Reencarnado 2: Reencarnados, #2
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Continuación de Reencarnado 1
Adrián es un niño corriente, con una vida normal, que un día amanece asegurando ser un hombre al que asesinaron hace casi doce años. El inspector que llevó el caso en su momento tiene que enfrentar su escepticismo con las ganas que tiene de resolver un caso que va camino de ser el único en quedar pendiente en su larga vida laboral como policía.
La familia del niño y la del hombre asesinado también tienen sus dudas acerca de la historia que Adrián les cuenta.
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Reencarnado 2 - Laura Pérez Caballero
13. Año 2002 (Adrián)
––––––––
Rubén se apostó en la mismísima puerta de salida del colegio. De todas formas no hubiese hecho falta la precaución, pues una profesora acompañaba a Adrián. Tampoco a ellos les había hecho gracia la desaparición del niño a la puerta de su colegio.
La estupefacción que los padres y el tío de Adrián habían sentido ante la confesión del niño la tarde anterior aún los tenía descolocados. Aquella determinación en la ridícula afirmación del niño sobre a quién había ido a visitar no dejaba de dar vueltas en la cabeza de Rubén.
María había puesto el grito en el cielo y había hablado de llevar al niño a un psicólogo. Alberto no quería ni oír hablar de aquello y lo que hizo fue amenazar con darle unos correazos si seguía diciendo aquellas tonterías. Rubén sabía que su cuñado nunca haría algo así, pero sentía que la consternación de aquellos padres les llevaba a decir a ellos mismos cualquier sandez. Así que llevaba planeando lo que iba a hacer aquel día desde que había abandonado la casa de su hermana la noche anterior.
El tío se cuidó de reprimir el habitual gesto de revolverle el cabello a Adrián cuando llegó a su lado y salió caminando en dirección contraria a la habitual.
—¿A dónde vamos? —preguntó el niño.
—A coger la línea seis. Quiero conocer a tu mujer y tus hijos.
Entonces fue Adrián quien sujetó a su tío por un brazo, volteándolo para poder mirarle a los ojos. Rubén tenía la esperanza de que al verse acorralado, su sobrino se retractase y dejase aquella actitud.
—No me cree. Ninguno de ustedes me cree. Se está burlando de mí.
Rubén veía el dolor reflejado en los ojos de su sobrino. Trataba de entenderle, de comprender qué era lo que estaba sucediendo. No se podía ser un niño un día y despertarse al día siguiente afirmando que eres un hombre casado y con hijos. Aquello estaba fuera de la lógica, pero estaban asistiendo a una transformación en el niño que no se podía ignorar.
—Quiero creerte —contestó.
Realmente quería. Necesitaba encontrar una razón a aquella situación, aunque fuese algo ilógico, irreal.
Se subieron juntos a la línea seis y Adrián se sentó junto a la ventanilla. Su tío lo hizo en el asiento del pasillo. Veía cómo la pierna de su sobrino se movía rítmicamente. Se notaba que estaba nervioso y Rubén se preguntó cómo saldría de aquella si lo que estaba haciendo era mentirle. Eso era lo que estaba deseando en realidad, que estuviese mintiendo.
—¿Y ya has hablado con tu mujer? ¿Ayer?
El niño negó con la cabeza.
—No, pero la vi. Estuve observándola un buen rato, porque trabaja en una confitería del barrio. La podía ver a través del cristal del escaparate.
—¿Por qué no la hablaste?
—Porque tampoco ella me creerá —se volvió hacia su tío—. Míreme, tengo la apariencia de un niño. Jamás me tomaría en serio.
Rubén estaba cada vez más sorprendido por la elaboración de aquella historia en la cabeza de su sobrino y por el tono tan serio y maduro con el que hablaba. Se dio cuenta de que también a él lo trataba de usted, como había comenzado a hacer con sus padres.
—¿También viste a tus hijos?
Adrián negó.
—¿Qué edad tienen?
—Noel, el mayor, ya tiene veintiuno. Luego viene Iván, de dieciocho y la pequeña se llama Inés y tiene quince.
Lo dijo sin vacilar. Sin pararse a pensar un segundo, como si ya estuviese esperando por aquella pregunta y hubiese memorizado la respuesta en su cabeza. Puede que fuese así, pensó Rubén. ¿Hasta dónde estaría dispuesto a estirar aquel juego?
—Es aquí —dijo.
Se bajaron del autobús y quedaron frente a una pequeña plazoleta con la estatua de una lechera en el centro, estaba adoquinada y había varios bancos a su alrededor y un pequeño jardincillo rodeando la estatua. Era un barrio humilde, de los más antiguos de la ciudad. La mayoría de las viviendas eran casas y los escasos edificios no pasaban de las tres plantas.
Adrián la atravesó sin vacilar y tomó una callejuela a la derecha, después giró de nuevo en aquella misma dirección y siguió de frente. Pasaron frente a peluquerías, carnicerías, una farmacia y una tienda de arreglar zapatos y quedaron detenidos frente al escaparate de una pequeña confitería de barrio. Tras el mostrador, una mujer morena de unos cincuenta años estaba despachando a una pareja. Adrián hizo un gesto de cabeza hacia ella.
—Es mi mujer. Rosalía.
Rubén sacó las manos de los bolsillos y empujó la puerta de entrada a la confitería. Había llegado el momento de enfrentar cara a cara la mentira, fantasía o como fuese que se pudiera llamar a aquello que se había instalado en la cabeza de su sobrino. Pero no pudo