Milagros llegó a la quinta donde vivía, teniendo cuidado de no toparse con la dueña. Le debía a María un mes de renta, y aunque estaba consciente de que tenía derecho a molestarse, le fastidiaba su tono despectivo cuando se dirigía a ella.
–Esto no es una beneficencia –le dijo a voz en cuello, mientras los demás inquilinos fisgoneaban por sus ventanas–, tienes una semana para conseguir el dinero, o encontrarás todas tus cosas en la calle.
Pero haciendo un recuento, era poco lo que tenía: un par dejeans, algunas camisetas, los tenis que traía puestos y la cafetera, su bien más preciado. Y es que no podía abrir los ojos si no tomaba una taza de café, y justo eso era lo que la mantenía despierta cuando estaba en exámenes finales.
Estudiaba Negocios Internacionales en una universidad pública, pero tomaba pocos cursos porque debía trabajar, aunque ahora había perdido el único sustento debido a la desagradable tos que padecía.
–Esto es una biblioteca -le dijo su jefay no puedes estar tosiendo todo el tiempo. Tampoco podemos darte más descansos. Lo siento, Milagros, sé que necesitas el trabajo, pero entiende mi posición.
Para ella también era incómodo romper el silencio dellugar con esa tos seca que la hacía correr al baño hasta que lograba calmarse. Ya había ido al doctor y nunca le hizo efecto el jarabe espantoso que le recetó. Tampocola calmó el remedio casero que le sugirió su vecina.
–Corta una cebolla y cúbrela con azúcar –le dijo una mañana–. Déjala reposar un día y tómate el almíbar que desprende.
Lo único
