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Rosa la Sanguinaria (versión latinoamericana): Las chicas solo quieren divertirse
Rosa la Sanguinaria (versión latinoamericana): Las chicas solo quieren divertirse
Rosa la Sanguinaria (versión latinoamericana): Las chicas solo quieren divertirse
Libro electrónico730 páginas6 horas

Rosa la Sanguinaria (versión latinoamericana): Las chicas solo quieren divertirse

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Ganadora del Reddit/Fantasy Award a la Mejor Novela
Ganadora del BookNest Award a la Mejor Novela
Nominado al mejor libro de Fantasía del año en Goodreads Choice Award 
Vive rápido, muere joven. Tam Hashford está cansada de trabajar en el pub del pueblo sirviendo bebidas a las famosas bandas de mercenarios y escuchando a los bardos cantar sobre gloriosas aventuras más allá de su tranquilo hogar.  Cuando la más famosa banda de mercenarios llega al pueblo, liderada por la infame Rosa La Sanguinaria, Tam aprovecha la oportunidad para sumarse haciendo de bardo. Ella busca aventuras, y aventuras es lo que tendrá cuando la banda se embarque en una búsqueda que puede terminar solo de alguna de estas dos maneras: gloria o muerte. Es hora de animarse a dar el paso hacia la Tierra Salvaje.
IdiomaEspañol
EditorialGamon
Fecha de lanzamiento2 nov 2021
ISBN9789878474090
Rosa la Sanguinaria (versión latinoamericana): Las chicas solo quieren divertirse

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    Rosa la Sanguinaria (versión latinoamericana) - Nicholas Eames

    Para mi hermano Tyler.

    Si este libro es digno de ti,

    es gracias a que tú lo hiciste así.

    1

    El Mercado de los Monstruos

    La madre de Tam decía que tenía un corazón de Tierra Salvaje.

    —Significa que eres una soñadora —le explicó a su hija—. Una nómada, como yo.

    —También significa que debes tener cuidado —añadió su padre—. Tener un corazón de Tierra Salvaje requiere poseer una mente sabia con la que atemperarlo. Y también un brazo fuerte con el que mantenerte a salvo.

    Su madre sonrió al oírlo.

    —Tú eres mi brazo fuerte, Tuck. Y Bran es mi mente sabia.

    —¿Branigan? Sabes que lo quiero, Lil, pero tu hermano comería nieve amarilla si le dijeras que sabe a whisky.

    Tam recordó la risa de su madre, un sonido musical. ¿Se había reído su padre en esa ocasión? Lo más seguro es que no. Tuck Hashford no era de los que se reían. Ni siquiera antes de que asesinasen a la Tierra Salvaje que era su mujer. Y mucho menos después.

    —¡Ey! ¡Oye, niña!

    Tam parpadeó. Un mercader con patillas y un flequillo rubio se la quedó mirando.

    —Muy joven para ser arriera, ¿no?

    Ella se paró más firme, como si ser más alta sirviese también para aparentar más edad.

    —¿Y?

    —Pues que... —Se rascó una costra que tenía en la coronilla calva—. ¿Qué te trae al Mercado de los Monstruos? ¿Estás en una banda o algo así?

    Tam no era mercenaria. No sabía luchar por su vida. Sí que podía disparar un arco con una habilidad nada desdeñable, pero eso era algo que podía hacer cualquiera que tuviese dos brazos y una flecha, en realidad. Y además, Tuck Hashford tenía una regla muy estricta en lo referente a que su hija se convirtiese en una mercenaria y se uniese a una banda: Ni en broma.

    —Sí —mintió—. Estoy en una banda.

    El hombre le dirigió una mirada suspicaz a la chica alta, delgada y desarmada que tenía frente a él.

    —Ah, ¿sí? ¿Y cómo se llama?

    —Ensalada de Ratas.

    —¿Ensalada de Ratas? —El rostro del tipo se iluminó como un burdel al anochecer—. ¡Gran nombre para una banda! ¿Lucharán en la arena mañana?

    —Claro. —Otra mentira. Pero, como siempre decía el tío Bran, las mentiras eran como un whisky kaskariano: si te bebías uno, no podías parar—. Estoy aquí para decidir contra qué luchar.

    —Una mujer de armas tomar, ¿eh? La mayoría de las bandas envían a sus agentes para ese tipo de detalles. —El mercader le hizo un gesto de admiración—. ¡Me gustas! ¡Así que no busques más! ¡Tengo una bestia por aquí que sorprenderá al público y hará que todos los bardos desde aquí hasta el Zoco del Estío dediquen canciones a Ensalada de Ratas! —El hombre se acercó a una jaula cubierta con una tela, que quitó con una floritura—. ¡Aquí está! ¡La temible cocatriz!

    Tam nunca había visto una cocatriz, pero sabía lo bastante sobre ellas como para tener claro que lo que había dentro de la jaula no era una.

    Era un pollo.

    —¿Un pollo? —El mercader pareció ofenderse mucho cuando Tam se lo hizo saber—. ¿Acaso estás ciega? ¡Mira el tamaño de esa cosa!

    A ver, era un pollo muy grande, sin duda. Le habían embadurnado las plumas con tinta negra y tenía el pico manchado de sangre para que luciera más asilvestrado, pero Tam no estaba convencida.

    —Una cocatriz puede convertir la carne en piedra solamente con la mirada —indicó.

    El mercader le dirigió una sonrisa, como la de un cazador que ve cómo su presa se dirige directa a la trampa.

    —¡Solo cuando quiere hacerlo, niña! Todas las abejas pican, ¿verdad? Pero solo lo hacen cuando están enfadadas. ¡Un zorrillo siempre huele mal, pero solo expulsa ese olor cuando lo asustas! ¡Ah, y mira esto! —Extendió la mano hacia la jaula del pollo y sacó una escultura de piedra que tenía cierto parecido con una ardilla. Tam decidió no señalar el precio que tenía escrito en la parte de abajo—. ¡Ya se ha cobrado una víctima hoy mismo! ¡Cuidado con la...!

    ¡Clocló! —dijo el pollo, consternado por el secuestro de su único amigo.

    Se hizo un silencio incómodo entre Tam y el mercader.

    —Debería irme —comentó ella.

    —Que las gracias de Glif guíen tu camino —repuso el hombre con brusquedad al tiempo que volvía a cubrir la jaula con la tela.

    Tam se internó aún más en el Mercado de los Monstruos, hacia lo que hace tiempo se llamaba calle Caliza, antes de que las arenas de combate empezaran a proliferar como setas por toda la parte septentrional y los mercaderes comenzaran a llegar para montar sus negocios. Era una calle amplia y recta, como la mayoría de las de Ardburgo, y estaba rodeada por ambos lados de gallineros de madera, jaulas de metal y trincheras excavadas y cubiertas con alambre de espino. La mayor parte del tiempo no había mucha gente, pero al día siguiente iba a haber combates en la arena y algunas de las mejores bandas de mercenarios de Grandual llegarían pronto al pueblo.

    Tuck Hashford también tenía una regla en lo referente a que su única hija se acercase a ese mercado o a la arena, o a que se mezclara con mercenarios en general: Ni en broma.

    A pesar de ello, Tam tomaba ese camino para ir al trabajo, no porque fuese más rápido, sino porque avivaba algo en su interior. Le daba miedo. La emocionaba. Le recordaba a las historias que le contaba su madre, esas de misiones arriesgadas y aventuras salvajes, de bestias temibles y héroes valientes, como su padre y el tío Bran. Además, como lo más seguro era que se fuese a pasar toda la vida sirviendo bebidas y tocando el laúd por unas monedas de cobre en la fría Ardburgo, un paseo por el Mercado de los Monstruos era lo más parecido a una aventura que iba a experimentar jamás.

    —¡Aquí! —le gritó una mujer narmeerí cubierta de tatuajes cuando pasó junto a su puesto—. ¿Quieres ogros? ¡Tengo ogros! ¡Ogros frescos de las colinas de los Manantiales Occidentales! ¡Los más fieros!

    —¡Mantííííííííííícoras! —gritó un norteño de cabeza afeitada y rostro lleno de cicatrices—. ¡Mantíííííííííícoras! —Había una mantícora de verdad detrás de él. Tenía las alas de murciélago atadas con unas cadenas y la cola llena de púas metida en un saco de cuero. Las fauces leoninas estaban cubiertas por un bozal, y a pesar de estar en cautividad la criatura conseguía parecer amenazadora.

    —¡Huargos de los Bosques Invernales! —anunció otro mercader por encima de un coro de gruñidos graves—. ¡Nacidos en la Tierra Salvaje, criados en una granja!

    —¡Trasgos! —aulló una anciana desde lo alto de una carreta con barrotes de acero—. ¡Compra nuestros trasgos por aquí! ¡Una marcorona cada uno o doce por diez monedas!

    Tam miró el interior de la jaula sobre la que se encontraba la anciana. Estaba atestada de esas criaturitas sucias que en su mayoría lucían esqueléticas y malnutridas. Dudaba que una docena de esos trasgos presentasen un desafío para una banda de mercenarios medio decente. No valían ni lo poco que costaban.

    —¡Ey! —gritó la mujer desde las alturas—. ¡Esto no es una tienda de ropa, niña! ¡O compras un puto trasgo o te vas!

    Tam intentó imaginar lo que diría su padre si llegase a casa con un trasgo por mascota, y fue incapaz de evitar que se le dibujase una sonrisa en el rostro.

    —Ni en broma —murmuró.

    Siguió caminando a través de los agentes y los arrieros locales mientras gritaban y regateaban con los mercaderes y con robustos cazadores kaskarianos. Intentó no quedarse boquiabierta al ver la gran variedad de criaturas y de comerciantes que las vendían. Vio trols desgarbados cuyas extremidades cercenadas estaban cubiertas con plata fundida para evitar que se regenerasen, y también un ettin gigantesco y musculoso al que le faltaba una de sus dos cabezas. Pasó junto a una gorgona con la cabeza llena de serpientes encadenada por el cuello a unos soportes que había en la pared que tenía detrás, y también al lado de un caballo negro que escupió fuego en el rostro de alguien lo bastante imbécil como para revisarle la dentadura.

    —¿Tam?

    —¡Sauce!

    Se acercó a la carrera al puesto de su amigo. Sauce era un isleño de la Costa de la Seda, de piel broncínea y muy grande entre los suyos. Recordó que, al conocerlo, le pareció que tenía un nombre curioso para un tipo de su tamaño, y él le había dicho que era porque un sauce proyecta sombras a su alrededor, lo que también era cierto en su caso, a decir verdad.

    Los rizos negros de Sauce se agitaron cuando negó con la cabeza.

    —¿Paseando otra vez por el Mercado de los Monstruos? ¿Qué diría el viejo Tuck si lo supiera?

    —Creo que ambos sabemos la respuesta, Sauce —respondió ella con una sonrisa—. ¿Cómo va el negocio?

    —¡Mejor que nunca! —Hizo un gesto hacia la mercancía, toda una variedad de serpientes aladas en cajas de mimbre detrás de él—. ¡Dentro de poco, habrá un zanto en las casas de todo Ardburgo! Son unas mascotas excelentes, ¿sabes? Les encantan los niños, siempre que a estos no les importe recibir un escupitajo de ácido corrosivo en la cara de vez en cuando. Lo malo es que no toleran muy bien el frío de esta zona y mueren al mes siguiente. La próxima vez que vaya a casa me voy a traer unas langostas, mejor. No creo que me cueste vender langostas.

    Tam asintió a pesar de que no tenía ni idea de qué tipo de monstruo era una langosta.

    Sauce jugueteó con gesto ausente con algunas de las caracolas del collar que llevaba al cuello.

    —Oye, ¿te has enterado? Por lo visto ha aparecido otra Horda, al norte de Cragmoor, en los Yermos de la Bruma. Cincuenta mil monstruos empecinados en invadir Grandual. Dicen que su líder es un gigante que se llama...

    —Bronturo —terminó Tam—. Lo sé. Trabajo en una taberna, ¿recuerdas? Si hay algún rumor, seguro que lo he oído. ¿Y sabes que la sultana de Narmeer en realidad es un joven que lleva una máscara de mujer?

    —Eso es imposible.

    —¿O que esa costurera de Rutherford que mató a su marido afirma ser la mismísima Reina del Invierno?

    —Lo dudo mucho.

    —¿Y ese que dice que...?

    El siguiente rumor quedó interrumpido por una ovación. Ambos se giraron y vieron un alboroto en el cruce más cercano. Una sonrisa de oreja a oreja se perfiló en el rostro de Tam.

    —Parece que el circo acaba de llegar a la ciudad —dijo Sauce. Tam le dirigió una mirada de súplica y el isleño suspiró con teatralidad—. Ve. Saluda a Rosa la Sanguinaria por mí.

    Tam sonrió a su amigo antes de salir corriendo hacia la multitud. Se inclinó para evitar a un yethik desgreñado y después se deslizó entre dos cazadores que no dejaban de gritar y un arriero escandaloso, justo antes de que uno de los cazadores le diese un puñetazo al arriero y lo arrojase al suelo. Llegó a la siguiente calle cuando el primero de los carros se acercaba y se abría paso como una lombriz para situarse en la parte delantera de la multitud.

    —¡Oye, cuidado! —dijo un chico de su edad de nariz aguileña y pelo rubio y liso que le dirigió un ceño fruncido para luego convertirlo en lo que él suponía que debía ser una sonrisa encantadora—. Ah, perdón. Una chica bonita como tú puede estar donde quiera, sin duda.

    Qué asco, pensó Tam.

    —Gracias —dijo al tiempo que le sonreía de oreja a oreja pero ponía los ojos en blanco.

    —¿Has venido a ver a los mercenarios? —preguntó.

    No, he venido a ver las cagadas de los caballos. Imbécil.

    —Así es —respondió ella.

    —Yo también —dijo el chico, y después le dio unas palmaditas al laúd que le colgaba del hombro—. Soy bardo.

    —Ah, ¿sí? ¿Y en qué banda estás?

    —Bueno, todavía no estoy en ninguna —respondió a la defensiva—. Pero solo es cuestión de tiempo.

    Ella asintió con desinterés mientras se acercaba el carro de la primera de las bandas. Era un carro de guerra enorme, mayor que la casa que Tam compartía con su padre. Estaba forrado de cuero y de él tiraban unos mamuts lanudos blancos con cintas atadas a los colmillos. Los mercenarios a los que pertenecía se encontraban alrededor de la robusta torre de asedio construida en la parte superior y agitaban sus armas hacia la multitud agolpada a ambos lados de la calle.

    —Son Castigo de Gigantes —indicó el chico, como si los hijos predilectos del norte necesitasen presentación alguna. Los mercenarios, kaskarianos enormes y barbudos, eran clientes habituales de la taberna en la que trabajaba Tam, y su líder la saludó personalmente cuando el carro pasó junto a ella. El supuesto bardo la miró con asombro—. ¿Conoces a Alkain Tor?

    Tam ignoró lo mejor que pudo el tono de sorpresa del chico y se encogió de hombros.

    —Claro.

    Él frunció el ceño, pero no dijo nada más.

    Siguieron entrando en fila varios cientos de mercenarios a pie y a caballo, y Tam reconoció algunas bandas que también eran clientes de la taberna La Piedra Angular: los Cerrajeros, los Budines Negros, los Cocidos y los Hidalgos de Pesadilla, aunque dos miembros de esa última banda estaban desaparecidos y un arácnido con armadura de acero ocupaba su puesto.

    —Gentuza —murmuró el chico. Hizo una pausa, sin duda a la espera de que Tam preguntase por qué. Al ver que ella no decía nada, continuó—: La mayoría son bandas desconocidas que se enfrentarán esta noche a diablillos de la basura en arenas privadas y en las sedes de algunos gremios. Pero las mejores, Castigo de Gigantes o Fábula, lucharán mañana en el Barranco ante miles de espectadores.

    —¿El Barranco? —preguntó Tam. Sabía muy bien lo que era el Barranco, pero ese fanfarrón no se callaba ni debajo del agua, por lo que decidió al menos elegir el tema de conversación.

    —Es el anfiteatro de Ardburgo... —La voz del chico quedó ahogada por la multitud cuando una caravana de carros enormes pasó a toda velocidad—. Pero tampoco es que sea gran cosa. No es una arena de verdad, como las que hay por el sur. En el verano estuve en Cinco Reinos, ¿sabes? Tiene una arena nueva que es la mayor de todo el mundo. Se llama...

    —¡Miren! —gritó alguien, lo que ahorró a Tam el engorro de tomar del cuello a su nuevo amigo para hacerlo callar—. ¡Son ellos! ¡Son Fábula!

    Tam vio un enorme armatoste arrastrado por ocho caballos de tiro ataviados con bardas de broncíneas escamas de dragón. Dicho carro de guerra era una fortaleza que rechinaba sobre dieciséis ruedas de piedra con listones de metal en las ventanas y llenas de cadenas con púas por los lados. El techo estaba coronado por almenas de acero oxidado y torretas con ballestas montadas en las cuatro esquinas.

    Vio con el rabillo del ojo que el chico hinchaba el pecho como un bulldog a punto de ladrar una llamada de apareamiento.

    —Es el Reducto de los Rebeldes —dijo Tam antes de que ese idiota volviera a comentarle algo que ya sabía—. Pertenece a Fábula, que solo llevan juntos unos cuatro años pero se podría decir que son la banda de mercenarios más famosa de todo el mundo. —Hablaba articulando cada una de las palabras con empalagosa condescendencia—. ¿Sabes? La mayoría de las bandas solo luchan en arenas, van de ciudad en ciudad y se enfrentan a todo lo que los arrieros tienen a mano. Y eso está genial, claro, porque todos, tanto los agentes como los gestores de las arenas y a veces hasta los merces, reciben una paga y nosotros asistimos a un espectáculo maravilloso. Merces es el diminutivo de mercenarios, por cierto.

    —Eso ya lo sa... —intentó decir el chico.

    —Pero Fábula... —lo interrumpió ella— hace las cosas de manera diferente, a la antigua usanza. Aún van de gira, claro, pero también aceptan contratos que la mayoría de las bandas no se atreverían a firmar. Han cazado gigantes y quemado flotas de barcos pirata hasta las cuadernas. Han cazado gusanos de arena gigantes en Dumidia, y en una ocasión hasta acabaron con un rey fírbolg, aquí en Kaskar. —Señaló a un norteño de pecho amplio como un barril que estaba sentado entre dos de las almenas y que tenía una maraña de cabellos castaños que le cubría la mayor parte del rostro—. Ese es Brune. Es una leyenda del lugar. Un vargyr.

    —¿Un vargyr...?

    —Los llamamos chamanes —explicó Tam—. Puede cambiar de forma a voluntad para transformarse en un oso gigante. Y mira esa, la que va de negro y con media cabeza afeitada y llena de tatuajes. Es una hechicera. Una invocadora, para ser más precisos. Se llama Cura, pero la gente la llama Bruja de Tinta. ¿Y ves al druin? ¿El alto con el pelo verde y orejas de conejo? Freecloud. Dicen que es el último de su especie y que nunca ha perdido una apuesta. Y que Madrigal, su espada, corta el acero como si fuese seda.

    El rostro del chico había adquirido un gratificante tono escarlata.

    —Mira, espera... —empezó a decir, pero Tam ya se había cansado de él.

    —Y esa —Señaló a la mujer que tenía una bota apoyada en la almena que se alzaba sobre ellos— es Rosa la Sanguinaria. La líder de Fábula, salvadora de la ciudad de Castia y, muy probablemente, la mujer más peligrosa a este lado del Corazón de la Tierra Salvaje.

    Tam se quedó en silencio mientras la sombra del carro los cubría de arriba abajo. En realidad nunca había visto antes a Rosa la Sanguinaria, pero conocía todas las historias y las canciones que la nombraban y había visto ilustraciones de esa guerrera en las paredes o dibujadas en carteles por toda la ciudad. Pero la tiza y el carboncillo no hacían justicia a la realidad.

    La líder de Fábula llevaba una armadura de placas de un color negro mate con salpicaduras rojas, menos los guanteletes, que relucían como si fuesen nuevos. Los habían forjado los druins (o eso decían las canciones) y combinaban con las cimitarras Cardo y Espina, que llevaba enfundadas a cada lado de la cintura. Tenía el pelo teñido de un vivo color rojo sangre y cortado a la altura de la barbilla.

    La mitad de las chicas de la ciudad se lo habían cortado igual y teñido del mismo color. Tam incluso había llegado al extremo de comprarse un saco de bayas hucknell, cuya cáscara desteñía de rojo cuando se las metía en agua, pero su padre descubrió sus intenciones y le exigió que se las comiese todas delante de él. Sabían a limones con un toque de canela, y le habían dejado los labios, la lengua y los dientes tan rojos que parecía que le hubiese destrozado el cuello a un ciervo de un mordisco. Después de todas las molestias que se había tomado, su pelo aún era del castaño simplón de siempre.

    El carro terminó de pasar y dejó a Tam parpadeando como una soñadora, iluminada por la luz oblicua del atardecer.

    Junto a ella, el chico había conseguido recuperar la voz, aunque tuvo que carraspear antes de pronunciar nada.

    —Vaya, sí que sabes del tema, ¿no? ¿Quieres... te gustaría tomarte una copa conmigo en La Piedra Angular?

    —La Piedra Angular...

    —Sí, es esa taberna que está...

    Tam salió corriendo tan rápido como fue capaz. No solo porque llegaba irremediablemente tarde al trabajo, sino porque su padre tenía otra de esas reglas suyas para cuando su hija pretendía irse de copas con chicos desconocidos.

    En ese caso, era una regla con la que estaba de acuerdo, sobre todo porque a ella le gustaban las chicas.

    2

    La Piedra Angular

    Había cuatro personas que siempre estaban presentes en La Piedra Angular. La primera era Tera, la propietaria, que fue mercenaria antes de perder el brazo.

    —¡Mierda, que no lo perdí! —decía cuando alguien le preguntaba por qué no lo tenía—. ¡Me lo arrancó un osgo y lo cocinó en un espetón mientras yo miraba! ¡Sé exactamente dónde está: dentro de su puto cadáver!

    Era una mujer grande y corpulenta que usaba el brazo que le quedaba para dirigir su taberna con mano de hierro. Cuando no estaba en la cocina o insultando al personal, se pasaba las noches parando peleas (lo cual hacía con amenazas de empezar otra) e intercambiando historias con los mercenarios más viejos.

    Edwick, su marido, siempre estaba por allí también. En el pasado, fue el bardo de una banda llamada Vanguardia, pero ya se había jubilado. Se subía al escenario todas las noches para rememorar las hazañas vividas con sus antiguos compañeros. Y también parecía conocer todas las canciones e historias que se habían compuesto jamás. Ed era lo contrario de su mujer: muy flaco y alegre como un niño subido en un pony. Había sido muy amigo de la madre de Tam y, a pesar de la regla de Tuck Hashford en lo referente a que su hija tocase un instrumento o se relacionara con músicos, el viejo bardo le daba clases de laúd después del trabajo.

    La siguiente era Tiamax, que también había formado parte de Vanguardia. Era un arácnido, lo que significaba que tenía ocho ojos (dos de los cuales había perdido y tenía cubiertos por unos parches entrecruzados) y seis manos con las que agitar, batir y servir bebidas, lo que lo convertía en el barman perfecto. Según Edwick, también era un gran luchador.

    El último de los habituales de La Piedra Angular era su tío Bran. De joven, Branigan había sido un mercenario ilustre, un bebedor prodigioso y un sinvergüenza infame. Pero ahora, casi diez años después de que la muerte prematura de su hermana terminase con la disolución de su antigua banda, estaba... A ver, aún era un ladrón, un borracho y hasta un sinvergüenza infame, aunque ahora había sumado jugador compulsivo a su lista de vicios.

    El padre de Tam y él rara vez se habían dirigido la palabra durante la última década. Uno había perdido a su hermana Lily; el otro, a su esposa. La aflicción los había llevado por caminos muy diferentes.

    —¡Tam! —gritó su tío desde el balcón del segundo piso, que estaba justo encima de la barra—. Se buena y tráeme algo de beber, ¿quieres?

    Ella soltó la pila de cuencos vacíos que había ido recogiendo por la mugrienta barra de madera. Esa noche la taberna estaba más llena de lo habitual. Los mercenarios y los que venían a codearse con ellos abarrotaban las mesas que tenía detrás. Había tres chimeneas encendidas, dos peleas y un bardo sin camisa que más que tocar el tambor parecía que intentaba obligar por la fuerza al instrumento a devolverle el dinero que le debía.

    —El tío Bran quiere otro whisky —le dijo a Tiamax.

    —¿Otro? —El arácnido tomó los cuencos y empezó a enjuagarlos a cuatro manos mientras, con las otras dos, abría una coctelera de madera y vertía un líquido aromático y de color rosado en un vaso de tubo.

    —¿Qué es eso? —preguntó la mujer a la que se lo había preparado.

    —Rosado.

    —¿Rosado? —Lo olisqueó—. Huele a orina de gato.

    —Si te vas a poner así, pide una cerveza la próxima vez —dijo Tiamax. Las mandíbulas que sobresalían de su barbilla llena de pelitos blancos chasquearon con irritación. Tenía una de ellas partida por la mitad, por lo que el sonido que producían era un chasquido brusco en lugar de ese raspar melodioso que emitían otros de su especie. La mujer olisqueó y se levantó de la silla mientras el arácnido usaba un trapo para secar tres cuencos al mismo tiempo. Miró a Tam—. ¿Y cómo dice tu tío Bran que va a pagar el trago?

    —¡Dile que lo añada a mi cuenta! —gritó Bran desde el balcón.

    Tam dirigió a Tiamax una sonrisa forzada.

    —Dice que lo añadas a su cuenta.

    —¡Claro! ¡La cuenta interminable de Branigan! —Tiamax levantó los seis brazos con desesperación—. ¡Se acabó! Me temo que la línea de crédito se ha terminado.

    —¿Y eso quién lo dice? —exigió saber la voz de su tío desde las alturas.

    —¿Y eso quién lo dice? —repitió Tam.

    —Lo dice Tera.

    —¡Dile a ese cabrón ponehuevos que ya hablaré yo con Tera! —aulló Bran—. ¡Además, estoy a punto de desplumar a todo el mundo aquí arriba!

    Tam suspiró.

    —El tío Bran dice que...

    —¿Cabrón ponehuevos? —Las mandíbulas del barman volvieron a chasquear, y Tam vio un atisbo de malicia en las muchas facetas de sus ojos arácnidos—. ¡Un whisky! ¡Marchando!

    Tomó un vaso de los que había detrás de él y extendió un brazo segmentado para buscar una botella de la estantería más alta. Estaba cubierta de una mugre putrefacta y llena de telarañas. El tapón estuvo a punto de desintegrársele en las manos cuando lo quitó.

    —¿Qué es eso? —preguntó Tam.

    —¿Esto? Pues whisky. O algo parecido, al menos. Encontramos tres cajas de botellas en la bodega de la Fortaleza Turnstone cuando los ferales nos dejaron atrapados en el interior.

    Como todo buen mercenario de los que conocía Tam (a excepción, cómo no, de su padre), Tiamax no perdía la oportunidad de rememorar una historia de sus días de aventuras.

    —Intentamos bebérnoslo —continuó el arácnido—, pero ni siquiera Matty fue capaz de tragárselo, por lo que lo convertimos en explosivos. —El líquido caía de la botella como si fuese miel, pero en realidad se parecía y olía a aguas residuales—. Toma. Dile a tu tío que invita la casa. Cortesía del cabrón ponehuevos.

    Tam miró el vaso con escepticismo.

    —¿Me prometes que no se va a morir?

    —Estoy casi seguro de que no morirá —dijo el barman mientras se llevaba al pecho una mano larguirucha—. Lo juro por mi cefalotórax.

    —¿Tu cefaqué?

    Tera salió a toda velocidad de la cocina blandiendo una cuchara de madera manchada de salsa como si fuese un garrote ensangrentado.

    —¡Ustedes! —Apuntó con el arma a una pareja de fornidos mercenarios enzarzados en una pelea frente a una de las chimeneas—. ¿Es que no saben leer o qué? —Le faltaba otro brazo para señalar, por lo que usó la cuchara para mostrarles una tabla de madera tallada que se encontraba sobre la barra, y hasta se dignó a leerla—. ¡Nada de peleas antes de medianoche! Esto es un establecimiento civilizado, no una arena de combate. —Siguió acercándose a ellos mientras el resto de los presentes se apartaban de su camino, como si fuese una roca enorme que caía colina abajo.

    —Gracias, Max. —Tam tomó el vaso y empezó a avanzar detrás de la propietaria, usando el espacio vacío que dejaba para cruzar la sala común antes de volver a mezclarse con la multitud. Mientras, Tera le dio una patada a uno de los luchadores, que se hizo un ovillo en el suelo, y empezó a golpear al otro en el trasero con la cuchara de madera.

    Tam se resbaló, se tambaleó y avanzó de lado hacia la escalera que subía hasta el balcón, oyendo chismes a hurtadillas como una niña traviesa en la plaza del mercado. Un trío de mercaderes hablaba sobre la reciente nevada que había acabado con la mayor parte de la cosecha de Kaskar. Habían tenido que importar muchas provisiones desde Cinco Reinos. Uno de ellos hizo una broma sobre que deberían haberle presentado ofrendas a la Reina del Invierno, lo que arrancó unas risotadas sinceras al norteño que tenía a la derecha. El narmeerí que estaba a la izquierda dio un respingo y dibujó sobre su pecho el círculo del Señor del Estío.

    Muchos discutían sobre quién iba a enfrentarse en el Barranco al día siguiente y algo que hasta podía llegar a ser más importante: contra qué iban a luchar. Tam se había enterado de que Fábula había optado por dejar la decisión en manos de los arrieros locales, y los rumores afirmaban que se había preparado algo muy especial para la ocasión.

    La mayoría de las conversaciones versaban sobre los monstruos que habían empezado a reunirse al norte de Cragmoor. La habían bautizado como la Horda de la Bruma y todos, tanto guerreros como granjeros, tenían su opinión en lo referente a sus intenciones.

    —¡Venganza! —dijo un mercenario con la boca llena de algo negro y gomoso—. ¡Está claro! ¡Aún están furiosos por la paliza que les dieron en Castia hace seis años! ¡Lo van a intentar otra vez el verano que viene! ¡Ya verán!

    —No van a atacar Castia —insistió una mujer tatuada con el dibujo de una araña blanca que le cubría gran parte el rostro—. Está demasiado lejos y muy bien defendida. En mi opinión, la que debería empezar a preocuparse es Ardburgo. ¡Será mejor que los nobles fronterizos preparen bien sus armas y aún mejor a sus hombres!

    —Ese tal Bronturo... —murmuró Lufane, el capitán de un barco volador que se ganaba la vida llevando a los nobles a hacer turismo sobre las montañas Rimeshield—. Se dice por ahí que nos la tiene bien jurada.

    —¿A nosotros? —preguntó la de la cara tatuada.

    —A todos. A los humanos en general. —El capitán bebió lo que le quedaba de vino y le dio el cuenco a Tam al pasar—. Según él, nosotros somos los monstruos. Lideró una incursión por las montañas hace unos años e hizo papilla todas las arenas que encontraba por el camino.

    El primer mercenario les dirigió una sonrisa llena de dientes negros al oírlo.

    —¿Un gigante que nos llama monstruos a nosotros? Bueno, qué más da lo que piense, ¿no? Pasado mañana, todas las bandas del norte partirán camino de Cragmoor para hacerse un nombre, en busca de gloria. La próxima primavera, la Horda de la Bruma no será más que unos huesos que sobresalgan de la tierra —lo oyó decir Tam mientras se alejaba—. Y los bardos cantarán su derrota hasta el fin de los días.

    Rodeó el escenario. El tamborilero ya había terminado y ahora era el turno de Edwick, quien se encontraba sentado en un taburete con el laúd en el regazo. Le dirigió un guiño a Tam antes de empezar a cantar El asedio de Colina Hueca, que avivó un coro de vítores entre el público de la sala común. Disfrutaban de las canciones que hablaban de batallas, especialmente esas en las que los héroes estaban muy sobrepasados en número por sus enemigos.

    A Tam le encantaba la voz del anciano. Era un trinar curtido que le resultaba tan reconfortante como un par de botas de cuero muy suave. Además de enseñarle a tocar el laúd, Edwick también le daba clases de canto, y sus comentarios sobre su destreza con la voz al principio iban desde los Cuidado, que vas a romper un cristal hasta Al menos ya no te van a echar del escenario. Con el tiempo, llegaron a convertirse en sonrisas amables y un No está mal. No está nada mal murmurado en voz baja.

    Esa había sido una buena noche. Tam había regresado a casa con ganas de compartir su alegría con su padre, pero Tuck Hashford no lo habría aceptado. No quería que su hija cantase, ni que tocara el laúd ni que escuchara las exaltadas historias de un bardo jubilado. De no ser por el dinero que llevaba a casa y el hecho de que él había tenido problemas para conservar el trabajo desde la muerte de su esposa, Tam dudaba que le permitiese siquiera acercarse a esa taberna.

    Bran la miró acercarse.

    —¡Tam! —Golpeó la mesa con la palma abierta, lo que desperdigó monedas y las figuras de madera tallada del tablero de Tetranidad que tenía frente a él. Su oponente, un hombre encapuchado que estaba de espaldas a Tam, suspiró, y su tío intentó en vano fingir inocencia—. Qué mala pata. Arrojé las piezas sin querer. Vamos a dejarlo en empate, Cloud. ¿Te parece?

    —¿Empate es cuando alguien está a punto de ganar y la otra persona hace trampa para evitar perder?

    Bran se encogió de hombros.

    —Cualquiera de los dos podría haber ganado.

    —Estaba clarísimo que iba a ganar yo —dijo su oponente—. ¿Tú qué opinas, Brune? Apóyame un poco.

    ¿Brune?.

    Tam se quedó dura, con la boca abierta como un polluelo que abre el pico para tomar un gusano que le ofrece su progenitor. No cabía duda. El hombre sentado a la izquierda de su tío era Brune. El auténtico Brune. Brune, el puto chamán de Fábula. Leyenda o no, el vargyr parecía un norteño más: grande, de hombros anchos, con un pelo castaño y desgreñado con el que intentaba a duras penas ocultar que en realidad tampoco era gran cosa. Tenía las cejas demasiado pobladas, la nariz ganchuda y un hueco entre los dientes por el que cabía un dedo.

    —No prestaba atención —admitió el chamán—. Lo siento.

    Tam no se había hecho aún a la idea de lo que veían sus ojos. Si ese es Brune, razonó, entonces el hombre de la capa tiene que ser... Al que Bran acaba de llamar Cloud es....

    La figura se giró y se quitó la capucha para dejar al descubierto unas orejas muy largas que llevaba aplastadas contra un pelo verde de reflejos dorados. No obstante, Tam casi ni se fijó en las orejas ni en la sonrisa afilada y de depredador. Se quedó inmovilizada por su mirada: dos medias lunas recortadas contra un color parecido al de la llama de una vela que brilla a través de las facetas de una esmeralda.

    —Hola, Tam.

    ¡Sabe mi nombre! ¿Cómo sabe mi nombre?. ¿Lo había dicho antes su tío? Seguramente. Sin duda. Sí. Su mano empezó a temblar, y unas ondas se abrieron paso por la superficie del whisky de Turnstone.

    —Branigan nos ha contado muchas cosas sobre ti —explicó el druin—. Dice que sabes cantar y que eres todo un prodigio con el laúd.

    —Es un borracho —dijo Tam.

    El chamán soltó una carcajada y escupió cerveza sobre la mesa y el tablero de Tetranidad.

    —Es un borracho —repitió Brune al tiempo que reía entre dientes—. Un clásico.

    Freecloud sacó una moneda de piedra lunar blanca y examinó una de las caras.

    —Brune y yo somos mercenarios. Miembros de una banda llamada Fábula. Supongo que habrás oído hablar de nosotros.

    —Yo... eh...

    —Sí —respondió Bran acudiendo al rescate—. Claro que ha oído hablar de ustedes. ¿No es así, Tam?

    —Cierto —consiguió articular ella. Se sentía como si acabase de pisar un lago helado y el hielo empezara a resquebrajarse bajo sus pies.

    —Bueno —continuó Freecloud—. Pues resulta que estamos buscando un bardo. Y según Branigan eres justo lo que necesitamos. Eso siempre que estés dispuesta a mancharte un poco las botas, claro.

    —¿Mancharme las botas? —preguntó Tam, que era incapaz de apartar la vista de ese hielo resquebrajado con forma de telaraña que se había apoderado de su mente. Tío Bran, ¿qué has hecho?.

    —Significa viajar —puntualizó Bran. Había cierta firmeza en su voz y un brillo en su mirada que no tenía nada que ver con estar borracho. O eso creía ella—. Una aventura de verdad, Tam.

    —Ah. —La silla de Freecloud arañó el suelo cuando se puso de pie. La moneda de su mano desapareció y después señaló detrás de Tam—. Ha llegado la jefa —dijo mientras ella se giraba para ver a una leyenda en carne y hueso a tan escasa distancia—. Esta es Rosa.

    Y aquello fue demasiado para las rodillas de Tam.

    Bran estuvo rápido y consiguió levantarse y quitarle el vaso de las manos antes de que la joven se derrumbase desmayada.

    —Ha estado cerca —le oyó decir Tam mientras veía cómo los tablones de madera del suelo se acercaban a ella.

    —Es demasiado joven —oyó comentar a alguien. Una voz de mujer. Seria—. ¿Qué edad tendrá? ¿Dieciséis?

    —Diecisiete. —Esa voz era la de su tío—. Creo. O a punto de cumplirlos.

    —No la veo muy en forma —gruñó la mujer. Rosa. Tenía que ser ella.

    Tam parpadeó y se quedó deslumbrada por la luz de una antorcha, así que decidió mantenerlos cerrados un poco más.

    —¿Qué edad tenías tú la primera vez que tomaste una espada? —preguntó Freecloud. Tam oyó el sarcasmo que emanaba de la voz del druin, y hasta la sonrisa de su gesto—. O cuando mataste a aquel cíclope.

    Un suspiro.

    —Bueno, ¿y qué me dicen de esto? —El tintineo de una armadura—. Se ha desmayado al verme. ¿Qué hará cuando empiece a ver ríos de sangre?

    —Estará bien —dijo su tío—. Recuerda que es la hija de Tuck y de Lily.

    —¿Tuck Hashford? —Brune parecía impresionado—. Dicen que no le tenía miedo a nada. Y todos heredamos cosas de nuestros padres. Lo sé de primera mano.

    —También de nuestras madres —dijo una mujer que Tam no reconoció—. ¿Sabemos si quiere marcharse? ¿Le han preguntado?

    Sí que quieres, dijo una voz en la cabeza de Tam.

    —Sí que quiero —gruñó ella. Se incorporó y empezó a arrepentirse de inmediato. Sintió que el ruido de fondo que hacían los clientes de La Piedra Angular le arañaba el cráneo como si fuese una manada de gatos. Los cuatro integrantes de Fábula estaban de pie a su alrededor. Bran estaba inclinado junto a ella—. Quiero ir —insistió—. ¿Adónde... adónde vamos?

    —A un lugar muy frío —dijo la mujer que no era Rosa. Era Cura, la Bruja de Tinta, que la miraba como si acabara de encontrársela aplastada en la suela de su bota.

    Rosa era robusta y de músculos marcados, pero Cura parecía más bien un enjuto saco de huesos. Llevaba una túnica larga ceñida a la altura de la cadera y unas botas de cuero negro con más correas que una camisa de fuerza. Tenía el cabello negro y perfecto, tan largo como para hacerse una coleta pero también afeitado por ambos lados de la cabeza. De las orejas le colgaban argollas de hueso, tenía otra en la ceja izquierda y un pendiente en la nariz. Su piel era pálida como la porcelana y estaba llena de tatuajes. Tam se fijó sobre todo en una criatura marina que destacaba en uno de sus muslos, con tentáculos serpentinos que sobresalían por debajo del filo de la túnica.

    La Bruja de Tinta la sorprendió mirándola y agitó la tela con gesto socarrón.

    —¿Nunca habías visto uno tan de cerca? —preguntó con un tono pícaro que evidenciaba que en realidad no se refería a la criatura tatuada en su pierna.

    Tam apartó la mirada, con la esperanza de que el rubor repentino de su rostro se atribuyese a la caída.

    —¿Van a enfrentarse a la Horda de la Bruma? —preguntó.

    —No —dijo Rosa—. Primero vamos a terminar nuestra gira y después tenemos un trabajo firmado en Linde Funesta.

    —Nuestro último trabajo —dijo Freecloud. Intercambió una mirada elocuente con sus compañeros—. El último antes de dejarlo.

    Branigan dio un respingo al oír las palabras, pero Rosa habló antes de que Tam o él pudiesen preguntar nada.

    —Tengo que advertirte de una cosa —dijo—. Vamos a enfrentarnos a algo tan peligroso como la Horda. Puede que incluso más.

    Para Tam, nada podía ser peor que no irse de casa jamás o quedarse encerrada en Ardburgo hasta que sus sueños la abandonaran o esa Tierra Salvaje de su interior se marchitase en una jaula. Miró a su tío, quien asintió con gesto tranquilizador, y estuvo a punto de decirle a Freecloud que le daba igual si se enfrentaban a la Horda o a algo peor. Estaba decidida a seguirlos.

    —Una canción —dijo Rosa.

    Branigan alzó la vista.

    —¿Cómo?

    —Súbete al escenario. —Rosa se llevó una pipa a los labios y empezó a rebuscar en la armadura en busca de algo para encenderla, pero terminó por abandonar y tomó una vela de la mesa que tenía al lado—. Elige una canción y tócala. Convénceme de que eres la persona adecuada para el puesto. Si me gusta lo que oigo, felicidades. Serás la nueva barda de Fábula. Si no... —Soltó el humo despacio—. ¿Cómo habías dicho que te llamabas?

    —Tam.

    —Bueno, en ese caso, encantada de haberte conocido, Tam.

    3

    Una canción

    Alrededor de medianoche, una caravana de carros acoplados tirada por unos robustos ponis de Kaskar traqueteó por las calles del Ardburgo. Desplazarse en ella era gratis, y les ahorraba una larga caminata a los borrachos y a los que estaban fuera de casa a altas horas de la noche, que casi siempre tenían que enfrentarse a un clima que no les daba tregua. Tam la paró frente a La Piedra Angular y eligió uno de los carros, que parecía estar vacío. No lo estaba. Dentro había un guardia de la ciudad, y se sentó frente a él. El hombre tenía el yelmo bocarriba sobre el regazo, y el olor que emanaba de él le hizo llegar a la conclusión de que estaba lleno de vómito. Abrió las ventanillas a pesar del frío y, cuando empezaron a moverse, ya no se olía tan mal.

    Lo habitual era que la ciudad durmiese a esas horas de la noche, pero debido a los combates del día siguiente, las calles seguían llenas de gente. Las posadas proyectaban luces y dejaban escapar los ruidos del interior, en todas las tabernas sonaba música. Los burdeles eran sin duda los que estaban más ocupados de lo habitual, y Tam oyó una mezcla de gritos de placer y de dolor, y de ambos al mismo tiempo, que venían de detrás de las cortinas.

    También vio a una pareja de sacerdotes de túnica negra que abrían las palmas de las manos para atrapar algunos copos de nieve.

    —¡Se acerca la Reina del Invierno! —gritó uno de ellos, una mujer con la cabeza rapada. Algo así no sorprendía a nadie. Según sus acólitos, la Reina del Invierno (y el Invierno Eterno que se decía que vendría con ella) siempre se acercaba. Tam supuso que esos sacerdotes se quedarían igual de sorprendidos que los demás si algún día llegaba de verdad.

    Al fin dejaron atrás todo ese ajetreo. Tam se quedó sumida en sus pensamientos mientras oía de fondo los ronquidos del guardia, preguntándose lo mismo desde que se había marchado de La Piedra Angular.

    —¿Qué demonios acaba de pasar?

    Tam se acercó al escenario. Pero ni siquiera tenía un instrumento propio. ¿Qué clase de bardo no tenía un instrumento?

    No eres una barda, se recordó. Eres una chica que está a punto de quedar en evidencia delante de doscientas personas. Y Rosa la Sanguinaria está entre ellas.

    Echó un vistazo hacia el balcón y vio que Rosa la miraba sin dejar de darle caladas a la pipa que se había encendido antes. Freecloud se encontraba a su lado, y Brune y Cura estaban un poco más apartados pero también en la barandilla. Se había corrido el rumor de que Fábula iba a hacer una audición para encontrar bardo, y la noticia se había extendido como un incendio entre los matorrales. Ahora que la emoción ya empezaba a menguar, había llegado el momento de que Tam se subiera al escenario y cantara una canción que bien podría cambiar el rumbo de su vida para siempre.

    Tera y Tiamax la miraban desde detrás de la barra. El arácnido la saludó con tres manos y gritó por encima del alboroto:

    —¡Tú puedes!

    Bran estaba echando a los clientes ubicados en la mesa más cercana al escenario, mientras Edwick...

    —Toma —dijo el viejo bardo mientras le tendía el laúd—. Ahora es tuyo.

    —No, no puedo aceptarlo —protestó ella. El laúd, que el bardo llamaba Rojo Trece, era el instrumento con el que Tam había aprendido a tocar. Para Ed, era la niña de sus ojos. Siempre lo había visto con él y, que ella supiese, nunca había tocado otro instrumento.

    —Tómalo —insistió Ed—. Confía en él. ¿Ya sabes qué canción vas a tocar?

    Tam sabía tocar cientos de canciones, pero ahora no recordaba ninguna. Negó con la cabeza.

    —Pues... buena suerte —dijo y se retiró para sentarse junto a Bran. Toda la taberna se quedó en silencio de repente.

    Tam subió al escenario con el laúd prestado entre las manos y se acercó al taburete vacío. Los tablones chirriaron bajo sus pies con un estruendo imposible. Era incapaz de tranquilizarse y no dejaba de repasar mentalmente las canciones que sabía. Tenía que elegir una, cualquiera, pero que impresionase a Rosa. Entonces tomó la decisión. Castia. Era impactante y pendenciera, y seguro que conseguiría poner de su parte al público. Resumía la batalla de Castia, esa en la que los mercenarios de Grandual habían derrotado al duque de los Confines y a la Horda del Corazón de la Tierra Salvaje, en siete estrofas y un solo instrumental que Tam esperaba de verdad ser capaz de bordar. Además, la canción también dejaba a Gabe el Radiante, el padre de Rosa, como el mayor héroe de los cinco reinos, sin ni siquiera mencionar que había cruzado la espesura del Corazón de la Tierra Salvaje para rescatar a su hija de una muerte casi segura o que Gabe y sus compañeros de banda habían curado la podredumbre, matado a un dragón y destruido la mitad de Cinco Reinos antes de llegar allí. La última estrofa de la canción estaba dedicada a Rosa, quien al fin había liderado a la victoria a los asediados en la ciudad.

    Castia era la canción perfecta.

    Tomó aire. Esperó a que el silencio se asentara aún más, tal como la había enseñado Edwick, y luego...

    Pfffff. ¿Qué mierda es esta? —Branigan estaba de pie y acababa de probar el whisky antes de escupírselo encima—. Por el frío del mismísimo infierno, ¿qué me has servido, Max? ¿El aceite de los faroles? ¿Meados? Dioses... ¿Es tu orina? —Lo olió y hasta se atrevió a olerlo otra vez—. ¡Es terrible, mierda! —Edwick jaló de él para que volviese a sentarse y le dijo en voz baja que cerrase el pico—. Lo siento —dijo a todo el mundo—. Lo siento, Tam. Puedes empezar, mi niña.

    Tam volvió a respirar hondo. Esperó a que se hiciera el completo silencio y después rasgueó los primeros acordes de Castia.

    Se oyó un rugido de aprobación que se extendió por toda la sala común. Una sonrisa de oreja a oreja cruzó el rostro de Branigan, y Edwick asintió con gesto de aprobación. Pero cuando Tam miró hacia el balcón, vio que Rosa no parecía sorprendida en absoluto. Había soltado la pipa en la barandilla y le decía algo en voz baja a Freecloud. Brune, el chamán, se había apartado el pelo largo del rostro. Tenía los ojos fijos en Tam y negaba con la cabeza de manera casi imperceptible.

    Tam dejó de tocar, y los acordes se quedaron sonando unos segundos más en el silencio de la taberna. Se alzó un murmullo de confusión entre los presentes que dejó tras de sí un silencio propio del desconcierto.

    —¿Puedo volver a empezar? —le preguntó a Rosa.

    La mercenaria entrecerró los ojos.

    —Como quieras.

    Tam cerró los suyos, consciente de que le temblaban las manos y de que había empezado a dar golpecitos nerviosos con los pies en los tablones de madera. Oyó cómo le latía el corazón, notó la sangre fluyendo a toda velocidad por sus venas y vio cómo el sueño de marcharse de Ardburgo en compañía de Fábula se ceñía la capa junto a la puerta para protegerse del frío del exterior antes de marcharse para siempre por la puerta.

    Tam pensó en su padre, en lo furioso que se pondría si la viera en esos momentos.

    Pensó en su madre, en lo orgullosa que estaría de ella si la viera en esos momentos.

    Sin darse cuenta, empezó a rasguear una melodía con los dedos, una lenta, suave y triste.

    Era una de las canciones de su madre. La favorita de Tam. También la de su padre en el pasado. Tenía prohibido tocarla, claro. Después de la muerte de Lily, había intentado cantarla en voz baja, pero la aflicción la había abrumado y fue incapaz de contener los sollozos. Ahora la melodía brotaba de ella. El laúd la entonaba entre sus dedos y su voz se elevaba entre las vigas como faroles flotantes que alzan el vuelo en una noche de verano.

    La canción se llamaba Juntos. No era impactante ni pendenciera ni consiguió poner de su parte al público. La expresión de su tío (y la de Edwick) al oírla estaba cargada de tristeza. Pero, a medida que siguió interpretándola, el fantasma de una sonrisa empezó a perfilársele en los labios. No hablaba de monstruos. La letra no hablaba de asesinatos ni de muerte alguna. En lugar de eso, era una carta de amor de una barda a su banda. Hablaba de los pequeños momentos, de las palabras amables, de los lazos tácitos compartidos por hombres y mujeres que comían, dormían y luchaban codo con codo, día tras día. Narraba las carcajadas de un compañero de banda o los ronquidos de otro. Lily Hashford dedicó todo un verso a describir la sonrisa asimétrica de su marido, y otro a quejarse del olor que despedían los calcetines de Bran cuando se quitaba las botas.

    —Son mis calcetines de la suerte —oyó que su tío confesaba al anciano bardo sentado junto a él—. ¡Aún los llevo puestos!

    Otro de los aspectos únicos de Juntos era que la música terminaba antes que las palabras, por lo que Tam cantó el último estribillo con el laúd sobre el regazo. Tenía las manos inmóviles, y los pies ya no golpeaban la madera del suelo. El dolorido corazón le latía lento y regular.

    La canción terminó, y el silencio fue tal que hasta se oyó el agitar de las llamas de las velas.

    Doscientas cabezas se giraron al unísono hacia el balcón que se abría sobre ellas. Brune y Cura también miraban a Rosa. Freecloud no había dejado de contemplar a Tam. Con

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