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El Armagedón (La Guerra de los Dioses no 6)
El Armagedón (La Guerra de los Dioses no 6)
El Armagedón (La Guerra de los Dioses no 6)
Libro electrónico904 páginas17 horas

El Armagedón (La Guerra de los Dioses no 6)

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El caos se ha desatado. Los dioses de la Convocatoria han sido derrotados, y Mórgomiel, lord de las sombras, libra la guerra sin oposición. El universo está bajo el asedio del terror, y nada parece poder detener el avance de Mórgomiel y sus legiones de demonios. Conquista tras conquista, los mundos habitados del universo están siendo sometidos bajo el poderío del mal, y aquellos que no se someten y se oponen a él, son obliterados o utilizados como energía para la creación de conjuros malignos.

En el mundo El Meridiano, los humanos del imperio Mandrágora, Devnóngaron, Grizna, Doolm-Ondor, Moragald’Burg, y la Divina Providencia, se reúnen en apuros para forjar una estrategia para resistir el inevitable avance del mal. Mórgomiel parece imbatible al menos que se haga algo drástico para cambiarle el rumbo a los Tiempos del Caos.

En corazón palpitante hierve de energía y amor. La joven Luciella Buvarzo-Portacasa cursa un sendero peligroso, y en ella reposa una vaga pero importante esperanza para hallar el paradero del dios de la Luz. Luciella conocerá a varios héroes que le iluminarán el camino, y a otros que serán sino atracos a la precaria misión de rescatar a su amor eterno. Un grupo de emisarios viajará a través de un portal para convocar a las legiones de otras culturas, con fines de amasar a cuántos ejércitos puedan en el Meridiano antes de que Mórgomiel desate su furor.

La guerra de los dioses ha llegado a su cúspide, y sólo el tiempo dirá que bando será el vencedor durante los Tiempos del Caos.

Bienvenido a la gran final de la serie.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 mar 2017
ISBN9781370882328
El Armagedón (La Guerra de los Dioses no 6)
Autor

Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Soy un autor guatemalteco del género de la fantasía y de la ci-fi. Cuando no estoy decantando mi imaginación en el ordenador, soy un médico internista de profesión. Me gusta el café, meditar, el cross-training, y la lectura ¡pues claro!.Para mí no existe mayor placer que conocerte ti, la persona que se ha tomado el tiempo para leer una de mis obras. Por favor, escríbeme un correo a authorpaulwunderlich at gmail. Cuéntame qué piensas de mis escritos. ¡Será un placer conocerte!Te invito a conocer las dos series que escribo:- La Guerra de los Dioses: una serie de fantasía.- La Gran Cruzada Intergaláctica: una serie de ci-fi.¡Nos vemos entre los párrafos!Pablo.

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    Lo mejor de lo mejor, sin duda alguna es una gran saga.

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El Armagedón (La Guerra de los Dioses no 6) - Pablo Andrés Wunderlich Padilla

La Guerra de los Dioses

www.laguerradelosdioses.com

EL ARMAGEDÓN

—LA GRAN FINAL—

Por Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich Padilla 2017

Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor.

Todos los personajes de esta obra son producto de la imaginación.

Exordio

Esta obra nació hace más de una década y media, cuando yo era tan solo un muchacho en la escuela, pensando en el páramo de mi tierra natal: Guatemala. Allá, los bellísimos paisajes, con la geografía quebrada y volcánica, y sus cielos pintorescos, me estimularon a crear una obra colorida. Sin embargo, con el amor que le guardo a las obras del género de la literatura fantástica, tanto europea como americana, rápido inicié una obra que mezcló aquellos ingredientes, y nació, por fin, el primer libro de la saga, llamado El Sacrificio. El esfuerzo que hasta hoy le he dedicado a la serie es monumental.

Han pasado tantos años que a veces me cuesta aceptar que llevo casi la mitad de la vida (tengo 32 años de edad) escribiendo la serie. Por fin, y lo digo con tono serio, me aproximo al final. La última entrega de la saga sigue en el horno, donde mi imaginación prepara los ingredientes esenciales para brindarte una gran final.

Mi intención no es demorar la lectura. Sé que estás ansioso de cambiar de página y leer el primer capítulo. Espero que la obra sea de tu agrado. Con toda la honestidad que pueda hallar en mi interior, te doy las gracias de corazón por leer esta obra. Soy un autor independiente, y sin tu apoyo ninguna de mis publicaciones verá la luz del éxito. Sin más, bienvenido a la serie La Guerra de los Dioses.

- Pablo Andrés Wunderlich Padilla

Prólogo

Mórgomiel navegaba en el Río del Tiempo sobre el lomo de Górgometh. La derrota de los dioses de las cinco esencias fue sencilla, rapaz, y maligna, un plan maestro que había preparado por milenios desde que fue derrotado durante los Tiempos del Caos. Y sirvió. Porque nadie lo vio venir. El elemento clave fue que los mismos dioses de la Convocatoria traicionaran a sus hermanos y a sus dragones, decantando la balanza desde un inicio a favor de la oscuridad.

El dios del Caos admiraba el Río de dos dimensiones que se estiraba como un listón hacia la infinidad, sobre cuya superficie podía ver el brillo de los billones de billones de galaxias y mundillos y esferas de gas, y rocas distantes que algún día conquistaría. La conquista que siempre deseó estaba a la mano.

Y ahora poseía todas sus armaduras, había recuperado todos sus poderes. Su alma marchita estaba completa. Pero había más que su alma añadiéndole poder. Ira la Aplacadioses almacenaba tres almas adicionales de alto poder, sumadas a las miles de almas que la espada maldita ya llevaba dentro.

«Soy insuperable. Los poderes que manan en mí son superiores a cualquier ser. No hay quien se pueda oponer a mí.», se dijo el dios del Caos.

La derrota del dios de la Luz y su dragón, Róganok, le había entregado la llave a las puertas del universo.

«Admirable la estrategia para derrotar al dios de la Luz», le comunicó su dragón con un pensamiento. Aquella cabeza enorme ondulaba mientras su cuerpo serpenteaba a través de la eternidad, su ahusado cuerpo soltando una estela de sombras.

«Ha sido una magnífica conquista», le respondió el dios del Caos a su dragón. Por suerte, Górgometh no notó que no fue Mórgomiel quien dijo esto.

Los ojos de Mórgomiel miraban de lado a lado, incapaz de descifrar de dónde provino dicha voz. «Aquí estoy.» Mórgomiel desenvainó a Ira.

«¿Acaso sucede algo, milord?» preguntó el Dragón del Caos.

«No…es sólo que…nada. Prosigamos», le respondió a su súbdito.

«¿Quién eres?», le inquirió a la presencia en su interior.

«¿Acaso no sabes? Me duele considerar que me has olvidado, porque yo jamás te olvidé a ti», le respondió la voz desde las profundidades de su alma.

«No puede ser…quedaste suprimido cuando tomé tu cuerpo…»

«Pero jamás eliminaste mi alma por completo», respondió aquella voz.

«¿Qué deseas?», inquirió Mórgomiel. Antes de que pudiera obtener cualquier respuesta, la voz se había fugado y se había perdido en los mares azotados de su alma.

Dentro de tanta maraña de odio y el cultivo de la destrucción, sería imposible hallar la mota diminuta que sería el alma del humano a quien conquistó. Por más ínfima que fuera, sin embargo, parecía ocasionarle ansiedad. Era como poseer un pensamiento fugaz y errático que no podía controlar…y sin embargo aquella extraña presencia parecía tener voluntad propia a pesar de no poseer cuerpo.

Salieron del Río del Tiempo, el torrente mágico conectando las dimensiones los expulsó de vuelta al universo.

«Te hayas distraído, milord», le comunicó Górgometh con un pensamiento, sintiendo que el dios del Caos estaba ansioso, algo muy inusual. «Eorta se halla al acecho, el mundillo rojo que dejaste a cargo de Évulath el Valiente», le comunicó Górgometh.

Mórgomiel sonrió para sus adentros y dijo con un pensamiento, «Veremos si el siervo ha cumplido la misión de multiplicar y de entrenar al ejércitos. Hemos de preparar la conquista del universo y para ello necesitaremos utilizar los Portales del Meridiano, el mundo que creé con el propósito de comunicar largas distancias mediante portales. Kanumorsus…»

Memorias del viejo antaño surgieron en la mente de Mórgomiel. Antes de los Tiempos del Caos, conquistó el planeta ahora llamado El Meridiano, y construyó Kanumorsus como parte de su plan maestro para conquistar el universo.

Parte I

Capítulo I - Allündel

—Gordbaklala, dios de la Tierra.

—Muerto. Absorbido por Ira la Aplacadioses.

—Kágalath, dragón del dios de la Tierra.

—Muerto. También, tristemente, absorbido por Ira.

—ArD’Buror, dios del Fuego y su respectivo Dragón Folfiri.

—Muertos. ArD’Buror a merced de Róganok. Folfiri fue absorbido por Ira.

—¡Traidor! —gritó Lohrén. Varios le hicieron eco.

—Silencio. Continuamos como el protocolo establece —dijo Azuri—. Mythlium, la diosa del Agua, y su respectivo Dragón, Fluenthal.

—Muertos. Abolidos por Róganok y Alac frente a Mortis Depthos.

—¡Traicionera! ¡Merecida su muerte! —volvió a gritar Lohrén. Otros elfos le volvieron a hacer eco. La emoción, esta vez, duró más tiempo.

Azuri ni se molestó en silenciar a los demás, pues ella también ardía del enojo. Cuando El Consejo de Allündel volvió a guardar silencio, continuó: —D’Santhes Nathor, diosa de la Noche, y su respectivo Dragón, Mégalath.

—Separados. Desinteresados. Pero viven.

—¡Cobardes! —aulló Lohrén.

—Alac Arc…Ánguelo, el dios de la Luz, y su respectivo Dragón, Róganok…

Esta vez hubo silencio.

Fue Hiz el Lanzahechizos quien respondió. Estaba sentado con las piernas cruzadas, con ambas manos sosteniendo un orbe mágico sobre las piernas. Hiz estudiaba el orbe con detenimiento, habiéndose especializado en la lectura de sus mensajes durante los milenios que llevaba con vida. Con la mirada indagaba en la profundidad infinita del artefacto mágico. Hiz dijo, extrayendo y traduciendo las conclusiones que descifraba con el orbe: —Alac: desaparecido. Róganok…fue aniquilado por Górgometh frente a Mortis Depthos.

Varios suspiros llenaron Uyca, el domo religioso. El ruido reverberó. En lo alto de la cúpula, una ventana circular concentraba los rayos solares de Oris. El haz de luz entraba en un ángulo y su luz se fraccionaba al entrar a la cúpula, para iluminar el sitio religioso con una luz celeste y divina. Las paredes de Uyca estaban limpias, sin decoración.

Los demás presentes en el Consejo estaban sentados con las piernas cruzadas, uno al lado de otro para formar una media luna. La media luna de elfos sentados le prestaba atención a la única elfo de pie: Azuri la Alabanza, líder religioso en Allündel.

El hechicero seguía perdido entre la profundidad del orbe. Escrutó con detenimiento las imágenes y dijo: —El paradero del dios de la Luz es inconcluso. El orbe es incapaz de mostrarme su destino. ¿Debemos hacer esto todos los días? —preguntó el hechicero de cabellos color del azabache y ojos turquesa. El cabello, como la mayoría de elfos, era largo, llegando a la mitad de la espalda. Lo usaba suelto, como una catarata de diamantes negros. Las mujeres eran quienes creaban trenzas con florecitas y otros ornamentos, siempre sencillos. Lohrén era el único que se recogía el cabello, de color platino, en un moño sobre la cabeza.

—Debe ser así —respondió Azuri con su eterna sabiduría. La líder religiosa utilizaba un manto rojo bordeado con morado. Sobre el cabello liso y suelto de color del oro utilizaba un sombrero del mismo color sobre la cabeza. Sus ojos celestes estudiaban a la audiencia con una mirada perdida en el infinito mientras sopesaba la información ofrecida por Hiz. —El paradero de Alac debe ser establecido cuando antes —arguyó—. Que el orbe no logre localizarlo es buen augurio, pues quiere decir que no ha muerto. Aun quedan esperanzas.

—Varias arenas han sido dedicadas a su hallazgo, y cada vez nos damos cuenta de cómo fracasamos en reconocer que Mórgomiel había tentado y seducido a Fluenthal, a ArD’Buror, y a Mythlium. De haberlo visto con tiempo, hubiésemos alertado a Alac y quizá prevenido esta catástrofe. La caída de las esencias y la ultimación de la Convocatoria es un presagio de que nos vuelvan a embaucar los Tiempos del Caos. Estamos perdidos… —dijo otro consejero.

—Fue imposible prever la traición de los dioses —explicó Hiz—. ¿Crees que Mórgomiel no lo tenía todo fríamente calculado? Con sus hechizos previno que la esfera y mis habilidosos encantos deshilvanaran sus malévolos planes. Pero ya no estamos ciegos. Ya sabemos que Mórgomiel se mueve con velocidad y desea nada menos que tomar al universo enterito como rehén. Debemos hacer algo para evitarlo —concluyó el hechicero.

—Al menos que… —inició a decir Lohrén, pero el elfo se interrumpió.

—Di lo que estás pensando. Estamos en un consejo para que todos compartan sus ideas y sugerencias. Si tienes algo que decir, entonces dilo —le exhortó Azuri.

Lohrén volteó a ver de lado a lado, nervioso por lo que estaba por decir: —Digo que no sabíamos de Mórgomiel y sus planes porque quizás alguien en nuestro prestigioso Consejo nos traicionó y deliberadamente saboteó la esfera para que no pudiera ser leída —sentenció Lohrén.

Varios elfos suspiraron. Nadie había considerado la traición como una posibilidad. Pero por supuesto que lo era.

—Sólo yo poseo la esfera —explicó Hiz con irritación—. Insinuar que algo así haya sucedido es considerarme como un traidor. No toleraré tus insolencias.

—No es para que te ofendas, Hiz —dijo Uín—. Lohrén tiene razón. Pero quizá no fue nadie en Allündel quien nos traicionó. Quizá alguien fuera de este mundo posee suficiente fuerza para corromper las visiones del orbe.

—¿Quien posee suficiente fuerza para lograr semejante cometido? —preguntó Azuri.

—Sabemos que Alac habló con la Reina Negra del Abismo de Morelia, y no en sólo una ocasión—aseguró Uín.

—Considerar que el Oráculo nos traicionó me hiela la sangre. Pero es cierto. Hay pocos entes en el universo que lo pudieron haber logrado, y ella es úno de esos pocos. Esto quiere decir de que la extensión de los poderes de Mórgomiel es vasta. Si ha logrado convencer a alguien tan poderoso como el Oráculo —concluyó Hiz—, entonces verdaderamente tenemos problemas.

—Me sorprende que los dioses del Agua y Fuego hayan caído con tal facilidad. ¿Qué fue? —preguntó Uín.

—Nadie lo sabe. Es posible que el mismo Górgometh jugara un rol con sus hechizos malignos, engatusándoles la mente con sus juegos mentales —dijo Hiz—. Lo cierto es que Mórgomiel ha recuperado todos sus poderes, viste todas sus armaduras. Necesitamos al dios de la Luz. Sin él, Mórgomiel es imbatible.

Los elfos del consejo asintieron con una mirada medrosa.

—Lo que me duele es saber que ArD’Buror sacrificó a Folfiri a cambio del poder. Los dragones son seres como los elfos: que rara vez se multiplican. Una vez extintos jamás volverán —reverberó la voz del hechicero.

—Hay más dragones —dijo Lohrén.

—Los hay. Pero yacen eternamente dormidos. ¿Quién podría resucitarlos del eterno sueño?

Nadie respondió.

—¿Qué otras opciones tenemos? ¿Quién más podría hallar el paradero de Alac? Estamos ciegos. Necesitamos salir de nuestro confort y salir a buscarlo —dijo Azuri.

Dicha sugerencia causó desconsuelo entre los elfos. Hacía milenios que los elfos no salían de su propio parche de tierra desde que su planeta, Érvein, fuera destrozado, y ninguno estaba preparado para ir de excursiones fuera de los límites de Allündel.

—Yo creo tener una solución —surgió una voz por detrás de las columnas sosteniendo la cúpula.

Una figura agazapada salió ante el Consejo.

—¿Karsa? ¿Qué haces aquí? ¡Espiando al Consejo! Esto merece una reprimenda… —empezó a decir Lohrén.

—Habla, hija de Elfaram. El Consejo de Allündel no es privado ni secreto. Es sabido que los más sabios atienden por el conocido desinterés de los más jóvenes. —Azuri estudiaba a la elfo joven con detenimiento, admirando su coraje.

—Cuando Alac estuvo aquí y lo llevé al Mirador, mencionó algo que me pareció interesante, pero no le presté mayor atención…hasta hace poco que visité el sitio y me llegaron los recuerdos de lo que dijo, y creo que es importante. He escuchado de su trágica pérdida. Entiendo que no sabemos su paradero…pero hay alguien que podría saberlo…

—¿Quién? —inquirió Hiz, sus ojos turquesa tragando la escena.

—Es un Naevas Aedán, su señoría —respondió Karsa.

—¿Un Naevas Aedán? Serafines…¿acaso existen fuera de Allündel?

—Fueron diezmados durante La Guerra de un Lamento —dijo Lohrén—. Thórlimás, su dios, murió durante dicha guerra, igual que Eolidálidá.

—Sí, casi todos fueron exterminados —dijo Karsa—. Pero varios sobrevivieron el asalto, y aquí se les ha provisto de asilo. Pero hubo un serafín que de alguna manera se convirtió en el aliado de Alac. Él me lo dijo, que extrañaba su presencia.

—Es cierto. Lo he visto —dijo Hiz, maniobrando lel orbe, hurgando entre sus profundidades.

—Los Naevas Aedán son inservibles por sí solos —dijo Lohrén con insolencia.

—Quizá sea cierto. Pero este es diferente —arguyó Karsa—. ¡Era su guía!

—¿Su guía? ¿Dices que habitaba su mente, corazón, y espíritu? —inquirió Hiz.

—Eso me dijo Alac, que su fiel guía, Teitú, lo abandonó cuando visitó Tutonticám, pues decidió permanecer con los caídos para darles consuelo.

—Interesante…

—¡Es la solución! —gritó Azuri de un sobresalto—. ¿Puede ser recuperado? Si logramos que salga de su pena quizá nos ayude a ubicar el paradero de Alac.

—Quizás… —dijo Hiz—. ¿Depender de un ser eternamente emotivo como lo es un Naevas Aedán? Son seres susceptibles a las corrientes del amor, del terror, del oprobio; pero también altamente eficaces en comunicarse con su amo. Y como traductores entre especies son una maravilla. Quizá…

—Es la solución —repitió Azuri.

—¿Y quién será el valiente que lo recuperará? —dijo Lohrén—. ¿Quién de nosotros irá a las ruinas de Tutonticám? Aquellas tierras están malditas, llenas de oprobio y demonios. Desde la Guerra de un Lamento y la destrucción de Flamonia, nadie ha puesto pie en aquella parte del mundo el Meridiano.

Los elfos estaban afligidos, respirando rápido, algunos hasta sentían palpitaciones. Hablar de otros mundos y la mención de demonios causaba malos augurios. Los elfos llevaban aislados por milenios, desde los Tiempos del Caos, cuando huyeron del universo conocido para esconderse en un recóndito rincón de las estrellas para evitar ser exterminados. Muchos de aquellos que sobrevivieron el éxodo de Érvein seguían vivos, y las memorias del terror causado por Mórgomiel persistía en su corazón.

—Debe ser alguien que pueda ayudarnos. El universo está en peligro, y la oscuridad se ha decantado en la balanza. Pero todavía hay seres de gran corazón que puedan forjar la lucha. Los

Naevas Aedán, cuando caen en la tristeza, se someten a una depresión intensa que sólo seres amados o conocidos pueden consolar —explicó Uín.

—Ya sé quien —dijo Hiz. El orbe entre sus piernas mostraba la imagen de una muchacha.

—¿Humano? ¿Otra vez? ¿Cuándo vamos a dejar de depender de esos seres patetéticos —dijo Lohrén con hastía.

—Jamás —aseguró Azuri con una sonrisa.

—Karsa, eres brillante. Creo que has encontrado la solución al acertijo que llevamos varias arenas intentando solucionar. Deberías participar en el Consejo con mayor frecuencia. Veo que eres de mente iluminada. Hiz.

—¿Sí, su Alabanza?

—Envía a un emisario por la muchacha. Comunícate con Balthazar, nuestro único contacto con ese mundo. La quiero aquí. Quiero ver en sus ojos, y además encomendarle esta gran misión personalmente.

—¿Humano? ¿Aquí? —gritó Lohrén con el rostro pálido.

—Así será, su Alabanza. ¿Pero quién se atreverá a salir de Allündel? —respondió Hiz.

—Debe ser uno de los jóvenes, cuando su alma permanece aventurera. La mente joven posee el beneficio de que no tiene recuerdos de los Tiempos del Caos —dijo Azuri con una sonrisa.

—Yo tengo una sugerencia —dijo Karsa.

Todos se volvieron a mirarla de nuevo. Azuri sonrió.

Capítulo II - Una flor entre el silencio

Luchy no lograba quitarle los ojos a la gema. Titilaba con un eterno ritmo que a veces era intolerable; no porque el ritmo le causara angustia o dolor, sino porque era algo monótono y silencioso que no le daba ninguna sensación de esperanza. Hubiera deseado que aquella gema le diera sosiego, alguna información sobre el paradero y seguridad de Manchego.

—Haz un sonido, lo que sea…dime algo…di alguna palabra…lo que quieras… —dijo Luchy al espacio ocupado por el gélido viento del entrante invierno. Jamás había nevado en el sur del Imperio. Aquellos diluvios pasaban en las tierras norteñas y más elevadas, pero jamás en el sur.

Algo había cambiado drásticamente. Sin duda fue la ausencia de Alac…de Manchego. ¿Muerto? No podía ser. Sencillamente no podía ser cierto. Balthazar, tan enigmático como siempre, había asegurado que el muchacho estaba desaparecido y, además, le había hecho aquella propuesta.

Seguía pensando en la respuesta que le daría. Su alma, sin embargo, estaba convencida de que diría que sí. Lo haría.

—¡Di algo! ¡Deja de titilar! ¡Me tienes harta!

Luchy se arrancó el anillo del dedo anular izquierdo por enésima vez, y lo volvió a enterrar bajo la almohada. Cruzó los brazos y empezó a llorar. Rufus acudió a lamerle las lágrimas, el can añejo tan acongojado como ella. El perro gimió compartiendo el dolor que todos sentían por la ausencia de Manchego.

Era imposible verle el hocico al cánido entre las sombras durante las altas horas de la noche. La luna estaba menguante y la nieve seguía cayendo a un paso sosegado. Sólo los niños gozaban de la nieve. Para los más jóvenes la precipitación helada era una maravilla. Pero para la mayoría era un problema añadido a sus vidas ya dificultosas.

El pueblo seguía prosperando. Pero como pueblo acostumbrado a veranos soleados y a inviernos con lluvia, la nieve había traído demasiados problemas. Ya varios habían muerto por la temperatura baja y el congelamiento de sus miembros.

Gracias a los dioses…¿muertos?…Lulita había guardado varias prendas hechas de lana de oveja en un cajón, y por ello gozaban de calor. Sin embargo era difícil mantenerse caliente en un hogar hecho de maderos. Tuvieron que adquirir un horno de leña que fue modificado por el herrero del pueblo, con una chimenea emergiendo del techo.

Aquél horno fue ubicado al centro de la casa y ardía con ascuas de maderos viejos. Aquella invención fue sugerencia de Don Dargos de Vásufeld, quien habiendo vivido en el norte había sugerido dicho artículo. El artilugio tenía toda una contingencia para prevenir que la Estancia cobrara fuego.

—¡Ya no más…! —gritó Luchy entre dientes para no despertar a Lulita, y sin poder contener sus impulsos hundió las manos bajo la almohada y sacó el anillo de compromiso.

Resollaba, como si hubiera corrido decenas de leguas. Sostenía el anillo frente a su cara, aquella gema perfecta titilando con periodicidad con un brillo suficiente para ser perceptible durante las horas del día, pero sin suficiente fulgor como para iluminar nada. Ni siquiera el anillo de oro se iluminaba con su fulgor.

—No…no puedo dejarlo…es lo único que tengo de él…Y Balthazar dijo que sería la única manera de encontrarlo de ser que siga vivo. Tiene que seguir vivo. Mancheguito siempre fue un luchador.

Se colocó el anillo, sintiendo el premio del alivio al sentir el frío metal alrededor de su dedo. Era adicta al ornamento y cada vez que se separaba de él sentía una angustia irreparable.

Pudo haber salido al Observador, pero andar sin buena iluminación era una mala idea. La nieve no sólo se metía por todos lados y causaba frío, para luego mojar todo cuando se derretía, sino también creaba trampas al cubrir agujeros, donde sin duda alguien se podía accidentar. Una vez se fue de bruces por tropezarse contra una roca; en otra ocasión metió el pie en una poza de lodo en vías de congelarse.

Apenas un mes había transcurrido desde el casamiento de Ajedrea, y al mismo tiempo, desafortunadamente, llegaron las amargas penas. No obstante, la mayoría de gente no parecía comprender la dificultad de los tiempos.

Los dioses estaban muertos, o por lo menos eso dijo el Pontífice en Háztatlon. La gente seguía sus quehaceres sin contemplar la consecuencia de lo que estaba por venir. Extrañamente la gente iba más al Décamon estos días, a pesar de que por primera vez en la historia todos los vitrales, excepto el de la diosa de la Noche, estaban difusos e ininteligibles —señal de la ausencia de los dioses—.

Luchy se volvió a recostar sobre el lecho, incapaz de conciliar el sueño. Le costaba horas dormir. Y cuando lograba hallar el delicioso sueño, el maldito gallo del vecino la despertaba a las seis de la madrugada. Las plantaciones no habían sobrevivido el asalto del frío, y ahora debían hallar una nueva manera de negocio antes de que los tormentos comenzaran.

***

La madrugada despuntó con el estrepitoso chillido del gallo del vecino. Luchy se levantó de zarpazo y salió en pantuflas de lana a la cocina.

Lulita ya preparaba el desayuno, hirviendo varios tamales en una gigantesca olla. El aroma era exquisito.

—Los pobres trabajadores laboran bajo el frío intenso. Algo así jamás ha sucedido. Nieve…jamás pensé ver algo tan precioso pero tan destructivo.

Luchy lanzó la vista a través de las pocas ventanas entreabiertas. La mayoría estaban cerradas por el frío que se filtraba de la intemperie. El pasto verde había sido sustituido por un manto blanquecino. Una eterna alfombra parecía decorar el horizonte.

Rufus no parecía sufrir con el frío. Con un generoso pelaje, el can se regocijaba en las afueras, ayudando al pastor contratado para arrear a las ovejas. Era un pastor común y corriente, en nada similar a Manchego, mucho menos a Eromes.

—Papas. Eso dicen que crece en el invierno. Zanahorias y repollo también. Hay que hacer lo que se pueda, mijita. Tuvimos que arrancar el trigo, y gracias a los dioses el maíz se cosechó a tiempo. Espero que el inclemente invierno no destruya el abono… qué tiempos los que vivimos.

La abuela sufrió un paroxismo de tristeza, su coraza despellejada por un sinfín de eventos emotivos que la dejaron vulnerable.

—Debes hacerlo, Luchy, debes aceptar la propuesta de Balthazar. Sé que dije que sería cruel de mi parte recomendar dicho sendero lleno de pericias pero…sólo tú puedes salvarlo… ¡Sé que está vivo! ¡Lo siento en mi corazón! Y mi cuerpo vetusto no da para un camino lleno de atracos. Eres tú mijita…Tú eres la respuesta.

Luchy lo sabía. Lo sentía en su alma. Debía hacerlo pasara lo que pasara y, mientras más se demoraba, las esperanzas menguaban.

La propuesta de Balthazar sonaba ridícula para una jovencita como ella de apenas diecisiete primaveras. Reyes y reinas debían ocuparse en lo suyo, pues la conquista de Árath estaba a la vuelta de la esquina. Los grandes héroes y los generales de guerra enfocarían todas sus energías en neutralizar a los demonios de Némaldon. No había nadie más que la pudiera ayudar.

Luchy cruzó miradas con Lulita, luego envió la vista al distante paraje. Con un suspiro profundo regresó a su habitación donde inició los preparativos para marcharse. Aceptaría la propuesta de Balthazar, por más peligrosa que sonara.

Capítulo III - La Conquista de Árath

La gran hueste marchaba rumbo al sur. Su misión: asediar y conquistar Árath.

Habían iniciado la marcha desde Omen, donde el ejército se preparó desde que corrió la voz de conquistar Árath.

Los ejércitos de las tierras vecinas que navegaron a través del Mar Tempranero habían marchado desde Merromer hasta Omen, donde se reunieron para avanzar.

Llevaban más de tres semanas de marcha, y por fin llegaban a la ciudad destrozada y ruin antes llamada Ágamgor. Era una ciudad bella, enorme de tamaño, que por siglos había custodiado la frontera colindando con Némaldon. Pero durante la campaña de Legionaer hacia Háztatlon, Ágamgor fue arrasada.

Nadie había visitado la ciudad tras su caída. Hasta hoy, en que alguien pondría ojos en lo que alguna vez fue aquella gran ciudad fronteriza.

Un mes había sido tiempo suficiente para amasar los ejércitos de Mandrágora, una horda con más de cien mil cuerpos acorazados y sus punzantes proyectiles, espadas, y una limitada provisión de jinetes y sus respectivas riendas.

Una división del ejército de la Divina Providencia los había acompañado con un total de más de dos mil soldados ataviados con atuendos dorados, portando en el cinto espadas curvas, y escudos de madera colgando de la espalda.

Una división del ejército de Moragald’Burg se había unido al esfuerzo, aportando mil hombres ataviados con armaduras completas hechas de hierro, espadas de acero, y escudos del mismo material.

Doolm-Ondor había enviado mil hombres enanos de barbas espesas, armados con un martillo de guerra o hacha de doble filo, y armaduras de piedra volcánica.

Entre tanto humano había diez mil dakatak, los insectos llevaban dos lanzas, una en cada apéndice superior, para tener cuatro de las seis patas libres para correr y trepar.

Si todo aquello no fuere suficiente para la conquista de Árath, el Consejo de Magos había dispuesto enviar a Elgahar, quien consigo había llevado a dos de sus mejores alumnos de Maggrath.

A tiro de proyectil de catapulta, las ruinas de Ágamgor estaban esparcidas frente a la hueste que asaltaba el aposento de los nemaldinos.

El sol de medio día refulgía, sin embargo los poderosos vientos acarreados desde el norte estaban causando la precipitación de nieve y que pequeñas pozas de agua se congelaran.

Los ejércitos estaban mal preparados para el frío. Fogarrones debían ser prendidos a diario para prevenir que los soldados murieran a causa de la baja temperatura.

La comida no era nada escasa en estas ahora despejadas partes del Imperio, donde tras un año y pico, las tierras alguna vez ocupadas por la ciudad militante Ágamgor y las pericias de las fronteras de Aegrimonia, ahora eliminadas, había amplio espacio para que la flora y fauna volvieran a restablecer su voluntad. Darle caza a venado y wyvern era fácil entre tanto número.

—Khad’Un, Merkas, Elgahar, Chirllrp, Amon Ras —llamó el general Leandro Matamuertos a cada uno de los caudillos.

El ejército de Mandrágora era sin dudas el más numeroso, y por ende las banderas de dicha legión prevalecían.

—Hemos arribado a la frontera. Némaldón queda a pocas leguas. No más pertrechemos las maldecidas tierras de Aegrimonia, hallaremos el rocoso y volcánico horizonte de la tierra de los demonios. En una explanada se abre un acantilado, y en su depresión yacen los portones que dan al castillo subterráneo, Árath.

»El enemigo está débil y vulnerable. Tras la batalla por Háztatlon y la derrota de Kathanas, sus números fueron reducidos a un puñado de miles. Sin líder están indefensos. Pero ea, que existe peligro entre sus pasillos oscuros y malignos, pues no todos los dethis fueron eliminados, y un numeroso grupo de Sáffurtan permanece intacto.

»Por lo demás, como lo hemos discutido, sus números dependen de los orcos y sus híbridos, los voj y duj, creados por Legionaer antes de caer.

Los líderes de cada ejército no le quitaban la mirada a Leandro. Fue en esa mirada impertérrita que hallaron el consuelo, pues en esa alma endurecida por una vida llena de batallas sanguinolentas yacía el líder de aquella legendaria operación.

Ninguno de los líderes de otras naciones debía vérselas contra los demonios con tanta frecuencia; naciones como Doolm-Ondor y la Divina Providencia le debían un agradecimiento al Imperio Mandrágora por mantener subyugada a Némaldon desde los Tiempos de Köel.

Los insectos de seis patas, había prometido Meromérila, serían la pieza decisiva en esta operación. Atacarían como un relámpago y saquearían Árath de una vez por todas. Luego ocuparían Némaldon para finalizar la limpieza del mal.

Un mes había sido insuficiente para acostumbrarse a los grandes insectos de Gardak. Los hombres del Meridiano seguían circunspectos y no confiaban en aquellas bestias que para ellos eran análogos a demonios. A los líderes de cada nación también les costó convencerse de que estaban entre aliados. Quizá el detalle que no les permitía confiar en los insectos gigantes era el hecho de que no los podían leer como le leerían la mirada a un humano.

Hubo riñas que derramaron sangre a causa de la desconfianza. Varios insectos fueron embaucados y torturados con injusticia y sin una causa. En dos ocasiones los insectos respondieron con violencia.

Costó que Balthazar, Leandro, y Elgahar se unieran para calmar la histeria y angustia en los soldados. La desconfianza hacia los insectos fue muriendo poco a poco, especialmente al verlos obedecer órdenes al pie de la letra.

—Entonces el plan queda claro —dijo Merkas, general de las fuerzas de Moragald’Burg, nombrado por el mismo Othus el Benevolente para liderar dicho avance.

—Ningún hombre parido en las tierras de Doolm-Ondor dejará que el plan se lleve a cabo como está detallado. Es un plan de cobardes, señores. Dejar que los insectos entren primero y asumir que ellos harán el trabajo sucio es negocio de hombre sin huevos.

»Todo hombre de las tierras de Doolm-Ondor sabe que no hay honor en una batalla que derrame la sangre del camarada. La gloria se halla, señores, como lo dice nuestra Yuyaya, la diosa de la guerra, el amor, el dinero, y las joyas: en una batalla reñida.

El enano podía ser inferior de altura, con brazos y piernas más cortos que las de un hombre de altura normal. Sin embargo, los enanos podían blandir armas más pesadas que un hombre normal, y por ello sus hachas de doble filo y escudos pesados eran de ser temidos. Sus armas pesaban tanto que rompían escudos y cráneos con facilidad.

—Cuida esa boca peluda, Khad’Un —amenazó Merkas de Moragald’Burg, que le sacaba tres cabezas al enano.

—¿O qué? Bien sabes que una amenaza en Doolm-Ondor se paga con la lengua, hombrecillo de tierra de piedras y hierro. Lo que tienes es la cabeza llena de sal y algas. Nada sabes hacer bien.

—¡Te voy a clavar al suelo, enano mierda! —gritó Merkas.

Khad’Un elevó su hacha al aire para defenderse, pero el golpe de Merkas nunca llegó. La voz de Chirllrp llenó el ambiente con sus ruidos guturales. Leandro y Amon Ras estaban listos para intervenir en caso de que la sangre se derramara.

—¡Mismo lado! ¡Mismo lado! Enemigo, allá… —apuntó un dedo el hombre de las tierras extrañas de Gardak. Era uno de los varios soldados ataviados con las armaduras de resinas. Este soldado era uno de los capitanes que ayudaba controlar las escuadras de insectos.

El intercambio de idiomas entre Mandrágora y Gardak iba veloz, el progreso acelerado por los dedicados estudios de Gáramond. El filósofo trabajaba día y noche junto con Katalio y Jochopepa para educar a los inmigrantes de Degoflórefor en la lengua común. Los mandragorianos también aprendían el idioma de Gardak, aunque el interés por hacerlo era mucho menor.

Khan’Un y Merkas se escupían odio en las miradas. La presencia de tanto Balthazar como el poderoso mago Elgahar, los mantuvo a raya.

Amon Ras, líder de la división de la Divina Providencia, expresó: —Aunque el general de Doolm-Ondor lleve la razón, debemos comprender que Árath es un castillo subterráneo cuyos pasillos carecen de toda iluminación.

»Entrar con los ojos inferiores de un humano es lo más cercano al suicidio. Los insectos de Gardak son seres maravillosos que tiene una visión nocturna excelente, incluso podría apostar las joyas de mi amo que tienen mejor visión que los orcos.

»Para que la misión sea eficaz y el relámpago caiga con la velocidad que debe, los insectos deben entrar primero. Derrotar a Árath es imperativo. Y debemos lograrlo de un zarpazo para que no sigan huyendo.

Merkas se volvió a ver al enano para luego lamerse los labios. Khad’Un carraspeó y escupió un gargajo al pasto recubierto por nieve.

—Estamos. El objetivo y el orden en que los sucesos deben suceder queda claro —dijo Leandro—. Partiremos cuando la sombra del pino más cercano se alargue dos zancadas, es decir, antes de la caída del sol. Árath jamás sospechará que arrancaremos de noche. Comed, bebed, y descansad. Será una guerra veloz, pero no ausente de las pericias.

Los líderes se despidieron y cada uno regresó a su propio ejército, donde cada caudillo discutiría con sus capitanes el desenlace de la batalla que se avecinaba.

Capítulo IV - Rumbo al norte

El suelo estaba tapizado de nieve. El horizonte se extendía hacia la distancia con un manto eterno de algodonosa apariencia. Los árboles sobresalían sobre aquél mar de leche.

La copa de los árboles y su fronda estaba o congelada con pequeños dardos de agua o totalmente recubierta por un manto de nieve. Los pájaros habían dejado el paraje sin música. Seguramente habían buscado refugio en alguna otra parte del mundo donde el calor persistía.

Luchy se frotaba las manos que guardaba entre las mangas del manto, un textil de lana que Lulita le había preparado para esta misión.

El vaho de su aliento salía entre sus manos. Su cabeza estaba recubierta por la capucha del manto. Sus pómulos sonrojados y su piel pálida del rostro exhibía unos labios de color rosado y unos ojos como esmeraldas.

Sus pasos alertaron a los guardas cerca de la garita poniente, donde una carreta esperaba a su pasajero. Los soldados ataviados con metales se veían altamente incómodos entre el metal, cuando para aguantar el frío debían usar mantos de gran espesor bajo aquellas armaduras. Los soldados distribuidos en el pueblo parecían estatuas, firmes e impertérritos. Tan sólo el vaho y la palidez de sus manos delataba que morían de frío.

Varios transeúntes ambulaban con prisa a pesar de que era el medio día. El sol refulgía con gran brillo, sin embargo parecía no calentar nunca.

Las calles debían ser limpiadas con palas de la nieve de cada día. De no limpiarse, la nieve se apelmazaría en una torta de agua congelada que servía para resbalarse y ocasionar accidentes.

Varios hornos habían sido distribuidos alrededor de las calles para derretir la nieve. Sin embargo nada parecía ser suficiente. Y los problemas apenas comenzaban. Las carrozas no estaban diseñadas para la nieve. El caballo que tiraba de cada vagón era la única porción del carruaje a gusto entre el frío.

—Gracias a los dioses que don Dargos de Vásufeld ocupa espacio en el pueblo. Su castillo de piedra sufre con el inclemente frío, pero vaya que el norteño sabe amañárselas para sobrevivir. Si no fuera por él, el pueblo estaría hecho un hielo —dijo un soldado a la garita.

—Ni lo digas. La diosa del Agua no tiene clemencia con sus adoradores. Si yo fuera un dios de algún elemento, prometo que velaría por mis creyentes. Pero mira, parece como si los dioses estuvieran muertos. ¿Crees que sean ciertas las habladurías? Rumorean que los cinco han sido derrotados. Yo no me lo creo. Los dioses son infalibles.

—Es un cuento de hadas que se tragan los que no tienen nada que hacer. Los dioses no se pueden morir. ¡Qué estupidez! —dijo otro soldado mofándose de lo dicho.

Luchy pasó al lado de aquellos sin dirigirles una mirada. Los guardas saludaron con cortesía, pero la muchacha sencillamente siguió de largo. «Nadie cree que los dioses han muerto…pero yo sé que algo terrible sucedió. Y Balthazar lo confirmó…» pensó Luchy mientras salía por la garita poniente, hacia el carruaje.

—La gente ya no saluda hoy en día —dijo uno de los soldados, siguiendo a Luchy con la mirada.

—Una chica muy guapa —farfulló el otro—. Quizá la asustaste con esos bigotes de rata —dijo, y ambos se rieron en silencio, para luego volver a estar firmes cuando un noble pasó montado en su corcel.

Luchyllegó al pie de la carroza. Era negra y muy elegante. Lulita prometió conseguirle sólo el mejor transporte. El piloto descendió, sus botas embadurnadas de nieve. Era un tipo gordo de abundantes carnes que usaba un sombrero de estilo que había capturado una gran cantidad de nieve sobre las alas.

—Buenas, señorita Buvarzo de la Finca el Santo Comentario. Mi nombre es Gerardo Cofildo y seré su piloto hacia Háztatlon. Maldita nieve… —dijo el hombre quitándose el sombrero para sacudirlo—. ¿Valijas?

Luchy le devolvió una mirada vacía. No tenía ganas de charlar. Permitió que el silencio hablara con plenitud.

Los ojos del piloto se movieron con nerviosismo. —Una chica de pocas palabras. ¿Sin valijas, eh? Seguro que le darán lo que necesita en donde va. Pues bien, su abuelita me dio varias instrucciones y muchas precauciones. Debe llegar usted muy bien tratada a los pasillos del Soberano. Traigo a un escolta que su misma abuela ha elegido. ¡Mojak! —gritó el piloto.

Del carruaje emergió un gigante de pieles doradas. Utilizaba armaduras de piel de wyvern protegiéndole el cuerpo en su totalidad. Tenía la cabeza rasurada, lo que era poco común para un Hombre Salvaje. Algo interesante era el tamaño de su barriga, un vientre que sobresalía y denostaba una panza redonda y dura bajo cuyos pliegues de grasa seguramente había un tumulto de músculos. Era el contrario de Balthazar. El gran hombre salvaje tenía un tatuaje en el brazo izquierdo, uno que iniciaba cerca del codo y viajaba hasta sus dedos. Le recordó al tatuaje que llevaba Balthazar en el pecho, y de hecho su diseño era muy similar. No sabía si era un diseño decorativo o si tenía alguna función.

El tal Mojak era más alto que Balthazar y dos veces más ancho de hombros. Tenía la espalda curvada hacia adelante y una mirada sin interés con los párpados medio cerrados. El tipo tenía un sinfín de cicatrices en el rostro. Sus manos estaban empuñadas. Los puños parecían melones. Sus piernas estaban combadas y eran ligeramente más cortas que sus brazos, tal que el tipo parecía un gran simio. La quijada gigante y cuadrada expandía sus labios en una línea recta, tal que era imposible imaginarse una sonrisa en aquella expresión.

—Es mudo —explicó el piloto—. Mojak era un esclavo de Árath. Es todo lo que sé de él. De seguro alguien tuvo que haberlo rescatado, supongo que así fue para que se encuentre aquí —consideró el piloto. No parecía ni molesto ni intrigado por aquel gorilón.

—No se preocupe, señorita —ofreció el piloto al ver la mirada meditabunda de Luchy—. Mojak fue elegido por un tipo llamado Balthazar, otro Salvaje de ojos como zafiros. Su abuela, doña Lulita, le dio el visto bueno.

Luchy se permitió estudiar los detalles del gigante, percatándose de que llevaba un gran mazo colgado del cinto. Esa mirada de ojos negros no parecía albergar emoción. El tipo además de mudo, parecía retrasado mental. Pero si Lulita lo había elegido, entonces aceptaría su protección.

—¡Andando! Su abuela ha expresado la prisa…

Mojak se montó, y el carruaje pareció hundirse media zancada. Luchy, sin más pensamientos, subió al carruaje por el lado opuesto. Dos corceles respondieron a chasquido del látigo, y es así que Luchy emprendió rumbo al Norte.

***

Hicieron su primera parada en Vásufeld. El camino a Háztatlon era largo y peligroso, y debían aprovisionarse con frecuencia. Al llegar a la ciudad, entregaron los permisos a los guardas de la garita, y se dirigieron derechos al castillo.

Mojak se había quedado en las afueras cuidando el carruaje. Luchy había notado que el tipo permanecía sentado al lado de los caballos en absoluto silencio. El piloto, al contrario que el guardián, no tardó ni dos segundos en ir al mercado de la ciudad para coger almuerzo y bebida.

Luchy no estaba de ganas. Realmente no deseaba tener que sentarse con un puñado de nobles de doble cara. No deseaba hablar ni responder a las miles de preguntas que seguramente le harían. Pero una cosa era el deseo, y otra su deber a la nobleza. Obligada por las costumbres, la muchacha no tuvo otra opción que aceptar la invitación del Duque y asistir y comer a la cena.

Jamás había visitado las grandes ciudades salvo Háztatlon, que conoció por la obligación de la guerra. Posteriormente visitó la ciudad capital para el casamiento de Ajedrea. Pero las otras ciudades eran foráneas para ella, y se sorprendió de lo diferente que era Vásufeld de la ciudad Imperial. A lo mejor las demás ciudades también eran muy distintas, cada una con su propia personalidad.

Vásufeld era una gran ciudad que se situaba en un valle montañoso. Varias casas se albergaban a los lados y sobre las montañas, para rodear al castillo en el centro hecho de piedra. El gran castillo acorazado era el aposento de Tenos Domaryath, un tipo cuya familia había emigrado de Moragald’Burg hacía muchos siglos. Aquella fusión de la cultura de hierro y piedra era evidente en el castillo de poco ostento. Había bastante decoración, la mayoría era trofeos de cacería, cabezas de bestias salvajes que murieron por deporte.

Como el apellido lo atestiguaba bien, la familia del Duque era Domaryath, pues en sus tiempos de inmigrantes habían domado a varios wyverns y vendido sus lujosas pieles para mantener la economía. Los trofeos, cabezas y pieles de animales, no se limitaban a wyverns, sin embargo. Desde tres clases de ciervo a tres iguanas gigantes, había toda clase de víctimas de la caza. Con cuernos y sin cuernos, los animales eran varios.

—Luciella Burvarzo de la Finca El Santo Comentario, nieta del gran Eromes el Perpetuador, sobrina de Leor Buvarzo, mi buen amigo el Duque de Bónufor. Me complace conocerte —dijo el Duque ataviado con prendas moradas y un sombrero estiloso. El tipo era rubio y alto, muy similar a los hombres de Moragald’Burg.

—Pero que jovencita más preciosa —dijo la Duquesa al entrar seguida por su propia comitiva y una de sus varias hijas. La señora tenía el pelo castaño hecho una escultura de volutas y la cara maquillada con varios polvos. La hija llevaba un vestido de color turquesa y su cabello rubio caía libremente sobre los hombros. La comitiva estaba compuesta por una armada de mujeres jóvenes vistiendo un atuendo de color café parco, todas atendiendo en secreto las necesidades de la Duquesa. Y las necesidades de la Duquesa eran varias, tal que las damas estaban ocupadas siempre.

—¿Y qué vestimenta la que utilizas? Ay, no, mi querida. No vamos a permitir que prosigas tu marcha al norte, a los pasillos de Mérdmerén, el Puño del León, en tales harapos. —La señora le dedicó una mirada de desaprobación similar a la que la hija de la pareja le dedicaba a Luchy.

Luchy entornó la mirada al techo y suspiró. Detestaba ser la diana del escrutinio de los nobles, especialmente cuando la gente adinerada no comprendía las complejidades de la vida. Especialmente cuando parecían obviar la realidad de los peligros que estaban por decantarse sobre ellos. Parecían desconectados del mundo.

Luchy golpeó el suelo de piedra cn su pie. Empuñó las manos. Sus labios se convirtieron en una línea recta y sus ojos se convirtieron en dos faroles. Exhortó: —He venido, no para ser criticada, sino para gozar de la amabilidad del Duque. El mismo Don Dargos me ha recomendado venir aquí. He tenido un viaje largo y lleno de tempestad. O nos sentamos a comer como amigos y acepto su hospitalidad, o me largo ahora mismo y evito la falta de respeto. Ustedes deciden —declaró la joven cruzándose de brazos.

Los ojos de la Duquesa se abrieron en par en par. No volvió a dirigirle la mirada ni cuando se marchó la mañana siguiente.

La hija de la Duquesa parecía del desplante de Luchy a sus paderes, mientras que Tenos se dedicó a parlotear hasta por los codos celebrando el hecho de que Luchy fuera una mujer de fuerza abundante, y le dedicó varios párrafos a —cuánto le gustaban las mujeres fuertes—, ante cuyo comentario la Duquesa se molestó.

***

Luchy salió del castillo cuando la sombra de árbol se extendía durante el amanecer. El sol despuntó sobre las montañas y le abrazó el rostro. Sonrió para sus adentros, para luego encontrar que Mojak seguía sentado en el suelo recubierto de nieve, al lado de los caballos, sin inmutarse.

La muchacha estudió el semblante del gran Salvaje sin dedicarle mucho tiempo. Seguía embebida en sus propias emociones como para lograr disociarse de aquellas y estudiar el exterior.

—Se lleva mejor con las bestias que con los humanos — apostó Gerardo, el piloto de la carreta—. A veces los humanos son más bestias que los animales. Creo comprender al Salvaje, al menos en ese aspecto. —El piloto carraspeó para ponerse el sombrero sobre la cabeza.

—Agradezca que veníamos con las bendiciones de Don Dargos, de lo contrario nos hubieran encerrado en el calabozo —dijo el piloto subiéndose a la carroza. Le dedicó tal mirada a Luchy que fue evidente por qué.

Mientras salían de Vásufeld a las tempranas horas de la mañana, la jovencita le dedicó una mirada al exterior para estudiar el paraje.

La gran ciudad del sur gozaba de una limpieza y un orden codiciados incluso por Háztatlon. Le surgió hambre de investigar, de correr por sus adoquinadas calles y de conocer sus diferentes barrios, de conocer a los verduleros y a las floristerías, a los pequeños y grandes granjeros; sin embargo, en ausencia de su mejor amigo no deseaba ninguna aventura.

La nieve parecía caer con mayor inclemencia mientras más se aproximaban al norte. Pasaron cerca de las faldas del volcán Marsemayo, notando que el calor emanado por la eterna fragua no permitía que demasiada nieve reposara sobre el suelo.

El gigante de lava parecía recubierto por una frazada blanca, su chimenea soltando eternos pulsos de gas. Dos veces Mojak descendió de la carroza para dedicarse a abrir paso entre la nieve con una pala que Gerardo mantenía en el carruaje, y esas dos veces logró su cometido con eficiencia.

Se detuvieron en un pequeño poblado donde descansaron durante la noche en una taberna de buena reputación. Varios ojos curiosos estudiaron al extraño trío, pero ninguno les dedicó demasiada atención.

Eran tiempos extraños en el imperio Mandrágora. La malicia parecía haber sido dispersada y los malhechores huido hacia el sur. Los Desertores parecían haberse redimido y no se sabía de ningún asalto. Se despidieron del pequeño poblado a la siguiente mañana y prosiguieron su rumbo al norte, interrumpido sólo por el constante caer de la nieve.

En esta ocasión la pequeña compañía no iba de prisa ni perseguida por extraños. Por ello se dedicaron a rodear las Montañas del Ferroño y dirigirse por las pendientes menos elevadas de la tierra que pronto le daría origen al Sendero de los Caídos, colindando con los Campos de Flora.

Tras la muerte del Duque Thoragón Roam y la derrota de su ciudad, nadie custodiaba el Sendero de los Caídos. No pagaban tributo y las garitas yacían abiertas, otras destrozadas. El camino estaba poblado de varios aldeanos laborando, de otros ciudadanos reconstruyendo lo que alguna vez fue. Pero nadie les dedicó una mirada más que por mera curiosidad. Luchy pudo observar que sobre los campos llanos y extensos una gran plataforma se erguía. Sobre ella había un gran arco donde una extraña vorágine daba vueltas. Varios custodios cuidaban aquél artefacto. No sabía de qué se trataba, y de momento no le prestó mayor atención.

Al pasar Kathanas, pasaron por un hotel llamado El Cantinablo, donde alguna vez el soberano actual conoció por primera vez a los Asesinos de la Hermandad de los Cuervos. El sitio había cambiado de dueños al haber muerto los previos inquilinos, y ahora gozaba de un ambiente particularmente liviano.

Al día siguiente prosiguieron su camino. Uno que otro inquilino hizo algún comentario sobre el tamaño del Salvaje, pero todos parecían venerar a dichos hombres tras las leyendas que surgieron de los Salvajes que derrotaron a los dethis durante la Batalla por Háztatlon.

Tras una semana de serios problemas por el espesor de la nieve, y los poderosos frentes fríos, los viajeros hicieron una pausa en un poblado llamados Nabas. Se hospedaron en el Hotel Villas del Campo, donde el mismo Mérdmerén de los Reyes había pernoctado antes de regresar a Háztatlon.

—Los fríos se hacen peores mientras más llegamos al Norte —dijo Gerardo frotándose los brazos. Con gusto recibió el caldo caliente en un pocillo, y bebió de él hasta saciar el hambre. Hasta el momento no había logrado sacarle mucho tema a Luchy, mucho menos a Mojak por ser mudo. Mojak, de todos modos, dormía afuera en la intemperie. De alguna manera el grandullón se las arreglaba para no morir de congelación.

—Hace tanto frío —dijo la muchacha. Estudiaba la gema de su anillo de compromiso sin entusiasmo, el titilar de la piedra tan constante como el orto.

Gerardo había notado que la muchacha pasaba largos ratos estudiando la piedra preciosa, como si tuviera gran profundidad, o algún significado críptico. Dos veces había observado a la jovencita tirar el anillo; una vez al agua de un río poco profundo, y otra a la nieve, y las dos veces estudió cómo la muchacha casi se moría de congelamiento al ir buscando el anillo con una desesperación irracional.

Parecía loca, pero más que eso, parecía estar en un tremendo conflicto. ¿Quería o no quería el anillo? El piloto estaba seguro de que podría vender el anillo por varias coronas. Pero sabía que la muchacha lo apreciaba más que cualquier cantidad de dinero. Dos veces inquirió sobre su origen. La primera creyó que la jovencita no le había escuchado; la segunda vez comprendió que lo ignoraba. No preguntó más. La mujercita parecía inconsolable.

Mucha gente había notado la belleza de la jovencita. Sin embargo, la muchacha emanaba una energía que más parecía ahuyentar que atraer. Por ello nadie se le acercaba. Parecía enferma. Pálida…triste…inconsolable. ¿Deprimida?

Al día siguiente prosiguieron rumbo a Háztatlon.

Capítulo V - La caída de Árath

Más de la mitad del ejército de las naciones unificadas había pasado Aegrimonia, y se hallaba pisando la árida tierra de Némaldon, a pocas leguas de los malditos portones del castillo subterráneo.

Más de cincuenta almas se habían perdido a merced de los encantos malignos de wraiths. Balthazar logró salvar a un par.

La muerte por un wraith era horripilante por el sonido que provocaba en su víctima. Su audición causaba dolor de huesos y pesadillas. La visión de dichas pérdidas no era algo atroz, pues los wraiths —al ojo desnudo era una sombra alta con forma de hombre— envolvían a sus víctimas en una voluta de sombras.

El ejército hizo una pausa bajo la orden de Leandro. Todos debían esperar a que los soldados de élite se cargaran a los centinelas custodiando Árath, para que el ataque fuera en esencia uno por sorpresa.

—¡Élite! ¡Despachad! —dijo el Matamuertos al frente de la avanzada. Al instante los soldados especializados en moverse con sigilo y degollar a sus víctimas sin emitir ruido, se esparcieron. Vestían armaduras blandas de cuero negro curtido. Como arma llevaban sólo un cuchillo. Tenía la cabeza recubierta por un casco de cuero que les cubría la mayor parte de la cara, con dos agujeros para los ojos y uno para la nariz.

El trabajo se completó con velocidad. Los orcos en sus puestos de vigilancia fueron eliminados sin misericordia. Los soldados élite siguieron avanzando, asegurándose de que no quedara ningún vigía con vida. Al paso de dos horas, los soldados regresaron a la fila.

—Excelente trabajo —aseguró el general—. Soldados élite: poneos las armaduras deprisa. Avanzaremos cuando antes.

La marcha de la legión de miles se tornó en un trote ligero pero continuo en cuanto Leandro dio la orden. Fue horas antes del despuntar del alba que el ejército llegó al sitio predeterminado.

Némaldon era una llanura extensa hecha de piedra volcánica, quedando evidente que por milenios la actividad volcánica había creado un manto de piedra seca y peligrosa. Frente a ellos, sin embargo, había un acantilado que se precipitaba en ángulos profundos. El precipicio se convertía en un claro de suelo limado y plano que apuntaba, como rampa, a la otra pared del acantilado. Sobre la pared vertical opuesta, dos portones gigantes, del tamaño de cinco árboles de anchura y tres de altura, protegían la entrada al castillo subterráneo.

—Árath —expresó el Matamuertos.

Un frente frío envolvió a ejército. Varios castañeaban los dientes y no se sabía si era por el miedo que sentían ante semejante estructura, o el frío. Pero no había tiempo qué perder. Los vigías podían haber muerto, pero Árath tenía más que ojos para detectar peligro al acecho. Seguro que los Sáffurtan ya estarían alarmados ante la presencia de tanta energía fuera de los portones.

Chirllrp no requirió de más que una simple seña. Leandro inició a obrar la destrucción. Diez mil insectos se prepararon, obedientes como marionetas. Los magos se prepararon.

Elgahar había adquirido el título de Üdessa tras su retorno a través de los mares. Con el apoyo de sus camaradas, incluyendo la del soberano, El Consejo de Magos permitió que el joven se explicara. Elgahar no necesitó de mayor cosa para demostrar su proeza, manipulando los elementos con sencillez. Había juntado las manos, luego las había pegado al suelo, y del suelo una espada de piedra había surgido como si de la nada.

Al principio, ya sea por celos o sencillo miedo, los viejos, incluyendo a Ulfbar, no deseaban admitir que alguien pudiera comandar tanto poder. Le llamaron desde hereje hasta ingrato, pero al cabo de las semanas y consecutivas demostraciones, Elgahar fue denominado un fenómeno en el área del Arte Conjetúrico y congratulado con, no sólo la toga azul y un sombrero puntiagudo del mismo color, sino también con un báculo que él rechazó, diciendo que bastaba con sus manos para crear conjuros. Así sin más se ganó el título Üdessa. Los escribanos, bajo el comando de Mérdmerén, procedieron a detallar lo que pasaría a ser historia. Elgahar pasaría a ser el mago Üdessa más joven de la historia.

Leandro le dirigió una mirada a su camarada. El mago cruzó miradas con el general. Éste asintió con la cabeza, dándole inicio al primer asalto.

Elgahar saboreó la sal del ambiente. No era el mar, sino el sudor de miles de miles de soldados parados tras él. La tensión creció. Los tres magos serenaron la vista, con Elgahar al centro. Se volvió a mirar a sus alumnos, Ítalshín y Uroquiel. Ellos vestían una toga gris, señal de que eran magos del título Ödessa.

El joven Üdessa extendió los brazos hacia los portones de Árath. Los magos auxiliares le colocaron una mano sobre el hombro a Elgahar, con la otra mano apuntando a la misma marca.

Los tres cerraron los ojos. Elgahar se retiró de la realidad y se introdujo en el ojo de su mente. La pupila de su mente abrió los sentidos y su alma captó los alrededores.

Pudo percibir el interior del castillo subterráneo. Las fuerzas de las Artes Negras se amasaban, generando un conjuro que intentaría aplacar la energía que Elgahar estaba por enviar hacia los portones. Estudió el conjuro maligno. Lo deshilvanó en su mente como si deshiciera un nudo. Comprendió la esencia del conjuro, en efecto modificando su propio encanto para prevenir que le cancelaran el ataque con un contra-hechizo.

Una fuerza azul se congregó en las manos de Elgahar. La acumulación de energía creció hasta crear dos grandes esferas de energía radiante en cada mano. Las esferas se tornaron hiperactivas, como incapaces de contener su propia inercia. Cuando la energía estaba por desbordarse, Elgahar le dio dirección a la fuerza, creando dos poderosos torrentes de energía cegadora. Los rayos viajaron al instante hacia el portón, chocando contra su material con estrépito.

Los magos auxiliares iniciaron su propio hechizo, con todas sus fuerzas generando un conjuro que les permitiera transferir su propia energía a Elgahar, que se había convertido en el instrumento de la destrucción.

El mago comenzó a brillar, un hilo de electricidad corría alrededor de su cuerpo. Sus ojos brillaron de color azul brillante, su boca expulsó la misma energía.

—¡Ahhh! —gritó con una mirada furibunda. Los dos torrentes de energía saliendo de las manos de Elgahar se convirtieron en un caudal imbatible. Los portones, de un instante a otro, se doblegaron y rompieron en mitades. Elgahar colapsó y dejó de brillar.

Cuando los portones se partieron, la entrada a Árath quedó desprotegida. Una nube de polvo surgió, como alguien exhalando tras un largo suspiro.

Cuando la nube de polvo se dispersó, sobre el suelo había varios cuerpos tendidos, dejando claro que alguien dentro de Árath había dado la orden de proteger los portones a todo coste. Sobre los caídos ya marchaba un gran número de orcos saliendo a la defensa del castillo.

Nadie se movió. Una voluta negra de energía emergió de los portones, y con ello un dragón de tres cabezas hecho de espíritus malignos surgió a la defensa de Árath.

Cien mil suspiros llenaron de vaho el gélido ambiente. Orina se derramó en chorros, mientras otros vomitaron del olor a fango que surgió de los interiores del castillo subterráneo.

—¡Elgahar, ahora! —Gritó Leandro.

Elgahar seguía arrodillado, exasperado.

—Ítalshín, ayúdame —le dijo a uno de los magos auxiliares. Lo ayudaron a ponerse de pie. Elgahar volvió a entrar en ojo de su mente. Estaba exhausto, pero debía actuar deprisa para evitar perder el control que tenía sobre la situación. Si aquella bestia se escapaba y atacaba desde los cielos, sería casi imposible derribarlo.

El titánico enemigo emergió de su escondrijo, frente a él un batallón de orcos nerviosos. Las tres cabezas del dragón de sombras mordían el aire, amagando, causando terror en los atacantes.

—Uroquiel, hazlo ahora —dijo Elgahar. Uroquiel e Ítalshín se voltearon a ver, nerviosos. No estaban remotamente exhaustos como Elgahar, su maestro, pero sabían que debían actuar pronto. El dragón ya estaba saliendo de la entrada de Árath. Los magos auxiliares pusieron una mano sobre cada hombro de Elgahar, y reanudaron el conjuro de transmisión de energía. Esta vez lo entregarían todo.

Elgahar sintió el influjo de energía. Entre el ojo de su mente estudió al dragón de sombras, desanudando el sortilegio que le dio origen. Al comprender, pegó las manos al suelo y empezó a mascullar palabras que nadie comprendió. Los otros magos tenían el rostro pálido. La tierra tembló varias veces, piedrecitas se desalojaron del acantilado y cayeron como polvillo.

El dragón comenzó a perder vitalidad. Las tres cabezas cayeron al suelo de golpe, matando a varios orcos bajo su peso. Las sombras conformando el cuerpo de aquella bestia fueron disipándose, y pronto los espíritus atrapados en el conjuro que le dio origen al dragón quedaron libres.

Elgahar abrió los ojos y sonrió. Seguía pálido, sudaba frío. Pero cargarse a los malignos que habían creado al conjuro había sido más fácil de lo que creyó. Ítalschín y Uroquiel estaban mareados, pero sonreían. Su maestro, el gran Elgahar, lo había logrado.

Los orcos que seguían formados frente a Árath estaban nerviosos, mantenidos en su lugar por su capitán que ladraba órdenes. Los refuerzos llegaron desde los adentros del castillo, y la defensa se fortaleció.

El mago apuntó hacia Árath. La señal.

Leandro se volvó hacia Chirllrp, el capitán encargado de los miles de insectos.

Chirllrp soltó un llamado en la lengua gutural de Gardak. Al instante diez mil insectos iniciaron el descenso

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