Paul Tabori, en su obra Historia de la estupidez humana, habla del verdugo de la ciudad alemana de Passau, en la frontera con Austria, llamado Kaspar Neithart. En 1611 ofrecía a los mercenarios varios trozos de pergaminos escritos con palabras y fórmulas estrafalarias. Los convencía de que si se colgaban los fragmentos alrededor del cuello —y, mejor aún, si se los tragaban—serían inmunes al acero del enemigo. Ciertos signos incluían nombres como Arios, Beji, Glaigi, Ulpke, Nalat, Nassa o Lupie. Vamos, todos ellos inventados por Neithart, que conseguía su objetivo: excitar la imaginación y la credulidad de los soldados, que pagaban lo que fuese por la eficacia de los pergaminos. Si morían en combate, Neithart tenía preparada una buena coartada: el enemigo habría aplicado fórmulas mágicas más potentes. Y ya se sabe que de lo mágico a lo maldito hay un paso.
Si acudimos a la RAE, una de las acepciones para el adjetivo maldito sería: «condenado y castigado por la justicia divina». Pues bien, con esa definición hay numerosos libros, códices y manuscritos que encajarían perfectamente al considerarse sucontenido como perverso, condenado o censurado. La característica común es que casi todos ellos nos aseguran que podemos ponernos en contacto con las fuerzas ocultas de la naturaleza a través de rituales, encantamientos e invocaciones con tan solo pronunciar unas palabras precisas. La propia Inquisición española elaboró un , es decir, una lista de obras prohibidas en 1559 a las que tenían como nocivas y perjudiciales para la fe y las buenas costumbres. El fue reeditado, corregido y ampliado durante lustros, y aquellos que trataban de astrología, magia, nigromancia y pactos con espíritus de difuntos o diablos, tenían todas las papeletas para ser expurgados. Muchos eran grimorios de origen incierto. Sus más
