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Lucifer: El primer ángel
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Libro electrónico216 páginas6 horas

Lucifer: El primer ángel

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Para la creación del épico Lucifer: El primer ángel, el escritor Marcelo Hipólito realizó una extensa y detallada investigación basada en descubrimientos arqueológicos y en las enseñanzas del Taoísmo, Budismo, las creencias judío-cristianas, el Islamismo, Brahmanismo, entre otras creencias y filosofías milenarias.

Desde el surgimiento de Dios a la ruina de toda la existencia, Lucifer, el primer ángel revela la verdadera naturaleza del Bien y el Mal, el sentido de la vida y de la muerte y que, incluso en el infierno es posible encontrar honor y sacrificio. Hipólito llena las lagunas narrativas milenarias que envuelven a Dios y a Lucifer, combinando imaginación y realismo, en un esfuerzo por reunir todas las incontables—y, muchas veces, conflictivas—versiones de esas leyendas en un único libro.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento11 abr 2020
ISBN9781071540909
Lucifer: El primer ángel

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    Lucifer - Marcelo Hipólito

    Para mis amados hijos: Felipe y Gustavo

    Parte I

    El ángel perfecto

    CAPÍTULO I

    La luz y la serpiente

    ––––––––

    Antes del tiempo existía la eternidad. Y, al final, será todo lo que quedará. Pues la eternidad es el tiempo del Dios único. Su esencia y su morada.

    Y, en el vacío y la oscuridad eternos, Dios conocía el Bien y el Mal. No como lo conocieron sus hijos después de él, sino en la forma más pura y poderosa que esas dos fuerzas jamás tuvieron, guerreando en el interior del Señor para liberarse la una de la otra.

    El destino del universo, que todavía no había sido creado, fue decidido en esa batalla primordial cuando, finalmente, el Bien se mostró más fuerte y prevaleció. Así, Dios arrancó al Mal de dentro de sí y lo aprisionó firmemente en su mano izquierda para que no se escapase jamás. Una sombra irracional de odio y desesperación, debilitada por la separación y humillada por la derrota, serpenteando entre los dedos de Dios con un único deseo. Venganza.

    Libre del Mal, Dios creció en poder y amor. Pero, no había nada que él pudiera amar. Entonces, él irguió su mano derecha y de ella se hizo la luz. Una claridad tan intensa que los ojos del Señor se cerraron. Era el nacimiento del tiempo como lo conocemos. Porque la luz, que debería ser eterna, se serenó. Y, en su pequeño punto de origen, sobre la descomunal palma de la mano derecha del Señor, ahora estaba la más linda criaturita. Tan perfecta como el mismísimo Creador. Un delicado bebé, de finos cabellos negros y envuelto en una suave luz propia. A imagen y semejanza de su Padre todopoderoso, a excepción del par de delicadas alas en su espalda, con plumas de un blanco tan vívido que parecían brillar.

    El pequeño ser abrió los ojos con una sonrisa de puro amor y vio a Dios llorar de alegría. Una alegría que él no imaginaba posible. Tomado por el inédito sentimiento, el Señor profirió sus primeras palabras, revelándole su santo nombre al amado hijo.

    Con el corazón inundado por la gracia de Dios, el bebé movió sus diminutas alas por primera vez y voló. Se disparaba, rodaba, subía y bajaba en una danza frenética de felicidad. Repetía sin parar el nombre del Señor, en una alabanza de amor incuestionable. Deseaba volar para siempre alrededor de su Dios.

    Y voló y voló, mientras el tiempo pasaba y él maduraba, el bebé se fue transformando en un niño. Para Dios, era como mirarse a él mismo en el niño.

    Sobrevolando la inmensidad del Señor, repentinamente, el joven alado experimentó un sentimiento diferente al del amor, todo lo que conocía hasta entonces. Una sombra oscura y opresiva descendió como un manto sobre él.

    Al levantar la mirada, percibió, a una distancia inmensurable, una de las enormes manos de Dios que sostenía a un espíritu negro que se sacudía y vibraba en una lucha sin tregua para liberarse.

    El niño se quedó allí, parado, flotando inerte en el limbo, con una mezcla de sorpresa y extraña fascinación por aquella forma obscena. 

    —Esa es la bestia que habitaba dentro de mí—reveló Dios. —No le temas, porque no permitiré que te haga mal.

    —¿Cómo puede ser que un ser tan horrendo haya existido en el seno del Creador que solo es bondad, razón y belleza?

    —La naturaleza de Dios es un misterio que está mucho más allá de tu comprensión.

    —Sí, mi Señor—dijo el joven, agachando la cabeza. —Solo lo pregunté por el amor y preocupación que tengo por el Todopoderoso.

    —Recuerda, hijo mío. Además de mi perfección, te di la sabiduría. Úsala para reconocer y develar el Mal, si algún día este se insinúa en tu corazón o se aventura de lejos para alcanzarte. Pues más grandes son las fuerzas del amor y del conocimiento. Contra ellas, nada pueden la furia y el salvajismo.

    El niño asintió y agradeció por las dádivas del Señor. Pero, al presenciar el Mal, perdió la inocencia y sintió vergüenza por estar desnudo. Al darse cuenta de eso, el Creador le proveyó un manto negro, de tejido suave y resistente, para que vistiera.

    Entonces, Dios movió su brazo izquierdo fuera de la vista del niño. Este retomó su vuelo alrededor del Señor, mientras crecía para convertirse en un adulto en el ápice de su poder, inteligencia y belleza. Y, satisfecho con su creación, Dios le regaló un nombre.

    —Yo te bautizo con el nombre de Samael, el hijo más amado.

    Fue la vez de Samael de llorar lágrimas de felicidad. Se sintió orgulloso y agradecido con su padre.

    —Eres tan glorioso y estupendo, mi dulce Samael, que decidí crear a otros como tú. Serán a tu imagen, pero, diferentes. Porque tú siempre serás mi favorito y el único que comparta conmigo el don de la perfección. Llamaré ángeles a tu raza, los Eolel o heraldos del Señor. Y serán bendecidos a compartir contigo la eternidad al lado de mí.

    —Sagrado sea el Señor—dijo Samael, con una reverencia.

    Y Dios extendió la mano derecha y, con un único movimiento de cabeza hizo surgir una ciudad plateada y luminosa, tan gigantesca que llenó el vacío que existía debajo de él.

    —Esa será la morada de los ángeles. El primer cielo—anunció Dios. —Toda la creación existirá debajo de él. Sobre él, solo estará el Señor.

    Y Samael voló hasta la ciudad plateada. Sus murallas irradiaban una luz suave y agradable. Y Samael pasó por el gran portón principal y se deparó con vastos corredores y altísimos recintos de paredes desnudas y luminosas. No había escaleras, porque los seres alados no las necesitaban. La majestad de la construcción se expresaba en números. Había veinticinco millones de aposentos; seiscientos noventa y tres mi salones de distintas formas y tamaños; cuatrocientos veintiún mil depósitos; ciento treinta y siete mil talleres de trabajo; catorce mil plazas; trece mil torres ordinarias; ciento seis mil forjas; cuatro mil quinientas herboristerías; ciento noventa y nueve atelieres; ciento setenta y un conservatorios; setenta y cuatro galerías; doce prefecturas; y un palacio central, en donde brotaba la gigantesca Torre de la Alianza, con su cima ornamentada por siete grandes y misteriosos sellos de pura energía.

    Samael se arrodilló, admirado con la obra del Señor.

    —Levántate, querido hijo. Todavía queda mucho por ver—dijo Dios.

    Y Samael voló más allá de los límites de la ciudad y, aturdido, vislumbró la existencia de otros tres planos, o cielos, abajo del primero. Uno sobre el otro, sus dimensiones eran tan vastas como las de la ciudad. El segundo cielo era una planicie de lindos campos verdosos y lagos de aguas límpidas y tranquilas. El tercer cielo, un desierto de arenas blancas y suaves, con brisas frescas y oasis ricos en frutos y agua. El cuarto cielo, un mosaico de incontables desfiladeros y montañas de impresionante belleza y armonía, de bosques densos y cerrados y temperaturas bajas, pero, no por eso, menos agradables.

    Maravillado, Samael regresó hasta Dios, que lo esperaba, flotando sobre la magnífica ciudad plateada. Y, de la mano derecha del Todopoderoso, surgió el segundo ángel. Y a él, Dios le dio el nombre de Gabriel, aquel de la voz más bella. Gabriel era un bebé alado, desprovisto de la luminiscencia natural de Samael, pero, casi tan lindo y perfecto como él, solo su cabello se presentaba como una imberbe pelusa dorada en vez de ser negros como los de su hermano.

    Y Gabriel levantó vuelo, cantando con la más suave de las voces, lindos versos de alabanza al Señor que resonaron por los cuatro rincones de la creación. Después de Gabriel vinieron Nathanael, Camael y Matraton. El último, un ángel calvo y de ojos rojos como el fuego. Todos, variaciones del molde original, el primogénito Samael. Sin embargo, cada nuevo ángel que surgía se alejaba un poco más de la perfección de Samael. Pero, no por eso, dejaban de ser menos esplendorosos.

    —Ahora, reposa sobre tus hombros una terrible responsabilidad, mi Samael—dijo Dios. —Te cabe a ti liderar e instruir a tus hermanos como ángeles del Señor. Tus enseñanzas serán pasadas por ellos a la próxima generación y de esta a la próxima y así por delante.

    —¿Cómo puedo enseñar si todavía tengo tanto por aprender, Padre?

    —Con la sabiduría que te di. Ella te guiará en los momentos difíciles. Llegó el momento de que utilices todo tu potencial, mi amado hijo. No te creé solo para adorarme, sino, principalmente, para que tú alces vuelo con tus propias alas.

    —No voy a decepcionarlo, mi Señor—dijo Samael, orgulloso de la confianza de Dios, aunque fuera difícil de disfrazar la ansiedad en su voz.

    —Cuida bien a tus hermanos.

    Samael partió con los cuatro bebés hacia la ciudad plateada, mientras Dios se iba hacia las alturas, fuera del alcance de sus ojos. La primera tarea de Samael fue encontrar habitaciones para sus hermanos. Al ser tan pequeños, Samael decidió mantenerlos en un mismo aposento. Y ese fue el primero de sus problemas. Pues, al contrario de Samael, hasta entonces tan acostumbrado a reposar sobre el cuerpo del Señor, los angelitos necesitarían de otro tipo de soporte para dormir, y el piso no le parecía la mejor opción. Imposibilitado de recurrir a Dios para pedirle ayuda, Samael forzó su mente buscando una solución. Su fuerza creativa, nunca antes utilizada, demoró un poco en funcionar. Pero, de repente, le surgió una imagen.

    —Espérenme por aquí—les dijo a los bebés. —Ya regreso.

    Samael voló en dirección al cuarto cielo, el de los bosques bellos y fríos. Del más grande de los bosques, extrajo, con una sola mano, un árbol de tronco grueso y raíces profundas. Lo apoyó en el suelo y empezó a arrancarle las ramas con espantosa agilidad. Y cargó con el pesado tronco desnudo de vuelta a la ciudad.

    Actuando casi sin pensar, como conducido por una misteriosa fuerza interior, Samael depositó el inmenso tronco en el entarimado de uno de los talleres de trabajo. Podía escavar la madera con sus propios dedos, pero, de alguna forma, aquello le pareció contraproducente. Entonces, decidió hacer otra visita al cuarto cielo.

    Samael escudriñó aquellas tierras con sus ojos angélicos, hasta que estos se detuvieron en una de las montañas. Se precipitó velozmente, entrando de cabeza por la pared sur de la montaña, atravesando las varias capas de roca sólida y saliendo por la base norte del pico. Arremetió hacia la ciudad, llevando en sus manos un macizo pedazo de bronce, de seis veces el tamaño de su puño.

    Samael descendió a una de las forjas. Él, que llevaba dentro de sí la llama primordial del universo, hizo crecer, por un momento, la luminiscencia de su cuerpo y, de su mano izquierda, emanó una intensa llama con la que encendió una de las piras. Usando el calor y sus propios puños para martillar el metal, Samael forjó la primera hoja, afinándola con las uñas.

    La utilizó para esculpir un cabo de la madera del tronco, en la medida cierta para afinarlo con la lámina. Así, Samael acababa de crear la primera hacha. Con ella, fue mucho más práctico extraer de la madera otro cabo. Y, de nuevo en la forja, aprovechó lo que le quedaba del bronce para construir un martillo.

    Las nuevas herramientas le permitieron manufacturar los clavos y las tablillas de madera con los que construyó cuatro pequeñas camas. Los ángeles quedaron maravillados cuando las vieron. En ellas, durmieron agradecidos y con placer. Entonces, Samael montó una cama para él, para descansar cerca de sus hermanitos y cuidarlos durante el sueño.

    Samael había vencido su primera prueba real frente a los ojos de Dios. La criatura había probado que también era capaz de crear. Con entusiasmo, se entregó a la tarea de educar a aquellos pequeños seres, los que, a su vez, se mostraron como rápidos y dedicados aprendices.

    Samael comenzó por los cuatro cielos. Les mostró a sus hermanos las distintas instalaciones de la ciudad plateada. Los llevó a bañarse en las aguas celestiales del segundo cielo; probaron los frutos incomparables del tercero; y exploraron los territorios del cuarto. En este último, Samael buscó entrenarles los ojos angélicos para que examinaran dentro de las rocas en busca de yacimientos minerales que pudiesen serles útiles.

    A medida que las lecciones proseguían y sus hermanos crecían, Samael estuvo profundamente sorprendido con las diferencias que emergían entre ellos, las que iban mucho más allá de las diferencias físicas. Él jamás esperó que ellos se distinguieran en el nivel de la personalidad.

    Gabriel se reveló como el más sabio y calmado de ellos. Nathanael, el más divertido y esforzado en aprender, Camael, el de las preguntas difíciles y perspicaces. Y Matraton, a pesar de cumplir impecablemente sus deberes, siempre callado y distante.

    Al hacerse adolescentes, Samael los convocó para el único salón hasta entonces amoblado, con no más que una mesa de estudios y cinco sillas. Ellos tomaron asiento para la lección que cambiaría todo.

    —¿Qué es eso, maestro Lucifer? —preguntó Camael, señalando las cuatro piezas de tejido cuidadosamente dobladas sobre la mesa, llamando a Samael por el nombre que le habían dado en señal de respeto, Lucifer, el portador de la sagrada luz.

    —Esas son ropas que tejí para ustedes—les dijo Samael.

    Los ángeles se extrañaron, porque no veían nada de errado en su desnudez, aunque Samael estuviera siempre vestido con su manto negro, lo que ellos tomaban como una mera distinción de Dios para con su primogénito.

    —Están hechas con la seda de los «bichos del árbol» existentes en el cuarto cielo—explicó Samael. —Van a necesitarlas a partir de hoy.

    Los ángeles se miraron entre ellos. Incluso Matraton mostró cierta curiosidad.

    —Les enseñaré la manera correcta de alabar al Señor—rememoró Samael. —Cómo buscar reposo en el segundo cielo, comida en el tercero y recursos en el cuarto. Les mostré cómo hacer herramientas y, con ellas, resolver sus necesidades. Probaron eso construyendo las sillas que usamos y la mesa a la cual nos sentamos. Nada más me resta instruirlos a no ser en el Mal.

    —¿Mal? —repitió Gabriel, sintiendo que le pesaba el corazón con solo pronunciar esa palabra.

    —Vistan sus ropas y les mostraré—dijo Samael, poniéndose de pie.

    Aunque, al principio, un poco desacostumbrados con las piezas, cada ángel vistió su manto, todos de un blanco tan puro que tocaba lo sagrado. Samael voló, acompañado por sus hermanos.

    Los muchachos temblaron de pavor frente a la bestia en la mano izquierda de Dios. Ellos se sintieron agradecidos con su maestro por haberles proporcionado ropa para esconder sus vergüenzas. Samael, a su vez, estaba aturdido.

    La bestia, se comportaba diferente de antes; ya no era irracional, ahora se movía de forma subrepticia, como si acechase a una presa. Eso le permitió a Samael una visión más clara de todo su fascinante horror. El ser sombrío poseía un cuerpo anillado y una horrible cara de ojos sin órbitas, dotada de una boca deforme con largos y afilados colmillos. Se volvió para Samael y los angelitos como si quisiera devorarlos.

    —La bestia adquirió autoconsciencia desde la última vez que nos vimos—explicó Dios, frente a la interrogación estampada en el rostro de su primogénito. —Ahora se llama a sí mismo con el nombre de Mefistófeles.

    —¿Qué es lo que busca? —preguntó Camael.

    —Destrucción—respondió el Señor. —Su meta es exterminar la creación.

    —Maldita sea la bestia—vociferó Nathanael, y los demás estuvieron de acuerdo.

    Mefistófeles se rio de ellos y exhibió sus mandíbulas en un grito animalesco de odio y desprecio que recorrió toda la creación y le heló la sangre a Samael. Pero este se rehusó a temer al enemigo. Especialmente, en presencia de su padre.

    —Observen como el Mal es inofensivo frente al poder de Dios—les dijo Samael a los jóvenes. —Aprendan a reconocer la inmundicia y la perfidia de las tinieblas. Y recuerden que nosotros somos ángeles. Criaturas de luz y vida. Existimos para negar y combatir la oscuridad y la muerte.

    —Amén—clamaron al unísono los muchachos, alejando el miedo de dentro de ellos.

    —La hora ha llegado—dijo Dios, alejando su mano izquierda para lejos de los ojos y acercando la derecha. La abrió y de su mano volaron veinte ángeles bebés. Ellos rodearon a Samael y a sus aprendices. —Para cada

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