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El Juego de Azarus
El Juego de Azarus
El Juego de Azarus
Libro electrónico585 páginas10 horas

El Juego de Azarus

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Sinopsis "El Juego de Azarus":



En esta historia basada en hechos reales nada es lo que parece. Desde el inicio de la vida de Juan, los demonios, fantasmas y monjas, forman parte de su vida en tres etapas diferentes, donde todo se mezcla y se revierte. Con solo cuatro años Juan es abandonado a un hospicio sin conocer a su padre, aunque sabe que se llama Pedro. Allí conoce las doctrinas de la madre superiora Dolors que parece dar más miedo que el propio Azarus, un demonio que habita en el hospicio y que seguirá a Pedro cuando éste le llame. Es en la calle de Anglés cuando otro ente se cruza en la vida de Juan y su hermana Pili, y esta vez Azarus no está del lado de Juan. Todos los acontecimientos son reales y los espectros y fantasmas continúan presentes en la casa de Bonmati. Una vida marcada por los habitantes del más allá y el poder de los que aquí son llamados sacerdotes y practicantes de la magia negra y la magia blanca. Dos mundos paralelos, hasta que la familia se arrastre hasta el precipicio final más perturbador de todos.

Sobre el autor:



Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el drama, Stephen King. Soy el autor de la biografía de su primera etapa como escritor. Además, he escrito una antología basada en la caja que encontró la cual pertenecía a su padre que era también escritor. Ahora escribo antologías y novelas de terror, suspenses y thrillers. Ya he publicado "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom" la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "El hombre que caminaba solo", "La casa de Bonmati", "El vigilante del Castillo", "El Sanatorio de Murcia", "El maldito callejón de Anglés", "El frío invierno", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "Muerte en invierno", "Tú morirás", "Ojos que no se abren" y "Crímenes en verano". Pero no serán las únicas que pretendo publicar. Hay más. Mucho más.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 oct 2018
ISBN9781386200888
El Juego de Azarus

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    El Juego de Azarus - Claudio Hernández

    Esta no es una obra de ficción, pero tengo que agradecer primero antes de dar la charla. Este libro se lo dedico con especial cariño a mi esposa Mary, quien sabe que todo sucedió de verdad. Salvo el final de la historia, todo es real. Es una autobiografía de fantasmas o algo así. Siempre estuvieron allí y quizá sigan después de todo. No diré quién vivió tales pesadillas porque los familiares pronto lo reconocerán. Todo existe. Los sueños también. Así, como las pesadillas... Sheila existe, sí, existe...

    El juego de AZARUS

    Primer acto

    1

    ––––––––

    Sus ojos. Era el destello de sus ojos lo que más le aterraba al pequeño Juan, de cuatro años de edad. Y esas manos largas, con unas uñas afiladas. Eso se paseaba por el corto pasillo de su casa de una sola habitación: un cuchitril, con una cama y una encimera de gas. Pero la forma no humana se restregaba por las paredes como una sombra insidiosa que, en lugar de sonreír, mordía la noche.

    El corazón desbocado del chiquillo palpitaba en la punta de su lengua. Su pequeña mano ridícula se agarraba a la camiseta, a la altura de su pecho, y sentía las aceleradas pulsaciones del terror. Mamá había dicho que se iba a traer una hermanita de algún sitio, que al parecer había un lobo enorme, pero con la cabeza de un pez globo. Todo lleno de púas y una sonrisa desquiciante.

    Entre esa imagen generada en su febril mente y la presencia del espectro, se quedaría con la primera, porque todavía no la había visto, y este ser —de un metro ochenta de estatura con afilados colmillos— era real.

    Retrocedió hacia atrás en la oscuridad y tropezó con un trozo de ladrillo levantado del suelo. Juan se había caído de espaldas sobre la cama y esa aterradora cosa se había abalanzado sobre él. Sintió cómo un cosquilleo muy helado le cubría todo el cuerpo. Como si de repente hubiera regresado el frío invierno; pero era verano y estaba sudando copiosamente.

    Aún con los ojos cerrados, podía ver aquellos malditos ojos. Tan brillantes como las ascuas y a la vez de color amarillento, como si brillara algo broncíneo en esas cuencas.

    Sintió cómo le acariciaba su piel erizada. Cada dedo largo y mohoso. El aliento fétido de una boca abierta, con miles de dientes dispuestos a morderle el cuello. Se le durmieron las piernas. Un hormigueo creció hasta alcanzarle las manos y, finalmente, la cara.

    Era su primer ataque de pánico.

    Y el gato, que simplemente se llamaba «gato negro», se había bufado arqueando su lomo, en un rincón de la habitación. Su bufido, como el susurro áspero de su respiración, llenó aquella pequeña casa. Tenía la cola tiesa, apuntando al oscuro techo, y los ojos dilatados de un blanco brillante; a pesar de que los tenía verdosos.

    Juan se quedó laxo sobre la cama mientras aquello retrocedía.

    Se iba.

    Y Juan se desmayó a su pronta edad.

    Solo acababa de conocer lo que sería de él y de su futura hermana, durante el resto de sus días.

    Fue así como empezó todo.

    Todo.

    2

    Le llamaba la calle del gato. Juan no sabía su nombre real, salvo que la casa era de roca caliza y estaba pintada de blanco; sujetándose a la ladera como si fuera a resbalar cuesta abajo. El gato apareció allí, sin más, y le pidió algo de comer al pequeño con un delicado maullido.

    Desde entonces, fue inseparable, aún cuando Juan fue ingresado en un internado de monjas; porque a veces se escapaba de aquello y del internado. Estaba en Anglés: lugar donde vivió hasta los diez años, más o menos, en dos casas distintas. Donde todo lo inhumano le perseguía a través de la oscuridad y bajo la implacable mezquina luz de la luna.

    Eso cuando las monjas, en un principio, decidían dejar las ventanas abiertas por la noche. Y no siempre era así. No querían escuchar las súplicas de Juan. La Madre Superiora sugirió una cara amargada y desafiante con su mirada penetrante. Se hacía llamar Dolors.

    Pero, antes de esto, Juan conoció a su hermana, que tenía tan solo siete días de vida.

    3

    —Esta es tu hermana Pili —dijo Antonia mientras descubría el pequeño rostro del bebé. Parecía que en su piel había todavía grasa del útero, pero solo era una sensación. Sus ojos estaban cerrados; y los de Juan; bien abiertos.

    Sopló, porque decían que soplar en la frente de un bebé da buena suerte. Al menos, eso era lo que había escuchado Juan. No sabía dónde ni a quién, pero juraría que lo había escuchado.

    —¿Qué pequeña que es, verdad?

    —Tú también fuiste así al nacer.

    —¿De verdad?

    —Bueno, un poco más grandote, pero casi igual.

    Pili esbozó un bostezo. Sus ojos seguían cerrados y la piel rosada era delicada, incluso, a la luz de las velas. Ellos no tenían electricidad. Solo las jodidas monjas tenían luz unos metros más abajo, en su peculiar reformatorio. A veces, le llamaban correccional; otras, hospicio. Pero la palabra real (o, al menos, la que usaban en los años 70) era internado. Aunque todavía no lo sabía, los huesos de Juan iban a dar con las paredes de ese gran edificio tétrico, silencioso y lleno de mujeres peculiares.

    —¡Claro, yo soy un niño! —exclamó Juan sonriendo de oreja a oreja. Su madre lo miró fijamente y hubo un destello de luz en sus ojos que a Juan no le gustó para nada. No sabía por qué.

    —Sí, claro —dijo Antonia disimulando su poco encanto por su hijo. Aunque, a veces, su cabeza le daba la vuelta y lo protegía como debía ser. En realidad, era algo bipolar.

    Juan pensaba, de forma constante, que su madre era extraña y cambiante. No así su tía Mercedes, que parecía más sosa, pero más cariñosa.

    Pili bostezó por segunda vez y empezó a abrir los ojos ante la expectación de Juan. La maleta de color gris todavía estaba en la cama llena de algunos trapos, todos blancos, como si fueran toallas. Aquella maleta le parecía una boca que estaba abierta y mostraba su gran lengua antes de devorarte.

    —¡Mira, mamá, está abriendo los ojos! —Estaba señalándola con su dedo índice, delgado y corto.

    Antonia la meció en sus brazos y empezó a canturrear una nana. A Juan le pareció extraño, porque nunca antes había oído cantar así a mamá. Por difícil que pudiera creerse, Juan recordaba cuando estaba enganchado a la teta de su madre en París. Porque sus padres habían vivido allí, y Juan había nacido en ese tiempo. Era imposible, sí, pero lo recordaba. Como recordaba un largo puente lleno de gente junto al lado de una torre enorme que se perdía sobre las nubes. Recordaba la nieve. Recordaba todo.

    Que tuviera un don o no, Juan tenía esas imágenes en su cabeza.

    El gato, que simplemente se llamaba «gato» o «gato negro», se acercó a ellos ronroneando. Antonia lo empujó con la punta del zapato. Uno de tacones oscuros.

    Era lo único que tenía de calzado.

    —Eso es que tiene hambre —acució, y empezó a sacarse el pecho del vestido azul con lunares blancos. Una enorme teta flácida cayó sobre la cara del bebé, que empezó a llorar como un becerro.

    Juan vio la teta de su madre y parpadeó antes de cerrar los ojos. Sencillamente le daba asco. Y, con los ojos cerrados, preguntó:

    —¿Yo también he mordido esa teta?

    «Claro, pequeño estúpido. ¿Acaso no te acuerdas ya? Sí, sí me acuerdo».

    Las palabras retumbaron dentro de su cabeza.

    —Pues claro.

    —¡Qué asco!

    La mano de Antonia aterrizó en la mejilla de Juan en un sonoro tortazo. El gato salió corriendo del cuchitril y Pili dejó de llorar porque ya se había enganchado al pezón, duro y oscuro.

    —¡Desgraciado!

    —No quería decir eso, mamá.

    —Pues lo has dicho. —Los ojos de Antonia estaban inyectados en sangre. Igual como lo había visto otras muchas veces en su papá. Esta era la primera vez que lo veía en su madre.

    Después, ella sonreía, y el rojo dejaba paso a un brillo perturbador.

    Juan escuchaba los ruidos producidos por su hermana al tragar leche: parecía un desagüe atrancado. Y se asustó, pero no dijo nada. Tenía la mano laxa sobre su mejilla, dolorida y caliente.

    Fuera, la única luz que había era la de la luna llena, que entraba mezquina y vacía por la ventana que tenían abierta; a pesar de ser octubre y hacer un frío de narices.

    El silencio dominó el cuchitril, largo y tendido, hasta que aquello se convirtió en un convento por un momento.

    Finalmente, Juan habló:

    —¿Y ese lobo, con cabeza redonda como un globo lleno de pinchos, ha tenido a mi hermanita?

    —Sí, y tenía la boca muy grande. La escupió con mucha baba y sus ojos se abrieron como los de una bestia. Yo estaba delante de él, pero no podía hacer nada. Cuando tu hermanita salió de la boca de aquel lobo, mi barriga se deshinchó. —Antonia se llevó la mano a la barriga para demostrárselo.

    Juan, asustado y con el corazón en un puño, vio que era verdad. Que no tenía tanta barriga como cuando se había ido, con su maleta, sola. A alguna parte. Al lugar donde vivía el lobo. Pero ahora vio algo más. Vio sangre resbalando, como una raya retorcida, a lo largo de su pierna.

    —Tienes sangre —dijo señalándole la pierna. Juan quería haber dicho algo con respecto al lobo ennegrecido y con púas en toda su cabeza, pero esto le había desviado la atención y le había obligado a cambiar de tema.

    Antonia ladeó a su hija Pili más a su izquierda, que seguía mamando, ajena a todo, y buscó con la mirada esa línea de sangre en su pie. Y lo vio. Entonces, sufrió un ataque de risa nerviosa.

    —Eso ha sido el gato, que me habrá arañado.

    «Dile que estás en cuarentena y que chorreas sangre por el coño. Díselo».

    —El gato se ha ido, mamá.

    Ella siguió sonriendo.

    —Habrá sido antes.

    Juan se quedó desconcertado y, para variar, hizo una nueva pregunta que desentonaba con toda la conversación.

    —¿Y dónde está papá?

    La habitación se quedó en silencio mientras Antonia sentía cómo la sangre se le escapaba del coño y, lenta y oficiosamente, resbalaba por su pierna, notando ese denso y pegajoso líquido.

    —Está de servicio.

    —¿Y eso qué es?

    —La mili.

    —¿Y eso qué es?

    Con un trapo en la mano —uno de aquellos que sobresalían de la maleta y estaban esparcidos en la cama— se secó parte de la pierna, y dijo:

    —Deja ya de preguntar, hijo. Para ya.

    Y Juan quiso hacerle otra pregunta, pero esta se quedó en el aire mientras sus ojos veían cómo se secaba la sangre mamá y percibía ese olor dulce que le perforaba las narices.

    El gato. El de la cara negra y blanca. Maulló en la calle como si no hubiera un mañana.

    4

    Durante las tres semanas en que vivió en ese cuchitril, junto a su hermana Pili y su madre, Juan no había visto a su padre. Y todavía se preguntaba qué era eso del servicio militar. Salía a la calle con una ligera llovizna y el frío golpeándole en la cara, y veía a esas monjas de blanco y negro salir de una pequeña puerta.

    Con los brazos cruzados y las caras ocultas, esas mujeres —porque sabía que eran mujeres— discurrían calle abajo y, tras media hora, regresaban con un niño desgañitándose a llorar; literalmente arrastrado.

    Juan arqueaba sus pequeñas cejas y se preguntó qué hacían con ellos, ya que no los volvía a ver. Aunque, sí, a veces, por la noche, se escuchaban sollozos y algún que otro grito ahogado entre las paredes.

    Todo eso fue antes, pero Juan viajó en el tiempo y se vio entrando por esa jodida puerta de color blanco. Como si de la puerta del cielo se tratase.

    Ahora veía la vetusta cara de la Madre Superiora, a quien llamaban Madre Superiora Dolors. Ella, arrugando todas sus facciones como si viera a un demonio, apretaba los dientes y susurraba algo que Juan no lograba escuchar; aunque las demás monjas, sí.

    Ellas, las de blanco y negro o muy especialmente de gris (algunas veces no sabía distinguir bien el color por la noche), eran los demonios que Juan tenía dentro de su cabeza. Hasta que llegó esa cosa con ojos destellantes en medio del largo pasillo, sin que nadie lo viera más que él. Sus uñas tan largas como cuchillos y su piel hirsuta bajo un vestido roto, destrozado y arañado. Un harapo que mostraba un pecho caído y tan delgaducho como un globo desinflado.

    Su mamá se lo había entregado a dos «hermanas». «Qué cojones», decía Juan, dos monjas con cara de amargadas y que tiraban de él con fuerza mientras que sentía el helor de aquellas manos como si fuera la propia nieve de diciembre.

    Y vio la puerta blanca, que estaba al lado de otra broncínea y al lado todo un edificio extenso, enorme, gigante. Y vio que el color no era tan blanco como parecía y que tenía manchas, como de sangre. Aquello era sangre y se alarmó de ello, saltando en una histeria con los pies por delante a la altura de su barriga, pataleando; y, ellas, empujándolo.

    Vaya mierda.

    Juan estaba realmente asustado y su mente parecía pedir a gritos que alguien le cogiera de la mano y lo sacase de allí. Que su hermana Pili era muy pequeña para estar sola, que su madre a veces le besaba y otras le daba guantazos, y que su padre era un fantasma en casa, porque no lo había visto todavía.

    Joder.

    Todo no había hecho más que empezar.

    Así de sencillo.

    Era el año 1970.

    5

    El primer día no comió. Los críos de su misma edad estaban alborotados en la mesa, que parecía una calle de lo larga que era. Después cortaba en una esquina, en un ángulo de noventa grados; continuaba con tres comensales y regresaba la gran línea flanqueando un aparente pasillo creado en medio.

    Y había niñas.

    Estaban todos revueltos.

    Eso le agradaba a Juan, pero había muchas de esas señoras con las manos como si se las frotasen bajo la indumentaria grisácea y, a la vez, bizquearan bajo la toca mientras paseaban de forma insinuada a lo largo y ancho del comedor, que aunque estuvieran todos alborotados, solo se escuchaban las cucharas que viajaban al plato de lentejas.

    Juan las odiaba.

    A las lentejas y a esas monjas.

    «¿Dónde coño me ha metido mi madre? ¿Por qué estas señoras, que se hacen llamar monjas, se frotan las manos y miran hacia abajo? ¿Por qué las odio nada más entrar si lo único que de momento me han hecho ha sido arrástrame por la puerta de entrada?»

    No obtenía respuesta a ninguna de estas preguntas. Su mente se esforzaba más y más, hasta sentir como una especie de hormigueo en ella, pero no había más que sacar del pozo que estaba seco.

    El niño que estaba a su lado tenía literalmente la cabeza hundida en el plato de lentejas y solo se podía escuchar los sorbos de la cuchara. Era casi todo caldo. «Aguachirri», le llamaba él. No sabía cómo se llamaba. Le daba igual; no era mucho de hacer amigos. A su izquierda había una niña rubia, con el pelo rizado, y comía más despacio. Su cuchara no viajaba tan deprisa del plato a su boca.

    Juan la miró de soslayo. Siempre era mucho mejor ver a una niña con la piel rosada que ver a una de aquellas monjas que parecían que estaban cabreadas todo el rato. Quiso hablar con esa niña cuando sintió el peso de una mano en su hombro casi desnudo.

    Solo tenía una camiseta blanca.

    —Cómete el plato —dijo la monja de facciones casi esqueléticas. Tenía los labios arrugados y su mirada era oscura. No tenía ni puta idea de qué color tenía el cabello. Juan siempre pensó que las monjas estaban calvas.

    El chiquillo se dio la vuelta casi al instante en un acto instintivo.

    —No me gustan las lentejas, señora —explicó muy soberbio.

    Aquella monja apretó los dientes y sus ojos se alargaron hacia las sienes. Como si fueran rasgados, como los del lobo que le había contado su mamá. Juan no entendió cómo lo hacía, pero sí el significado de esa perturbadora mirada.

    Estaba cabreada de cojones.

    —Me da igual que no te gusten. Tienes que comértelas. —La voz de aquella señora, que parecía que se había revolcado en las cenizas con su camisón, había puntualizado cada palabra con un enérgico toque de voz grave.

    Juan se encogió de hombros, vio en ella algo fuera de lo normal.

    Maldad.

    Desde un principio siempre supo que había algo extraño en ellas. En todas ellas. Fuera quien fuese. Su mamá le había contado cosas acerca de ellas y un convento; o ¿era hospicio? El caso es que le había contado que había pasado verdaderos momentos de malos tratos de forma continuada. Hablaban de que Dios era partícipe de que se casaran con él y que permanecieran vírgenes toda la vida; y después salían todas putas.

    La vida era así.

    En una ocasión, le había contado que una de las monjas, en el año 1958, le había hecho comerse su propio vómito a una compañera delante de todas ellas. Eso fue en Jaén y las monjas eran todas así; ella siempre se callaba, por no decir lo que pensaba realmente. Pero todo era verdad y nunca se puede ocultar lo que es real y lo que pasó.

    Juan estaba ahora absorto en esa madeja de ideas, connotaciones y recuerdos.

    —Me dan ganas de vomitar —dijo el pequeño mientras sus ojos parecían temblar en sus cuencas húmedas.

    —Pues te comerás tu propio vómito —rezongó la monja.

    Eso fue verdad y de la buena.

    El corazón de Juan se disparó como una bomba estallando dentro de su pecho. La niña seguía comiendo lentamente y el niño ya se había acabado el plato.

    —No, eso no. Mi mamá me contó una historia igual y me dio más asco. —La voz de Juan cimbreaba y sus ojos se humedecieron, mientras suplicaban a aquel rostro que parecía el de un difunto dentro de su ataúd. Pálida y maquillada. Solo le faltaban los algodones en los orificios de la nariz. Era espantosa.

    —¿Qué quieres decir con eso?

    —Una monja le hizo comer su vómito a una amiga suya de clase...

    —¿Y todas somos iguales, verdad?

    Hubo un rato de silencio que estalló como una bomba cuando Juan dijo:

    —Sí, claro.

    Los ojos de aquella monja se inyectaron en sangre y sus labios se contrajeron como los de un lobo de piel hirsuta. Su nariz se quedó aplastada como si los músculos de su cara tiraran de ella hasta alisarla. Parecía que uno de sus dientes, macilentos, brillaba con un resplandor perturbador.

    Juan vio en ella toda una suerte de maldad y desconsideración.

    La mano de la monja, cuyo nombre no fue revelado, apretó con fuerza en el hombro de Juan hasta clavarle las uñas en su tierna carne, produciendo dos heridas en forma de medialuna que empezaron a sangrar inmediatamente. Y el dolor. El dolor era agudo y parecía que picaba.

    La mano de Juan se zafó sobre la de la monja y sintió un frío intenso. Aquella monja parecía un cadáver; y no, una mujer. Sus dedos, duros como una rama de un árbol, estaban helados y pálidos.

    —Te comerás las lentejas. —Aquella voz sonó quebrada.

    Juan, preso del miedo, respondió:

    —Está bien, señora. Lo haré.

    —No soy una señora. Soy una sirvienta de Dios. Soy una iluminada por su amor y poder. Estoy casada con Él.

    Aquella declaración le dejó noqueado a Juan.

    Sí, algo ya sabía ya.

    ¿Pero tanto?

    No, eso no se lo esperaba.

    Se volvió y cogió la cuchara que brillaba junto al plato.

    6

    Estuvo en clase, sí, pero la monja que golpeaba con una vara la pizarra no hacía más que espantar las moscas y su lenguaje le parecía ridículo. Juan estaba casi bostezando, pero al menos el episodio de las lentejas ya había pasado. Aunque tenía el estómago todavía revuelto.

    —El Señor dice que dos más dos son cuatro. Esto es lo que debéis aprender ahora, aquí y cumpliendo con la bondad de Dios. —La voz de aquella monja, mucho más joven que la del comedor, la que le había puesto su helada mano sobre el hombro, era casi como un murmullo ahogado por las paredes que, en lugar de estar alrededor de ellos, parecían atravesarse entre sí.

    Juan la escuchaba y la escuchaba mientras todos los demás chicos y chicas tenían apoyados sus codos sobre los pupitres de madera. Una madera vieja, sin brillo; y, a veces —como podía ver— astilladas. Pero tenían luz eléctrica, y eso era lo mejor de todo. La sala era amplia y con algo de claridad. Aunque las bombillas eran de cuarenta vatios y la luz, que funcionaba a 110 voltios —aquellas pequeñas luciérnagas colgadas en el techo como ahorcados— arrojaban una luz amarillenta sobre ellos, como la meada de un perro.

    El suelo parecía un charco de orina. El olor era espantoso y Juan descubrió que las ventanas estaban cerradas y las persianas bajadas. Aunque calcularía que serían cerca de las cinco de la tarde y fuera había luz, no había una sola rendija o hueco para que penetrara esta como una lengua bífida.

    Nada.

    Sobre la pizarra, un gran Cristo, con la cabeza gacha, lloraba sangre. Era terrorífico ver aquella imagen de tanto dolor y sufrimiento. Aquellos ojos eran blancuzcos y para nada creía que un Dios, tan bondadoso, tuviera una mirada tan aterradora.

    Entonces la vio a ella, o a esa cosa.

    En la puerta del aula, que quedaba a la izquierda de Juan, había visto una silueta oscura. La puerta estaba abierta y por eso lo había visto pasar. Se preguntó si era el cansancio, el aburrimiento o el delirio. O quizás todas las cosas juntas, pero la vio.

    Era la silueta de una mujer, de eso estaba seguro.

    No de una monja, por supuesto, sino algo verdaderamente aterrador. Una mujer de ojos incandescentes y un vestido hecho trizas, embadurnado de sangre seca. Sus pies, desnudos, parecían andar sobre una baba y rechinaba los dientes. Incluso esa presencia emitía un olor cruel. Fétido, pero nadie se giraba a mirar.

    Solo Juan la veía.

    Tenía el pelo recogido y era de color gris.

    Sus uñas, extremadamente largas, casi tanto como sus dedos, era lo que más impactaba ver. Un frío intenso se apoderó del pequeño cuerpo de Juan y sintió cómo se le empezaban a dormir los pies.

    No era la primera que la había visto.

    Eso era lo más jodido de todo ese asunto.

    En la casa del gato, donde ahora estarían su madre y su hermanita haciendo qué cosas, eso se había abalanzado sobre él, unos días atrás.

    Juan levantó la mano y la monja se calló de inmediato, sumiéndose todo el aula en un ominoso silencio que parecía perdurar toda la eternidad. Finalmente, la monja se acercó a Juan por el estrecho pasillo que formaban las mesas en línea y dijo:

    —¿Por qué has interrumpido la clase, mocoso?

    «Porque tu madre está mirándome desde la puerta», había pensado Juan; pero no se lo dijo. Aunque ganas tuvo de hacerlo.

    —¿Ha visto eso? —Señaló hacia la puerta en la que ahora solo se veía la pared del pasillo dividido en dos. Media pared blanca y la otra más oscura, quizá verde; ¿o era gris? No estaba seguro cuando tenía el corazón en la punta de la lengua.

    La señorita con su atavío grisáceo frunció el ceño y sus labios se sellaron casi por completo; quizá conteniendo la respiración o la paciencia. El caso es que guardó silencio durante unos segundos interminables. Todos los allí presentes tenían la mirada puesta en Juan y, sobre todo, en la monja. Alguien le había sacado la lengua. Muy atrevido por su parte.

    —¿Qué se supone que debo ver? —preguntó al fin aquella monja de la que tampoco trascendió su nombre, no al menos de momento.

    Al parecer, solo la Madre Superiora tenía nombre.

    Bueno, y esa cosa.

    —Esa mujer casi desnuda —dijo, con toda la ignorancia del mundo, Juan. Estaba como congelado. Sus movimientos se limitaban a un cuarto de giro de su cuello y su dedo señalando, ahora, a ninguna parte.

    —¡Oh, Señor! ¡Este niño ha blasfemado! —gritó de repente la monja alzando sus manos hacia el techo de madera. Esta vez sí había reaccionado rápido y todos siguieron en silencio, salvo que ahora parecía un silencio con sonido de fondo. Un sonido inexistente, pero que se escuchaba como un zumbido vago.

    Juan abrió más la boca. Parecía que se había tragado un vaso; y recordó de nuevo a su madre y su padre fantasma en esos momentos.

    —Las he visto —insistió Juan cuando, de repente, sintió un lacerante dolor en la mejilla al tiempo que escuchó un plaf intenso y seco.

    La mano de la monja le había partido literalmente la cara.

    El cuello de Juan se retorció violentamente hacia un lado.

    —¡Nunca pronunciarás esas palabras! ¡El Señor te tiene en cuenta y yo estoy aquí para corregirte! —La condenada monja berreaba como nadie. Como si estuviera agarrada con dos dedos de una piedra en lo alto de una montaña rocosa y se fuera a caer al precipicio.

    De inmediato se elevó un murmullo que parecía dar la razón a Juan.

    Todos contra una.

    Eso sonaba bien

    ¿O acaso la veían también?

    El murmullo se fue tan rápido como vino, ya que la monja se retorció como una serpiente y lanzó una mirada diabólica a los pequeños. Su sola mirada intimidaba. Sus labios, casi oscuros, aterraban; y su tez pálida desataba una crisis de ansiedad en los pequeños.

    Juan se había llevado la mano a la cara. Todavía le dolía. Incluso el dolor recorría sus encías y sus dientes. Notó algo dulce dentro de su boca. Era sangre. La nariz parecía que se hinchaba por momentos ya que no la sentía, solo un hormigueo, y le costaba respirar.

    Y, por supuesto, esa cosa ya había desaparecido del marco de la puerta. Ahora solo estaba el fondo de la pared del pasillo. Nada más. A lo lejos se oían repiquetear unos zapatos. Cada vez estaban más cerca y el sonido aumentaba de volumen.

    Entró.

    7

    —Buenas tardes, Madre Superiora Dolors. —La monja hizo una reverencia y a punto estuvo de descoyuntarse la cabeza al cabecear.

    Aquella otra monja —porque para Juan era otra más— estaba bien cubierta, con su indumentaria y unos cuantos kilos de más. Parecía un colchón inflado, pero sumergida en uno de eso hábitos de color negro. No era gris y eso desconcertó a Juan, que la miraba con recelo. La toca, que parecía más blanca, parecía brillar como una corona, pero sus ojos no eran blancuzcos como el del Cristo de la pared. Eran terriblemente oscuros y, alrededor de sus ojos, en los párpados incluso, se oscurecía la piel, formando un segundo ojo o anillo.

    —¿Alguien te está dando problemas en clase? —su voz estaba rasgada, como si estuviera rota. Grave. Nada agraciada para una mujer. Tenía puestas unas gafas que relucían bajo aquellas insidiosas bombillas.

    La monja sin nombre se giró hacia Juan frotándose las manos. Todos los ojos estaban sobre ella como una losa pesada. A Juan le parecía que la nueva «urraca» estaba envenenada, porque su mirada la delataba. El corazón de Juan empezó a sisear como un cilindro de vapor. El sudor comenzó a aparecer en su frente.

    —Este niño dice haber visto algo en el pasillo. Yo creo que tiene un problema mental o que no está en paz con Dios, Madre Dolors.

    Aquella mole se acercó a Juan, que casi se mea en la silla en la que estaba sentado. Era lenta, pero como una apisonadora. Parecía aplastar hasta el suelo empedrado del aula.

    —¿Y qué has visto exactamente? —preguntó, con una soberbia sonrisa dibujada en su cara.

    Juan no contestó de inmediato. Miles de temores le asaltaban encima. Sus pies estaban fríos y empezaba a sentir un fuerte hormigueo en ellos. Juan era un crío que sufría muchos ataques de pánico, incluso cuando le tocaba ducharse; y ahora no era para menos. Aquella mujer de negro le aterrorizaba.

    Estaban pasando cosas muy extrañas para su temprana edad.

    —Creo que era una mujer casi desnuda —contestó Juan con los labios prietos.

    La sonrisa de aquella Madre Superiora se borró de su cara como un soplo de viento fortuito. Sus ojos se entrecerraron y sus labios se arrugaron formando algo parecido a un ano. Después de un interminable silencio, que gritaba a la misma vez, habló:

    —Estás viviendo en pecado y Dios te castigará por ello, y yo personalmente te daré lo que te mereces. ¡Sucio!

    —Pero... pero... —Y Juan, que no se callaba nunca. Siempre tenía que replicar a pesar de las consecuencias.

    —Ya has oído a la Madre Superiora Dolors. Tienes pensamientos pecaminosos —acució la monja sin nombre. Sus ojos brillaban como dos velas.

    El murmullo se elevó en el aire con un grupo de moscardones cojoneros zumbándote al oído. Había alguno que se tronchaba de la risa. A otros eso no les parecía nada bueno reírse. Las niñas callaban siempre. Porque a algunas de ellas les faltaban mechones de pelos.

    —Yo no tengo la culpa de que esa mujer lleve un trozo de tela fuera y tenga descubierto un pecho...

    —¡Oh! Dios Santo, bendito seas. Perdona a este pobre condenado. —La monja, sin nombre todavía, se puso las manos a la cara como si quisiera arañarse y su voz sonó aguda.

    La Madre Superiora estaba mirando fijamente a Juan. En silencio. Al fin, y tras apoyar su mano sobre el hombro de la monja para que parara de ulular, dijo:

    —Tú no has visto nada.

    Su voz era seca.

    —Bueno, la vi, pero...

    —¡Es la Virgen María! ¡Te ha iluminado! —gritó la Madre Superiora mienta su rechoncha mano bajaba de golpe en un arco. El bofetón sonó como un estampido en el aula. Como un disparo de una escopeta de perdigones.

    Todos ahogaron un murmullo que, sin embargo, pareció empalagoso. Un sonido de «uauuu» y después aparecía el silencio más inquietante del mundo.

    Era el segundo guantazo que recibía Juan ese primer día en el «hospicio, convento o como mierda se llame», pensó. Su furia interna arrebataba el poder del miedo, pero no se bufó como un gato asustado, sino que guardó silencio. Su mano tocó la mejilla ardiendo y dolorida.

    —¿Has visto lo que te pasa si te portas mal? —La monja sin nombre, y que mantenía los brazos cruzados y las manos bajo las anchas alas de las mangas, sonreía como una perversa.

    —Pero...

    Esta vez, el tortazo rebotó en el aula y las paredes respondieron a su vez con un débil eco. Y Juan deseó, mientras el dolor se hacía visceral en su cabeza, que aquella monja (superiora o inferior) llorara sangre como el Cristo que había en la pared, que parecía mirarle a él, ahora, con compasión.

    Y esa cosa estaba detrás de la Madre Superiora Dolors.

    Solo Juan abrió los ojos como platos.

    8

    Por la noche, Juan cenó sopa con fideos. Aquello era de nuevo lo que él llamaba «aguachirri», insípido y empalagoso. Pero esta vez no fue en el comedor principal donde ocupó una silla, sino en el habitáculo donde comían todas las monjas del hospicio.

    «Qué he hecho yo para merecerme esto», pensó. Y añadió irónicamente: «soy el chico mimado de toda esta sagrada familia de cuervos».

    Una mesa destartalada, de las proporciones de un pupitre, soportaba el peso del plato de sopa y una cuchara de grandes proporciones. Estaba delante de una ventana que estaba abierta. Era de noche y solo entraba una cansada luz de luna tras recorrer más de 300.000 kilómetros. Su cogote estaba bien iluminado, si se buscaba eso. La mesa alargada y amplia, donde comían ellas, estaba al lado de la pared y hacía esquina con la suya.

    La Madre Superiora estaba en el centro de todas. Ninguna tenía nombre o, al menos, en ese jodido primer día, Juan no había escuchado más que el nombre de la Madre Superiora. Eso estaba bien.

    Hablaban como en susurros y eso a Juan le parecía molesto y un tanto extraño, el que lo tuvieran allí dentro de ese comedor aislado con todas ellas. Al menos había luz y estaba más caliente, porque había calor y venía de alguna parte, aunque no sabía de dónde.

    La monja que le tocaba a su lado se llevó la cuchara a la boca y dio un sorbo. Sus arrugas la delataron. Aquello estaba exquisito. Juan observó a cierta distancia (buenos ojos que tenía entonces) que aquella sopa tenía muchas más fideos que la suya y algo más que parecía delicioso, a juzgar por el movimiento de la lengua de ella.

    De pronto, por la derecha de Juan se acercó una señora bien bajita; no sobrepasaría el metro sesenta de estatura y estaba de buen ver. Vamos, que estaba más que rellena. Se notaba que era la cocinera. Un delantal blanco disimulaba su enorme panza y las tetas caídas hasta el ombligo. Pero ese mismo delantal ocultaba todas las manchas posibles: de color amarillo, verde (algo más oscuro, de un tono marrón como las heces) y olía a quemado. Su cabello estaba anillado y sus labios eran exageradamente rojos sin estar maquillada. Sus pómulos lucían el mismo color, pero menos intenso.

    —¿Quieres más sopa? —preguntó la mujer menuda. Sus ojos no emitían el mismo destello que el de las monjas. Tenía una mano puesta en la cintura.

    Juan dejó caer la cuchara dentro del plato, casi sin hacer ruido, mientras las monjas parecían gemir en la mesa alargada.

    —Me gustaría comer más fideos. Esta sopa tiene solo agua y sabe raro.

    Aquella mujer esbozó una sonrisa y dijo:

    —Es lo que me ha ordenado Dolors.

    Juan se extrañó que no la llamara Madre Superiora.

    —Pues vaya faena. Así no puedo comer nada —rezongó el pequeño, con sus ojos castaños bien abiertos.

    —Creo que tengo algo para ti. Pero solo si te comes la sopa. A cambio, tendrás un premio y te ahorraras un guantazo.

    Juan se quedó desconcertado.

    ¿Había recibido ella algún bofetón? Suponía que no, que se refería a los chicos y chicas del hospicio. Seguramente era eso y ella lo sabía, pero no tenía un rostro tan malvado como para levantar la mano.

    Juan, de forma instintiva se llevó la mano a la cara.

    —¿Ya lo sabía?

    La mujer asintió con la cabeza.

    —Siempre tendrás tu castigo si te portas mal. Este sitio es sagrado. Estás en la casa de Dios.

    —¿Pero Dios no está en la iglesia que se ve desde aquí, en lo alto de la cima?

    —Está en todas partes.

    —En mi casa solo habitaba un lobo que vomitó a mi hermanita.

    La mujer frunció un ceño. Después de unos segundos en silencio, frunció el otro ceño.

    —Esas cosas son malas. Quítatelas de la cabeza. Te lo recomiendo. Si no, te castigaran a pasar la noche en la habitación del miedo.

    Juan se asustó.

    —¿Qué es la habitación del miedo? ¿Dónde está? —Sus ojos estaban desencajados y su corazón chocaba con el borde la mesa.

    —Mejor no te lo digo. ¿Aceptas mi propuesta? —La mujer menuda se sacó algo del bolsillo del delantal. Solo estaba asomado. Entre sus rollizos dedos había algo oscuro y alargado. Juan supo de qué se trataba con solo olerlo.

    —¡Regaliz! Me gusta.

    —No hables alto o te castigaran.

    Juan cerró el puño debajo de la mesa y se enfurruñó.

    —Está bien. Quiero ese regaliz —dijo.

    9

    La primera noche durmió (realmente no se durmió) en la gran habitación donde desfilaban, como soldados, decenas de camas en fila y milimétricamente puestas. Los chicos dormían en una habitación y las chicas en otra. Dos monjas se encargaban de dar un vistazo rápido para comprobar que todos estaban bajo las sábanas y apagaban la luz de la habitación sin decir nada. Solo asentían con la cabeza.

    Entonces, el silencio se apoderaba de la habitación.

    A Juan le molestaba especialmente esto, porque ese silencio se convertía en un susurro que anticipaba un ataque de pánico que no sabía de dónde provenía. Pensar en el silencio le producía ese estado. De modo que, revolviéndose en su cama, dijo:

    —¿Hay alguien que quiere hablar antes de dormir?

    Sus palabras se perdieron en el silencio más absoluto. Las camas, que tenían un somier de malla, no hacían ruido alguno. Eso indicaba que todos tenían bien aprendida la lección y se quedaban intactos tras apagarse la luz.

    Juan se movió de un lado para otro y la sábana resbaló hasta sus enclenques rodillas. Y entonces diviso por encima aquellos bultos sumergidos en las sombras de la noche.

    Nadie se movía.

    Pero, sin embargo, al final de la habitación, que parecía más un túnel con una ventana al final de todo, que brillaba como las cenizas, vio algo rígido que los estaba observando.

    No era un armario.

    Abrió más los ojos en la oscuridad y la vio certera.

    Era una de aquellas jodidas monjas que velaba en el otro extremo de la habitación, como una estatua. Tenía las manos ocultas dentro de sus mangas y sus ojos parecían brillar como los de un lobo.

    Por Dios, hay una monja

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