Perpetua Navidad azul
María Zaragoza
MAMÁ CREÍA EN LA NAVIDAD. También creía en el agua. En mis primeros recuerdos, mamá le dice a papá que no entiende qué le molesta de que la gente se esfuerce una vez al año en ser buena. Él contestaba que era hipócrita. Para ella, ese esfuerzo era milagroso.
En cuanto al agua, veía en ella algo antiguo que nos vinculaba al primer signo de vida sobre el planeta, podía escucharlo como un villancico, una canción popular que resonaba rítmica en su corazón. Por esa época, mamá ya había abandonado las piscinas por el buceo en mar abierto. La casa en la que vivíamos estaba tan cerca del océano que habríamos podido saltar dentro desde la ventana del salón cuando había marea alta, y mis padres la eligieron por la mirada que a ella se le ponía cuando el más allá de la línea del horizonte parecía llamarla.
Teníamos un árbol de Navidad mucho antes de que se llevase. El resto del año, el arbolito vivía en una maceta en el patio, pero el mes de diciembre presidía nuestro salón, engalanado con espumillones azules, cadenetas de perlas falsas, cintas que se movían como olas y colgantes en forma de pez. Mamá convertía la Navidad en un recordatorio de lo que nos esperaba entre las algas, los corales y los cangrejos ermitaño. Se trenzaba el pelo con cintas y caracolas y nos pintaba la cara a imitación de escamas. Papá y ella bailaban descalzos, abrazados