior.

    El tacto del papel en la mano le hizo centrarse de nuevo, ese mismo día, el día que salía del encierro involuntario había recibido aquella invitación.

    Giró la cabeza, a su izquierda, una carretera se perdía en el horizonte, sin vehículos a la vista, a su derecha la misma imagen se reproducía ante sus peculiares ojos.

    Estimado señor Venosta:

    Me complacería y sería un gran honor que acudiese a cenar con nosotros.

    Un cordial saludo.

    Ni más motivo, ni firmante, a la vuelta del folio venía una dirección. Escrita a mano la caligrafía era perfecta, podría haber sido escrita a ordenador si no fuera por los detalles sutiles a modo de remolino que terminaba cada palabra.

    Pero lo que realmente iba a hacer que acudiese era lo que también venía dentro del sobre, una llave pequeña y dorada venía envuelta en una bolsa de terciopelo. Él sabía de donde era esa llave.

    El sonido de escape de aire de los cilindros, al abrir la puerta del autobús lo sacó de sus pensamientos. En el interior del vehículo un conductor obeso de bigote prominente, lo miraba con cara de pocos amigos. Vuelta a la realidad. Al menos, dentro de poco cenaría algo que no fuese la mierda que ponían en la cárcel.

    22 DE DICIEMBRE

    20:00

    Las miradas furtivas del taxista a través del retrovisor no pasaban inadvertidas. El pasajero tenía el pelo del color de la plata, reluciente y muy repeinado hacia atrás. No eran canas, el cliente era joven. Un ojo azul y otro verde, la heterocromía no era un rasgo común, esta peculiaridad oteaba desde lo alto de un cuerpo atlético, todo en conjunto era lo que llamaba la atención del conductor.

    —Es la primera vez que conduzco por esta demarcación —dijo el taxista.

    El taxi circulaba por una carretera estrecha de montaña, que serpenteaba en su subida hacia la cima, en cada curva, se despeñaban pequeñas rocas por un barranco que producía sensación de mareo debido a la altura.

    —Jamás había visto nada de esta zona, es bonito —contestó Venosta con una voz ronca mientras se recreaba con el paisaje nevado. Las montañas al horizonte remataban en un pico completamente blanco.

    ¡Ajá! Sabía que no era de por aquí. —Tampoco había que ser Sherlock Holmes para darse cuenta al escucharlo hablar, tenía un deje característico y las eses se fusionaban con las ces ganando indudablemente estas—. ¿Cuánto lleva en el norte?

    —Más de los que hubiese querido —dijo mirando al conductor de soslayo.

    Pararon en dos ocasiones. Una, para revisar las cadenas, debido a un sonido que al taxista le molestaba, no quería aparentarlo dado su ego de conductor profesional, pero conducir por esa carretera le hacía tragar saliva por puro miedo a cada curva. La segunda vez fue para que se desahogara en un árbol, quizás también debido al miedo.

    Al final del camino, los neumáticos dejaron de jugarse la vida al borde del precipicio y la única carretera por la que transitaba se ensanchaba. El motor pasó de estar al máximo de sus revoluciones y las marchas dejaron de ser las más bajas.

    Las cuestas terminaban y la luz se hizo gracias a una multitud de farolas colocadas en fila india en los arcenes de la calzada, iluminaban el camino como si fuera un día de verano.

    Se encontraban dirección a una colosal casa de ladrillo empedrado. La vivienda estaba erigida sobre rocas. La altura se alcanzaba con numerosos escalones de piedras. En seguida se imaginó cómo importantes personas esperaban a visitantes distinguidos, desde lo alto del porche de entrada.

    Preciosos jardines se apreciaban aun bajo la capa de nieve que como un manto blanco los cubría. No distinguió ninguna huella sobre la nieve fina. Dos ventanales presidían la fachada principal como si dos colosales ojos vigilaran y captaran a todo aquel insensato que tuviese valor de acercase entrada la noche.

    Una vez finiquitada la deuda con el taxista y comprobado que no había nada más dentro de la cartera, Venosta se acercó a una puerta que lo doblaba en altura, oscura como un mal presagio. Agarró una aldaba de oro macizo y golpeó tres veces que retumbaron en la noche e hicieron temblar los puñales de hielo que se agarraban a las canaletas del tejado.

    21 DICIEMBRE

    Un gran caballo de pura raza español relinchaba mientras con la pezuña delantera arañaba el suelo de arena. El pelaje negro no le brillaba como de costumbre. La crin oscura del caballo le caía por el cuello, a modo de indio con distintas trenzas bien hechas. Los músculos se marcaban y acentuaban al tacto con el cepillo especial que un pequeño mozo de cuadras le estaba pasando.

    Al palmear con su mano el lomo, una ínfima humareda de polvo hizo que la mirada fuese fulminante hacia el chico que se ocupaba de los establos, el cual muerto de miedo salió corriendo del lugar por temor a represalias. Sabía muy bien qué ocurriría si su jefe no estaba contento con su trabajo, los golpes se repetirían en su cuerpo diminuto.

    Aleksei Diátlov a sus sesenta y seis años se encontraba en plena forma, su mayor afición eran los caballos, no montarlos, solo observarlos correr en esas carreras que controlaba y que tanto beneficio le proporcionaba, una pequeña parte de sus muchos negocios.

    Era un ludópata que desde las gradas del hipódromo lanzaba insultos sin que nadie se atreviese, dado quien era, a llevarle la contraria.

    —Quiero que lo organices todo. Partimos mañana —se dirigía a uno de sus hombres de plena confianza.

    El guardaespaldas estaba trajeado y tatuado todo su cuerpo, excepto el rostro, como si su piel fuese el lienzo de un pintor venido a menos que no ha alcanzado la fama pero que ganaba más por obra como tatuador.

    —Señor, hoy es un gran día esta noche usted se convertirá en una leyenda. —Igor era su mayor vasallo, no había nadie más fiel ni nadie en quien pudiese confiar más.

    —Nuestros amigos en Rusia verán este acto con buenos ojos. —No había puesto mayor que pudiese alcanzar en España. Pero un narcisismo incontrolable le hacía querer tener un reconocimiento diario.

    En ese mismo instante un olor penetrante a lavanda inundó el establo y por un breve periodo de tiempo eliminó el hedor desagradable a estiércol.

    Una rubia embutida en un cortísimo vestido de tubo negro se acercó a Aleksei y le susurró algo al oído, lo que le provocó una sonrisa siniestra en una tez arrugada, haciendo que su semblante se asemejase al de un bóxer.

    Volvió a mirar a su segundo, con una sonrisa pervertida enseñando unos dientes color nácar, donde algunas partes tiraban a caoba, debido a su afición al tabaco y el café oscuro.

    —Quizás podamos salir más tarde —dijo Igor a modo de halago, pues tratándose de su jefe no sería demasiado tiempo. Gajes de ser un lacayo. A veces, había que mentir.

    Aleksei salió del establo acompañado de la prostituta. La cara de la chica con una sonrisa pícara ocultaba una verdad muy distinta.

    Su jefe, en los muchos encuentros que tenían y durante sus embistes no era cuidadoso, más bien todo lo contrario era violento. A lo largo de su vida solo había sido delicado con una mujer, hace muchos años de eso, era un chiquillo. En su corazón, teñido a negro por la mala vida, ya no quedaba hueco para la compasión y el romanticismo, no después de ella.

    Antes de subir al dormitorio, Diátlov se metió la mano en el bolsillo y lo leyó una vez más.

    Estimado señor Aleksei Diátlov:

    Me complacería y sería un gran honor que acudiese a cenar con nosotros.

    Un cordial saludo.

    Dentro del sobre, se podía ver una fotografía en la que aparecía un hombre. Paseaba tranquilo al salir de una tienda, mientras portaba una bolsa de la que sobresalían varias barras de pan. Nada extraño.

    Había sido tomada con una cámara de alta resolución y el fotografiado era ajeno a que estaba siendo retratado, con unos fines nada a favor de su propia vida.

    Finalmente lo había encontrado, llegaba la hora de repartir justicia frente a los que le traicionan. Y en eso él era un experto.

    Pero de nuevo el aroma de la lavanda lo sacó de sus pensamientos, de eso se ocuparía después, antes… Observó cómo se contoneaba el culo de la prostituta mientras subía las escaleras. El vaivén de sus apretadas curvas hizo que la mente lasciva posase su interés en ella, imaginando la tortura siniestra a la que la iba a someter en unos minutos. Se pasó la lengua por los labios y subió a su encuentro para poseerla como quien posee algo que sabe que le pertenece.

    La redacción se sumergía en un continuo tecleó cuyo sonido retumbaba en todo el edificio. Ese día, el bullicio de gente corriendo de un lado a otro era intenso, olía a sudor y a tupper de comida prefabricada. Llevaban trabajando sin parar dieciséis horas y eso quedaba reflejado en las caras de fatiga de los trabajadores del periódico.

    Que un ministro del gobierno hubiese sido fotografiado con su amante veinticinco años menor que él, era algo que había que incluir de manera inmediata en su edición online.

    El norte del país no era un periódico de prensa rosa, era más bien de esos que infiltra periodistas, se documentan y entregan a sus lectores artículos de calidad, aunque en ocasiones vender ejemplares pesaba demasiado como para no hacer caso a noticias del corazón.

    Al final de la ajetreada redacción un pequeño despacho que anunciaba en la puerta «Redactor jefe» se mantenía en calma. Dentro, el humo de un puro abarcaba toda la estancia calando el aroma en todos los rincones. Ventajas de ser jefe, a nadie le molestaba el humo de un imponente puro, si era él quien lo fumaba.

    En una mesa de cristal, que daba un toque moderno a la oficina, un hombre estaba sentado mientras conversaba con una mujer, ajenos al bullicio.

    —¿Qué opinas? —El redactor le entregó un sobre a la mujer.

    Ella tenía unas manos delicadas que al contacto con el papel la suavidad hizo que se deslizara por debajo de sus dedos.

    Dentro de un sobre muy bien decorado, casi sería barroco comparado con el estilo minimalista de lo que estaba escrito en su interior, guardaba una carta de papel duro que anunciaba:

    Estimado señor Carlos De La Rosa:

    Me complacería y sería un gran honor que acudiese a cenar con nosotros.

    Un cordial saludo.

    La mujer se quitó unas gafas de pasta dura que le daban un look bastante sensual. Sus ojos de color verde bajo una melena rizada y rubia la convertían en una mujer muy atractiva, pero su físico de curvas perfectas conseguido gracias a una dieta estricta y una rutina de deporte diario no era lo que hacía que De la Rosa estuviera perdidamente enamorado de ella, lo era su inteligencia y cuando se presentaba algo que sacaba su instinto de viejo periodista siempre corría a pedirle consejo a su redactora más joven.

    —¿Quién te invita a cenar? —Tenía un tono de voz delicado.

    —Eso no lo sé, pero da la vuelta a la invitación.

    Mientras leía, una mueca de asombro se dibujó en su rostro.

    —Interesante… —murmuraba ella.

    Tenía delante unas fotos de mucha mejor calidad y en mayor número de las que ellos tenían del político aficionado a las mujeres jóvenes. Las fotos y formando un collage, traían anotadas una palabra que al unirlas como si de un puzle infantil se tratase decía:

    «Para ser testigo presencial de esta relación, acepte la invitación». El orden podría cambiar, pero no el sentido.

    —¿Crees que es verdad, Carlos, el político irá?

    —No lo sé, pero desde luego sus detectives son mejores fotógrafos que los nuestros. —Hizo una seña hacia las imágenes esparcidas por la mesa y una mueca a modo de reproche.

    Carlos estaba en esa edad que para unos es joven para otros ya no. Rozaba los cincuenta y cinco y hacía años que no se tiraba al barro por una noticia, no salía y hacía trabajo de investigación, su moral y su incipiente barriga cervecera empezaban a dar muestras de ello. Todo aquel asunto le despertaba el gusanillo.

    —Puede ser una estrategia de la competencia.

    —No creo, Blanca. —Le gustaba hasta su nombre, le daba un toque de luz a su vida oscura—. El resto de periódicos saben que sacaremos lo que tenemos aunque tenga que irme a… —Miró la dirección que marcaba la invitación—. Bueno, a tomar por culo.

    —Está bien, solo una cosa. Si tú vas, yo voy contigo.

    22 DICIEMBRE

    21:00

    Al tercer golpe de la aldaba la puerta cedió y se abrió sin oponer resistencia. Un ruido seco retumbó por la estancia al golpear el marco contra la pared.

    Dentro la oscuridad se podía respirar, el aire enrarecido entraba con dificultad. Estaba muy cargado.

    Venosta ni lo pensó y se adentró con una tranquilidad que haría ralentizar a cualquier reloj. Cada paso al golpear con los maderos del suelo, emitían un sonido hueco.

    En medio de aquella sala, a oscuras y aún con el eco de sus pasos sonando a lo lejos. Le fue inevitable pensar que si se hubiese quedado en casa se habría ahorrado todo aquello que parecía una broma de mal gusto. Pero instintivamente se llevó la mano a la cartera, resopló y busco un interruptor a ciegas. Tampoco tenía nada mejor que hacer.

    Una escalera de escalones agrietados, pero que aun a día de hoy se veían de buena calidad, presidía el hall y ascendía hacia una segunda planta en penumbra. Todo en aquella habitación transmitía lujo. Adornos de oro y muebles de los que ahora llamarían vintage. Daba la impresión de que el dueño de esa mansión poseería una cantidad ingente de dinero, una puerta doble daba a otra estancia, por debajo de ella se colaba un haz de luz naranja que hacía proyectar una sombra en varias direcciones. Las ganas de conocer al anfitrión iban aumentando a cada momento.

    Fuera la racha de aire que en la cima de la montaña superaba los setenta km/h, producía un ensordecedor silbido en el interior y hacía que le costase permanecer quieto.

    No hubo dudas y Venosta abrió la puerta, no sin un molesto rechinar que instintivamente le recordó a cualquier película de terror de clase B.

    Tras ella apareció un enorme salón comedor, abrazado por el crepitar de una chimenea. Alrededor de ella, varios sofás se distribuían en círculo. Encima del fogón el cuadro de un océano, solo un mar pintado de manera hiperrealista perdiéndose en un horizonte imaginario.

    Una mesa de madera mostraba ocho platos con su cubertería bien dispuesta esperando a los comensales. Todo allí parecía haber estado abandonado, el olor a humedad y varias manchas de moho lo dejaban claro. Pero se había decorado y organizado como para recibir a las mejores recepciones diplomáticas, excepto por la gente, no había nadie y Venosta se sentía fuera de lugar.

    De repente lo faros de un coche lo deslumbraron a través de una de las ventanas, proyectando su luz blanca por todo el salón. Alguien más se acercaba.

    En el exterior, de un coche viejo, Blanca y De la Rosa bajaron.

    Llevaba un vestido de noche negro, con la espalda al aire donde varios lunares en forma de estrella se tapaban con un abrigo de color negro. La nieve le empezaba a cubrir los hombros que con mucha delicadeza se apartaba. En seguida le llamó la atención por su atractivo.

    Él llevaba una chaqueta de cuadros, coderas, y dos tallas más grandes de lo que debería haberse comprado, todo conjuntado con unos vaqueros. Se parecía más un escritor venido a menos que un redactor jefe importante de un periódico de tirada nacional.

    Venosta había salido para recibirlos. Los tres se acercaban con la mano en alto a modo de saludo y caras dubitativas.

    —Buenas noches, espero que no le importe que venga acompañado. —De la Rosa enseñaba la invitación.

    Venosta hacía lo propio.

    —Estoy igual que vosotros.

    La cara de todos demostraba asombro.

    —Acabo de llegar. La casa parece vacía y dentro no hay muestras de que haya nadie.

    —¿Quién te ha abierto? —intervino Blanca.

    —La puerta no estaba cerrada, aunque hay una chimenea a la que aún le quedan brasas.

    Con los gestos de la cara dio a entender que alguien debía haber estado hacía relativamente poco tiempo.

    —¿Entramos? Me estoy helando. —Blanca empezaba a tiritar.

    Todos pasaron dentro con una mueca de incertidumbre en el rostro. Ninguno sabía muy bien que hacer. Lo más inteligente en ese momento fue avivar el fuego con un montón de leña que estaba convenientemente apilada.

    La chimenea fabricada en piedra empezaba a rugir con fuerza alimentada por los leños perfectamente cortados. Se fijaron en el cuadro que estaba encima, más bien en el cielo soleado que habían dibujado. Pareció que les disminuyó la sensación de frío que el exterior les había calado en los huesos. «El poder de la mente a veces consigue cosas increíbles», pensaba Blanca.

    Para la periodista fue inevitable no fijarse en los brazos musculados de Venosta, de los que asomaba algún tatuaje por las muñecas. Justo debajo de una camisa Emporio Armani, iba bien vestido para la ocasión, un traje sin chaqueta que le quedaba a medida, no como a De la Rosa, dos tirantes de color negro se ajustaban a un pantalón de pinza negro. Sin lugar a dudas, tenía buen gusto para la ropa.

    —¿La puerta estaba abierta? —dijo de la Rosa que se fijó como Blanca observaba a Venosta.

    —Sí, aún no he investigado el resto de la casa, no he pasado de aquí. —Señalaba una línea imaginaria que subía hacia la planta superior.

    Los tres se frotaban las manos sobre el calor que desprendía la chimenea.

    El salón comedor tenía una mesa preparada para ocho comensales. Los cubiertos estaban dispuestos de forma equidistante de manera milimétrica. Dos sillas, incómodas a la vista, pero muy bien combinadas con el entorno, se apilaban alrededor de una pequeña mesita, donde un ajedrez tenía una partida a medio empezar.

    —¡Deberíamos dar una vuelta, a lo mejor hay alguien por la mansión! —dijo Blanca en tono alegre. A todos les pareció buena idea.

    La casa estaba distribuida de manera práctica. Al lado del salón donde se encontraban los recién llegados, había acceso a una enorme cocina preparada para que un número considerable de personal servicio atendieran las necesidades de los anfitriones. Una cantidad de comida y bebidas ingentes se repartían encima del mármol de la cocina.

    El salón, en su otro acceso, daba al hall recibidor donde la ventisca exterior golpeaba la puerta haciendo que repetidos embistes diesen la sensación de que, desde el jardín, algún gigante intentaba, a golpes, abrirla. Un despacho con un sofá que asimilaba a un diván, un escritorio y una estantería repleta de libros, se mantenía con un pequeño brillo adornado por un flexo de luz color blanco.

    El cuarto de baño con un jacuzzi terminaba la distribución de las salas en la planta inferior.

    Cuando los tres subieron a la planta superior, la oscuridad hizo que las pupilas se les dilataran. Blanca se escondía, intentando que no se le notase, por miedo tras las enormes espaldas de Venosta que sin vacilar iba abriendo puertas y encendiendo luces, puede que no estuviese aterrorizado, puede que fuese una muestra de valentía delante de Blanca, fuese como fuese todo allí parecía estar abandonado.

    Lo único que les dijo que alguien había estado allí hacía relativamente poco fueron los restos de brasas de la chimenea y la mesa escrupulosamente preparada.

    Sin duda alguien estaba jugando con ellos. De la Rosa no quitaba ojo a la escena.

    La planta superior engañosamente más espaciosa que la inferior, no era la sensación que se transmitía desde el exterior. Venosta revisó dos aseos y un dormitorio principal, no había nadie. La mayoría de muebles estaban tapados con mantas para evitar que el paso del tiempo hiciese el daño que acostumbra a hacer.

    Blanca hizo acopio de valentía y subió a un desván pequeño. Estuvo dos minutos observando balancearse la cuerda que bajaba las escaleras hasta la buhardilla. También quería participar en el rastreo. Hasta que con decisión tiró con fuerza de ella.

    Esa diminuta estancia acogida por el tejado de la mansión no tenía luz, la única que penetraba era la que provenía del hueco de donde se plegó la escalera que la subía al sitio donde ahora se arrepentía de estar.

    El olor a humedad le hacía mover la nariz inconscientemente, buscando un trozo de aire limpio que absorber por las

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