Don Ramón se ha hecho mayor. Pasea lento y solo por la calle de las Huertas. Son las tres de la madrugada. Le gusta mirar Madrid de noche, aunque la morriña, como buen gallego, a veces se apodera de él. Hace viento. Se ajusta sus gafas redondas, la capa, el sombrero y la bufanda que tapa su barba de chivo. Gómez de la Serna, el genio de las greguerías y amigo, escribió: «La barba de Valle-Inclán ya era cosa de humo, un humo que iba hacia abajo». Otra ráfaga de aire hace que la manga vacía de su abrigo se agite. Está vacía porque es manco del brazo izquierdo. Con la mano que le queda mete la manga en el bolsillo del abrigo. José María Carretero, que decía de él que «tenía algo de fantasma y algo de loco», le preguntó sobre la extremidad en su libro Lo que sé de mí:
«—¿Para usted constituirá una gran desgracia haber quedado manco?
—No necesito para nada el brazo perdido. Vamos, no lo echo de menos en absoluto.»
Don Ramón mintió. Sí echó en falta el otro brazo en una ocasión. Mas adelante, en la entrevista:
«—Solamente he echado de menos el brazo perdido, cuando murió mi pobre hija... Se moría y yo no pude abrazarla, como hubiese deseado.»
Don Ramón se entristece al recordarlo. Sigue su caminata. Llega a la calle Álvarez Gato, Allí, un comerciante instaló dos grandes espejos: uno cóncavo y otro convexo. Hoy en día existe una réplica de los espejos en el mismo Don Ramón se pregunta si ha tenido una vida bohemia, al igual que su personaje Max Estrella, basado en el gran bohemio y amigo Alejandro Sawa, que al morir don Ramón, escribió de él: «Tuvo el fin de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso». No quiere acabar ni como uno, ni como otro.