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La Guerra de los Dioses: Volúmenes 1, 2, y 3
La Guerra de los Dioses: Volúmenes 1, 2, y 3
La Guerra de los Dioses: Volúmenes 1, 2, y 3
Libro electrónico715 páginas14 horas

La Guerra de los Dioses: Volúmenes 1, 2, y 3

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Por primera vez la épica "La Guerra de los Dioses" se publica en una colección que incluye tres libros. Sumérgete a la saga de éxito internacional con miles de lectores alrededor del mundo. Incluye EL SACRIFICIO (Libro #1), LA MALDICIÓN (Libro #2), y LA PROFECÍA (Libro #3).

Los tiempos son extraños en el imperio Mandrágora. Un dios de las cinco esencias fue asesinado, y nadie se explica cómo sucedió. Algunos dicen que el dios está vivo, que sienten su luz, aunque es innegable que la maldad del sur se sigue expandiendo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 abr 2016
ISBN9781311812971
La Guerra de los Dioses: Volúmenes 1, 2, y 3
Autor

Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Soy un autor guatemalteco del género de la fantasía y de la ci-fi. Cuando no estoy decantando mi imaginación en el ordenador, soy un médico internista de profesión. Me gusta el café, meditar, el cross-training, y la lectura ¡pues claro!.Para mí no existe mayor placer que conocerte ti, la persona que se ha tomado el tiempo para leer una de mis obras. Por favor, escríbeme un correo a authorpaulwunderlich at gmail. Cuéntame qué piensas de mis escritos. ¡Será un placer conocerte!Te invito a conocer las dos series que escribo:- La Guerra de los Dioses: una serie de fantasía.- La Gran Cruzada Intergaláctica: una serie de ci-fi.¡Nos vemos entre los párrafos!Pablo.

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    La Guerra de los Dioses - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    La Guerra de los Dioses

    www.laguerradelosdioses.com

    MEGA PACK

    (Libros 1-3)

    Edición Revisada y Corregida

    Incluye:

    El SACRIFICIO

    LA MALDICIÓN

    LA PROFECÍA

    Por Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich Padilla 2016

    Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor.

    Todos los personajes de esta obra son el producto de la imaginación.

    Exordio

    Esta obra nació hace más de una década y media, cuando yo era tan solo un muchacho en la escuela, pensando en el páramo de mi tierra natal: Guatemala. Allá, los bellísimos paisajes, con la geografía quebrada y volcánica, y sus cielos pintorescos, me estimularon a crear una obra colorida. Sin embargo, con el amor que le guardo a las obras del género de la literatura fantástica, tanto europea como americana, rápido inicié una obra que mezcló aquellos ingredientes, y nació, por fin, el primer libro de la saga, llamado El Sacrificio. El esfuerzo que hasta hoy le he dedicado a la serie es monumental.

    Han pasado tantos años que a veces me cuesta aceptar que llevo casi la mitad de la vida (tengo 32 años de edad) escribiendo la serie. Por fin, y lo digo con tono serio, me aproximo al final. La última entrega de la saga sigue en el horno, donde mi imaginación prepara los ingredientes esenciales para brindarte una gran final.

    Mi intensión no es demorar la lectura. Sé que estás ansioso de cambiar de página y leer el primer capítulo. Espero que la obra sea de tu agrado. Con toda la honestidad que pueda hallar en mi interior, te doy las gracias de corazón por leer esta obra. Soy un autor independiente, y sin tu apoyo ninguna de mis publicaciones verá la luz del éxito. Sin más, bienvenido a la serie La Guerra de los Dioses.

    - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

    EL SACRIFICIO

    Libro 1

    PARTE I

    Capítulo I - Un amanecer Épico

    Emergió del sueño de un sobresalto con la frente perlada de sudor, dando un suspiro de alivio al sentir que estaba en la seguridad de su casa. De nuevo había soñado con luces extrañas que explotaban en un eterno éter, vacío y solitario, donde una batalla magnánima perduraba por la eternidad. Entre aquellos sueños se angustiaba al sentir que sus amigos y hermanos morían a merced de un terror sin misericordia. Lo extraño era que el muchacho no tenía ni hermanos ni amigos.

    Se quedó tumbado en la cama, con los ojos abiertos viendo hacia las nadas, pensando en la vida complicada que le tocó vivir. El can gimió al ver a su amo sufrir, y para ahuyentarle las penas se encaramó a la cama, le puso las patas delanteras sobre el pecho, y empezó a lamerlo.

    —¡Ya voy, chico! ¡Ya voy! Ya… ya. ¡Suficientes lamidos! —gritó el muchacho mientras abrazaba al perro.

    Se limpió la baba con la manga del pijama. Inspiró y su sonrisa se apagó en una silente tristeza que ni él detectó. El muchacho se mantuvo sentado en la cama un largo momento, abrazándose las rodillas, sopesando la cantidad de enigmas que le complicaban la vida cuando apenas tenía trece años de edad.

    Esos sueños… ¿Por qué se repetían? Desde que tenía memoria, soñaba con aquellas luces extrañas, a las que no encontraba explicación. Sintió angustia, preocupado por el hecho de que quizá significara que estaba enfermo de la mente. O eso le había sugerido su abuela Lulita cuando le confió esos desvelos, y por eso, para evitar caer en el descrédito entre los demás, ahora se guardaba el secreto.

    Un haz de luz penetró a través de la ventana, hiriendo el rostro del chico meditabundo. De súbito, todas sus preocupaciones se evaporaron, se animó, y empezó a desperezarse, estirando los brazos y el torso. «Todos los días son bellos, siempre y cuando se disponga del ánimo para reconocerlo», se dijo el muchacho mientras se levantaba, sintiendo bajo los pies la madera vieja de la Estancia, erguida por sus antepasados hacía varias generaciones.

    «El trabajo es el camino hacia la felicidad», se dijo el niño, haciéndole eco a las palabras de su abuela. Rufus lo observaba con curiosidad, ladeando la cabeza, moviendo las orejas, mientras su amo seguía su ritual diario. Después de tantos años, el perro conocía bien al chico. Gimió, urgiéndole que se apurara; pronto, el fuego líquido del orto bañaría la tierra.

    El joven pastor comprendió el mensaje y se vistió de prisa, pues perderse el amanecer sería inaceptable; además, se pondría de mal humor por el resto del día. Pero primero debía ir al establo, a recoger a las ovejas, que estarían esperándolo para ir a comer pasto fresco.

    Rufus salió corriendo detrás de su amo, ladrando y saltando de felicidad. El pequeño pastor sintió el frío de la mañana envolverle la piel, el delicioso rocío suspendido en el aire. De las ramas de los árboles caían goterones mientras bostezaban, el céfiro se filtraba entre sus hojas. Los pajarillos afinaban sus gargantas, de las que brotaban melodías llenas de gozo.

    Llegó al Observador seguido por el fiel Rufus y las cuatro ovejas. La finca amanecía ante sus ojos, en un espectáculo dirigido por la batuta de una magia natural e invisible, gracias a la energía radiante del sol. Las cuatro ovejas se dispersaron al arribar. El Observador, ese paraje como rodeado por un aura espiritual, era su sitio predilecto, el mejor para contemplar el alba y el ocaso del sol.

    Un árbol al que llamaban el Gran Pino gobernaba en la colina, sobresalía al tope. El Sol emergía en lontananza, en el horizonte de una vastísima llanura que comenzaba a resplandecer en el momento mágico del amanecer. El joven subió a lo más alto de la colina y se sentó con la espalda apoyada en el tronco del gran árbol. Unos instantes después, embelesado con el bello cuadro, le pareció que el alma del árbol se mecía con el viento. Tomó aire e hinchó el pecho, sintiéndose en armonía con la vida, con el flujo de la naturaleza que se despertaba un día más.

    «Eres el heredero de la finca, no hay nadie más. Si no trabajas…, perderemos todo», resonó en su cabeza la voz de la abuela, tan intrusiva como siempre. Pero era cierto. La finca había caído en decadencia desde la trágica muerte del abuelo hacía trece años. Por desgracia, jamás conoció a Eromes, el gran finquero. Solo sabía de él por lo que le contaba la abuela, la mayoría de las veces, historias de su conexión con el paraje que los rodeaba. El joven se molestó al sentir aquellos pensamientos invadir su contemplación del amanecer. Era el único momento del día donde podía sentirse realmente libre. Además, era cuando estaba con Luchy.

    Cerró los ojos y se dejó llevar.

    El viento le acarició el alma, que me movía como una espiga en un trigal. Nada lo hacía volar como el amanecer .

    Gramitas, el nombre que se ganó uno de los tres carneros por comer sin sosiego, masticaba el pasto con frenesí. Los otros carneros se llamaban Bruno y Macizo; se los puso la abuela. La única oveja del hato, Pancha, estaba muy mayor y solo deseaba estar a solas y disfrutar del pasto sin interrupciones. En otros tiempos, tuvieron un rebaño mucho más nutrido, pero el declive de la finca los obligó a vender la mayoría del ganado.

    El desastre económico de su tierra le recordó el caos político del imperio. La gente del pueblo cuchicheaba todos los días. Para el joven pastor, la ecuación era muy sencilla: los políticos siempre serían corruptos y los corruptos siempre serían políticos.

    Una detonación sobrecogió al muchacho, silenciándole la mente. El cielo disparó una saeta luminosa, que el joven sintió como el romper de una ola en la playa. Encandilado por la gracia del sol, elevó la mano para cubrirse los ojos.

    La pulpa del sol se derramó sobre su alma, que se despegó y voló por el cielo un rato. Sintió que no tenía cuerpo ni límites. A Manchego le costaba creerse los rumores. La gente decía que Alac Arc Ánguelo, dios de la luz, estaba muerto. ¿Pero cómo? Los días eran bellos, no podía estar muerto. No obstante, la violencia iba en aumento y la crisis política también. Quizá eran ciertos dichos rumores. Quizá Alac Arc Ánguelo, estaba muerto…, asesinado.

    El muchacho bajó la cabeza y suspiró cuando el sol se elevó lo suficiente para dar inicio a un nuevo día común y corriente. Otro día de trabajo, otro día sin ir a la escuela, otro día sin ver a otros chicos de su misma edad.

    «Solo hay un camino hacia el éxito, y es el trabajo duro. No hay atajos, no hay secretos: se trata de ser persistente, como le insistía la abuela Lulita. —¡Manchego! ¡Ya está el desayuno! —oyó a lo lejos, al tiempo que la campana empezó a vibrar.

    El mozuelo tomó el bastón y empezó a reunir al pequeño rebaño. Bruno y Macizo obedecieron rápido, Gramitas no tardó en colocarse a la cabeza del grupo. Pero Pancha no se movió, subyugada por la visión del amanecer.

    ***

    El aroma a huevo estrellado invadió la Estancia. Lulita meneaba el sartén, con la cuchara de madera raspa la superficie metálica para despegar los restos. Manchego tomó asiento y cogió los cubiertos de madera entre las manos, esperando el desayuno con el ansia de un cachorro.

    Después de servirle, Lulita también se sentó. Mordió una manzana y volvió a lo de siempre:

    —Tú eres el heredero de la finca… Ay, mijito…

    —Abuela, ¿quién es mijito? —inquirió el chico con la boca llena de pan untado en yema de huevo. Unas migas salieron despedidas de su boca, lo que irritó a la abuela por su carencia de modales.

    —Eres tú: «mi hijito», ¿entiendes? Eres mi nieto, claro, pero en el pueblo nos gusta decirle mijito a lo niños de nuestras familias. Es confuso, pero desde luego que cada cultura tiene sus propias particularidades que nadie entiende.

    La abuela se encogió de hombros y siguió masticando el pedazo de fruta mientras observaba a su nieto engullir el desayuno. Tenía el hambre voraz de un muchacho cuyo estómago no tiene fondo.

    —Ya viene la cosecha, mijito —continuó la abuela, esperanzada—, y con ella ganaremos otras monedas que, ojalá, nos duren unos meses más. Manchego, bien sabes que debes prestar atención a las enseñanzas de Tomasa. Yo sé que no es fácil trabajar bajo su tutelaje, pues esa mujer es tan dura como el hierro. Pero tu abuelo hizo bien en contratarla, es una Mujer Salvaje, fuerte como un toro, inteligente como un zorro. Te digo: Tomasa es de admirar.

    La luz del sol se reflejaba sobre la piel de la abuela. Era dorada, como la de Tomasa. Lulita también era una Mujer Salvaje y tan alta como los hombres y mujeres de esa tierra; de carácter duro y ojos acaramelados. Se diferenciaba de los demás nativos en el acento, quizá porque nació en el imperio y no en las tierras salvajes. Manchego bajó la vista a sus manos, morenas, no doradas. Su padre o su madre tuvieron que ser morenos, o ambos, pero no podía saberlo, nunca los conoció. Lulita le dio un sorbo al pocillo de cerámica, lleno de café, antes de proseguir:

    —El pueblo está desenfrenado, la violencia campa a sus anchas. Antes uno podía salir a comprar sin preocupaciones, ¿sabes? Hoy por hoy, si no tienes cuidado te roban todo lo que lleves encima. Y eso de las violaciones, la delincuencia… y los secuestros. Antes no era así. Todo es por culpa del alcalde. Desde que tomó el poder, hace casi cuatro años, la paz en el pueblo se esfumó —musitó Lulita, como perdiéndose en un recuerdo lejano.

    Manchego cruzó los cubiertos de madera sobre el plato vacío. Apuró el café de su pocillo de cerámica, tan viejo como la Estancia.

    —¿Algo más, mijito?

    —No gracias, abuelita —dijo el chico con una sonrisa triste.

    —No te vengas quejando de hambre más tarde.

    Lulita analizó los ojos de su nieto. Esa mirada tan profunda en un mozuelo era algo muy inusual. Además, estaba esa sonrisa triste. ¿Sería a causa de los sueños extraños que sufría? El joven pastor salió de la Estancia, seguido por Rufus, que ladraba de felicidad. La abuela los siguió con la mirada, triste al acordarse de su marido difunto y de lo que aquello significó para su vida.

    Capítulo II - Trabajando la tierra

    Tomasa manejaba la pala como un caballero la espada. Por detrás, cualquiera diría que era un hombre fortachón, con esa ancha espalda y los pliegues de grasa que le colgaban a los lados. Su piel dorada de nativa de las tierras salvajes de Devnóngaron brillaba bajo el sol. En cuanto empezó a trabajar en la finca, se ganó su apodo: el Oso. Era una de las pocas personas que logró conocer a Eromes, el finquero famoso. Si no fuera por eso, seguramente ya habría dejado de trabajar en la finca.

    Cuando Manchego se presentó para comenzar sus tareas en las labores del campo, la mujer lo recibió con su colección de regañinas, cargadas con el pesado acento de Devnóngaron.

    —¿Por qué es’q ha venide tarde po! ¡Ash, hombre! ¡Que no mire, que disciplin’e es lo que necesite este munde, hombre! ¡Ash! ¡A trabajar, po que la tarde camin’e y usted no, hombre!

    Manchego estaba paralizado.

    —¡A trabajar po! — volvió a gritar Tomasa, su rostro redondo lleno de furia, la piel dorada enrojeciéndose. Manchego nunca encontraba ganas de trabajar en el campo, pues significaba renunciar a la escuela, algo que detestaba. Por eso, ya no frecuentaba a Luchy tan a menudo como antes. Además, nunca se prodigó en amigos, así que el simple hecho de acudir a la escuela lo hacía sentirse como parte de algo. Pero ahora, lejos de los demás muchachos de su edad, se sentía aislado y olvidado.

    Al mediodía habían abarcado bastante terreno, sobre todo gracias a Tomasa. La mucama se empleaba con velocidad, a costa de la calidad. No era difícil notar que a la tierra le faltaban las manos de un agricultor experimentado. El pastor resopló cuando levantó la vista y se percató de lo que aún le faltaba por hacer.

    —¡Siga trabajando! —gritó Tomasa.

    El muchacho deseó tener quince años y alistarse como soldado en la exigua milicia del pueblo. Lo malo era que dejaría de ver a Luchy, a Lulita y a Rufus. Eso lo puso triste. Pero debía hacerse a la idea, porque ese momento llegaría y tendría que enrolarse para luchar contra los desertores y otras pandillas de bandidos y malhechores. Manchego se detuvo. Se llevó las manos a la lumbar con una mueca de dolor. Inspiró profundo. Le parecía que llevaba horas deslomado sobre la tierra y ni siquiera era la hora del almuerzo.

    —¡Hola!

    Manchego se irguió. Parpadeó, incrédulo ante lo que veía. Estaba tan cansado que ni la había visto venir. Se restregó los ojos para apreciar mejor a esa princesa vestida de tules morados… No, era Luchy con sus prendas de algodón, como cualquier otro habitante del pueblo, pero por un momento soñó, ante esa cara lindísima; los ojos, grandes y almendrados, dos esmeraldas; el cabello castaño, largo y liso.

    —Tontito, soy yo. Tu abuela te manda esto —dijo la chica con una sonrisa que derritió al pastor. Era limonada con miel y champurradas con arequipe. Manchego ya se deleitaba con esas delicias y con las palpitaciones que le causaba contemplar a su mejor amiga relucir bajo el sol. Luchy se rio del rostro sucio y decaído de su mejor amigo.

    Tomasa interrumpió el encuentro.

    —¿Qué diables pase aquí? Falta mucho trabaj’ por hacer.

    —¡Hola, Tomasa! —dijo Luchy con su voz cristalina. Tenía la cualidad de ablandar a cualquiera con su voz y su carisma. Le ofreció una limonada con gesto amable—. Pensé que usted también tendría sed. Tomasa se dejó seducir.

    —Ay… Pero ay… —empezó a tartamudear. La mujerona no estaba acostumbrada a las cortesías. Quizá por su aspecto animal pocas veces la trataban como a una persona, con sus necesidades y debilidades—. Gracies, mamita. ¡Que los dioses le bendiguen! —dijo y no tardó en beberse su parte. Manchego hizo lo mismo. Al final, eructó. —¡Puerco! —le recriminó Luchy entre risotadas.

    La mucama tampoco contuvo las risas.

    Manchego se sonrojó.

    —Uy, disculpas —balbuceó. Tomasa no pudo evitar sentir ternura por los chicos. Era consciente de la injusticia de que Manchego tuviera que trabajar.

    —Has terminado por hoy, Mancheguito. Eso sí le digue’, cuidadito viene tarde. Lo necesito para seguir trabajando las tierras, que mire mi chulito la cantidad de cosas que quedan por hacer. ¡Adiós, po!

    Manchego se asombró. Era raro ver a Tomasa tan amable. Supuso que hasta ella tenía un corazón blando por debajo de esos pliegues de músculo y grasa. Luchy y Manchego salieron disparados entre risas, Rufus ladrando detrás de ellos.

    ***

    —¿Cuántas veces hemos hablado de la importancia de ser puntual, mijito? — empezó Lulita en cuanto el muchacho entró por la puerta—. No quiero prohibirte ver a Luchy, es algo que lamentaría mucho, pero será necesario si le sigues fallando a la finca. Siento mucho que a tu edad tu cometido sea pesado y lleno de responsabilidades, pero es algo que también hemos discutido. Ahora siéntate y come tu cena. Son tamalitos de doña Paca. Manchego se acongojó.

    —Lo siento, abuelita. Voy a hacer todo lo posible para evitar que esto vuelva a suceder.

    Mentía. Estaba convencido de que merecía un receso y la única manera de obtenerlo era engañando a su abuela. Además, su mejor amiga valía que le dedicara tiempo, que le escuchara todos sus chismes, que atendiera a sus palabras llenas de carisma. Su mente divagó y se perdió en los ojos verdes de la joven.

    —Más te vale, mijito —repuso la anciana—. Hay mucho trabajo por hacer y nadie más para hacerlo. Recuerda que se trata también de tu futuro.

    Por toda respuesta, el joven suspiró, sintiendo la carga de trabajo sobre los hombros.

    Manchego cortó la pita que envolvía el tamal en una hoja de banano. Una nube de vapor emergió de la masa e invadió su olfato con aromas de aceitunas, chile, pimiento y carne de cerdo. La masa era típica del Sur, muy diferente a las carnes curadas y quesos, más propios del Norte. Manchego devoró la cena como un cachorro hambriento bajo la mirada orgullosa de Lulita. Cuando acabó, la abuela recogió los platos y envolvió a su adorado heredero entre las sábanas. Mientras el chico dormía, la anciana observó que, de nuevo, aparecía el ceño fruncido en el joven, el esfuerzo, la rigidez de los músculos y luego la distensión, pero siempre con el ceño fruncido.

    Capítulo III - El pueblo

    Manchego iba de pasajero en la carreta, sentado sobre los costales llenos de los frutos de la finca. Con la cara apoyada en las manos, observaba el transcurrir del día con aburrimiento. Lo que deseaba era jugar con Luchy y con Rufus, pero su obligación con la finca le llevaba hoy a aprender a vender los productos agrícolas en el mercado.

    La carreta, tirada por Sureña, la yegua de la finca, iba por la avenida de los Finqueros, en la que confluían las vías que comunicaban con las demás fincas. Todas formaban parte de un complejo que muchas generaciones atrás bautizaron como El Granjero, El QuepeK’Baj, que en la lengua originaria de Devnóngaron significaba «tierra fértil».

    El complejo lo integraban veinte fincas, todas ellas de familias que se conocían entre sí, muchas de ellas emparentadas. Para abastecer a la población, se levantó en las cercanías un mercado, que creció y se convirtió en lo que hoy todos conocían como San-San Tera.

    Traqueteando por la avenida de los Finqueros, Manchego pensó en Luchy y los demás chicos de la escuela. Ninguno de ellos tenía que negociar con comerciantes, no tenían edad. La injusticia de su situación le provocó ganas de llorar, pero debía ser fuerte, pues sin él la finca se derrumbaría del todo.

    Llegaron a la garita de entrada, custodiada por dos atalayas cuyos vigilantes tomaban la siesta de la media mañana. En la garita, los guardias hablaban con un par de mujeres de costumbres disolutas y precio barato. Iban dejando paso a la gente después de inspecciones superficiales. Llegó uno

    Hurgándose la nariz con el dedo índice.

    —¿Qué negocio tiene en el pueblo, señor? —preguntó un soldado panzón. Sus ojos se movieron inquietos cuando el hombre le entregó un paquete. El dinero franqueaba el paso con facilidad. Les tocó el turno a Manchego y Tomasa. La mujer lanzó una mirada retadora al guardia.

    —Venim’s a vender desde la finca el Santo Comentario.

    El físico feroz de Tomasa también abría muchas puertas y pasaron sin más preguntas. Nada más entrar, Manchego sintió el hedor a mugre, estiércol y otros olores pútridos que no quiso identificar. En los últimos años, lo que más había crecido era la pobreza, y, con ella, la desdicha. El pueblo iba de mal en peor.

    La miseria se extendió en la orilla del pueblo, en la frontera con el Sector Medio y Noble, y pronto pasó a llamarse la Pocilga. La zona albergaba el mayor índice de violencia y desgracia.

    Los niños pobres corrían detrás de las carretas que iban entrando. «¡Déme una moneda para mi pan!», «¡Una moneda para mi pan!», «Una no más», «¡Que los dioses le bendigan!».

    Manchego solo deseaba dejarlos atrás y no escuchar sus voces clementes. No sabía si sentir asco o piedad por ellos.

    Las casas en la Pocilga eran chozas, cubículos de madera con suelo de tierra. Las calles, también de tierra, eran informes. Niños desnudos se paraban a la puerta de sus chozas, con la panza inflada por una desnutrición feroz.

    Las cantinas se encontraban a rebosar de borrachos a tan solo las once de la mañana, mientras las prostitutas baratas ofrecían sus servicios a todo aquel que pasaba por delante. Pandillas de mercenarios se aprovechaban de los débiles o intercambiaban unas pocas monedas por los favores de las fulanas. Manchego volvió la cara por el asco.

    El cambio al Sector Medio fue tan radical que Manchego sintió que respiraba otro aire. El golpe de los cascos sobre las calles adoquinadas sonaba a música celestial. Sin embargo, las medidas de seguridad se redoblaban. Los guardias, protegidos por armaduras pulidas, rondaban con las espadas en el cinto, vigilando que los pobres continuaran bajo control. Manchego divisó el emblema de la Casa de Thorén, una familia de la nobleza que había donado las armaduras. En el Imperio Mandrágora, cada casa tenía su fortaleza y su milicia.

    Además, el imperio dirigía su propio Ejército Imperial, integrado por guerrilleros legendarios, soldados, arqueros y magos que manipulaban los elementos. Manchego supo que si algún día se enrolaba en la milicia, seguramente acabaría a las órdenes de la Casa de Thorén, aunque nunca hubiera conocido a esa familia y nunca llegara a conocerla. Un joven de pueblo rara vez era invitado a un castillo, salvo para trabajar a cambio de un pequeño jornal.

    Al entrar en el Sector Noble, el ambiente volvió a cambiar. La elegancia deslumbró a Manchego, poco acostumbrado a los lujos. Las mujeres eran preciosas, con vestidos abombados de tul amarillo y morado. Esto parecía un sueño, el tipo de historias que había escuchado durante su infancia. Como finquero, estaba poco habituado a tanto despilfarro.

    Por fin entraron en el Parque Central, un espacio cuadrado, amplio y vasto, en cuyo centro reposaba una estatua alta y épica en honor a Alac Arc Ánguelo, dios de la luz, a pesar de estar muerto, o desaparecido, como preferían creer los fieles a la religión politeísta. La escultura sostenía entre sus manos una lanza que apuntaba a un enemigo imaginario. Sus alas de ángel se extendían como dos mástiles con velas abombadas.

    Alrededor se desplegaba el mercado, atestado de vendedores, proveedores y clientes afanados en los intercambios. El ruido era ensordecedor. La llovizna que había estado cayendo desde la mañana no fue un obstáculo a los negocios. Los compradores regateaban, entraban y salían, comparaban.

    Tomasa se bajó de la montura y ató la rienda a un poste. La mujerona se arregló la vestimenta de algodón que llevaba. Estaba nerviosa. Del cinto colgaba una daga afilada, y en sus botas de cuero tenía amarrado un cuchillo. Venía preparada para cualquier cosa.

    Manchego se bajó de la carreta, ahogado por la cantidad de estímulos que ofrecía el mercado: los olores a carne fresca y pasada, a pescado muerto y podrido, a verdura fresca y cocida, la escasa higiene de vendedores y clientes; los colores de las mercancías; el ruido de voces, ladridos y rebuznos.

    Tomasa atisbó a dos hombres que en ese momento bajaron de su carreta. El joven tembló al ver en sus semblantes una frialdad de hielo. El intercambio prometía ser de todo, excepto agradable.

    Uno de los mercaderes parecía un espantapájaros. El otro mostraba orgullosamente un vientre que tenía el alcance de casi una zancada; sus ojos ,clamaban desafío..

    Tomasa procedió a las presentaciones. —Este es’n Manchegue, heredere de la finca, de mi patrón Eromes, que en paz descanse.

    Los compradores, Marcus y Feloziano, respondieron con una mirada de desaprobación. Marcus, el grandulón con un enorme vientre, compuso un gesto de asco. Se agachó y se acercó a Manchego, hasta que tuvo su rostro a pocos centímetros. El pastor percibió el aliento pútrido del comprador. Ya fuera por miedo o por la pestilencia, hundió la cabeza entre los hombros. El mercante gordo elevó la barbilla. —¿Esta alimaña lastimera es el heredero de la finca el Santo Comentario? —Se rio con saña—. ¿Esta carnada es la que va a sustituir al gran Eromes el Perpetuador? ¡Qué miserable! ¡Ja, ja, ja!

    Feloziano también había analizado al joven. —Es evidente que vuestro pueblo empeora a una velocidad extraordinaria. No comprendo por qué, pues asentamientos y pueblos cercanos al vuestro no padecen el mismo declive.

    Tomasa contuvo su enojo para no perder a los únicos clientes de la finca.

    —Manchego es el único heredero de la finca. —Su acento foráneo se acentuó con el nerviosismo.

    —Bueno, niño —concedió Marcus—, ¿qué tienes para ofrecernos? ¿Nos vas a mostrar la mercancía con una presentación decente o piensas delegar en Tomasa? ¿Qué dices? ¿Acaso no tienes bolas entre las piernas o es que estás muy verde y no te ha madurado la hombría? ¡Ja, ja, ja!

    Manchego no supo qué hacer más que tornarse rojo. Tomasa intervino. —Mire, po’, que las coses están duras estos días viera’. ¡Los campos sufren! ¡La sequía y la falta de monedas! ¡La situación está difícil, hombre! —Tomasa estaba perdiendo el control.

    Los mercaders continuaban cerrados en banda, negaban con la cabeza.

    —Esperaba más de ti y de tu adorada finca, Tomasa —repuso Marcus. La papada le temblaba—. Por los dioses, ¿cómo esperas que compre esta porquería? Dile a doña Lula que más vale que reduzca los precios de las cosechas y ajustarlos a su dudosa calidad. ¿A cuánto me vendes esta desgracia? —Preguntó Marcus, tirando parte del grano cosechado y atrayendo a los cuervos, ansiosos por llevarse el inesperado tesoro.Tomasa estaba al borde del llanto.

    —Treinta coronas. ¡Pero no menos!

    —Te doy veinte —replicó el grandulón. A Manchego no se le pasó por alto que los dos hombres llevaban una espada afilada envainada en el cinto. Imaginó que eran muy poco clementes y no quiso pensar en cuánta gente debió de haber probado el filo de sus armas.

    —Pero… —comenzó a protestar la mucama. Fue interrumpida por el glotón:

    —Veinte o nada.

    Tomasa bajó la mirada. A ese paso, la finca sucumbiría a la crisis.

    —Está bueno pues’n, —dijo la mujerona sin más remedio. Su rostro se descomponía por la humillación y la tristeza.

    Marcus se sacó del camisón un morral que soltó con desprecio sobre la mano de Tomasa. A un silbido suyo, dos muchachos descargaron los costales de la carreta de los finqueros.

    —Un disgusto hacer negocio con vosotros —dijo Marcus poniéndose en marcha para irse—. Rezadle al dios de la tierra para que os haga el favor de bendecir vuestros campos, que lástima da asistir a vuestra decadencia. Y tú, muchacho, engorda unas libras siquiera. ¿Acaso no te dan de comer? Flaco, de piel morena, ojos negros… ¿Qué eres, un cuervo? En nada te pareces a tu abuelo muerto. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

    —Que tengáis una muy feliz tarde, amigos —dijo Feloziano—. Hasta otra. Tomasa esperó a que los mercaderes estuvieran a una distancia segura para descomponerse. Lo único que deseaba era vengarse contra esos ingratos por insolentes, por humillarla por enésima vez en la compraventa. —Ay, no, Mancheguito, ¿qué vamos ha’cer? ¡Ya no puedo a este paso! ¡La finca va a perecer y su abuelito se va a revolcar en la tumba! Viera que le he rezado al dios de la tierra, pero Gordbaklala no pareciera escuchar mis súplicas. —La mucama se desplomó en un llanto inconsolable.

    El mozuelo se sintió terrible. Por estar con Luchy había prescindido de sus obligaciones, pero ahora entendía que su presencia era crucial para el futuro de la finca. Tarde o temprano tendría que enfrentarse a esos mercaderes de nuevo, u otros con una actitud similar. Debía aprender aprisa para evitar que algo así volviera a suceder, y solo lo lograría entregándose sin remilgos a la labor en el campo y al aprendizaje. Supo que todo esto lo alejaría de su amiga y de su afán por apreciar la naturaleza, pero era necesario.

    El joven estiró los brazos escuálidos.

    —No llore, Tomasa. Esos tipos algún día van a vérselas conmigo, ya verá. Cuando yo sea el dueño de la finca, ellos tendrán que pagar el doble de coronas por nuestros productos. ¡Esa es mi promesa!

    —Ay, mi muchachito —se lamentaba Tomasa mientras se limpiaba el rostro—. Usted es muy especial’n. Todo saldrá bien, lo sé. Pero me urge’ que sea más diligente con su trabaj’.

    —¿Regresamos a casa? —¡Ay! Casi se me olvida. Su abuelita necesita que vaya a la tienda de Ramancia a conseguir una pócima mágica para la gallina. Parece que ya no está poniendo huevos y, si no pone, usted se quedará sin desayuno. Ay, no, todos los animales se están muriendo…

    A Manchego se le hundió el corazón. Habían vendido a muchos animales: cerdos, bueyes, toros y varias gallinas. Les quedaba una y ahora estaba enferma. No podían perderla, pues con las escasas monedas que conseguirían no podrían pagar otra gallina.

    Manchego metió las ocho coronas que Tomasa la entregó en un pequeño morral.

    —No se demore mucho, Manchego. Debemos regresar a la finca a seguir trabajando. ¡Vaya pues!

    Manchego tembló al pensar en el nombre de la bruja: Ramancia. Detestaba ir a su tienda. Siempre salía amenazado de ser convertido en una asquerosa alimaña.

    Capítulo IV - Innonimatus

    Las imágenes cruentas de un pasado doloroso lo atravesaron, y en su soledad se volvió a transportar a aquel momento. Tzargorg… Innonimatus… Mérdmerén… Irijada…

    Los vientos salvajes le golpeaban el rostro y el pelo largo, negro y lustroso. El frío le calaba hasta los huesos. En el pecho musculoso, descubierto, lucía un tatuaje negro que le cubría medio torso y que había grabado con tinturas del bosque. En la frente, una marca hecha con la sangre fresca del animal que mató para alimentar al clan. Su nombre, Tzargorg, dominó por tres generaciones. Él lo heredó tras derrocar y decapitar a su propio padre; su padre hizo lo mismo con el suyo. Así es la ley salvaje de Madre: el joven fuerte sustituye al viejo. Solo unos pocos elegidos sobreviven a la furia de Madre.

    Sus ojos se pasearon por la tranquilidad de la llanura donde se asentaba su clan. El pasto estaba húmedo por el llanto de la noche, el sol apenas era un gesto tímido en el horizonte. Sobre una roca titánica, observaba a la naturaleza desenvolverse, respiraba cada célula de Madre…

    Una voz lo sacó de su ensimismamiento. Un joven escuálido de piel morena, y ojos y pelo oscuros le hablaba.

    —¿Cuánto cuestan estas varas de pastoreo? —preguntó Manchego algo inseguro. Parecía que ese

    vendedor estaba enfermo de la cabeza, con esos ojos que no enfocaban, el rostro confuso. El chico se había dirigido a esa tienda, El Pastor de Pastores, por su fama. Decían que poseía los mejores y más variados materiales, como varas, chaquetas, batas, botas o cuchillos para esquilar. Pero el vendedor no parecía estar por la labor de atender a sus clientes. El mozuelo escrutó el rostro del hombre extraño, de piel dorada y ojos celestes, los típicos rasgos de un Hombre Salvaje. Nada lo perturbaba, era como si la mitad de su cuerpo estuviera en otra dimensión.

    Aparentaba estar en su quinta década. Quizá era más joven, pero las marcas de dolor en el ceño debían de añadirle inviernos a su edad. Tenía la piel arrugada, quizá a causa de la ira del clima, tal vez por otra cosa. Algo en su semblante gritaba socorro. Su mirada era de una tristeza en busca de redención.

    El vendedor meneó la cabeza un par de veces.

    —¿Quién te ha dado ese chaleco?

    Manchego se quedó perplejo y, al instante, se puso nervioso. Nadie le había hecho aquella pregunta. Detrás de las arrugas, de la expresión fatigada, había un hombre que reaccionaba con agilidad. —Ehhh… Me lo dio mi abuela. Dice que perteneció a mi abuelo, pero ella me lo adaptó a mi tamaño. Parece que soy mucho más flaco que él. —El muchacho se encogió de hombros—. Lo uso todos los días. Es el único recuerdo que tengo de mi abuelo. El muchacho bajó la cabeza, azorado por la mirada del vendedor, que parecía capaz de reventar piedras. El hombre no apartaba sus ojos del chaleco, como si estuviera analizando cada una de sus fibras con las yemas de los dedos.

    El joven se irritó y se retiró medio. No comprendía a qué venía tanto interés. —Es piel de llama, animales rumiantes que crecen en la salvaje Devnóngaron —dijo el Salvaje—. Está muy bien conservado.

    —Es mérito de mi abuela… Bueno, yo también lo cuido. Es un recuerdo de mi abuelo y lo respeto, aunque nunca no lo conocí.

    —Recuerdos… —saboreó el hombre, rascándose la barbilla cuadrada.

    Tenía el pelo oscuro con algunas canas. Vestía una túnica sencilla que dejaba al descubierto gran parte de su cuerpo alto y musculoso. Sus antebrazos parecían tenazas, las manos callosas eran el testamento de momentos peligrosos. Parecía orgulloso de su piel y sus marcas. —Los recuerdos pueden ser dolorosos y hacer daño cuando uno menos lo espera —repuso el hombre—. Pero también nos nutren de alegría… o de tristeza. Ese chaleco —dijo apuntando con un dedo— ha sido testigo de experiencias únicas. Manchego se cubrió el chaleco con las manos, como si temiera perderlo.

    —¿Cuál es tu nombre, pastor? —preguntó el vendedor con expresión serena y se sentó en un banco de madera castigado por el sol. Los ojos celestes y profundos quedaron a la altura de los de Manchego, que no lograba desasirse de la incomodidad que le producía el escrutinio del hombre. —¿Cómo sabe que soy pastor? —se alarmó el chico.

    —Ese chaleco, pastor, es un chaleco para pastores. Está diseñado para los amantes de la vida. Tu abuelo debió de ser un gran personaje. ¿Conoces a algún joven como tú con un chaleco similar? No lo creo. ¿Cuál es tu nombre?

    —Manchego —respondió con timidez.

    —Manchego, el pastor —musitó el vendedor— Ese nombre no te pertenece. ¿Te han dicho eso? Quien te llamó así por primera vez seguramente no fue tu madre.

    Manchego se sintió asaltado por aquellos ojos que parecían penetrar en sus secretos más profundos. En la escuela siempre había sufrido por las burlas. Los compañeros le decían que tenía nombre de queso de oveja, algo que jamás le había caído en gracia. —Mi abuela me puso el nombre —respondió casi sin aliento—. Mi madre me abandonó…nunca la conocí.

    Hablar de sus orígenes a sus trece años le puso de mal humor.

    El vendedor le guiñó un ojo. —En nuestra tierra, creemos que el nombre viene con el viento que te dio origen. El nombre no es algo que te venga impuesto, más bien te fusionas con él. Es decir: el nombre te lo ganas con honor y gloria. Si no vives de acuerdo a las características de tu nombre, te traicionas. Tú, joven pastor, tienes que encontrar tu verdadero nombre. Ese nombrecillo que te han puesto no encaja contigo. En tus ojos hay más que esa simpleza. En ti hay fuego, luz, una fuerza… extraña. Eres único, pastor. No te traiciones. Nunca te traiciones.

    El vendedor perdió la mirada en el mar de su alma, náufrago de su propia existencia. —¿Y usted cómo se llama?

    El vendedor reaccionó de una manera extraña. Parecía querer salir corriendo.

    —Mi nombre es Balthazar —dijo con dificultad—. Mi verdadero nombre se murió cuando yo… —Volvió a sumergirse en un mundo en el que solo él entraba. Algo del pasado lo perseguía.Manchego tuvo la sensación de haberle provocado un dolor inmensurable al vendedor. Decidió devolver la atención a las varas.

    —No tiene precio —espetó el vendedor en un arrebato—. Nada de lo que hago se puede comprar con monedas de metal. Solo podrás conseguir alguno de estos objetos si vives con la intensidad de tu verdadero nombre. Si logras encontrar tu verdadero nombre, quizá me incline a regalarte una de estas — dijo sosteniendo una vara—. Bueno, Manchego, es hora de

    que te vayas. Algo reposa dentro de ti y no ha encontrado la manera de madurar. Sé que andas en busca de algo, que el pasado te persigue. Eres como yo: un alma perdida en el mar de su soledad. Regresarás, y ese día me solicitarás ayuda para encontrar tu camino. Lo sé."

    Manchego se quedó sin palabras. «¡Gracias!» fue lo único que pudo decir y corrió hacia la tienda de Ramancia, a conseguir la pócima para la gallina.

    Los ojos de Balthazar siguieron al joven hasta que se perdió entre la muchedumbre.

    Capítulo V - Sombras y almas

    Se introdujo en el barrio de la Sexta Avenida, donde las casas lo saludaron sin ilusión en un día plomizo. Lamentablemente, conocía el lugar; ahí estaba el edificio de dos plantas que albergaba la escuela. «Parece diferente», pensó el mozuelo. «¿O quizá soy yo quien está diferente?». Habían transcurrido unos pocos meses, pero le daba la impresión de que era otra persona. «Solo viviré esta vida, solo esta…», pensó con desconsuelo. Incluso su madre lo había abandonado.

    Escuchó la campana del mediodía, que anunciaba que las clases habían finalizado. Se le estremeció el corazón al darse cuenta de que se encontraría con sus amigos… y con sus enemigos. Una horda de niños se derramó sobre las calles, entre chillidos de felicidad. Unos cuantos salieron jugando con un balón de cueros, para echar un partido de balompié; que la calle aún estuviera húmeda no era un problema para ellos. Probablemente jugaban torneos y apostaban pequeñas cantidades de dinero. Seguro que habría bronca, como siempre. Un diente saltaría por los aires y un ojo acabaría morado. Manchego se acordaba bien de esos partidos, aunque él nunca fue muy diestro en el juego. No era ningún as de los deportes ni arrancaría aplausos como otros que habían nacido para ser soldados, caballeros o sencillamente populares.

    Un grupo de niñas se puso a saltar la cuerda. Otras jugaban también al balompié, por su cuenta. Manchego nunca les había hablado, ni siquiera se había interesado por entablar amistad con ellas. Se lamentó, pero supo que lo mejor era proseguir con el encargo de la abuela. Un pellizco. Ardor. Se mareaba, perdió el equilibrio. Sangre.

    Unos segundos más tarde se percató de que estaba en el suelo y de que tenía sangre en la oreja. La violencia lo había encontrado sin poder precisar cómo ni cuando, aunque una hipótesis ya le cruzaba por la mente. Con dificultad se puso de pie, casi perdió la consciencia. Por instinto colocó los puños frente a la cara, listo para luchar, justo como la abuela le había enseñado.

    —¡Manchego! ¡El niño con el nombre de queso! ¿Hace cuánto no te veo? Ni te dignas saludarnos, pequeño bastardo. ¿Acaso no has notado que somos tus únicos amigos, maldita piltrafa? Desgraciado. Pordiosero. Hijo de puta. Habrá que enderezarte los modales. Quizás deberíamos darte una lección de cómo tratar a tus superiores, pequeña alimaña. ¿Entiendes, Manchadito? Era Mowriz, alias Malabrad, el mismo que lo había atormentado con insultos y agresiones durante años. El joven, de cabello negro noche y mediana altura, emanaba una malicia que Manchego jamás comprendería.

    Los dos muchachos al lado de Mowriz le secundaron en las burlas. —¡Ya van casi seis meses desde que le dimos la última paliza! —Exclamó Hogue, un muchacho pelirrojo y redondo, con pecas furiosas en el rostro y labios carnosos. El pelirrojo carecía de toda inteligencia, pero compensaba su insuficiencia con unos puños demoledores. —¡El desgraciado se queda a Luchy solo para él! ¡Creo que es hora de que aprenda a compartir! —añadió Findus, un joven alto y rubio, tremendamente veloz, el típico deportista que alcanzaba las mejores marcas. Además, media escuela se había enamorado de sus delicados rasgos. —Esta vez no huirás —advirtió Mowriz lenvantando los puños. Manchego sintió terror. Dio un paso hacia atrás y trastabilló. —Eres un imbécil, Manchego. A veces siento que deberías dejar de existir — dijo Mowriz con malicia.

    Manchego estaba a apenas dos cuadras de su destino, pero excesiva dada la situación en la que se encontraba. Necesitaba que Findus se distrajera por unos segundos para ganar ventaja.

    —Eh, Findus. Luciella dice que le gustas, que le encanta tu cabello rubio, tan largo y liso. Y… y… y dice que eres muy inteligente.

    El adonis s infló como un pavo real. —¿Es cierto? Es la chica más guapa de la escuela…

    Enrabietado, Mowriz le dio un empujón al rubio, que cayó de espaldas, sin aire en los pulmones. Era el momento de huir. Manchego echó a correr como una presa perseguida por el depredador, con el chorro de adrenalina fluyendo por sus venas. Manchego giró en una esquina, pasado el cruce donde se ubicaba la tienda de Ramancia. El suelo adoquinado casi le hizo caer. Continuó corriendo, con el plan de entrar en la tienda por la puerta trasera… Si la tuviera. Se angustió al oír los pasos de sus perseguidores cada vez más cerca. Después llegarían los puñetazos en la cara y las patadas en el pecho.

    Tal y como había temido, no había puerta trasera. No le quedaba tiempo para pensar. Entonces vio que en la pared, hecha de madera, había un tablón con un agujero bastante grande como para entrar por él. Un cartel alertaba con letras rojas la presencia de un perro guardián. Manchego decidió enfrentarse al perro bravo que a sus enemigos de la escuela.

    Su cuerpo escuálido se deslizó como una serpiente por el agujero. Unas astillas se le engancharon en la ropa y le rasgaron la piel. Se movió con vigor, pataleó, hasta que logró colarse dentro del todo. Dentro, la negrura era absoluta. Temblando del susto, esperó la mordedura del perro guardián, al menos el gruñido de bienvenida. Sin embargo, solo había silencio. Fuera se oían los pasos que frenaban ante el agujero. Manchego apretó los puños; estaba dispuesto a defenderse a muerte. —¡Adónde se fue! ¡Juro que lo tenía pillado! —Findus sonaba frustrado.

    Mowriz tampoco parecía satisfecho. —¡Está allá! ¡Vamos allá!"

    Salieron corriendo. Hogue pasó segundos después, quejándose. —¡No vayáis tan rápido! ¡No puedo respirar! ¡Esperadme!

    «¿Será un truco? ¿Dónde estoy?», se preguntó el pobre muchacho que aún sangraba por la oreja. No veía nada alrededor, pero percibió una tristeza, como si el lugar estuviera llorando.

    Dejó que pasaran unos minutos angustiosos, él en completo sigilo mientras se le calmaba el galopante corazón. Jamás se había imaginado que estando solo y en completa oscuridad pudiera quedarse en paz… tan a gusto. La soledad, la oscuridad eran las mejores compañeras que podría tener en ese momento. Aguantaba la respiración con tal de sentir el silencio envolviéndolo con su expansivo abrazo.A cada latido de su corazón la belleza del silencio se aproximaba a él. Un momento…, allí estaba, tímida como una flor. Era una presencia dentro de sí, como una flama silente…, un soplido frágil… «Hola».

    Había una presencia divina que no se podía explicar. ¿Qué era? Notó que en su interior algo parecido a una nube mutaba constantemente. A veces era sombría, otras veces era una figura elaborada de sentimientos. A veces no era más que un eco de vaivén eterno. Se maravilló ante aquella esencia grata y salvaje al mismo tiempo.

    «¿Es aquí donde se esconde mi verdadero nombre?», pensó, intrigado por la conversación con el hombre de la tienda de pastoreo, pero entonces se acordó de Tomasa y de que le había pedido que regresara cuanto antes. La memoria de Tomasa le urgió que debía regresar al Parque cuando antes. Resintió el hecho de tener que dejar dicha magnificencia, pues no sabía si lograría hallarla otra vez.

    Fastidiado por tener que abandonar esa sutileza, decidió ponerse en pie y notó la quemazón de la raspadura que se había hecho al entrar por el agujero. Oyó algo que lo llamaba en silencio. Se giró en la oscuridad, en aquella densidad inescrutable. Dio un paso, otro. Se internó en la negrura con inseguridad, con los brazos por delante, ansioso por encontrar. Sí, algo lo llamaba. ¿Y si caminaba por el sendero equivocado? Le entró miedo.

    Volvió la cabeza en la dirección por la que había venido; el agujero continuaba en el mismo lugar, debajo de la tabla, muy lejos. Podría desandar el camino, salir al mundo real. No lo hizo. Continuó. Perdió la noción del tiempo y por momentos sintió que se desorientaba, quizá estuviera dando vueltas en círculo, hasta que vio una puerta de madera, no con los ojos, sino con la mente, y se materializó frente a él.

    La abrió sin titubear, como si hubiera hecho eso infinitas veces. La cerró y entró en una casa. Se encontró en un pasillo largo decorado por múltiples lienzos, al menos seis en cada pared. Las paredes eran de piedra lisa y el suelo esta cubierto por una vieja alfombra grisácea. La luz era entre roja y parda. Las pinturas le llamaron la atención por su brutalidad.

    Uno de los cuadros recreaba un abismo espantoso, lleno de elementos fantasmagóricos, como seres muertos hacia un foso que expelía una infernal luz verde. Al pie del abismo, un ser de belleza sublime y malicia extrema sostenía por el cuello a un ángel con las alas caídas. Manchego creyó oír un grito de clemencia del ángel derrotado. Sintió odio hacia la figura demoníaca.

    Siguió contemplando las pinturas, una a una, fascinado. Eran salvajes, desagradables, con cadáveres vivientes, cuerpos desmembrados. Los ángeles estaban siendo exterminados bajo el filo de la espada negra de un ser con una armadura igual de oscura. Un dragón hecho de humo escupía fuego líquido sobre un ejército vencido. El cuadro más perverso mostraba a un ser bello y malvado violando a un ángel mientras le rompía las alas. Manchego se quedó atónito.

    Escuchó voces. Salió del ensimismamiento, preocupado por lo que podría encontrarse. Miró a lo lejos, buscando el origen de las voces. Era una mujer sufriendo, suplicando, ante un hombre agresivo de voz cavernosa, que la reprimía. ¿Qué estaba pasando?

    Con curiosidad y cautela, el joven llegó al final del pasillo sin darse cuenta de que temblaba. En una sala, sentado sobre un banco negro, el hombre de voz cavernosa hablaba de una gloria inmensurable.

    Por su vestimenta —la capa le cubría casi toda la cara— parecía un sacerdote del Décamon. Manchego pudo verle la boca, iluminada por la luz de una vela. La mujer estaba vencida. ¡Era Ramancia, la bruja! «No puede ser», se dijo el muchacho. «Ramancia es la bruja más poderosa, así que eso significa que… el hombre encapuchado es más poderoso».

    Manchego prestó atención a las palabras, pero en ese momento ocurrió algo. La mano del hombre se elevó, un dedo huesudo lo apuntó directamente. Lo habían descubierto, y eso que se había escondido tras una esquina.

    Ramancia lo miró con los ojos llenos de lágrimas. El hombre se fundió con las sombras y desapareció. La bruja salió corriendo hacia Manchego con un cuchillo en la mano y la mirada llena de preocupación.

    Manchego estaba hechizado, incapaz de moverse, de pensar. —¿Qué demonios haces aquí? Ven, sígueme. No podemos dejar que te detengan —dijo la bruja.

    Manchego obedeció sin rechistar. Entraron en

    un salón con paredes de piedra, una de ellas con varias runas. La bruja trazó en el aire unos movimientos que parecían codificados y una luz morada empezó a manar de sus manos. Como acatando una orden, una verja levadiza se levantó y dio paso a un pasillo largo y vasto, iluminado por la luz de varias velas, que danzaba sobre candelabros rústicos. Los ojos del muchacho se desviaron hacia un espejo. Su alma añoró por estudiar su reflejo en él. El espejo parecía hablarle. Ramancia lo detuvo con sus manos largas y huesudas, de uñas negras y peligrosas.

    —Todavía no… Tu reflejo en el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia te dirá verdades que no debes saber… La verdad tiene un precio, pequeño. El día que sepas todas tus verdades… será el día de máximo sufrimiento.

    Caminaron hacia una luz blanca y brillante que iluminaba como sol sobre una pared, virando como un espiral sin detenimiento. Ramancia se paró al lado de la vorágine y se aseguró que el muchacho la cruzara para desaparecer entre él, como si estuviera metiéndose a otra dimensión. Ramancia no demoró en seguirlo.

    ***

    Cuando recobró la consciencia, fue como despertar de una pesadilla. Le zumbaban los oídos y apenas entendía qué decía la vendedora.

    —¡Buenas tardes! ¿En qué te puedo ayudar, joven?… ¡Buenas! ¡Joven! —La señora estaba desesperada,

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