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La Maldición (La Guerra de los Dioses no 2)
La Maldición (La Guerra de los Dioses no 2)
La Maldición (La Guerra de los Dioses no 2)
Libro electrónico169 páginas2 horas

La Maldición (La Guerra de los Dioses no 2)

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El mal ha despertado. Las sombras se han levantado. Némaldon ha permanecido en silencio por casi 400 años tras su derrota; sin embargo, en las fronteras varios conjuros malignos y sus sacrilegios han resurgido. En la ciudad que custodia las fronteras que colinda con la tierra de los demonios, un soldado maldecido desata su terror. Los tiempos son propicios para el caos.

Un dios ha sido vencido y ahora es náufrago en un mundo violento. ¿Qué hará para regresar al mundo de los vivos? Un corazón enamorado le ayudará a recobrar el valor y la valentía. El destino ya intentó doblegarlo una vez. ¿Logrará doblegarlo de nuevo? Sumérgete a la añorada secuela de EL SACRIFICIO.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 ene 2016
ISBN9781311535825
La Maldición (La Guerra de los Dioses no 2)
Autor

Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Soy un autor guatemalteco del género de la fantasía y de la ci-fi. Cuando no estoy decantando mi imaginación en el ordenador, soy un médico internista de profesión. Me gusta el café, meditar, el cross-training, y la lectura ¡pues claro!.Para mí no existe mayor placer que conocerte ti, la persona que se ha tomado el tiempo para leer una de mis obras. Por favor, escríbeme un correo a authorpaulwunderlich at gmail. Cuéntame qué piensas de mis escritos. ¡Será un placer conocerte!Te invito a conocer las dos series que escribo:- La Guerra de los Dioses: una serie de fantasía.- La Gran Cruzada Intergaláctica: una serie de ci-fi.¡Nos vemos entre los párrafos!Pablo.

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    La Maldición (La Guerra de los Dioses no 2) - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    La Guerra de los Dioses

    www.laguerradelosdioses.com

    LA MALDICIÓN:

    (Libro 2)

    Por Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich Padilla 2016

    Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor.

    Todos los personajes de esta obra son el producto de la imaginación.

    Exordio

    Esta obra nació hace más de una década y media, cuando yo era tan solo un muchacho en la escuela, pensando en el páramo de mi tierra natal: Guatemala. Allá, los bellísimos paisajes, con la geografía quebrada y volcánica, y sus cielos pintorescos, me estimularon a crear una obra colorida. Sin embargo, con el amor que le guardo a las obras del género de la literatura fantástica, tanto europea como americana, rápido inicié una obra que mezcló aquellos ingredientes, y nació, por fin, el primer libro de la saga, llamado El Sacrificio. El esfuerzo que hasta hoy le he dedicado a la serie es monumental.

    Han pasado tantos años que a veces me cuesta aceptar que llevo casi la mitad de la vida (tengo 32 años de edad) escribiendo la serie. Por fin, y lo digo con tono serio, me aproximo al final. La última entrega de la saga sigue en el horno, donde mi imaginación prepara los ingredientes esenciales para brindarte una gran final.

    Mi intensión no es demorar la lectura. Sé que estás ansioso de cambiar de página y leer el primer capítulo. Espero que la obra sea de tu agrado. Con toda la honestidad que pueda hallar en mi interior, te doy las gracias de corazón por leer esta obra. Soy un autor independiente, y sin tu apoyo ninguna de mis publicaciones verá la luz del éxito. Sin más, bienvenido a la serie La Guerra de los Dioses.

    - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    LA MALDICIÓN

    Libro 2

    PARTE I

    Capítulo I - El héroe del día

    La mañana se derramaba en el horizonte en un abanico de cobre. La quietud era tal que si hubiera velas, sus llamas se mantendrían tiesas e inmóviles. Pero, a pesar de la paz, del brillante día, el soldado no encontraba consuelo al gran pesar que le atenazaba el alma. «Un día sombrío, igual que mi maldito humor, que mi maldita vida», pensó.

    Un rayo del sol naciente le acarició el pecho, pero no se dejó conmover por su calidez. Siguió con la vista el recorrido de aquel dedo largo y brillante, y se quedó mudo de celos. No muy lejos, un hombre sonreía por la caricia que él había desdeñado. Por su aspecto podría ser un negociante; en cualquier caso, había conocido el éxito.

    El soldado deseó ser ese hombre, su vida sería más fácil. Contrariado, prosiguió su camino hacia las torres vigías a cumplir con su rutina diaria. Un gallo cantó. Las campanas del Décamon anunciaron las seis de la madrugada. El rumor de carretas, puestos y comerciantes ya se levantaba desde el mercado central.

    Los niños corrían tras sus madres, golosos ante las canastas de mimbre llenas de frutas y dulces. Los perros callejeros se metían entre las piernas por si algo caía al suelo. El soldado continuó por la sombra, observando con recelo el bullicio.

    Ágamgor era una metrópoli única en el imperio Mandrágora. Sus gentes se habían acostumbrado a vivir a pocas leguas de Némaldon, el núcleo de la maldad. La ciudad había sufrido demasiadas penas, demasiados conjuros, demasiadas maldiciones. Era habitual que se hablara de luchas contra orcos y otros monstruos. A diferencia de otras ciudades como Vásufeld y Érliadon, conocidas por sus desarrollos en las ciencias humanas, Ágamgor no podía presumir de cultura, arte o literatura aparte de las leyendas de guerreros heroicos. Aquí prevalecía el progreso militar, la fabricación de armas y el consuelo del aguardiente.

    Trumbar Gémorgorg, el soldado que se guarecía a la sombra, llegó a su puesto. Lo detuvo una mano femenina y gruesa, un aliento a mazorca y a cuchillo oxidado. Supo al instante que se trataba de esa tediosa mujer.

    —Llegas tarde otra vez. Hijo de tu putona madre, estamos hartos de tu…, de tu pordiosera impuntualidad.

    Amagma era la supervisora, una mujer mellada, con la cara llena de cráteres y las nalgas bien rebosantes. Llevaba el pelo muy corto, de estilo masculino. Lo único que Trumbar salvaría de esa fisonomía que tanto le repugnaba era la nariz, pequeña y casi bonita. Su armadura reflejaba el alba.

    La mayoría de las mujeres eran como ella, al menos en esta parte del imperio, pues una ciudad militar debía albergar, sobre todo, a mercenarios, soldados y gente experimentada en la guerra, además de un buen número de rameras que parían a los bastardos que acabarían formando parte de la milicia.

    Así pues, la mujer típica de Ágamgor era tosca y poderosa; el hombre, apestoso, cuadrado y de bigotes frondosos. Otras regiones del imperio estimaban inferior a esa ciudad por sus raras costumbres y sus gentes de horrendo aspecto. Los de Ágamgor respondían que el imperio no existiría si no fuera por ellos y su eficaz lucha contra Némaldon. Nacer en Ágamgor suponía tomar las armas antes o después, patrullar las fronteras, matar orcos y decapitar a los desertores.

    Trumbar no contestó a la mujer. Bajó la mirada, fija en el suelo. Era mejor que la supervisora no detectara el odio feroz que se le escapaba por los ojos. Por dentro tenía una acumulación de ira y unas irrefrenables ganas de pelear que le costaba dominar. Se contenía a duras penas, pero sabía que algún día la bomba reventaría.

    —Sí, señora —masculló—. No volverá a pasar.

    Amagma le echó una ojeada de arriba abajo. —Siempre lo mismo… ¿No entiendes qué significa tu trabajo? —Escupió al suelo—. ¡Maldito mediocre! Bien sabes que cada vigía tiene que cumplir con sus horarios escrupulosamente. Debería informar al duque para que te amarre a un poste y te azote. Eso te caería bien, pedazo de mierda. No sirves, Trumbar. Sé de dónde vienes, sé que eres originario de Némaldon y que un hombre nacido en esas tierras está maldito para siempre.

    La mujer hizo ademán de darle una bofetada. Trumbar ni se inmutó. «Ojalá el demonio te posea y te vuelva loca», deseó con malicia. Le sonrió con sarcasmo y siguió de largo.

    ***

    La torre vigía que custodiaba el frente suroeste era de alta importancia tanto para el imperio Mandrágora como para la población de Ágamgor. Tras la batalla de Maúralgum, hacía cuatrocientos años, Némaldon jamás recuperó sus fuerzas, pero continuó intentando traspasar la frontera. Después de tantas derrotas, parecía que Némaldon se había rendido.

    Sin embargo, algunos creían que alguien estaba haciendo nuevos planes. En cualquier caso, los tiempos eran prósperos, y por ello, después de tantas centurias de paz, los gobernantes redujeron los refuerzos y Omen retiró a los magos de sus cuarteles.

    Trumbar entró en una de las dos atalayas que custodiaban ese frente. Era tan alta que, desde allí, divisaba la gran ciudad militar como una alfombra de piedra y metal. Su puesto se llamaba el Teutónomo. Sahfalhas se ocupaba del Valle del Hechizo y Pómotor vigilaba la frontera con la cordillera Devónica del Simrar.

    Una carreta se presentó en la garita. Desde las alturas, los guardias, incluyendo Trumbar, se prepararon por si hubiera que atacar. Bajó el visor de su yelmo de metal, saboreando la esperanza de hacer derramar sangre pronto. Era su catarsis, su modo de liberar el cúmulo de desdichas que le habían magullado el alma. En las yemas de los dedos notó la tirantez de la cuerda del arco y su galopante ritmo cardiaco.

    —¡Es solo una carreta de grano! —gritó alguien desde la garita. Todos se relajaron, excepto Trumbar, cuyas ganas de guerra aún le palpitaban en los dedos. Se pasó la lengua por los labios secos y se obligó a serenarse.

    —Malditos nemaldinos —dijo Boahrg, un gorilón una cabeza más alto que Trumbar, de buena barriga y barbas prominentes—. Después de cuatrocientos años, seguimos sintiéndonos amenazados. Hijos de puta… Y esos orcos no dejan de emboscar a nuestros finqueros o a nuestros honrados trabajadores cuando tienen la oportunidad.

    Boahrg era pelirrojo, algo muy raro en estas regiones. El gran hombre era diestro en el empleo del mazo y era reconocido por su brutal fuerza. Además, era de los pocos cuyo yelmo no estaba equipado de visor, de los pocos que jamás usaba un escudo para protegerse. Afirmaba que su gran tamaño ya lo protegía del hierro de las armas.

    Loktos subió a los pocos minutos, muy animado, como siempre. Era joven e imberbe, de hombros anchos y cintura estrecha pero piernas fuertes. Levantaba tantas miradas como faldas. Al igual que los demás soldados, se cubría con cuero curtido, un peto metálico y una cota de malla para el torso, y por último un yelmo picudo con visor. Estaban entrenados para manejar diferentes armas: arcos, espadas, mazos y escudos. «No imaginas cuánto te odio, pequeño hombrecillo», pensó Trumbar. «No soporto esa sonrisa perenne ni esos ojos brillantes ni que siempre estés tan contento. Ojalá te mueras y te consuma el demonio, Loktos».

    —¡Hola! Mi buen amigo Trumbar, ¿cómo estás?

    Trumbar no dijo una palabra, clavó la mirada en el suelo.

    —Déjalo, Loktos —intervino Boahrg para romper el silencio—. Ya sabes que nuestro amigo se enfurruña si no ve sangre. Se le pone ese humorcito de puta madre.

    —Sé paciente, Trumbar —dijo Loktos—. Ya llegará ese día, te hartarás de tanta sangre.

    El joven siguió a los demás compañeros de la torre. A pesar de su laconismo, Trumbar era apreciado por su destreza con las armas. Además, nadie deseaba tenerlo como enemigo, en especial sabiendo esa pulsión belicosa que lo quemaba por dentro.

    La mirada de Trumbar penetraba el suelo de la atalaya. No se libraba del torbellino de pensamientos negativos que lentamente le carcomían el alma.

    Capítulo II - Un invierno nefasto

    Ignoraba cómo había llegado hasta ahí, hasta esa roca en la que estaba sentado, en medio de un campo nebuloso difícil de penetrar. Algo brillante con alas diminutas volaba a su alrededor, dando vueltas y vueltas sin cesar. Nada se movía, ni siquiera el aire.

    El tiempo transcurrió. ¿Cuánto? A saber. No tenía forma de cuantificarlo. Quizá ni siquiera tenía sentido hablar de tiempo, quizá se hallaba en un plano ajeno a las coordenadas de espacio y tiempo. Permaneció en la roca, tratando de descifrar qué diablos sucedía en su mente enmarañada. «¿Qué hago en este lugar tan raro?». El pensamiento se perdió y se esfumó.

    Fijó la vista en aquella cosa gris eternamente cambiante. Manchas negras y blancas se movían sobre una pantalla lejana. La pequeña luz revoloteaba alrededor de su cabeza, describiendo un halo. Le fascinaban esas alas que batían de arriba abajo con una armonía que apenas podía imaginar. ¿Imaginar? La palabra le sonó familiar.

    No supo exactamente qué significaba y falló al tratar de capturar la idea que se le había asomado a la cabeza. Se puso en pie y empezó a deambular, no había ningún lugar al que se le ocurriera ir. Después de un tiempo, le sobrevino un recuerdo vago.

    Era una chica de ojos esmeraldas, labios rosados, cabello castaño y largo… La chica era una preciosura. Ese rostro le provocó una punzada en el corazón y un dolor que se le extendió por todo el cuerpo. Se acuclilló, desconsolado, y rompió a llorar. Las lágrimas se desvanecían antes de hacer contacto con el suelo grisáceo. El pequeño ser que lo acompañaba brillaba ahora con un tono entre rojo y rosado. Parecía que deseaba comunicarle algo.

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