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El Retorno De Los Caídos
El Retorno De Los Caídos
El Retorno De Los Caídos
Libro electrónico450 páginas11 horas

El Retorno De Los Caídos

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Cuando el inexperto jesuita, padre Francisco lvarez, acude al exorcismo de Sara Montalbn, en cumplimiento de una orden del Vaticano, nunca pens que se enfrentara al adversario ms antiguo de la Iglesia Catlica. Semyazza, el primer ngel cado y lder de los Grigori haba regresado a la tierra en busca de revancha y del manuscrito perdido del Libro de Enoc. Corra el ao de 1948 cuando todos los pobladores del Barrio de Santa Cruz, en Sevilla, fueron testigos de los sucesos y la perturbacin en la residencia de los Montalbn. Sin embargo, nadie se haba atrevido a intervenir en el extrao caso de posesin demonaca de aquella muchacha y las personas slo comentaban sobre los sucesos extraordinarios de los cuales haban sido testigos, as como de las manifestaciones preternaturales que rodeaban a toda la ciudad andaluza. Sara Montalbn estaba poseda por los demonios ms antiguos conocidos por el hombre, Semyazza y Thaumiel, y slo contaba con la ayuda inhbil de un joven sacerdote, apenas iniciado en la ejecucin del ritual romano. Cuarenta aos despus de aquellos sucesos, los demonios vuelven por el desquite frente a un sacerdote envejecido y acechado por el pasado y los secretos conferidos por su Iglesia. Esta obra es un thriller cuya trama mezcla elementos policiales, de misterio y terror; con el trasfondo y atmsfera de conspiracin e intriga, que envuelven a los mandatos que se hacen desde el Vaticano. En esta novela esos secretos quedan al descubierto y recuerda que el mal convive entre nosotros.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento28 oct 2013
ISBN9781463368227
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    El Retorno De Los Caídos - JR CORDERO

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO I

    A las once menos cuarto de la noche, tras el crujido de los goznes, el padre Francisco cerró la puerta lateral de la Iglesia de Santa Cruz, en el barrio homónimo de Sevilla. Con un inusual redoble en el campanario, el joven sacerdote, trajeado con su clériman y un portafolio en mano, emprendió su caminata por la calle Mateos Gago; sus pensamientos estaban fijos en las palabras que le dijo uno de los integrantes de la Hermandad de Santa Cruz: padre la muchacha se está flagelando y puede morir. Sobre su espalda, en lo alto de la oscura noche, se alzaba la primera luna llena del verano de mil novecientos cuarenta y ocho. De la calzada, emanaba un efluvio pestilente y una densa bruma vestía la lobreguez de la penumbra nocturna que, eventualmente, era interrumpida por ruidos ajenos a su esencia. Sus pasos apurados y rítmicos, hacían que el sacerdote sudara con intensidad, aunque también podría ser por el temor a una derrota frente al demonio, la cual le preocupaba mucho más. La noche era cómplice de todo ello y sólo la luz selenita rompía la inaudita quietud del ambiente, con certeza aquellas tinieblas no eran como las otras y el padre podía percibir esa sensación en su estómago. Entre los ventanales y balcones de las estrechas calles sevillanas había un hedor, pero no era el de una materia en descomposición, sino, la pestilencia del vaho condesado producto de la aprensión de los creyentes, quienes veían con perplejidad, como era atacada una muchacha inocente por el odio más reticente de los demonios. El padre, continuó con su paso acelerado y preciso, casi en marcha militar y así llegó a la calle Abades; al fondo un cofrade vestido con su hábito y capirote de penitencia, le hizo una señal al jesuita para que se acercara. El joven sacerdote se detuvo un momento y luego se escuchó el siseo de una camarilla de gatos, provocando cierto estupor en su ánimo y espíritu. No obstante, el novato y apasionado religioso, se acercó hasta donde se hallaba el hermano. Aquellos hombres apuraron el recorrido, mientras segregaban su desasosiego por el rostro, no intercambiaron palabra alguna, pero ambos sabían lo que estaba por venir. Cuando desembocaron en la Plaza Virgen de Los Reyes por la calle Don Remondo, todos los faros del alumbrado público se apagaron en forma secuencial y cadenciosa, como si una extraña fuerza estuviera ejecutando aquella acción. Poco tiempo después, la turbia neblina cobró vida y unas figuras humanoides aparecieron espeluznando la fe y el ánimo de los religiosos, acto seguido el padre Francisco comentó en voz alta: son las noctumbras, su presencia nos indica que estamos cerca del averno. Y de seguida, aquellas sombras comenzaron a susurrar en los oídos de los hombres, sus voces eran el crujir de dientes de las almas en penas expulsadas de la gracia del Creador. Tras unos segundos, todo quedó en penumbra y sólo la luz de la luna le daba sentido y orientación a la caminata de ambos. Se detuvieron, sus corazones se aceleraron, se escuchó un grito en medio de la noche, se persignaron y luego atravesaron la plaza a toda velocidad, en medio del ambiente sombrío y brumoso de aquel enrarecido verano sevillano. Luego continuaron por otra callejuela, cuyo sendero le condujo hasta la calle de la Judería, y allí, en medio de balcones con barandillas y patios señoriales, oyeron el sonido grave de un clarín a través del fondo caliginoso del cielo. El zumbido ensordecedor, como el de un enjambre de abejas, se levantaba desde una de las orillas del Guadalquivir, pero nunca supieron quien tocaba aquella lúgubre trompeta, cuyo estruendo recordaba al ángel del Apocalipsis. Con la piel de gallina y el estupor recorriendo sus cuerpos, se pararon frente a una gran casa blanca y amarilla, con muchas ventanas y una sola puerta. Su rancia y brumosa atmósfera no podía ser descrita por lengua humana alguna, pues el mismo infierno habitaba en su interior.

    Cruzado el umbral de la puerta, se escuchó un fuerte mugido seguido del nombre de pila del padre Francisco. Más tarde, el cofrade le indicó al sacerdote donde se hallaba la posesa, quien luego de dar una señal afirmativa, abrió su portafolio y extrajo la sobrepelliz y la estola púrpura. El padre se colocó su hábito sacramental, besó la estola, hizo lo propio con un crucifijo que llevaba, se colocó la medalla de San Benito y luego, tomó el agua bendita junto con los óleos y un ejemplar del Rituale Romanum. Se detuvo un momento, masculló unas oraciones para sí mismo, se persignó y caminó hasta donde estaba la posesa sentada en una silla. La presencia del sacerdote estimuló las manifestaciones demoníacas y la poseída comenzó a cantar, haciendo pausas para reírse; tras un momento de esta actitud se soltó de sus amarras y golpeó a uno de los cofrades, quienes asistían al ritual, y lo arrojó contra la pared opuesta a la puerta de la habitación. Luego se paró en la punta de los dedos gordos de sus pies, extendió sus brazos y se alzó sobre la nada, estaba levitando ante la mirada atónita de todos los presentes. Tras esta acción dijo con voz masculina y estruendosa dijo: ¡Petrus Romanus!. Posteriormente se fue gateando hasta uno de los rincones de la habitación y en posición fetal volvió a reírse, mientras repetía, con desquicio, la frase en latín. El padre les hizo un ademán a los hermanos para incorporar a la joven y llevarla hasta la silla de nuevo. Fue necesaria la fuerza de todos los presentes para dominar a la muchacha quien ofrecía una gran resistencia, a pesar de ser una joven de unos cincuenta kilos y no más de un metro sesenta. Cuando estaba casi dominada, aletargada, Sara se libró de los hermanos y trepó por una de las columnas de la alcoba y con un movimiento de su cabeza hizo que una silla trabara la puerta de entrada, de seguida, rió con desafuero mientras hacía sonidos felinos y se propinaba actos lascivos contra su vientre. En último lugar, los cofrades lograron sujetar a la posesa una vez más y la llevaron hasta la silla. Al estar sujeta, a la muchacha se le dilataron las pupilas y quebró su cuello sobre su hombro izquierdo. El padre retrocedió un poco y tras hacerlo, tropezó con varias muñecas descabezadas que estaban en el cobertizo, acto seguido los demonios le echaron una mirada complaciente, deseosos de lo que estaba por comenzar.

    -En nombre del Padre… del Hijo y del Espíritu Santo… Padre nuestro que estás en los cielos… –dijo el padre Francisco al tiempo que besaba el crucifijo, se persignaba y rociaba a todos con agua bendita. Los presentes respondieron: amén.

    -¡Sacerdote hechicero!, eres demasiado aburrido, siempre que me ves haces lo mismo. ¡¿Por qué no peleas?! ¡Pedazo de imbécil! –dijeron los demonios con una risa cómplice.

    -Silencio serpiente y limítate a responder mis preguntas –continuó el sacerdote un poco nervioso ante la invitación de los demonios. Tras un tiempo, la cristalería vibró con intensidad produciendo un sonido agudo.

    -Huelo el miedo en esta casa… y tú ¿por qué no te confesaste? Claro no crees en nada de esto ¿verdad? Escucha padrecito, mientras creas que esto es imposible, no va funcionar –aseguraron los demonios luego de tomar a uno de los hermanos por el cuello y lanzarlo contra un pequeño altar que había en la habitación.

    -¡Silencio bestia! El poder de Cristo que guía nuestro caminos y perdonó a todos sus hijos, te ordena que me digas tu nombre y desde cuándo estás en ese cuerpo –indicó el padre Francisco con el Ritual Romano en su mano izquierda y en la otra el agua bendita.

    -No quemaaaaa… Padre quema mucho y duele –dijeron los demonios con voz de niña dulce luego de recibir unas gotas de agua bendita. Un instante después, la posesa abrió sus ojos y los llenó de lágrimas.

    -¡No le crean! El demonio miente, todos de rodillas –ordenó el padre un poco más seguro del ritual llevado a cabo –El poder de la sangre de Cristo te ordena bestia infernal, a que reveles tu nombre y abandones el cuerpo de esta sierva de Dios, Sara Beatriz Montalbán, a quien los ángeles custodian y aman por voluntad propia.

    -Jeje jeje jeje… Noooooo, no padre Francisco. Tu Señor, tu Salvador, no tiene nada que ver con este asunto… ¡Este es mi mundo, no olvides! –acto seguido los demonios se soltaron de los hermanos y tomaron por uno de los brazos al sacerdote, lo doblaron sobre su espalda y luego le susurraron en el oído: tu Dios no puede oírte es… mi tiempo. A continuación, los demonios treparon por una de las paredes, como una rata, y luego se lanzaron al vacío de la habitación permaneciendo suspendidos en el aire. Unos instantes después, aparecieron estigmas en el cuerpo de la joven, ante la mirada atónita de todos.

    -¡Silencio serpiente! El poder del Señor te ordena abandones ese cuerpo –todos repitieron esta frase al unísono por espacio de unos dos minutos y el cuerpo de Sara entró en trance, sus ojos se volvieron blancos y una risilla demencial comenzó a helar la sangre de todos los presentes en la alcoba, su actitud era atemorizante. A medida que el padre Francisco le rociaba agua bendita a la posesa, aparecían laceraciones en el cuerpo de la joven. Todos tomaron a Sara y la llevaron nuevamente a la silla, el sacerdote besó el crucifijo que llevaba y se lo puso en la frente a la poseída y acto seguido, oró con insistencia junto a la muchacha mientras los otros le seguían sin pausa alguna. Unos instantes después, la puerta de la habitación se abrió y cerró sin interrupción, junto con las gavetas de la cómoda y la ventana. De seguida los demonios enloquecieron y tras un mugido de ellos, todos los presentes guardaron silencio.

    -Tú… sacerdote hechicero, crees en realidad, que esos rituales supersticiosos se comparan con mi poder. Mira por la ventana –acto seguido, comenzó a llover cuando el padre observó a través de la misma, sin haber rastro de nube alguna –Yo soy el señor de este mundo, ¡tu Dios me lo entregó! ¡Dame el libro que recibiste sacerdote hechicero! Esta no es tu pelea –aseguró el demonio entre risa y escupitajos.

    -¡Silencio bestia! La sangre de Cristo te ordena a que abandones este cuerpo… ¿Quién eres y desde cuando estás allí? Respóndeme, el Señor de lo ordena –todos los presentes repitieron esta última frase y después entró un ventisca por la ventana.

    -¿Quiénes somos? ¡Pedazo de imbécil! ¿Quieres la verdad? ¿Qué harás con ella? ¿Irás donde tu arzobispo y le dirás nuestro nombre? ¿O llorarás como una niñita estúpida tratando de justificar tu precaria existencia? –dijeron los demonios y luego rugieron.

    -¿Quién eres? El poder de Cristo te lo ordena. El poder de esta cruz te lo ordena –intervino el padre, acto seguido un temblor y toda Sevilla quedó inexplicablemente en tinieblas.

    -¡¿Quiénes somos?! Somos… Semyazza, jefe de los Grigori y Thaumiel, su servidor –aseguraron los demonios. Luego, Sara se liberó y correteó por toda la casa mientras se arrancaba mechones de cabello.

    -¡Hermanos ayúdenme! ¡Por Dios santo incorpórense al ritual! –señaló el padre Francisco mientras los demonios mostraban su rostro a través de los ojos de la posesa y gritaban como gatos encerrados. Todos los cofrades estaban pasmados por la situación y no lograban salir de su asombro. El padre, tomó un atrio que estaba en la pared continua a la habitación y lo arrojó sobre la mesa de cristal del comedor en plena penumbra; de inmediato todos los presentes en el exorcismo volvieron en sí y recuperaron la iniciativa. Persiguieron a la muchacha por todos los rincones de la casa, la oscuridad no ayudaba en esta acción y tampoco le daba seguridad a los allí presentes, pues la penumbra estimulaba los sonidos propios de los demonios y los mezclaba con los cotidianos en una noche veraniega. Con posterioridad, el padre encendió un cirio y señaló el rincón donde se hallaba Sara en postura cuádruple y cuando le iluminaron su rostro los ojos se llenaron de un rojo carmesí y, acto seguido, se arrojó contra el pecho del sacerdote jesuita. Cinco cofrades la tomaron por los brazos y la maniataron hasta llevarla de nuevo a la habitación. La muchacha no dejaba de sisear y graznar con permanencia.

    -Ummmm….. ¡Tus hechizos medievales no tienen efectos sobre mí sacerdote! Déjame en paz y… ¡entrégame el libro! –señalaron los demonios con mucho encono y golpes a quienes le sujetaban por sus extremidades y vientre. Tras un segundo, una a una las botellas de vino que estaban en la cocina explotaron y con cada estallido hubo un sacudón en la residencia.

    -¡Silencio bestia! –dijo el padre mientras le rociaba agua bendita a la endemoniada –El poder de Cristo les ordena que abandonen este cuerpo ahora… ¡Besa la cruz! –indicó el padre Francisco cuando le colocaba la reliquia en la boca a Sara. De inmediato, los demonios escupieron al sacerdote y le dieron un puntapié en la entrepierna. A continuación los demonios lanzaron unos bufidos que se oyeron hasta el Guadalquivir.

    -¿Crees que esto es una clase de teología? ¡Sacerdote imbécil! No sabes quien soy… ¿verdad? Por supuesto que no lo sabes, eres un aprendiz, yo soy más antiguo que tu Iglesia y serví a tu Señor antes que los tuyos, así que un poco de respeto me agradaría mucho –dijo uno de los demonios y luego comenzó a reír como un demente obseso. Segundos después, se escucharon varias pisadas en los alrededores de la puerta principal de la residencia, hubo un silencio y luego de un breve instante, se oyó un rugido acompañado de un sacudir incesante de puertas y ventanas. Tras un momento de pausa, una espesa niebla invadió la parte baja de la casa cubriendo todo lo que estaba a la altura de las rodillas de los allí presente; hubo otro silencio y la temperatura cayó en plena noche veraniega.

    -El poder de la Cruz guía mis pasos… La sangre de Cristo es mi fortaleza –aseguró el padre Francisco mientras recuperaba el aliento. Los demonios le remedaron con mucho sarcasmo.

    -La sangre de Cristo es mi fortaleza. Eso es demasiado absurdo, incluso para ti, sacerdote hechicero… Ahí está la sangre de tu Salvador –dijo uno de los demonios y el agua bendita se convirtió en sangre. El padre se sorprendió pero se sobrepuso y logró retomar la iniciativa en el exorcismo.

    -¡Silencio serpiente! En el nombre de Cristo, la luz que guía mis acciones –dijo el padre luego de colocar el crucifijo en la frente de la posesa –Yo los conjuro Semyazza y Thaumiel, enemigos de la salvación humana, reconozcan la justicia y la bondad del Creador quien con su juicio te condenó por tu soberbia…

    -Jeje jeje jeje… ¡Eres patético sacerdote hechicero! Pedazo de idiota se trata de fe, todo en este asunto es fe. Tus palabras no son nada, si no hablas con sinceridad, tú no crees en lo que estás diciendo. Ummmm… huelo el temor en tu constreñido pecho –señaló un demonio luego de verle con detenimiento.

    -¡Silencio depredador humano!… Aléjate de esta sierva de Dios, Sara Beatriz Montalbán, a quien el Señor hizo a su imagen y semejanza y la reclama para la gloria de los cielos y el amor de la creación –apuntó el padre y después roció con agua bendita a la posesa. Hubo un ligero temblor y los demonios comenzaron a ronronear entre pausas sostenidas, contorsionó su espalda en forma inversa y dijeron: Petrus Romanus a intervalos de tiempo. Se detuvieron y viendo con odio a los presentes, le aseguraron al padre Francisco con bronca voz: el tiempo se acaba, sacerdote hechicero.

    -Te conjuro Semyazza y Thaumiel, príncipe y consorte del mal, enemigos de la salvación humana, reconoce el poder y la fuerza de Cristo, quien te venció en el desierto, prevaleció en el huerto y se entregó en la cruz para redimir nuestros pecados por amor –dijo el padre Francisco y todos respondieron amén. Un instante luego, los demonios comenzaron a negar las afirmaciones con vehemencia y, tras unos segundos, aparecieron unas póstulas rojas en el rostro y el pecho de la posesa, las cuales destilaron un hedor penetrante entre todos los presentes.

    -¡No tienes autoridad sobre mí! Haré sufrir este cuerpo, mataré esta carne… Pedazo de idiota, yo serví al Creador antes que tu iglesia y mira lo que me ha hecho, sólo por pensar distinto a él. Este es mi mundo sacerdote hechicero y no te lo entregaré a ti, es mi tiempo. ¡Déjame decirte… todo lo que va a ocurrir sucederá, es impostergable! –señalaron los demonios con voz metalizada y grave.

    -¡Silencio rata infernal! Limítate a responderme y abandona este cuerpo que no te pertenece… El poder de Cristo te lo ordena, abandona este cuerpo, el poder de Cristo te lo ordena, la luz del Señor te lo ordena… Apártate de esta sierva de Dios, Sara Beatriz Montalbán, a quien el Señor bautizó con su sangre y la llevó al reino de la luz –acto seguido el padre colocó el crucifijo en la frente de la posesa y la obligó a besarlo, tras rociarla con agua bendita.

    -No juegues conmigo… ¡No juegues conmigo sacerdote hechicero! No es tu pelea entrega el libro del paquete… ¡Qué lo entregues y trátame con respeto! –apuntó uno de los demonios.

    -¿Cuál libro? –decidió responder el sacerdote apartándose de lo recomendado por el Ritual Romano. No soportaba más una pregunta sin sentido, los demonios le estaban arrastrando hasta sus dominios.

    -Jeje je… Ya veo, es sangre lo que corre por tus venas, mi pequeño Judas. No eres tan bueno como dices ser. ¿Sabes lo que me gusta más de los pecados? ¡La tentación! Y de todos ellos, el orgullo es la perdición de tu raza –aseguraron los demonios, tras dejar escapar una risilla de placer, levantar el ceño y guiñar el ojo.

    -¡Silencio enemigo de Dios! El poder de Cristo guía mi camino, su luz y fuerza nos acompañan… Abandona este cuerpo enemigo de la humanidad… Te conjuro Semyazza y Thaumiel, enemigos de la salvación humana, reconoce la justicia y bondad de Dios, reconoce su amor por la humanidad –dijo el sacerdote tras rociarle agua bendita a la posesa. Ésta se liberó de los cofrades y escaló hasta el techo de la alcoba sin ninguna ayuda física, permaneció unos instantes en el lugar y luego se arrojó sobre el padre Francisco y lo tomó por los brazos. Sujetándolo con fuerza le dijo: esto no es un juego ni un boleto para tu fama. ¡Pedazo de idiota!… no sabes lo que esto significa, el tiempo se acaba y es irremediable, eso no lo puedes cambiar. Acto seguido los hermanos sujetaron a la posesa por la espalda y lograron desprenderla del cuello del sacerdote, quien quedó plantado sin poder reaccionar, no sabía si continuar con el exorcismo o buscar un significado para las palabras de los demonios.

    -¿Padre Francisco?… ¡Padre Francisco! –dijo uno de los hermanos increpando al sacerdote para que se incorporara y tomara un decisión, el hombre estaba absorto.

    -¡Sujétenla hermanos! –aseguró el padre y luego se escuchó el quiebre de todas las ventanas de la residencia. Los presentes en la recámara volvieron sus miradas sobre el origen de tal estallido y cuando se concentraron en la acción, la posesa se rió con demencia y se echó a correr por toda la casona. La muchacha se abalanzó por todas las puertas que se encontraba en su recorrido mientras decía con bronca voz Petrus Romanus. Por su parte el padre Francisco, como pudo, se incorporó y solicitó a los presentes que encendieran sus linternas de manos y le ayudaran a buscar a la joven pues temía por su vida, muchas horas de batalla habían agotado a Sara y los demonios podían aprovecharse de la situación. En tanto, la niebla había regresado y la temperatura cayó a unos cinco grados sobre cero, el miedo en los presentes hacía que el frío fuera mucho más inclemente mientras la luna ya había cedido su lugar en la madrugada sevillana

    -Apúrense… Por amor a Jesús, mantengan el paso –dijo el sacerdote a sus acompañantes. Toda la residencia se hallaba en penumbras y sólo la luz de los faroles definían la forma de los allí presentes y señalaban su camino. Se escucharon los sonidos agudos de unas copas y todos se detuvieron un momento.

    -Vamos detrás de usted padre, ¡le seguimos! –respondió uno de los cofrades. En tanto el padre Francisco se acercó con mucha rapidez hasta el vestíbulo principal y sintió como le sujetaron su pie derecho y en plena carrera fue a dar contra el barroco piso. Dio una vuelta sobre sí mismo y miró los ojos enrojecidos del demonio frente a su nariz. En seguida, los demonios le gruñeron al oído y lo arrojaron contra una vitrina que estaba junto al lado de la mesa del comedor; éstos tomaron una guitarra que colgaba en la pared y, con un movimiento certero, la partieron sobre el pecho del sacerdote quien cayó, de nuevo, al piso. Más tarde el padre se apoyó sobre sus manos y expectoró un coágulo de sangre por su nariz y boca, para luego desplomarse sobre sí. Los cofrades sujetaron a la muchacha y se la llevaron a la habitación continua. No podían mantenerla tranquila, había entrado en un frenesí sin sentido y gritaba incoherencias. Por su parte, Marta Montalbán, tía paterna de la muchacha, quien llegó minutos después de iniciado el exorcismo; buscó asistir al sacerdote quien todavía estaba tendido en el embaldosado, un poco inconciente. Éste respondió con un ademán y luego la mujer le preguntó si continuaría con el exorcismo ese día y el padre señaló que no.

    Todos los vecinos del barrio de Santa Cruz fueron despertados por el disturbio en la residencia de los Montalbán, pero nadie se había atrevido a intervenir, no obstante, el ambiente estaba enrarecido y las personas sólo comentaban de los sucesos extraordinarios de los cuales habían sido testigos. Una hora después, el padre Francisco se había recuperado físicamente de los golpes que le propinaron los demonios, pero Sara no se había calmado y seguía gruñendo como perro; se puso como animal rastrero y comenzó a cantar en voz baja. El padre aceptó la derrota del día y decidió irse para la iglesia.

    Todo el barrio estaba enterado de la situación y el padre Francisco, párroco de la Iglesia de Santa Cruz, era el encomendado para solucionar el problema, a pesar de su corta edad y su inexperiencia en el asunto. Hacía ya un año, desde sus constantes enfrentamientos con los demonios y no había obtenido de estos seres nada que le ayudara en la expiación de la posesa, la expulsión no era posible; el padre ni siquiera sabía el nombre de las entidades que estaban en el cuerpo de la muchacha, quien era hija de uno de los miembros de la Hermandad de la Santa Cruz. Toda la ciudad estaba convulsa con la situación y el arzobispo de Sevilla había autorizado al padre Francisco a ejecutar el exorcismo sin mucha fe en el asunto, veía al Ritual Romano como algo embarazoso y no lo quería en su arquidiócesis. No obstante, las pruebas demoníacas en Sara Montalbán eran muy evidentes y los médicos habían agotado cualquier tratamiento disponible para la época, lo único que faltaba era recluir a la joven en un hospicio y dejar que el tiempo aliviara las penas de su alma. Sin embargo, una orden del Vaticano en pleno, impedía que Sara fuera recluida en un manicomio pues en una sesión de exorcismo, a cargo del padre Francisco, había recitado de memoria y en latín, las profecías de San Malaquías, lo cual era una clara demostración de xenoglosia. Por otra parte, la muchacha había predicho la muerte de un papa para el mes de septiembre del año mil novecientos setenta y ocho, tras unos días de ser nombrado como sucesor de San Pedro. En toda esta situación el joven jesuita sevillano, trémulo y confundido, era instrumento entre lo divino y lo demoníaco, y su elección como exorcista era fruto de la escasez de sacerdotes aptos para ese ministerio. A pesar de todo, el padre Francisco era guiado a distancia por ciertos amigos, quienes sí manejaban el asunto pero no asumían el exorcismo de Sara por no estar autorizado por el arzobispo de Sevilla. Lo cierto era que ni una sola alma en toda Andalucía desconocía de la situación de la joven Sara Montalbán y los pasos del padre Francisco eran vigilados constantemente.

    Con los primeros rayos del sol veraniego, el padre Francisco tomó su camino de regreso, había decidido caminar pues eso le relajaba mucho. Por su espíritu pasaban miles de pensamientos, pero había uno que no le dejaba en paz y no era otro que en un año de exorcismos, sólo había obtenido los nombres de los demonios que poseían a Sara. Algo andaba mal en toda esta situación y el padre lo sabía a la perfección. Por un momento pensó en el ritual romano y examinó los acontecimientos de cada uno de los pasos ejecutados para apreciar una falla en la acción, pero no encontró una o, por lo menos, desconocía si la habría. El exorcismo de Sara se había vuelto un acertijo. Cercano a la iglesia y con la luz en su mejilla derecha el padre comenzó a sudar en abundancia y después le invadió un extraño frío en las manos, se detuvo un instante, secó su frente y cuando se disponía a girar el pasador de la puerta izquierda de la iglesia de Santa Cruz, escuchó una voz que le llamó por su nombre de pila. El sacerdote se paralizó y oyó: ¿padre Francisco Álvarez?. Acto seguido el párroco se volvió sobre sí para buscar el origen de tal llamado y a su derecha observó a tres sacerdotes. Quien le llamó, un joven, tenía acento de extranjero, de Europa oriental, parecía el líder. Los otros dos no los distinguió muy bien porque el sol le encandilaba la vista, pero si advirtió que llevaban dos portafolios y un maletín negro muy grande. Tras unos segundos, el padre Francisco, respondió afirmativamente con un ademán. Así que el sacerdote, quien le había llamado antes, le hizo un gesto para que entraran a la iglesia para continuar con la conversación, parecía estar apurado y no deseaba ser vistos por los vecinos, pues las calles de toda la ciudad ya estaban tomando vida. De mala ganas, el padre Francisco abrió la puerta de la iglesia y le abrió el pasó a los tres extraños sacerdotes. Luego el jesuita cerró la puerta e invitó a sus acompañantes a que se acercaran a la nave principal, donde había más luz y estarían más cómodos.

    -Tenga padre Francisco –dijo el joven sacerdote sacándose un sobre de un bolsillo, era el mismo quien le había llamado con anterioridad.

    -¿Qué es esto? –preguntó el padre Francisco luego de examinar el exterior del sobre.

    -Es una misiva de su Santidad, de su puño y letra, por favor ábralo y luego continuamos con esta conversación. Como verá tiene el sello de lacre papal –agregó el padre con su extraño acento cuando hablaba español.

    -Escuche con atención al padre, por favor. ¿Qué significa esto, padre? –repreguntó el párroco luego de leer en voz alta el contenido de la pequeña carta y cerciorarse que era la firma del Papa. El padre Francisco intuyó, de manera instantánea, que todo el asunto tendría que ver con el exorcismo de Sara, no obstante el misterio era innecesario.

    -Bien padre, no podré responder a todas sus preguntas. Soy un mensajero y debo entregar lo que se me ha encomendado y punto. Padre Francisco, esas maletas, –dijo el joven sacerdote señalándolas con dedo índice derecho –contienen parte del equipo de cámaras de dieciséis milímetros que le trajimos, el resto se halla en el automóvil parqueado afuera. Por orden del Vaticano, es imperativo que realice un registro audiovisual en ocho milímetros del exorcismo de Sara Montalbán. Es de vital importancia que exista una grabación de lo dicho por los demonios –acusó el padre con circunstancia y pompa.

    -¿Cómo sabe que son dos demonios? Yo me enteré esta madrugada, es imposible que lo sepa, no entiendo padre. Disculpe no me ha dicho su nombre ni el de ellos –señaló el padre Francisco levantando su mano izquierda para señalar a aquellos.

    -¿Semyazza y Thaumiel? ¿Así se llaman los demonios? Estoy en lo correcto o no, padre Francisco –repreguntó el joven sacerdote con una gran sonrisa en los labios.

    -¿Cómo lo sabe? ¿Cuál es su nombre? –continuó el padre Francisco.

    -Mi nombre no importa, sepa que ahora tiene un amigo en Cracovia y nada más. En cuanto a los nombres de los demonios, fue su Santidad quien me los dio. Él aseguró que si eso eran los nombres, era de vital importancia su trabajo acá en Sevilla y lo señalado por éstos, era asunto de estado para la Santa Sede. ¿Hay algo importante que deba saber o decir a su Santidad? –preguntó el joven sacerdote.

    -Para decir la verdad los demonios han estado hablando de un libro y un paquete, lo cual yo desconozco. No sé si eso signifique algo para usted –respondió el jesuita.

    -Me temo que no tengo respuesta para esa pregunta. No obstante, su Santidad me aseguró que los demonios, a través de Sara, habían realizado una serie de profecías relacionadas con respecto a la Iglesia. ¿Es así? –repreguntó el padre.

    -Sí, correcto. Yo tengo unos apuntes en relación a ello. Al comienzo de todo este asunto me parecían incoherencias, luego que las transcribí comenzaron a tener mucho sentido, más de lo que yo me lo hubiera imaginado. Lo señalado en las sesiones de exorcismo tiene un razonamiento teológico escalofriante y sólo una persona con estudios religiosos profundo pudiera señalarlo, lo cual a su vez es una demostración de posesión diabólica verídica –aseguró el padre Francisco, mientras se secaba el sudor.

    -Bien padre, apunte todo lo que recuerde. Demás está decir que es de suma importancia para el Vaticano la ejecución perfecta de este exorcismo –señaló el sacerdote.

    -Eso lo sé muy bien. Sin embargo, recuerde que es mi primer exorcismo y tengo ciertas dudas, como todo aprendiz –se excusó el padre Francisco.

    -Su Santidad, me le manda a decir que el Rituale Romanum es sólo una guía para expulsar demonios y no receta. Interprete esas palabras como usted quiera, sin embargo, quienes somos nosotros para juzgar los caminos del Creador, ¿no? –continuó.

    -Sí, es el momento para creer. Sabes padre, una vez mi provincial me dijo hay que tener fe ciega en Dios y fe crítica en las instituciones –aseguró el padre Francisco.

    -Aplíquelo, creo que le será útil. Mis hermanos terminarán de descargar los equipos y luego nos marcharemos. Una última recomendación, esta conversación no existió nunca, si la menciona, lo negaremos con ímpetu, razón por la cual le pedimos absoluta discreción –dijo el joven sacerdote para luego continuar con la descarga de los equipos. Por su parte, el padre Francisco había advertido dos cosas: los sacerdotes eran muy jóvenes y todos llevaban una cruz de Occitania colgándole en el pecho.

    Las noches sucesivas a ese día se volvieron muy extrañas. Las altas temperaturas, propias del verano sevillano, se disiparon y una ventisca seca invadía las estrechas calles y antiguos edificios de la villa andaluza. A pesar de ello, en el Barrio de Santa Cruz, esta extraordinaria atmósfera citadina era un superlativo de su propia esencia, pues las bisagras de las puertas y las plantas de las pérgolas eran víctima de una humedad salobre, dando un aspecto ruinoso al hermoso sector. Sobre la superficie del Guadalquivir y debajo del puente de Triana, se levantaba una espesura, una bruma que invadía a toda la ciudad a partir de las tres de la madrugada y confundía a los trabajadores de las dársenas portuarias. La niebla subía por el alabastro trianero de la Capilla del Carmen y de allí se esparcía como una mala noticia; su humedad iba acompañada con un profundo olor acre ajeno al ambiente porteño pero propio de las cosas malignamente extraordinarias, hecho que le causaba estupor a todos lo jornaleros, quienes, por su condición, debían recorrer las calles del poblado desde muy temprano. También se oían ruidos extraños y las callejuelas eran invadidas por hordas de gatos silvestres, cuya procedencia era desconocida por todos, pero su presencia era notoria. Por otra parte, desde las orillas descubiertas del curso fluvial, proliferaban bandadas de mosquitos perturbando todo a su paso, portando odiosas enfermedades. La ciudad había entrado en una etapa de letargo espiritual, estaba bajo encanto según algunos, y todos apuntaban hacia el exorcismo de Sara Montalbán, pues desde la posesión de la muchacha nada era igual para la vida de este terruño andaluz.

    Justo antes del amanecer y por espacio de los últimos doce meses, en la zona de las marismas del Guadalquivir, una gran marejada se levantaba con la fuerza de la tromba y una pestilencia cuyo hedor llegaba hasta el cielo. Al momento de ocurrir el extraño movimiento de las aguas, un oscuro espíritu se levantaba dentro de la penumbra de las calles sevillanas y hacían inefables movimientos con la bruma suspendidas a pocos centímetros de las calzadas. Del seno de la vacua oscuridad, cuando los rayos del alba rozaban con el firmamento, se escuchaban los gritos exasperantes de Sara Montalbán y un mugido, de origen desconocido, acompañaba una risa cómplice la cual les recordaba a los vecinos del barrio de Santa Cruz, que los demonios habitaban en el pecho de la joven andaluza, sin explicación aparente.

    Tres semanas después de aquellos sucesos, el padre Francisco recibió en la iglesia de Santa Cruz, la visita de Marta Montalbán, la tía de Sara. La mujer estaba desperada pues su sobrina había dejado de comer y sólo hablaba incongruencias. Su médico, José María García, se declaró incapaz para poder atender la delicada situación de la muchacha, consideraba que su ciencia no alcanzaba a sanar a la posesa. Marta explicó al sacerdote que temía por la vida de Sara y ya todos esperaban su muerte con cierta resignación. El padre Francisco le sugirió a la abnegada tía que el sábado siguiente se presentara en la Iglesia de Santa Cruz con la muchacha, pues allí comenzaría un nuevo exorcismo. El sacerdote, también recomendó a Marta que diera de comer a la muchacha y la mantuviera alejada, si era posible, de la ingestión de insectos. La mujer, por su parte, asentía con su cabeza todas las recomendaciones del presbítero y no daba señales de vida activa, sino de un automatismo permanente. Había una entrega espiritual de parte de todos los vecinos del barrio de Santa Cruz y de la hermandad que lleva su nombre, todos en la ciudad esperaban la muerte inminente de la joven posesa.

    Con el amanecer del sábado y la asistencia de sus monaguillos, el padre Francisco, instaló el equipo fílmico enviado por el Vaticano. Hecho significativo pues estaba rompiendo con todas las reglas que se seguían para estos casos. El padre instaló una de las cámaras de dieciséis milímetros en la Nave del Evangelio y otra en el presbiterio, realizó pruebas de grabación y ajustes de sonidos. Colocó cámaras fotográficas desde la Nave de la Epístola y grabadoras de audio desde el altar mayor. El padre advirtió que ese día, en particular soleado en el exterior, la Iglesia de Santa Cruz estaba invadida por una bruma inexplicable en todas sus naves y la fuente era el órgano que se halla en el centro del presbiterio. Todas las hornacinas y capillas con santos tenían un aspecto de humedad, como si un ominoso espíritu se hubiera apoderado de la blancura de las tallas. La imagen de Nuestra Señora de los Dolores, tenía ambos ojos invadidos por lágrimas a punto de desbordarse de su cavidad y el desconsuelo de los pecados del Cristo de las Misericordias parecía pesar mucho más. Las marmóreas paredes del recinto religioso eran invadidas por una inusitada humedad palpable. De tiempo en tiempo, entraban ráfagas de viento por los tragaluces de la bóveda central y las puertas se batían de un lado a otro y de fondo, una risilla cuya octava el sacerdote jesuita nunca más volvería a olvidar por el resto de sus mortales días. Aquella mañana nadie se acercó al santo templo, como si hubiere una complicidad entre aquella situación y los fieles, ninguna persona tenía ánimos para buscar consuelo, pues sólo la esperanza alimentaba la esperanza de un nuevo amanecer; no obstante, la atmósfera gris, irradiada desde la calle Mateos Gago se burlaba de los nobles espíritus y era el antítesis del resto de la ciudad, dando un aspecto lúgubre al ambiente urbano. Todos esperaban algo, pero nadie sabía con exactitud cual cosa, sólo poseían esa extraña premonición y la Iglesia de Santa Cruz lo reflejaba con fidelidad absoluta. El padre Francisco, ante esas señales, también sabía que ese sábado estaba dispuesto para el final del ministerio que llevaba en sus hombros desde hacía un año.

    Treinta minutos después de las diez de la noche, a la iglesia llegó Marta Montalbán, acompañada de Sara y miembros de la Hermandad de la Santa Cruz; todos ataviados con hábitos y capirotes, aunque no era Martes Santo. Al llamar

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