Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Seis Almas Seis Destinos
Seis Almas Seis Destinos
Seis Almas Seis Destinos
Libro electrónico281 páginas3 horas

Seis Almas Seis Destinos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Amytiville, la Mansión Winchester, la Casa de Lizzie Borden, el bosque de los suicidas...todos los lugares malditos del mundo reunidos en un mismo pueblo. El Parque Jurásico de las casas embrujadas.

Testamento es el pueblo fantasma más encantado que existe, un monstruo de Frankenstein paranormal de treinta y tres kilómetros cuadrados de extensión compuesto sólo por edificios malditos que han sido trasplantados piedra por piedra con una precisión perturbadora: Amityville, la Casa LaLaurie, el Sanatorio de Waverly Hills, la Mansión Winchester… no hay rincón que no oculte un pasado escalofriante. Una espesa niebla artificial cubre sus calles pavimentadas con cráneos humanos de fosas comunes de la Segunda Guerra Mundial, mientras el pueblo se sumerge en una noche perpetua. Incluso su zona verde, el Aokigahara Park, es una porción del infame bosque japonés de los suicidios.

UN DESAFÍO ESCALOFRIANTE. SOBREVIVIR 66.6 HORAS ANTES DE HALLOWEEN. ¿TRUCO O TRATO?

Seis personas deberán permanecer en Testamento 66,6 horas desde las seis de la mañana del 29 de octubre hasta el 1 de noviembre si desean llevarse una recompensa de nada menos que seis millones de dólares en criptomonedas, libres de impuestos. No obstante, abandonar el pueblo antes de la fecha señalada supondrá una multa de también seis millones de dólares.

¿EL PROPÓSITO DEL DESAFÍO? PROBAR QUE HAY VIDA MÁS ALLÁ DE LA MUERTE

SEIS SON LOS ELEGIDOS. ¿QUIÉN SOBREVIVIRÁ AL HORROR?


Seis Almas, Seis Destinos.

Seis figuras relevantes del mundo sobrenatural se jugarán seis millones de dólares y mucho más a lo largo de un fin de semana de Halloween que jamás olvidarán.

LAILA KOY: una famosa médium televisiva, bella y seductora, es una estafadora profesional y no dudará en hacer cualquier cosa para mantener su prestigio. 

ALESSIA GIANELLI: una joven que fue poseída por el diablo cuando era pequeña. Un terrible exorcismo que duró tres largos años y acabó con la vida del sacerdote del Vaticano que la salvó.

HARRISON RYLAND: escritor de novelas de horror conocido como el Príncipe del Horror. Se ha propuesto escribir una novela exprés durante el desafío, pero su destino le reserva una sorpresa.

TYLER LOWE: un alocado cazafantasmas de internet con más de quince millones de seguidores. Engreído y superficial, se hizo famoso por burlarse del cadáver de una ahorcada en el bosque de Aokigahara.

DEUS EX DRACULA: una vieja gloria del heavy metal, es un anciano desquiciado pero con un corazón de oro. Dracula reclamará el verdadero poder del metal cuando las puertas del Apocalipsis se abran.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ago 2018
ISBN9781386085263
Seis Almas Seis Destinos
Autor

Lucian F. Vaizer

Artista polifacético y escritor independiente con corazón de tinta, espíritu de soñador y mente quijotesca, Lucian nació bajo el ominoso signo de Ofiuco, una fría mañana de diciembre, en el seno de una familia bohemia cuyas raíces se remontan a la vieja Rumania, Israel, Francia y la nobleza europea. Ha sido diseñador gráfico, guionista de televisión y periodista freelance. En la actualidad vive en Barcelona, donde pasa sus días tranquilamente dibujando animales imposibles en la espuma de los cafés y tejiendo telas de versos e historias futuras que solo él conoce. * * * Con Sweeney Todd o El Collar de Perlas, Lucian F. Vaizer inicia una nueva y emocionante etapa vital como traductor y escritor indie. Pero esto es solo el principio de una aventura electrizante que no dejará a nadie indiferente…

Relacionado con Seis Almas Seis Destinos

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Seis Almas Seis Destinos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Seis Almas Seis Destinos - Lucian F. Vaizer

    Seis Almas Seis Destinos

    Una Fantasía Oscura de Halloween

    SEIS ALMAS

    SEIS DESTINOS

    Lucian F. Vaizer

    Por Lucian F. Vaizer

    Diseño de portada: Lucian F. Vaizer

    Corrección: Óscar Martín

    Safecreative: 1808308158275

    Todos los derechos reservados

    2018 © Lucian F. Vaizer

    www.lucianfvaizer.com

    Dedico este libro a mi madre, aunque me parece un tributo perturbador, pero ella ha insistido.

    Al personal del Hospital de San Juan de Dios, Sant Boi, insospechados artífices de la gestación de esta obra.

    A Wes Craven, gracias por las pesadillas.

    A Stephen King, por razones obvias.

    He tardado cuatro semanas en escribir esta obra.

    Cuatro semanas extenuantes y angustiosas, confinado en la sala de espera de un hospital, escuchando los incesantes gritos de los moribundos, los convalecientes y los locos. Cuatro semanas escribiendo a contrarreloj, mientras rezaba para terminar antes de que venciera el plazo del concurso literario de Amazon.

    Jamás hubiera imaginado que mi primera novela supondría un descenso personal a los infiernos, plagado por noches insomnes, miedos e incertidumbres. ¿Por qué te cuento esto? Porque quiero que sepas que los sueños pueden cumplirse, si uno cree en sí mismo y está dispuesto a luchar por ellos hasta perder el aliento. Porque puedes volar sin necesidad de alas, porque hay luz al final del túnel, aunque sean las luces de un tren.

    Esta experiencia me ha enseñado que mientras hay vida hay esperanza, que los recuerdos son un tesoro precioso.

    Así que vive, y no mires atrás.

    Prólogo

    Antes del Desafío

    Soy una jaula, en busca de un pájaro.

    Kafka

    1

    Si había algo cierto en ese restaurante, era que la muerte y el jazz vibraban en la misma frecuencia.

    Escaleras de notas del saxofón del gran Charlie Rouse flotaban, suspendidas en intervalos de un semitono, por encima de las mesas redondas de madera rústica, exquisitamente decoradas, con cubertería plateada y manteles blancos, hasta que livianas se perdían por el horizonte del mueble bar. De vez en cuando, el contrabajo de John Ore le quitaba protagonismo a Rouse, sorprendiendo con uno de sus pizzicatos, agudos pero sutiles.

    Lámparas de tres campanas se aferraban con fuerza al papel de damasco pintado, porque temían que los compases de la batería de Frankie Dunlop fueran a arrancarlas de las paredes del comedor. Impetuosos, marcaban el ritmo los caóticos acordes de Thelonious Monk, el brujo de Carolina del Norte, cuyos dedos invisibles parecían acariciar el piano de cola, que inmóvil en un rincón de la primera planta, contemplaba indiferente a su único espectador.

    Era un hombre negro que llevaba un uniforme azul marino y un chaleco antibalas. Dos profundas ojeras se dibujaban por debajo de su frente sudorosa. Su rostro ofrecía un aspecto errático, confuso, mezcla de éxtasis y sufrimiento.

    Se llamaba Clement Scarboro; jefe de seguridad, casado, un hijo, tres hipotecas, una úlcera de estómago. Saboreaba un carpaccio acompañado de la especialidad de la casa: vodka con zumo de naranja. Y el carpaccio debía estar delicioso, pues se inclinaba encima del plato, ensombreciendo su contenido, como una bestia furiosa abatiéndose sobre su presa.

    Comía a tal velocidad, que a menudo se atragantaba y le venía la tos. Entonces, suspiraba hondo, miraba de reojo su brazo izquierdo, oscilando a la deriva, colgando detrás de la mesa, y reanudaba su festín.

    Los últimos vestigios sonoros de Sweet and Lovely se desvanecieron en el aire.

    —Resulta curioso lo bien que encaja el jazz con la comida italiana —reflexionó en voz alta.

    Por supuesto, no hubo respuesta. Clement estaba solo en el restaurante. Pero entonces, ¿de dónde procedía esa melodía dulzona que tanto lo fascinaba? Una capa de polvo sellaba las teclas del piano de cola. Además, el hilo musical estaba apagado. Sea lo que fuera la causa de ese pequeño prodigio, no parecía inquietarle en absoluto.

    —Debe ser el contraste, ya sabes. El espíritu de Nueva Orleans enfrentado al clasicismo de la vieja Europa.

    Clement insistía en compartir sus pensamientos con una audiencia inexistente.

    —Este lugar, oh, adoro este lugar. Te abre la mente, amigo. Agudiza los sentidos. Nunca me había sentido tan lleno de energía…tan en sintonía con la naturaleza —dijo, echando un fugaz vistazo a su alrededor.

    Clement terminó el carpaccio y se limpió los labios con la servilleta usando la mano derecha. Evitaba valerse de la mano izquierda, pues pensaba que cada extremidad servía a un propósito, y ella ya había llevado a cabo el suyo. ¡Vive Dios que lo había hecho!

    Ahora, la banda fantasmal de Monk tocaba alegremente Body and Soul.

    Clement se incorporó. Una vez de pie, se dirigió hacia el pozo de piedra arenisca, el cual se elevaba impasible, a unas pocas mesas de distancia. Entonces, se agachó y le susurró a su oscura garganta:

    —Entre tú y yo, ¿tuviste la misma sensación? ¿Una musiquilla en la cabeza? ¿Antes de hacer lo que hiciste?

    De nuevo, se levantó, respiró hondo y dejó que el jazz invadiese cada fibra de su organismo. Una descarga eléctrica de placer recorrió su espina dorsal. Y Clement bailó, oh sí, ya lo creo. Bailó como en una salvaje coreografía de Jack Cole. Giro de talones, zapateado, círculo. Derecha, izquierda, derecha, derecha, izquierda. Sus tacones resonaban con alegres ecos, mientras se deslizaban sobre el suelo embaldosado y la moqueta verdosa, en esa improvisada variante del Shim Sham.

    —Sr. Scarboro, Sr. Scarboro, por favor, responda —dijo una voz preocupada, a través de un walkie talkie abandonado en el cojín de una silla estilo Luís XV, junto a la mesa que había ocupado nuestro aprendiz de bailarín, hacía escasos minutos.

    —Decidle al direttore di sala que el carpaccio era fantástico —respondió Clement alegre, sin dejar de mover el esqueleto. Localizarlo sería difícil. Se había asegurado de desactivar las cámaras de vigilancia del restaurante.

    No dejó de bailar; ni siquiera cuando el torniquete se aflojó, y un chorro incontrolable de sangre brotó de su muñeca cercenada, manchando de rojo el estuco veneciano de la habitación, y desparramando por la mesa los restos repugnantes de una mano medio devorada. Cartílagos masticados, músculos deshilachados, trozos de uña roídos; así eran los ingredientes de una odiosa receta destinada a triunfar en el infierno.

    No dejó de bailar; a pesar de que la orquesta de jazz había dado paso a un murmullo gorjeante de gritos horribles, disparos de revolver, carcajadas incoherentes y el zumbido de algo infame. Un zumbido cavernoso, preternatural, que ningún insecto de este mundo sería capaz de reproducir.

    No dejó de bailar; por más que una garra etérea rodeó su cintura con una fuerza maníaca, animal, y lo arrastró flotando hacia el exterior, hundiendo su cuerpo en la afilada punta de una verja metálica. Aceptó tan horrenda ejecución con vehemente orgullo, en lugar de resistirse. Como una mariposa que aleteaba al ser atravesada por un alfiler, su cuerpo mutilado se contrajo en una sucesión de violentos espasmos, y surgía de sus costillas un crujido pastoso, líquido, pavoroso.

    —La muerte anda descalza, viste rojo carmesí, y su sonrisa…su sonrisa es contagiosa —fue su epitafio.

    2

    Albores del Día de Todos los Santos. Por cada muerte había un nacimiento. Por cada árbol caído, florecía una rosa. Bastaría una oración para salvar el alma de un condenado.

    Las estrellas del cielo se multiplicaban reflejadas en miles de espejos tenebrosos, ojos digitales parpadeaban furtivos, intentando captar una imagen digna de ganarse unos cuantos «me gusta» en las redes sociales. Nada era real, nada existía si no lo compartían con sus amigos imaginarios.

    Una hilera de limusinas negras desfilaba solitaria por una amplia calle ausente de tráfico, aunque colapsada por una masa vacilante de transeúntes, los cuales apenas podían contener su euforia ante la visión en carne y hueso de sus dioses mediáticos. Rebaños sin pastor, creyentes en busca de mesías de supermercado. Problemas del primer mundo.

    La mayoría eran chicas a punto de alcanzar la adolescencia; pantalones demasiado cortos, sudaderas demasiado anchas, poca autoestima, muchas hormonas. Histéricas, chillaban al borde de las lágrimas, sosteniendo pancartas llenas de faltas ortográficas, donde se leían ridículas declaraciones de amor: «¡Paranormal Mafia!», «¡Te Quierro Tyler!», «¡Tyler eres er mejor!».

    Algunas fans radicales, las más dedicadas —o mejor dicho, las más desquiciadas—, incluso habían llegado al extremo de escribir en su piel con una hoja de afeitar el nombre sanguinolento del oscuro objeto de su deseo, de su futura orden de alejamiento. Otras habían optado por el método más higiénico del tatuaje, ignorando que la llegada de la madurez llevaría consigo el regalo envenenado del remordimiento.

    Las niñas más inteligentes, se limitaban a vaciar las carteras de sus sufridos padres comprando artículos promocionales de sus ídolos, conscientes de que su enamoramiento —como su aparato dental—, tenía fecha de caducidad.

    Botellas de agua, chicles, sujetadores, bragas —usadas y sin usar—, latas vacías, bolsas de plástico, helados, aviones de papel, billetes de un dólar. Una lluvia de basura barata se estrellaba contra los cristales tintados de aquellos lujosos vehículos, mientras sus ocupantes dedicaban a sus adoradores una mirada de disgusto. Así eran las celebridades en la intimidad, una oda a la arrogancia: con su ropa impecable de diseñador, sus sonrisas de bisturí y sus ideales de portada de revista.

    Flanqueando las limusinas, entre gritos y empujones, marchaba un ejército de fornidos guardaespaldas con cara de pocos amigos, maldiciendo el día que decidieron aceptar ese trabajo tan desagradecido. Más allá de la barrera de seguridad, patrullas de policías y bomberos aguardaban pacientes a que el desorden se transformase en vandalismo. Todo cuanto los rodeaba era incierto, problemático.

    —¡Vamos chicos! Somos seres civilizados, ¿verdad? —se quejaba uno de los guardaespaldas, quitándose una cáscara de plátano de la hombrera de su chaqueta.

    —Un empujón más, un maldito empujón más, y os presentaré a mi amigo, el Sr. Puño Derecho —refunfuñaba otro.

    —Tranquilo, son sólo niños haciendo cosas de niños —decía el primero en tono conciliador, casi paternal.

    —Estas cosas me hacen perder mi fe en la humanidad —mascullaba su compañero.

    —Qué importa, en este mundo la esperanza es una moneda sin valor. Las trompetas del juicio final serán dulce melodía para mis oídos —exclamaba el guardaespaldas que hasta ahora parecía el más sensato, y luego escupía al suelo, como reafirmando su declaración.

    De repente, la hilera de limusinas se detuvo; sus luces se encendieron, sus puertas se abrieron, la muchedumbre enloqueció, los policías fruncieron el ceño, los guardaespaldas suspiraron. Unas bandadas de cuervos se elevaron invisibles, amparados por la negrura de la noche. Los dioses pisaban la alfombra roja, sus adoradores les cantaban aleluyas de vanidad y egolatría. Se arañaban sus caras aullantes, descompuestas, en un ictus religioso.

    El coliseo ardía porque los gladiadores habían saltado a la arena. ¿Y el pueblo? Oh, el pueblo clamaba su sangre.

    3

    Una tormenta se avecinaba en aquel viejo teatro barroco.

    La expectación del público, formado por periodistas y unos pocos selectos invitados de la alta sociedad, era mayúscula. Se respiraba la inquietud en sus seis palcos forjados en oro que representaban diversos motivos mitológicos.

    De improviso, un potente haz luminoso se posó sobre el escenario. Acto seguido, subió el telón de boca alemán; sólo para descubrir unas cortinas blancas, por donde serpenteaba juguetona, la silueta de un hombre bajito y barrigudo, entrado en años.

    —Damas y caballeros, amantes del misterio. ¿Listos para vivir una semana de horrores y emoción interminable? Bienvenidos a la rueda de prensa de la inauguración de Testamento. Recibamos con un fuerte aplauso al arquitecto que ha hecho posible este milagro. —tronó una voz elegante, y a la vez como rasposa, dotada de un leve matiz robótico.

    La silueta permanecía de lado, en silencio, mostrando un perfil que, a primera vista, parecían dos esferas conectadas entre sí. Un cuerpo obeso e hinchado y una cabeza semejante a la de un bulldog, con nariz aguileña y grandes mejillas caídas que se fundían en una generosa papada. Cualquier aficionado al cine clásico de intriga reconocería al instante el contorno familiar de esa sombra.

    Entonces, Alfred Hitchcock dio una palmada, las cortinas se retiraron, y con aire solemne habló al patio de butacas:

    —¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? Solía decir que un asesinato no era lo más importante, sino la tensión que lo predecía. Sin embargo, ahora que llevo décadas muerto, mi perspectiva ha cambiado. Ahora, me pregunto, ¿qué sucede DESPUÉS de un asesinato?

    Tras extraer un enorme cuchillo de cocina que, bañado en sangre, sobresalía de su espalda, Hitchcock respiró aliviado, y de improviso, lo arrojó al público. Los espectadores de la primera fila se llevaron las manos a la cara, en un vano intento de esquivar una mera réplica de goma, la cual terminó aterrizando en la falda de una mujer. Histérica, gritó agitando los brazos, como si quisiera espantar un enjambre de avispas, y de algún modo, sus gafas de pasta de Sunset Boulevard se cuartearon.

    Complacido, al ver la cobarde reacción de sus queridos amigos de la prensa, Hitchcock recuperó el hilo de su conferencia:

    —Muchas han sido las teorías expuestas, la mayor parte absurdas o surrealistas. Muchas han sido las pruebas presentadas, siempre ambiguas, jamás concluyentes. Por esa razón, yo, Thadeus R. Almack —dijo el falso Hitchcock, mientras clavaba sus dedos en sus sonrosadas mejillas, y se zafaba de esa molesta máscara de látex, revelando al fin, su verdadero rostro—, decidí sacrificar la mitad de mi vasta fortuna para dar vida a mi legado, la prueba definitiva de la existencia del Más Allá. Un pueblo apropiadamente bautizado con el nombre de Testamento.

    Entonces, el Sr. Almack —un hombre corpulento, de enormes manos velludas y tupida barba, cuyas rudas facciones recordaban más a Orson Welles que al director que había decidido suplantar—, dio una segunda palmada. Sus ojos se humedecieron, cautivos de la emoción. A sus espaldas, una colosal televisión modular de seiscientas sesenta y seis pulgadas se encendió.

    Confinada en los límites de esa pantalla múltiple, una cámara recorría a una velocidad de vértigo las calles, sombrías y laberínticas, de la recreación tridimensional de un horror de madera, ladrillo y hierro forjado. Era la manifestación física de una pesadilla arquitectónica.

    Luego resumió su discurso:

    —Tras diez largos años de duro trabajo, más de un millón de restauradores, y una monstruosa suma de dinero invertida. Aquí lo tenemos, el pueblo más embrujado de la tierra.

    »Olvidaos de la competencia, no tienen nada que hacer ante Testamento. No hay lugar, al menos a este lado de la realidad, con tan ilustres edificios: Amityville, Mansión Winchester, Sanatorio de Waverly Hills, Casa Villisca, Almacenes Klender, Edificio Joelma, Casa de los Lamentos, Gardette-Leprete, Quinta da Juncosa, Casa Labianca… trasplantados y reconstruidos piedra por piedra. Cada imperfección, cada detalle está presente, incluso el suelo original.

    El público estudiaba asombrado las fachadas de esas reliquias malditas. Una tras otra, iban apareciendo ante sus caras iluminadas por el pálido fulgor de ese calidoscopio de pantallas Led. Incrédulos, se frotaban los ojos, como niños que asistían al circo por primera vez.

    Que Testamento era la obra monumental de un loco obsesionado por lo oculto —con mucho tiempo libre y demasiado dinero en la cuenta corriente—, era la conclusión más lógica a la que uno podía llegar.

    El Sr. Almack se aclaró la garganta, y continuó:

    —Pero no he reunido aquí a los más distinguidos miembros de la prensa internacional para alardear sobre mis logros, o mis delirios, según se mire. Les invito a que sean testigos de un peculiar experimento, quiero decir, concurso. El Desafío Testamento.

    »Como ya saben, mi equipo ha seleccionado a seis personajes relevantes de la escena sobrenatural con el objetivo de que disfruten de unas excitantes vacaciones de Halloween. ¿Qué les parece si los conocemos? Haz los honores, Isidor, si no te importa —dijo estas últimas palabras, fijando su atención en el foso del teatro. Un espacio situado a un nivel más bajo que el escenario, normalmente reservado para las orquestas, y que era el refugio de ese misterioso copresentador de voz robótica.

    —Será un placer Sr. Almack —expresó el inquilino del foso, y en su habla se percibía una suerte de devoción, una lealtad casi malsana, diríase que mecánica—. Por favor, recibamos con un cálido aplauso a los seis participantes del Desafío Testamento.

    El rugido de los aplausos de los asistentes hacía temblar la concha acústica, la cual envolvía el escenario, acentuando el dramatismo cinematográfico de la épica banda sonora que anunciaba la introducción de los verdaderos protagonistas de la función. Seis individuos dispuestos a arriesgarlo todo durante una semana. Sesenta y seis horas que jamás olvidarían.

    Exhibiendo la metódica frialdad de una máquina, o tal vez, la enfermiza dedicación de un perturbado, aquella voz que fantasmal emergía del foso, procedió a llamar al escenario a cada participante. Añadía halagos y curiosos adjetivos a sus presentaciones, los cuales despertaban carcajadas y comentarios jocosos entre la audiencia.

    —La bella e infalible médium del show El Último Adiós, Laila Koy.

    La primera

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1