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Canto a Darley Dene
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Libro electrónico204 páginas2 horas

Canto a Darley Dene

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Basado en hechos reales.


Después de la Segunda Guerra Mundial, el joven Ben descubre una historia extraña. Durante el Blitz de 1941, decenas de soldados murieron en el mismo sitio donde se ubica hoy su patio de juegos. Eventos terribles del pasado vuelven al presente y, mientras unos secretos antiguos y otras verdades ocultas salen a la luz poco a poco, Ben se ve atrapado en una serie de incidentes raros e inexplicables.


Esta es una historia sobre descubrimiento personal y superación de los miedos, dado que aquello enterrado bajo tierra es verdaderamente espeluznante. Ben está a punto de develar los secretos de su familia, y para eso tendrá que ayudar a que los horrores en la memoria de Darley Dene descansen en paz.

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento6 ago 2023
Canto a Darley Dene

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    Canto a Darley Dene - Stuart G. Yates

    RECUERDO COMPARTIDO

    Tan pronto como el tío Ben abrió la puerta para dejar entrar a Henry, pudo ver cuán vulnerable se sentía su sobrino. El jovencito atravesó el recibidor con la cabeza gacha, como un pequeño animalito acorralado que se resigna a su destino. Era obvio que sus padres no le habían dicho por qué tenían que irse. Típico; demasiado ocupados con sus propias vidas como para pensar en su hijo. Ben vio un rostro preocupado apretado contra la ventanilla del pasajero del coche, detenido junto al cordón de la calle, y alzó una mano inexpresiva mientras el vehículo aceleraba. Ahí estaba él, para evitarles el exceso de preocupación, para aliviar el dolor de Henry. Bastante típico, también.

    Ben ayudó a Henry a quitarse el abrigo. Ninguno rompió el silencio deprimido que se asentó entre ellos. Mientras Henry se sentaba para mirar televisión, Ben se ocupó de preparar la cena. Le habían pedido eso, además. Una llamada brusca, un puñado de palabras balbuceadas, y Ben gruñó en aceptación a sus pedidos de auxilio. No había más nadie. ¿Podría cuidar a Henry por unas horas? ¿Por favor?

    Más tarde, después de comer, Henry se encontraba revolviendo la cuchara en el cuenco sin tomar bocado del postre que el tío Ben le había ofrecido. Se veía perdido en sus pensamientos. El tío Ben entendía ese estado de ánimo.

    —Lamento no estar muy parlanchín —suspiró y miró a su sobrino con intensidad—. No estoy acostumbrado a esto.

    Henry dejó la cuchara en silencio y observó a su tío con una expresión todavía un poco herida.

    —No es eso —respondió, enderezándose en la silla—. ¿Qué sucede, tío Ben? ¿Por qué me dejaron mis padres aquí sin mediar palabra? ¿Ha muerto alguien?

    El tío Ben parpadeó sorprendido, carraspeó y se acomodó en su silla.

    —Recuérdame algo, ¿qué edad tienes?

    —Doce. ¿Qué tiene que ver?

    —Qué intuitivo eres. Para tener doce.

    —¿Intuiqué?

    —Intuitivo. Significa que puedes adivinar cosas muy bien.

    —Entonces, ¿tengo razón? ¿Ha muerto alguien?

    —Pues, no exactamente, no —el tío Ben se puso de pie y recogió el cuenco lleno y la cuchara frente a Henry—. Tu madre se siente muy mal, Henry, tanto que no supo qué decir. Tu padre tampoco. Se trata del abuelo Frank. No se encuentra bien. Tu madre pensó que estaba recuperándose pero no es así.

    Hizo silencio un momento, estrujándose los sesos para encontrar las palabras correctas.

    —Todos pensamos que estaba recuperándose —continuó en voz baja, pesada—. Los doctores dijeron que estaba en remisión, pero la quimioterapia destruyó la capacidad de su cuerpo de protegerse y acabó contagiándose una especie de infección… —se encogió de hombros y llevó los platos al fregadero—. Tu madre no quería que lo vieras como está ahora. Por eso estás aquí mientras tus padres van a… —su voz se apagó mientras comenzaba a lavar los platos—. Solo serán unos días.

    —Pero podrían haberme dicho eso ellos mismos, tío Ben. ¿Por qué no lo hicieron? ¿A qué le temen?

    El tío Ben soltó una risita.

    —Pues, supongo que pensaban en ti, pensaban que te asustarías… o te entristecerías. Lo cual supongo que pasará de todas formas, Henry.

    Mientras él procesaba las palabras de su tío, el rostro de Henry permaneció impasible.

    —Sí, quiero al abuelo Frank. No lo he visto mucho últimamente, y ahora sé por qué, pero… —Henry removió con el dedo una gota de natilla que había chorreado de su cuenco—. Sabes, la cosa es que mamá y papá siempre actúan así. Siempre están preocupados o temerosos de lo que yo pueda ver o hacer. Nunca, jamás, me dejan hacer cosas solo. Todos mis compañeros van a la ciudad, a la pista de patinetas, a lugares así. Yo, no. Y ahora, esto. No es… Cielos, quisiera ser mayor. Tener quince años, o dieciocho.

    El tío Ben regresó a la mesa y se sentó. Sirvió un vaso de jugo y lo deslizó hacia su sobrino.

    —Lo sé. Aunque no lo creas, yo también tuve doce años, hace mucho tiempo.

    —Apuesto que tu mamá sí te dejaba salir a jugar, ¿no?

    —Al principio —Ben se encogió de hombros y frunció el ceño—. ¿De veras es eso lo que te molesta? ¿Que tu madre no confíe lo suficiente como para dejarte salir solo? Ella solo está asustada, Henry, de muchas cosas. Y todo este asunto de su padre… Pues, hace que te aprecie aún más. Seguro por eso sea tan sobreprotectora últimamente.

    —Pero siempre fue así. Dijiste que cuando tenías doce tu mamá te dejaba salir, ¿cierto?

    —No es tan sencillo. El mundo era diferente en aquella época. Más seguro. No había tantos coches —los recuerdos le arrancaron una sonrisa—. Pero sí, sí me dejaba salir solo. Me pasaba los días en la calle, pateando una pelota o jugando escondidas. Tantos paseos en bicicleta, tantas aventuras… Me metía en toda clase de problemas, aunque nada importante. Pero, entonces… Pues, como dije, al principio mi madre me dejaba hacer todo eso, y luego el mundo se volvió aterrador —Ben se puso de pie y se entretuvo preparándose una taza de café sin dejar de sentir los ojos de Henry clavados en su espalda. Carraspeó, luchando por controlar sus emociones, y se presionó un ojo con el revés de la mano con la esperanza improbable de que su sobrino no lo hubiera visto.

    —¿Qué pasó entonces, tío Ben? ¿Por qué se volvió aterrador?

    Ben se sostuvo contra el borde del fregadero y respiró profundo. Henry era mucho más perspicaz de lo que había creído. Se volvió para mirarlo, preguntándose si estaba haciendo lo correcto. Revelar el pasado siempre significaba abrirle la puerta al peligro y los malentendidos. El mundo cambiaba a una velocidad de vértigo y los jóvenes querían todo ya mismo. De inmediato. Una miradita al pasado quizás no resolviera nada, quizás incluso empeorase todo, pero al observar a su sobrino, Ben vio dolor y confusión, y tomó una decisión. Si tenía la posibilidad de enseñarle a Henry al menos un poco acerca de cómo estar en paz con la vida, cómo esta podía cambiar y cómo, de alguna manera, la pérdida podía fortalecerte y darte más herramientas para enfrentar los desafíos de la vida, entonces quizás sí fuera algo bueno.

    Ben respiró profundo y algo tembloroso una vez más. Sería un camino lleno de emociones en que removería recuerdos de eventos olvidados tiempo atrás, pero sí servía de algo…

    —De acuerdo —dijo el tío Ben con énfasis—. Tengo una historia que te hará bien oír. Es larga, pero es real. Y se trata de la vida cuando tienes doce, porque cuando yo tenía esa edad me sucedió algo que cambiaría mi vida para siempre. Claro que entonces no lo sabía, porque al tener doce años, pues, solo vives la vida sin analizarla.

    —Yo trato de pensar, de actuar con sensatez, pero no es fácil.

    —No, claro que no —Ben suspiró—. Bien, con respecto a mi historia, ¿quieres oírla?

    Henry asintió con la cabeza y abrió mucho los ojos con alegre entusiasmo.

    —Por supuesto —respondió. Ben sonrió con afecto.

    —Entonces, vamos a sentarnos junto a la chimenea en la sala con nuestras bebidas, y te contaré mi historia sobre Darley Dene.

    1

    Apenas comenzaba una de esas gloriosas vacaciones de verano de mucho, mucho tiempo atrás; esas que parecían ser eternas. Ben tenía, como sin dudas todos los niños de su edad, cientos de planes para el receso escolar. No debía regresar a clases hasta dentro de siete maravillosas semanas más, siete semanas. Toda una vida si tienes doce años. Aunque lo intentara, no recordaba mucho de los recesos de verano anteriores. Claro que no se esforzaba mucho, en realidad, dado que no le veía el sentido. ¿Para qué recordar el pasado? Había quedado atrás, terminado y olvidado. Lo único que sí recordaba era que nunca sucedía nada interesante. Esta vez sería diferente. Era el primer año en que de verdad estaba empecinado en hacer algo digno de recordar, algo nuevo. Quizás era una señal de que estaba creciendo y convirtiéndose en un joven adulto, lo cual hacía que se concentrase aún más. Un período de vacaciones, fuera largo o corto, era una oportunidad para explorar y experimentar. Sin dudas, quería saber más de la vida. Había pasado horas y horas leyendo, mirando por la ventana pensativo, ansioso por la llegada de los fines de semana, cuando podía pasear por el parque y descubrir nuevas flores, nuevos árboles, nuevos pájaros. Iba seguido a la biblioteca (si sus amigos llegaban a saberlo, se burlarían de él por siempre), para leer sobre gorilas, tigres, orcas. El mundo comenzaba a abrirle las puertas a sus tesoros, cofres repletos de increíbles maravillas. Por eso, Ben había preparado una lista mental de todas las cosas que quería hacer durante aquel largo verano.

    Quería mejorar en natación, aprender a patear bien un balón, trepar por primera vez Granny’s Rock… Tanto que hacer y esperar con ansias. Ben miró al techo y soltó un suspiro alargado y satisfecho. Siete semanas. Fantástico.

    Se giró sobre un lado, disfrutando saber que aunque tenía muchas cosas planeadas, por el momento, en ese primer día, no pensaba hacer nada más que descansar hasta casi el mediodía. Habría tiempo más que suficiente para todo lo demás luego. Su madre regresaba del trabajo a las doce y cuarto, y si lo veía en la cama a esa hora se las vería negras. Era un pensamiento algo desconcertante mientras estaba arropado bajo las sábanas, porque no tenía idea de qué hora era. Bostezó, se estiró y de mala gana se arrastró fuera del calor de su cama en busca de unos pantalones de jean y una camiseta para vestirse.

    Casi a diario, Trevor lo visitaba. Se habían conocido hacía más de ocho años. En aquella fatídica mañana, Ben vio a Trevor por primera vez mientras jugaba al final del callejón que corría detrás de su casa. La madre de Ben le había ordenado que jamás cruzara la calle al final del callejón. Estaba prohibido, había dicho con los dientes apretados. Ben no sabía por qué le preocupaba tanto, y por ello esa calle y lo que había más allá habían adquirido un aire casi místico. Al otro lado del asfalto yacía un mundo fantástico, misterioso y muy distinto del suyo: lleno de casas grandes, cocheras privadas y jardines frondosos. Mientras la casa de Ben era solo un pequeño sector alquilado de una hilera de casas adosadas, las casas al otro lado de la calle eran de propiedad privada, mansiones de antaño, majestuosas, altas y orgullosas. Paredes de ladrillos rojos, techos con gabletes, jardines delanteros llenos de ornamentos que precedían entradas enormes de las cuales emergían personas correctas y estiradas, vestidas con ropas caras y resplandecientes. Algunas incluso conducían coches a motor. A menudo, Ben se preguntaba de dónde saldría el dinero necesario para tantos lujos. Para él, al otro lado de ese angosto camino de asfalto existía un mundo distinto, listo para ser explorado. Quizás por eso su madre le había prohibido pasearse por allí. Sea cual fuera la verdad, muchos días lo encontraban sentado en su triciclo, observando deseoso aquella tierra inalcanzable y dejando que la imaginación rellenara los espacios vacíos de su conocimiento.

    Ese día en particular, hacía ya tanto tiempo, Ben había avistado a un niño de cabello corto al otro lado del asfalto mientras pedaleaba de aquí hacia allá en su triciclo con su habitual entusiasmo. El niño andaba en una bicicleta de dos ruedas, confiado y con una facilidad casi arrogante. Ben se detuvo a observarlo, maravillado, con los ojos y la boca muy abiertos en sorpresa. El niño nuevo no se veía mayor que él, y aun así montaba una bicicleta de verdad ¡sin rueditas estabilizadoras! Salidos de una de esas casas enormes, su rostro bien limpio y la ropa prolija y nueva que vestía hablaban de padres presentes y con dinero para gastar, lo cual también se reflejaba en la brillante bicicleta nueva que el niño montaba de una esquina a la otra, lejos de la calle prohibida.

    El niño impecable se detuvo de pronto y miró fijo a Ben. El fantasma de una sonrisa bailó en su rostro, y la mano de Ben se alzó como si actuara de voluntad propia. El extraño exclamó un saludo y ambos niños trabaron conversación a los gritos de un lado a otro del asfalto. Había sido tan simple, tan sencillo, que parecía una amistad de muchos años ya. Tenía mucho en común, a pesar de las obvias diferencias en cuanto a riqueza y privilegios, y desde ese día se convirtieron en buenos amigos. Tras largas súplicas, mamá cedió y aceptó que Ben visitara la casa de Trevor; una residencia gigantesca y suntuosa con techos abovedados, corredores anchos y habitaciones tan grandes que Ben pensaba que cabría una manada de elefantes dentro de ellas. Detrás de la casa se extendía un jardín amplio, atravesado por un sendero escalonado que descendía hasta una pequeña verja que, según explicó Trevor, debía permanecer siempre cerrada. Más allá, siguiendo el sendero, había un apartadero de ferrocarriles.

    —¿Nos trepamos al otro lado? —sugirió un día Ben, tras asegurarse de que no hubiera adultos merodeando cerca.

    —No debería… —murmuró Trevor, algo avergonzado.

    —Nadie lo sabrá.

    El acuerdo silencioso hizo brillar los ojos de Trevor con entusiasmo. Juntos, treparon por encima de la verja y entraron a un mundo nuevo, repleto de aventuras y maravillas. Contrario al concepto vago del mundo al otro lado de la calle, este demostró ser de veras maravilloso.

    Con el correr de los años, su amistad creció y creció. Claro que, como sucede en todas las relaciones, tuvieron discusiones y peleas, pero siempre arreglaron las cosas. Entonces, de pie en el umbral de las vacaciones de verano, Trevor le habló por primera vez a Ben acerca de Darley Dene.

    —Hay un chico más grande que vive a un par de casas de la mía. Se llama Neville. Fue hace unos días allí con un grupo de chicos y descubrieron toda una red de túneles y pasadizos lista para explorar. Pensó que quizás me gustaría ir y acepté.

    —¿Aceptaste?

    —Será divertido —Trevor se veía entusiasmado, sentado al otro lado de la mesa de la cocina.

    Ben se llenó la boca de cereal, saboreando cada bocado como si no

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