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La mujer desaparecida
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Libro electrónico302 páginas8 horas

La mujer desaparecida

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Tras el increíble éxito de Las niñas olvidadas y El bosque de la muerte, dos de los superventas internacionales de Sara Blædel, Louise Rick —jefa de la Agencia Especial de Búsqueda, un departamento de élite de la policía— regresa en otra novela de suspenso llena de giros…
Un ama de casa se ha convertido en blanco de una serie de asesinatos tan horrendos como metódicos. El disparo de un rifle de caza atraviesa la ventana de la cocina. La mujer está muerta antes de caer al suelo.
Aunque el asesinato ocurre en Inglaterra, resulta que la mujer, Sofie Parker, es una ciudadana danesa que ha figurado en la lista de personas desaparecidas por casi dos decenios. Así que este es un caso para Louise Rick. Entonces, en un giro inesperado, la policía descubre que la desaparición de Sofie, hace dieciocho años, había sido notificada nada menos que por Eik, un policía que es, a la vez, compañero y amante de Louise.
Impulsivo como siempre, Eik viaja apresurado a Inglaterra, pero termina en la cárcel como sospechoso de haber asesinado a Sofie. La conexión de Eik con el caso ciega a Louise, la inquieta, la hunde en el desasosiego; pero ella sabe que debe apartarse del torbellino de sus confusiones para encontrar a este asesino que ha desatado uno de sus casos más controvertidos.
IdiomaEspañol
EditorialJentas
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9788742812198
Autor

Sara Blædel

Sara Blædel nació en Dinamarca en 1964. Durante un tiempo trabajó como diseñadora gráfica en una prestigiosa editorial danesa antes de fundar su propia editorial, Sara B, especializada en la publicación de novelas policiacas americanas. También ha ejercido la profesión periodística en la televisión pública danesa. Nieve verde, su primera novela, alcanzó un fulgurante éxito internacional, iniciando la popularserie de la detective Louise Rick, traducida a quince idiomas y galardonada con el premio de la Academia Danesa de Novela Negra al mejor debut. Actualmente vive junto a su familia en Copenhague y compagina la escritura de novelas policiacas con su labor como embajadora de la ONG Save the Children y con la participación como jurado en festivales de documentales.

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    La mujer desaparecida - Sara Blædel

    La mujer desaparecida

    La mujer desaparecida

    La mujer desaparecida

    Título original: Kvinden de meldte savnet

    © 2014 Sara Blædel. Reservados todos los derechos.

    © 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

    Traducción Aldo Giacometti,

    © Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

    ePub: Jentas A/S

    ISBN 978-87-428-1219-8

    Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

    –––

    Para Annegrethe, con todo mi amor,

    tu hija

    Prólogo

    Las ramitas crujen bajo sus pies. Él sigue esforzándose por atravesar la maleza. El crepúsculo lo va empalizando, mientras el agua de la llovizna corre por su chaqueta de cuero. Detrás de la casa, en la cocina y en unas cuantas habitaciones, hay luces encendidas. La mira a través de la ventana: ella está de pie junto al fregadero, bajo la luz cálida, con las manos atareadas en el agua corriente.

    La niebla húmeda de enero lo ampara mientras se inclina hacia delante. Hay algo de sensualidad en el modo en que ella se seca las manos en el delantal —lenta, cuidadosa, pero con cierta energía—, antes de llevárselas al largo cabello para recogerlo en la nuca y convertirlo en un moño.

    Él siente su propia aflicción, su propia pérdida.

    La hija de la mujer entra en la cocina. Con un encogimiento de hombros, se quita la chaqueta corta de cuero y la arroja en la silla, tras la mesa oval de la cocina. Quince, dieciséis años, le calcula él. Ya la había visto antes, cuando la chica venía del colegio, marchando desde la calle en su uniforme, con una bolsa colgada al hombro, los ojos clavados en el suelo. Silenciosa, mohína, adolescente, pensaba él mientras se ocultaba en el coche; pero hermosa en su modo distante e introvertido.

    Sin apartarse del fregadero, la mujer se gira ocasionalmente para hablar. Se ríe de lo que dice la adolescente. Él enfoca con los prismáticos el rostro estrecho, lo estudia, memoriza esos rasgos femeninos, la forma en que los ojos se pliegan cuando ella sonríe. Quiere recordar todos los detalles.

    Por el hombro de la chica se resbala uno de los tirantes de la blusa.

    Él observa sus clavículas prominentes y la atractiva curva que desciende bajo su garganta. Avanza unos cuantos pasos, apartando ramas. La madre ríe y se gira otra vez. Le mira la espalda, la silueta en la ventana.

    Aunque está fuera, es como si formara parte de lo que sucede en la cocina. Se imagina los aromas del fogón y la cháchara desenfadada, el modo en que ellas hablan sobre los sucesos del día, el mundo íntimo y peculiar de una madre y su hija.

    Sale de la maleza; ahora, un poco más cerca. Detrás de él hay campo abierto, con los dúplex pegados uno al otro entre la carretera principal y el aparcamiento medio vacío del pub. La multitud se ha ido achicando; la lluvia mantiene a la gente albergada. Alrededor, en las viviendas, ya hay luces encendidas. De vez en cuando, alguien pasa en su coche por la estrecha calle, pero todo el mundo parece estar concentrado en librarse de la lluvia.

    Un coche pasa lentamente. De inmediato, él retrocede y se refugia de nuevo en la maleza, con el corazón dándole golpes en el pecho. Maldice en voz baja cuando una rama le araña la mejilla y empieza a correr sangre caliente desde su barbilla. Las luces del coche han estado a punto de dejarlo al descubierto. Cierra los ojos y contiene la respiración por un momento. Exhala. Pesadamente. «Tranquilo.» De pronto, siente el frío; se está congelando. A pesar del abrigo cálido y los guantes, el frío penetra en lo más profundo de su cuerpo. Tras la espera, primero en el coche y después bajo la lluvia, todo en él está mojado y frío. Tenía que haberse puesto unos calcetines térmicos, tenía que haberse acordado.

    Se agacha instintivamente cuando el esposo de la mujer entra en la cocina con una botella de vino en la mano. El hombre dice algo a su esposa y hace un gesto de aparente fastidio hacia la hija. Va a donde está la chica y le pone el tirante nuevamente en el hombro.

    Aunque él no puede oír una sola palabra de lo que están diciendo allá dentro, es fácil leer la reacción de la hija: el rostro que se ensombrece, el grito hacia el padre, el giro sobre los talones y la salida furiosa. Casi alcanza a oír el golpe de la puerta al cerrarse.

    Mira al padre abrir la puerta de una vitrina superior, sacar dos copas y abrir el vino; mientras, la mujer sigue en el fregadero, vertiendo agua hirviente de la olla que acaba de retirar del fuego. Siente un escalofrío recorrer toda su columna vertebral cuando ella, súbitamente, levanta la mirada a través del vapor, como si lo hubiera descubierto en la penumbra, como si hubiera sentido de alguna manera su presencia. El vaho empaña la ventana y la película grisácea transforma a la mujer en una silueta en movimiento. Pero se disipa pronto, y, una vez más, él puede mirarla con claridad.

    Bajo la llovizna, apoya en el hombro la culata del rifle, se concentra en apuntar por la mira, respira hondo y aprieta el gatillo. La bala se clava en medio de la frente de la mujer, justo por encima de los ojos.

    Observa las reacciones del esposo. Es como si se moviera en cámara lenta. La botella de vino se le cae de la mano; se vuelve hacia la ventana rota y hacia su esposa, a la sangre que sale a borbotones y lo salpica antes de que ella termine por desplomarse.

    Segundos más tarde, mientras el tirador se retira hacia los arbustos, oye un portazo. Descubre a la hija adolescente de pie en el escalón, junto a la puerta principal. Ambos se quedan paralizados por un instante bajo la niebla gris del anochecer. Entonces, ella mira la ventana y grita, y corre de regreso al interior de la casa.

    Él se abre paso de nuevo entre los arbustos y camina ligero hacia su coche.

    1

    Louise Rick se recostó en el respaldo de su silla, en su despacho del Departamento de Personas Desaparecidas, y miró a su compañero, que estaba sentado en el suelo atendiendo a Charlie. El perro policía retirado yacía de lado, paciente, dejando que le quitaran de las patas la nieve y la sal del camino. Eik Nordstrøm le frotó las patas con una toalla, le cortó los pelos de entre las almohadillas y se las untó con vaselina. Lisonjeaba al perro constantemente, hasta que Louise puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

    Encima del escritorio de Eik había un libro sobre cómo cuidar a los perros.

    «Vaya», pensó ella. Apenas podía creer que un poco de nieve en la calle demandara tantas atenciones. A Dina nunca le quitó la sal de las patas, nunca le untó vaselina en las almohadillas. Si acaso alguien lo hizo, ese fue Jonas. Después de todo, su hijo adoptivo le había prestado el libro a Eik.

    Al mirar la ternura con que el policía de cabello negro cuidaba del enorme pastor alemán, se dio cuenta de que, si tuviera que mudarse de departamento, lo echaría de menos terriblemente.

    Él se deslizó un poco hasta agarrar la pata trasera de Charlie.

    Seis meses antes, Louise se había sentido intranquila acerca de cómo irían las cosas cuando su relativamente nuevo amor —Eik, su compañero— se mudara a vivir con ella y con Jonas. Mientras, su amiga Camilla se quedaría en el estudio de Eik, en South Harbor, con su esposo, Frederik, y su hijo, Markus. Pero todo iba marchando bien. Tan bien, de hecho, que la idea de que él regresara a su propio apartamento le parecía muy mala.

    Eik había sido el de la idea de que Camilla y Frederik se quedaran en su estudio. Necesitaban un lugar donde vivir, después de que alguien prendiera fuego a su mansión solariega, cerca de Roskilde. Markus estaba en un internado con Jonas, así que, aunque el lugar era pequeño, solo se sentía abarrotado cuando el chico pasaba los fines de semana en casa.

    Louise tenía la sospecha de que, de hecho, Camilla y Frederik estaban cansados de la mansión, con sus altos revestimientos y sus hermosos techos estucados, y querían volver a la ciudad. Eso sí, tener que vivir en un espacio de menos de cincuenta metros cuadrados, a ellos, que estaban acostumbrados a uno de mil, les había exigido toda una adaptación. Al salir del hospital, después del incendio, Frederik había dejado muy claro que no reconstruiría la casa de su infancia. Louise entendía bien las razones: mucho karma del malo. A esa casa se aferraban demasiadas historias antiguas y extrañas. Mientras vivieran ahí, les sería muy difícil escapar del pasado.

    Pero ahora se estaban mudando. Acababan de tomar posesión de un amplio ático en Frederiksberg, a pocas manzanas de donde Camilla y Markus habían vivido antes de conocer a Frederik. Sin embargo, los últimos seis meses transcurrieron tan de prisa que Louise y Eik no se habían puesto a hablar seriamente acerca de lo que harían en cuanto el apartamento volviera a quedar disponible.

    —Me imagino que un perro tan del norte de la ciudad lo pensaría mucho antes de mudarse a South Harbor —dijo, para molestarlo.

    —Sí, es probable que el barrio no sea su favorito. —Eik hablaba sin levantar la mirada mientras trabajaba en la última de las patas.— Sabes lo mucho que a Charlie le gusta olfatear a las elegantes damas de Allégade. Además, ahí, en los jardines de Frederiksberg, tiene a todas sus novias.

    —Es posible —dijo Louise. Eik se puso de pie y le lanzó una golosina a su ahora limpio perro—. Pero Frederik y Camilla se mudaron ayer. Y, déjame ver... Si mal no recuerdo, el trato era que te quedarías conmigo solo hasta que ellos encontraran otro lugar donde vivir.

    Lo cogió a contrapié por un instante, pero entonces él sonrió.

    —Caramba, ¿no te dije que este fin de semana viene Olle con su ranchera a recoger mis cosas? —Miró al gran pastor alemán.— Y, de verdad, un perro tendría que aprender a correr por todo tipo de lugares.

    Lo dijo tan despreocupadamente que Louise tuvo que bajar la mirada. De pronto, en su interior se hizo el silencio. No quería que él se fuera; vivir con Eik le parecía así de natural, así de seguro.

    —Oye. —Fue a su lado y la besó en el cuello.— No iré a ningún lado. Solo tendremos que decidir si conservaremos el apartamento de South Harbor. ¿Quién sabe?, quizás Jonas lo quiera un día de estos, o quizás simplemente deberíamos deshacernos de él. Pero es tan barato, que podríamos conservarlo.

    El nudo se aflojó dentro de ella. Él giró hacia sí la silla de Louise. Ella se puso de pie y le dio un abrazo apretado. Perderlo por un segundo, solo para recuperarlo, la hizo aferrarse con más fuerza. Él, mientras tanto, le subía la blusa. Louise aspiró su aroma, el olor a cuero, cigarrillos, cera para el cabello y algo indefinido pero inequívoco: un olor que era solo suyo. Le pasó las manos por el largo y negro cabello y le devolvió el beso.

    Ninguno de los dos reaccionó a tiempo cuando la puerta se abrió a sus espaldas. Rønholt, que estaba en el umbral, murmuró una disculpa avergonzada, retrocedió y cerró la puerta. Entonces golpeó tres veces y carraspeó antes de volver a entrar.

    —¿Serías tan amables de venir a mi despacho? —Al girar para emprender la salida, añadió.— Bien vestidos, por favor.

    Ragner Rønholt había estado a cargo del Departamento de Personas Desaparecidas por más de dos decenios. Hacía un año que había contratado a Louise, arrancándosela a Homicidios. Poco a poco se aproximaba a la edad del retiro. Nadie sabía cuándo tenía planeado dejar el cargo, pero cada vez se veía más claro que su mirada ya estaba en la tercera etapa de la vida, con un montón de viajes culturales y vacaciones en bicicleta por toda Europa. Louise no tenía más que una lejana vislumbre de su vida privada. Sabía que él nunca se había casado, aunque dividía su tiempo entre dos amigas estables. Invitaba a Pytte a los programas de la nueva sala de conciertos de Radio Dinamarca y la llevaba de vacaciones a las grandes ciudades. Por el otro lado, Didder florecía en la cocina de su propia casa en Skodsborg, donde él hacía de manitas. Rønholt habitaba un gran piso en la calle de Østbanegade, en una zona exclusiva de Copenhague, y en sus alféizares cuidaba orquídeas.

    El jefe de Homicidios, Hans Suhr, alguna vez se había referido a él como un lobo solitario y un bon vivant, un hombre que había adaptado toda su vida a sus propios deseos. El director del Departamento de Personas Desaparecidas no pasaba los días haciendo concesiones a los demás. Hacía lo que quería cuando quería.

    —Esto no puede seguir así. Pero ambos sois conscientes de ello, ¿no es así?

    Louise y Eik se sentaron en su despacho. De la pared, detrás de la puerta, colgaban tres camisas recién planchadas y envueltas en plástico, provenientes de una tintorería de Vesterbrogade, y debajo, un par de zapatillas de ciclismo que Rønholt calzaba antes de marcharse a casa en su nueva bicicleta de ruta. Era el equipo habitual de un hombre que se aproximaba a la jubilación. De cualquier modo, Louise nunca lo había visto lucir el maillot de ninguno de los equipos de la vuelta a Francia. Ni un culote, ya que estamos.

    —Todo el mundo sabe que vivís juntos. Debemos afrontar el hecho de que uno de vosotros tendrá que ser transferido. —Silencio.— Por el momento, simplemente mantengamos los ojos y los oídos bien abiertos. —Buscó un papel en su escritorio.— Hay un puesto en la comisaría de Næstved, por ejemplo. —Les pasó el papel.— Estoy dispuesto a escuchar sugerencias sobre de qué otra manera podríamos resolver este problema. ¿Quién de vosotros está abierto a probar algo nuevo?

    Una vez más, ninguno de los dos abrió la boca. Louise se puso de pie y cogió el papel. Prometió que encontrarían un remedio.

    —Tiene razón, y lo sabes —dijo, cuando iban de regreso al despacho—. No podemos ser compañeros de trabajo si planeamos seguir viviendo juntos. ¿Pero Næstved? ¡Ni de coña!

    —Ya conoces a Rønholt. Lo olvidará. —Eik le puso el brazo alrededor.— Somos un buen equipo, y si la gente se pone a murmurar, simplemente me iré a mi antiguo despacho.

    Louise levantó la mano.

    —No. No debería ser diferente para nosotros que para cualquier otro de aquí. Allá fuera no podemos seguir trabajando juntos.

    —Vale, me rindo. Encontraremos la manera. —Cerró la puerta del despacho y dio unas palmaditas a Charlie.— ¿Estás deseando que llegue la noche?

    Louise sonrió.

    —Nick Cave es más de tu gusto, pero hace mucho que no voy a un concierto. ¡Me muero de ganas! Hablé con Camilla y Frederik. Nos hemos citado frente al Vega para tomar una cerveza media hora antes de que comience. ¿Tienes las entradas?

    Eik enarcó una ceja y se la quedó mirando. Ella entendió la señal; estaba siendo demasiado maternal.

    —Todo está bajo control. —Él no dijo más, y encendió el ordenador.

    Se sintió intranquila por un momento. Aún no habían limado las asperezas, y ella sabía que este tipo de cosas sucederían de vez en cuando mientras edificaban una vida en común. Para los dos, seguía siendo, básicamente, una larga fiesta, y a ella le encantaba despertar cada mañana a su lado y quedarse dormida junto a él cada noche. Pero unas cuantas veces se había sorprendido a sí misma recogiendo del suelo sus vaqueros negros para ponerlos en la silla, y ahora se topaba con uno de sus límites. «Ya entiendo», pensó, mientras se concentraba otra vez en la oferta de trabajo.

    —Uno de los dos terminará trabajando fuera de la ciudad si no nos ponemos a preguntar por ahí —dijo ella—. Y, como yo he sido la última en llegar aquí, lo más justo es que sea yo quien se marche.

    Eik ya estaba de pie, sacando del bolsillo de su abrigo la correa del perro.

    —Ya veremos. —Aún no daba la impresión de que se lo estuviera tomando en serio.— Voy a bajar a por un paquete de cigarrillos y a pasear al perro. Vamos, Charlie.

    Ella lo oyó silbar por el pasillo. Probablemente algo de Nick Cave, aunque no pudo reconocer la melodía.

    2

    Febrero de 1996

    Las voces terminaron por apagarse en la sala de confirmaciones.

    Los adolescentes permanecían sentados, escuchando al sacerdote hablar de la muerte como una etapa natural de la vida; acerca de que Dios no siempre da señales de que el fin se aproxima. El esposo de Sofie destacaba por la forma en que capturaba la atención de los adolescentes, y ella nunca había sabido qué hacía para conseguirlo. Quizás explicaba cosas que parecían interesantes a los chicos. O, tal vez, ellos lo respetaban como entrenador del equipo de balonmano del club, por lo exitoso que era, y querían quedar bien con él ahora que el equipo, antes del torneo, estaba por ascender a una liga superior.

    Stig había estado en el equipo nacional juvenil antes de hacerse sacerdote y mudarse a la ciudad. Con él ya convertido en entrenador, a Sofie le otorgaron una concesión en el estadio. El solo recordarlo le provocó una sonrisa. Cogió un lápiz de la mesa, se recogió el pelo en un moño y ensartó el lápiz en el moño. Arregló una bandeja con mantequilla, unas finas obleas de chocolate y trozos de queso. Finalmente, llenó una canasta con panecillos recién horneados.

    —Vale, este pan viene saliendo del horno —dijo, anunciando así su entrada en la sala e interrumpiendo los estudios de confirmación. Stig sonrió y la hizo pasar—. Hay zumo; y té, también. Los vasos de papel están en el armario.

    En la casa parroquial siempre se servían refrigerios. Ella y Stig habían creído que eso podría interpretarse como una especie de cohecho, pero, al final, decidieron que querían que los visitantes se sintieran bienvenidos. Por otra parte, las preparaciones para la confirmación no debían sentirse como un castigo. En las clases de la tarde, los chicos recibían un sándwich o un postre; por las mañanas se les servían desayunos.

    Mientras los adolescentes comían, Sofie escuchó a una niña preguntarle a Stig si creía en la vida después de la muerte. Él contestó que no había manera de evitar que la vida terminara. Pero no, no encontraba ningún alivio en la creencia de que hubiera una vida esperándonos del otro lado. Se consolaba con saber que, llegado el momento, si Dios te llamaba era porque estabas listo para abandonar esta vida; incluso si la muerte te parecía inmisericorde y abrupta. Creía que lo único que te esperaba del otro lado era la paz celestial.

    —Y solo Dios conoce el momento justo para cada persona —dijo, mientras Sofie vaciaba la canasta de pan.

    Sonó el teléfono de la cocina. Sofie sonrió a Stig, salió, cerró la puerta y contestó.

    —Su madre no quiere tomarse la bebida proteica que le doy —le espetó la asistenta domiciliaria—. Eso no está bien, de ninguna manera. Se debilitará aún más y empezará a aspirar de nuevo, y terminará de vuelta en el hospital. ¡Tiene que hablar con ella!

    —Voy enseguida —dijo Sofie. Apagó el horno y mojó el paño que cubría unos panecillos que ya estaban subiendo.

    Estaba a punto de sacar sus botas de debajo de la montaña de zapatos de los adolescentes cuando notó que el estuche del arma estaba abierto. ¡Se enfureció tanto que estuvo a punto de gritar! Stig rara vez la crispaba, pero esta desconsideración, este descuido de no guardar bajo llave las armas de cacería cuando la casa estaba llena de chicos, era tan típica de él...

    —¿Puedes venir a guardar tu rifle, por favor? —le gritó desde la puerta. Algunos de los chicos se rieron. Ella ya había hecho eso antes, y siempre era un buen motivo para reír.

    No quedaba mucho de su madre. Hacía menos de una semana que la habían dado de alta, después de una neumonía grave. Su recuento de glóbulos blancos se había disparado y la infección se había extendido a la sangre.

    Ahora estaba sentada en el sofá, cubierta con una manta y con un grueso libro sobre el regazo. ¿Lo estaría leyendo o sería, simplemente, un signo de dignidad? Alguna vez, Sofie había sorprendido a su madre sentada con un libro vuelto del revés.

    Tenía sesenta y siete años, pero, después de haber sido diagnosticada con esclerosis múltiple, había rodado cuesta abajo rápidamente. De pronto, era una anciana. También tenía artritis en las manos, los hombros y la espalda. Sofie sabía que el dolor era peor de lo que su madre dejaba entrever; no podía disimular su agotamiento. Había desaparecido la que alguna vez fuera una mujer llena de energía. Aún seguía limpiando su pequeño apartamento de arriba de la floristería, pero estaba lejos de aquellos tiempos en que cuidaba de su gran casa, cortaba los cuatro mil metros cuadrados de césped y limpiaba las ventanas; todo eso antes de salir en el coche a hacer la compra, y sin que nadie dijera nada al respecto. Era como si la energía la hubiera abandonado.

    «Ay, qué fastidio es envejecer; no lo hago nada bien», decía a menudo. Su madre había llegado al punto en que, si le quedaba suficiente energía para levantarse de la cama y tomar el café mañanero mientras leía el periódico, el día era todo un éxito.

    No había nada de malo en ser una persona de comienzo lento, como afirmaba Sofie. «No tienes que hacer nada en absoluto; está muy bien ir despacio», le decía cada vez que la madre se sentía terriblemente mal por ser vieja y no poder hacer nada.

    Besó a su madre en la mejilla.

    —Mamá, tienes que darle un sorbo a la bebida proteica; si no, te meterán de nuevo en el hospital.

    Los ojos de su madre, de un azul acerado, se habían suavizado a lo largo del

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