Todos esos días que pasé sin ti: Todos esos días que pasé sin ti, #1
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Volumen 1
Dos hermanas, un padre enfermo, un policía corrupto, un niño que no habla.
Sumérgete en una historia emocionante de los sentimientos y los personajes vivos y reales, cuya historia se basa en el principio y no se deja soltar el libro hasta llegar a su inesperado final.
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Todos esos días que pasé sin ti - Laura Pérez Caballero
PRIMERA PARTE: Marta y María, hermanas bíblicas
1.
Marta despertó angustiada por la pesadilla, pero esta vez no gritó.
Miró a su alrededor confundida, con el incipiente dolor de la resaca golpeándole en las sienes. La noche anterior se había pasado demasiado con la cerveza, el vino y los porros. A su mente, como en el flashback de una película, acudieron imágenes que no le gustaban nada. Creía recordar que en una de ellas aparecía su padre echándola de casa.
Se incorporó en la cama. Su cabeza había ido ordenando poco a poco los recuerdos y ya sabía que estaba en casa de su amigo Pedro. Las botas alineadas al borde de la cama le daban una idea de que ella estaba más bien inconsciente cuando alguien (imaginaba que Pedro) se las había quitado.
Echó la colcha a un lado y vio que estaba totalmente vestida, con sus tejanos y su camiseta arrugada de Jack Daniel´s. Se llevó una mano a la frente, el dolor era cada vez más agudo, necesitaba un analgésico de forma urgente. Además también la sed comenzaba a ser acuciante y su estómago rugía. Llevaba muchas horas sin meter nada en el cuerpo y se sentía demasiado débil.
Haciendo un esfuerzo se puso en pie y comprobó que, a pesar del temblor de sus miembros, su equilibrio era pasable.
Aquella tenía que ser la habitación de Pedro. Vio las estanterías repletas de libros y comics de temática manga. Sus pies descalzos se dejaron acariciar por una alfombra peluda y suave de color negro. Se inclinó para poner las botas y un latigazo le atravesó desde la frente hasta el cogote. Un analgésico y agua, su vida dependía de ello.
No sabía qué hora era. Alguien (imaginaba de nuevo que Pedro) había bajado la persiana. Marta la levantó un poco y observó que ya había amanecido. El cielo estaba nublado.
Salió de la habitación y enfiló el largo pasillo con puertas cerradas a los lados. Caminaba sin hacer ruido, como estaba acostumbrada a hacer en su propia casa, más que para no molestar para que no la molestaran. Tampoco su padre y su hermana hacían ruido. Vagaban en silencio por las habitaciones evitando encontrársela e ignorándola en los casos en que se la cruzaban. Mejor así, cuando se dirigían a ella solía ser para recriminarle algo. También hablaban en susurros entre ellos dos. Marta podía encontrar a María y a papá cuchicheando en la cocina, en el salón, en el pasillo, en cualquier parte de la casa.
Al final se decidió a abrir la puerta que tenía una cristalera de color miel. Al otro lado estaba el salón y en el sofá, con los pies sobresaliendo de una fina manta, dormía Pedro.
Marta se acercó a él y se acuclilló a su lado. Dejó que su pelo largo y castaño cayera sobre el rostro del muchacho. Aquello trajo a su mente la imagen de una parte de su sueño. Su pelo rozando los pies descalzos de un hombre ¿Era su pelo? ¿O era el de su hermana María?
Su hermana ya no tenía el pelo castaño. Lo había ido aclarando hasta dejárselo rubio. Pero de niñas, mirándolas de espalda, sólo se las diferenciaba por la altura. Su madre las vestía igual, como si fueran mellizas, aunque en realidad se sacaban dos años. Su madre siempre las trató como si fueran iguales, siempre las había querido por igual.
Pedro despertó malhumorado. El tacto del pelo de Marta le hacía cosquillas y torció la nariz y estornudó. Se encogió en el sofá tratando de refugiarse en la manta. También él había bebido demasiado.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—No sé —dijo Marta. Le sujetó la muñeca y miró la hora en su reloj digital—, las ocho, son las ocho.
Pedro se revolvió en el sofá y se giró dándole la espalda a Marta. Ella trató de acurrucarse a su lado y hacerle cosquillas.
—¡Joder, Marta, déjame dormir, es muy temprano!
—¿Por qué no has dormido conmigo? ¿eh? —Marta le chupó la oreja. Sus manos le acariciaron los muslos desnudos. Él se apartó.
—¡Joder, Marta, que están mis viejos en casa!
Marta se levantó del sofá. Volvieron a rugirle las tripas y las sienes le palpitaron con el movimiento. El salón estaba en semioscuridad, pero podía observar que no era muy distinto al de su propia casa. Un mueble con estanterías adornadas con libros y portarretratos, una mesa comedor con seis sillas alrededor, todo muy corriente. En su casa los muebles eran de madera, no de contrachapado.
Aún recordaba cuando su padre había conseguido comprarse aquel escritorio antiguo del que estaba tan orgulloso. Lo tenía en la habitación que le hacía las veces de despacho, donde también estaba enmarcado su título de odontólogo. Gracias a ese título su hermana y ella habían podido disfrutar de los mejores colegios. Para eso se había deslomado él trabajando como ayudante de dentista al tiempo que se sacaba la licenciatura, para que ellas pudieran recibir la mejor educación. Pero ella siempre había sido una desagradecida que en vez de valorar el esfuerzo que él había hecho soñaba con acudir a colegios e institutos públicos y librarse de aquellos horribles uniformes. No lo consiguió hasta la carrera. Entonces, cuando le dijo a su padre que iría a la pública, que lo tenía decidido, él sólo le hizo una pregunta.
—¿Ciencias o letras?
—Letras —dijo ella.
—Lo sabía —contestó él.
El dolor en su cabeza la devolvió a la realidad.
—¡Pedro, Pedro! —lo empujó con brusquedad y él se volvió a girar en el sofá