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La tristeza del zelota
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Libro electrónico400 páginas27 horas

La tristeza del zelota

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Pablo de Tarso intercede ante Filemón por Onésimo, un esclavo que se había fugado. Lo sabemos por la más breve de las epístolas paulinas. Pero no tenemos ni idea de si Filemón le hizo caso y acogió en su casa al esclavo huido, o si en cambio ignoró el consejo de Pablo y castigó a Onésimo, como mandaba la ley. Martí Colom recrea aquel episodio en una novela ágil y entretenida ambientada en el siglo I, cuando el cristianismo daba sus primeros pasos. Y a partir de Arquipo, Apia y el resto de sus protagonistas reflexiona sobre el fanatismo y cómo el Evangelio de Jesús puede ser camino de liberación o, malinterpretado, excusa para la intolerancia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jul 2020
ISBN9788428561006
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    La tristeza del zelota - Martí Colom Martí

    Índice

    Portada

    Portadilla

    Créditos

    Primera parte. El alfarero ciego

    1. Fuego

    2. Los secretos de Filemón

    3. Onésimo recuerda: Chipre

    4. El ojo de Xanthe

    5. El domador de caballos

    6. Onésimo recuerda: Androcles y Laertes

    7. Las vidas de Filemón

    8. La revuelta

    9. Onésimo recuerda: Arquipo y los alzados

    10. La furia de la ley

    11. La idea de Apia

    12. Onésimo recuerda: Éfeso

    Segunda parte. El candil y la paloma

    13. Apia insomne

    14. «A Filemón, nuestro querido amigo»

    15. Onésimo recuerda: peregrino a Kos

    16. El regreso del escriba

    17. Ejemplo de rectitud

    18. Onésimo recuerda: la muerte de las cuatro cartas

    19. Exilio

    20. El regalo de Clodia

    21. La llama que se achica: Onésimo anochece

    22. El secreto de Arquipo

    23. La piedra de Laertes

    portadilla

    © SAN PABLO 2020 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

    Tel. 917 425 113

    E-mail: secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es

    © Martí Colom Martí, 2020

    Distribución: SAN PABLO. División Comercial

    Resina, 1. 28021 Madrid

    Tel. 917 987 375

    E-mail: ventas@sanpablo.es

    ISBN: 9788428561006

    Depósito legal: M. 16.684-2020

    Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

    Printed in Spain. Impreso en España

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

    A todos los que un día fueron arquipianos

    y, después, se atrevieron a dudar.

    «Pues son los que se creen los únicos en reflexionar,

    o que tienen una lengua, o un alma como ninguno,

    a quienes se ve vacíos al ser abiertos».

    SÓFOCLES, Antígona

    «Hay algunas cosas que no podemos conocer,

    y otras muchas en que la incertidumbre

    es mucho más provechosa que la misma certeza».

    ERASMO DE ROTTERDAM, Carta a Martín Dorp

    «—Vas contra la ley, Hijo de María.

    La ley va contra mi corazón».

    NIKOS KAZANTZAKIS, La última tentación

    Primera parte

    EL ALFARERO CIEGO

    1

    FUEGO

    Antioquía de Siria. Julio del año 68

    Los incendios eran una calamidad recurrente en las abigarradas ciudades de aquel tiempo. Cada anochecer, cientos, miles de lámparas de aceite alumbraban con sus llamitas temblorosas casas de madera con recámaras ínfimas repletas de objetos combustibles: cortinas y vestidos de lino, catres de paja, cobijas de lana, cestos de mimbre, taburetes, banquetas, mesas, armarios. Cualquier golpe de viento, el gesto torpe de un bebé, de un anciano o de un sonámbulo, un portazo demasiado brusco o el correr atolondrado de un ratón o del gato que lo perseguía podían derribar un candil emplazado en la repisa de una ventana, en el saliente de un mueble, y provocar el desastre. Para nadie era un secreto que, otras veces, un fuego intencional se convertía en el recurso más sencillo, anónimo y barato de eliminar a un adversario o ejecutar una venganza.

    Fuera cual fuese la causa, los que dormían se despertaban con un escozor agrio en la garganta, o avisados por un crepitar molesto, o por un calor inquietante lamiéndoles las piernas, y al abrir los ojos se descubrían rodeados por un bosque de llamas que ya trepaban, endemoniadas, hacia el techo. Sus gritos alertaban a los vecinos, el barrio se movilizaba, y baldes con agua procedente de la fuente más cercana empezaban a correr de mano en mano con urgencia. Se podían ver en las ventanas siluetas prendidas, contorsionándose, que dudaban entre cruzar el fuego que las acorralaba o saltar al vacío, mientras en la calle un hombre desesperado se libraba de los brazos de los amigos que lo retenían y se echaba al interior del horno para rescatar a una hija atrapada, una arquita con joyas o un título de propiedad. Al rato cedían las vigas abrasadas y toda la vivienda se venía abajo con estrépito, levantando una explosión de centellas hacia el cielo asustado. A menudo los esfuerzos del vecindario no lograban evitar que el fuego se extendiera como un lagarto escurridizo desde la casa donde se había originado a los edificios aledaños, y no era raro que toda la calle o un sector entero de la ciudad ardieran antes del alba, dejando un trágico saldo de muertos y desahuciados: estos recibían las luces de la aurora agotados, su piel tiznada, el pelo sembrado de polvillo negruzco y tibio y los ojos teñidos de incredulidad, mientras contemplaban las costillas humeantes, algunas todavía incandescentes, de lo que horas antes había sido su hogar.

    Algunos incendios de la antigüedad quedaron consignados para siempre en las crónicas de la historia: son célebres las llamas de Troya, de Alejandría o de Roma. La gran mayoría se olvidaron como se olvida una pesadilla. Luego, con tenacidad o resignación, que a veces se parecen mucho, sus supervivientes reconstruyeron nuevos barrios sobre las cenizas de cada hoguera.

    * * *

    La noche de mediados de julio ha tardado en caer sobre Antioquía. Bochornosa, sin una pizca de viento, ahora por fin se posa sobre los tejados de la tercera ciudad del imperio. Tan solo la mismísima Roma y Alejandría superan en tamaño esta extraordinaria metrópoli de casi medio millón de almas, capital de la provincia de Siria desde hace más de un siglo. La puesta del sol apenas ha mitigado el calor, y el Orontes discurre sin entusiasmo, lento y bajo de caudal, hacia el mar, que lo espera a seis leguas de las murallas.

    En las laderas del Monte Silpius todavía brillan algunas luces, procedentes de las lujosas villas de los ciudadanos más pudientes, señalando cenas y veladas que languidecen al son de liras y flautas en las que los comensales celebran el privilegio de poder vivir lejos de la aglomeración insalubre de los barrios populares. A sus pies, en la llanura, a ambas orillas del río se extiende la masa oscura de los edificios del centro y el resto de la ciudad, un tejido enmarañado de calles, calzadas, pasillos, patios y plazoletas, auténtico revoltijo de viviendas, comercios, templos, talleres, cuadras, almacenes, tabernas y hospederías, así como de razas, creencias y lenguas, ilusión y desengaños. Varios sectores, los que fueron devastados por el gran incendio de hace dos veranos, que las autoridades atribuyeron, sin pruebas, a la comunidad hebrea, apenas se están terminando de reconstruir.

    Al final de una calleja angosta del barrio de los alfareros, casi al lado del río, un hombre duerme en la penumbra en la segunda planta de una casa modesta. La luz azulada de la luna se cuela a través de una ventana abierta, por la que entran también los potentes olores del arrabal: el hedor de los animales de un establo, la fetidez de las aguas negras, que corren como un gusano enfermo por entre los adoquines, el vaho de cenas recalentadas, del aceite agrio de los candiles y, más sutil, una ligera evocación de mar que hoy llega de la costa, seductora.

    El hombre tendrá unos cincuenta años, está echado en su catre, suda y se agita, sin llegar a despertarse, importunado por un mosquito obstinado que le envenena el sueño con su zumbido tenaz. El insecto se posa por un momento en su frente: si pudiese leer, le sorprenderían unas antiguas marcas que surcan la cabeza en la que ahora descansa sus finas patitas. Tres cicatrices añejas, que dibujan tres letras: una F, una U y una G. El paso del tiempo les ha suavizado el contorno, pero no ha podido borrarlas. A veces, su dueño todavía sufre pesadillas en las que se ve inmovilizado de nuevo por los brazos de dos lacayos, mirando horrorizado como un verdugo se le acerca empuñando el hierro candente, se lo estampa en la frente y él brama y se desvanece retorciéndose de dolor, no sin antes sentir como los pulmones se le llenan del tufo de su propia carne abrasada.

    El mosquito levanta el vuelo, silbando cerca del oído del hombre, que da un manotazo inconsciente en el aire caliente del cuarto y su propio gesto, ahora sí, lo despierta. Se incorpora sobre los codos. Cree oír algo en el piso inferior. ¿Pasos, susurros? Escucha con atención. Nada. Se dice a sí mismo que han sido imaginaciones surgidas de un mal sueño que ya no recuerda, se recuesta y vuelve a quedarse dormido.

    Unos minutos más tarde, el humo le provoca un ataque de tos que lo despierta de nuevo. Incapaz de comprender lo que sucede, durante tres o cuatro segundos contempla fascinado las fumaradas espesas traspasadas de luz lunar, subiendo a borbotones hasta el techo, y enseguida se fija en la luminosidad rojiza que llega desde la planta baja, filtrándose entre las tablas del suelo. En la calle, un perro empieza a ladrar. Ya totalmente despierto, el hombre se da cuenta con terror del crepitar inconfundible que llena la vivienda, creciendo a cada segundo. Salta del catre con el corazón en la boca y recibe mil pinchazos en la planta de los pies. Corre, desnudo e ignorando el dolor, hacia la puerta del cuarto, que da a la escalera, y abrirla es invitar al fuego, que ya conquista los peldaños superiores, a saltarle encima. Las llamas corren más que sus decisiones y en un instante se despliegan como los tentáculos de un pulpo encabritado por las vigas, los muebles, las paredes, lo rodean. Oye gritos, se asoma a la ventana y ve a varios vecinos corriendo, voceando, dándose órdenes confusas unos a otros. Reparan en él.

    —¡No te muevas! ¡Espera! –ruge alguien.

    El pecho se le llena de humo, los ojos le lloran, quiere vomitar, el mar de fuego ya lo asedia por todos lados. Entre lágrimas alcanza a distinguir a dos hombres arrastrando una carreta por el callejón, la colocan al pie de su ventana y encima empiezan a amontonar sacos para levantar una rampa por la que él pueda escapar.

    Entonces atina a pensar en la carta.

    Se da la vuelta en dirección al rincón donde guarda su cofrecito de cedro, y solo puede ver una ola inflamada marchando hacia él.

    —¡Salta! –le imploran desde el exterior, pero es demasiado tarde. Aspira una nube de ceniza y humo, tose como si fuera a arrojar el alma, siente que se ahoga y doblegándose se desploma sin sentido sobre el suelo ardiente, que ríe con un crujido siniestro. Las llamas se lo disputan, leonas devorando una gacela. Dos chicos trepan con la agilidad de un par de monos por la pila de sacos que han logrado amontonar sobre la carreta y, una vez en la cima, uno encarama al otro en sus hombros para que el segundo alcance el alféizar de la ventana. A fuerza de brazos el joven se iza a sí mismo y de un brinco penetra en la casa. En la calle, los vecinos que contemplan la escena contienen el aliento. Unos segundos más tarde el muchacho reaparece, su silueta recortada en el incendio, su ropa prendida, cargando al hombre en la espalda. Lo arroja sin miramientos al vacío, y él salta detrás, huyendo de las llamas. El cuerpo humeante del quemado topa contra los sacos y se va deslizando como un muñeco de trapo hasta la calle, perseguido por su joven salvador. Alguien echa un balde de agua sobre los dos, y el herido, tosiendo, recupera los sentidos por un momento. Con los ojos fuera de sus órbitas alcanza a ver como la casucha ya es una formidable antorcha que ilumina la noche.

    —¡Onésimo! –le grita, cubriéndolo con una cobija y abrazándolo, el tracio que regenta la taberna de enfrente–. ¡Estos chicos te han salvado la vida!

    Las brutales quemaduras sufridas en todo el cuerpo le provocan un dolor indescriptible, se va a desvanecer. Al mismo tiempo, otro dolor, tan físico como aquel y acaso más hondo, le calcina el corazón:

    —¡La carta, la carta! ¡He perdido la carta! ¡La car... –logra balbucear con los labios hechos un amasijo de tejidos chamuscados y sangre, antes de desmayarse otra vez.

    Cuatro vecinos se lo llevan en brazos cuando se oye el chasquido final de la madera al rendirse. La casa se desmorona formando un torbellino de fuego que arranca un grito de espanto a todos los presentes, y una impenetrable columna de humo ofusca por completo, durante unos segundos, la claridad lechosa de la luna.

    2

    LOS SECRETOS DE FILEMÓN

    La carta de Pablo de Tarso a Filemón es tal vez uno de los textos más curiosos de la antigüedad, y sin duda uno de los escritos más sorprendentes que nos ha legado el movimiento cristiano primitivo. Apenas veinticuatro versículos y 335 palabras componen este enigmático documento (la más escueta de las epístolas paulinas), cuyo misterio no radica en su contenido, de tintes novelescos, sino en su supervivencia. El motivo y tema de la carta son de sobra conocidos: en invierno del año 54, Pablo, que está en la cárcel, probablemente en Éfeso, ha conocido a Onésimo, un esclavo fugitivo que al parecer huye después de haber cometido un robo en la casa donde servía. El anciano maestro (Pablo rondaría los cincuenta años, una edad ya venerable en el siglo primero) ha dedicado largas horas de cautiverio a hablar con el joven prófugo, y a consecuencia de estas conversaciones Onésimo ha decidido adherirse a la nueva fe del hebreo. Pero ahí el asunto se complica, pues resulta que durante sus coloquios Pablo ha descubierto algo inesperado: el amo de quien Onésimo huye no es otro que Filemón, un cristiano acomodado de Colosas, viejo conocido suyo, a quien años atrás él mismo inició en la fe. Filemón es ahora un dirigente respetado del círculo creyente de su ciudad, hasta el punto de que alberga en su mansión las reuniones, comidas y celebraciones de la incipiente comunidad cristiana de la villa. Pablo se maravilla del triángulo que las circunstancias han creado, y decide sacar partido de la situación y escribir una carta, que el propio Onésimo deberá llevar a Filemón. En ella (un texto delicado, exquisito, finísimo), el prisionero intercede a favor del fugitivo. Informa a Filemón del afecto que él, Pablo, profesa por Onésimo, y le suplica, apelando a la amistad que les une desde hace años, que reciba de nuevo en su casa a quien fuera su esclavo. Que lo reciba, eso sí, como lo que ahora es: un hermano. Más aún, que lo reciba como recibiría al mismo Pablo.

    La epístola no es una condena expresa de la institución de la esclavitud. En vano buscaremos tal cosa en los escritos paulinos (a pesar de la fuerza del famoso «ya no hay esclavo ni libre» de la carta a los Gálatas), y es que, seguramente, pedir esta condena a un autor del mundo greco-romano sería pedir demasiado, un anacronismo. No obstante, tomando pie en la situación concreta de Onésimo, Pablo sí plantea, con una audacia al alcance de muy pocos, un vuelco radical de las relaciones sociales de su tiempo. El carácter rompedor de su escrito es evidente.

    En cualquier caso, el misterio, decíamos, no reside en el contenido de la carta sino en su supervivencia. Si un texto antiguo estaba destinado a perderse para siempre en las brumas de la historia era este. ¿Cómo y por qué se conservó un escrito tan circunstancial, dirigido a un individuo particular para resolver una situación específica? ¿Por qué vías llegó la carta a Filemón a las manos de aquellos que, con el correr del tiempo, recopilaron las epístolas del apóstol? Las otras misivas de Pablo que han sobrevivido se dirigían a comunidades enteras y lidiaban con asuntos doctrinales que podían interesar a futuras generaciones de creyentes, y por eso era lógico que fueran copiadas una y otra vez. En cambio, el de Tarso no redactó estas palabras pensando en nadie más que en Filemón, y se hubiese asombrado de saber que la posteridad las conocería. ¿Por qué no desapareció este escrito, una vez realizado su servicio?

    Es más, ¿qué nos dice acerca del desenlace de la historia el hecho de que la carta sobreviviese? Si asumimos que Onésimo cumplió su misión, y que el manuscrito entregado a Filemón es el origen del texto que ha llegado hasta nosotros, ¿qué nos revela su preservación? ¿Cómo reaccionó del amo ante la insólita reaparición del esclavo portando un mensaje del añorado maestro, un acontecimiento que sin duda tuvo que causar una tremenda conmoción en aquel hogar? ¿Acató Filemón la voluntad de su tutor? ¿Guardó entonces la carta para justificar su actitud benévola hacia el joven desertor ante los que pudieran tildarle de blando, de pusilánime? ¿O bien desoyó a Pablo y castigó a Onésimo, como mandaba la ley? En este último caso su mayor interés hubiese sido destruir la epístola desatendida y olvidar su existencia. ¿Pudiera ser que Onésimo, precavido, se hubiese quedado con una copia, antes de entregar el original, y que esta copia secreta fuese la que terminó sobreviviendo el paso de los años? ¿O debemos deducir que tal vez el esclavo nunca entregó la epístola, que siguió huyendo, custodiando con celo el preciado mensaje y que al fin –quizá décadas más tarde– lo publicó para que todos vieran la estima que el apóstol le tenía? ¿Acaso circunstancias imprevistas impidieron al joven regresar a Colosas y el texto quedó entre las pertenencias de Pablo, de donde fue rescatado por alguno de sus compañeros? ¿O bien la que sobrevivió fue una copia que Pablo guardó con él, en Éfeso, y no el original despachado con Onésimo? Los autores antiguos tenían la costumbre de conservar duplicados de lo que escribían, pero en este caso es improbable que el predicador de Tarso hubiese desperdiciado papiro y tinta ordenando que se hiciese una copia de la carta a Filemón, tratándose de un mensaje redactado desde la precariedad de un encierro y que, además, solo lidiaba con la circunstancia personal de aquel esclavo fugitivo.

    ¿Y qué papel jugaron en el drama Apia y Arquipo, también destinatarios de la nota, mencionados en el saludo inicial, y de los que no sabemos sino los nombres? ¿Son la esposa y el hijo de Filemón, como especulan algunos? ¿O bien hermanos suyos? ¿Esposa y hermano? ¿Hermano y cuñada? ¿O líderes destacados de la comunidad de Colosas, a los que el encabezamiento de la carta incluye con la esperanza de que así Filemón se verá obligado a compartir con ellos las palabras del maestro, y que ellos lo presionarán para que cumpla lo que se le pide en la misiva?

    «Te escribo seguro de tu respuesta, sabiendo que harás más aún de lo que te pido», afirma Pablo, con picardía, hacia el final de la carta. «Más de lo que te pido». ¿Está sugiriendo, con una sutileza apenas maquillada, que Filemón, después que recibir a Onésimo en su hogar, le dé la manumisión? ¿Acaso fue esto lo que ocurrió?

    La epístola que conocemos como «de Pablo a los Colosenses», muy posterior a la que nos ocupa, parecería confirmar esta última posibilidad cuando declara que su portador es alguien llamado Onésimo (en esta nueva carta también reaparece Arquipo, a quien el texto lanza una críptica advertencia, imposible de descifrar: «Decidle a Arquipo que considere el encargo que el Señor le ha dado y que lo cumpla»). Ello indicaría que, años después de redactarse la nota a Filemón, Onésimo habría regresado con Pablo y se movía con libertad por Asia Menor. Sin embargo, ahí la dificultad insalvable estriba en que la inmensa mayoría de los estudiosos niegan la autenticidad paulina de la carta a los Colosenses, de modo que recurrir a ella, escrita con toda probabilidad por otras manos, veinte o veinticinco años después de los hechos a los que se refiere la de Filemón, es un recurso tramposo que no deberíamos utilizar para tratar de reconstruir los acontecimientos que ocurrieron alrededor del año 54 entre Éfeso y Colosas en torno al manuscrito original de Pablo.

    La única conclusión posible, en definitiva, es que debemos resignarnos a la más absoluta ignorancia y aceptar que no tenemos la menor idea de cómo ni por qué sobrevivió el texto, ni qué ocurrió con él después de que Pablo dictara sus palabras y algún escriba las asentara con diligencia en el delgado papiro. Nos encontramos ante lo que podríamos llamar los secretos de Filemón: los secretos de un mensaje audaz y de un triángulo extraño, compuesto por tres personajes de nombres sonoros (Onésimo, Pablo y Filemón), que nos hablan de un universo extinguido en el que, no obstante, el nuestro hunde sus raíces. El suyo era un mundo habitado por esclavos y hombres libres, por campesinos, mercaderes, artesanos, apóstoles, filósofos, poetas, soldados y mercenarios, por maestros y discípulos, un mundo de sectas religiosas enfrentadas entre sí, de travesías por el Mediterráneo en frágiles barcos de vela, de ciudades que hoy yacen bajo tierra y que en su día albergaban templos de mármol ricos en mosaicos y oscuras chozas de adobe, circos, teatros y bibliotecas, un mundo de idiomas y alfabetos olvidados, de copistas ingeniosos y de textos que pretendían cambiar la historia... y que a veces lo lograron.

    Nunca sabremos qué pasó entre Onésimo y Filemón, y lo cierto es que para penetrar en los secretos de este escrito de hace veinte siglos solo podemos recurrir a la ayuda vacilante de la conjetura, para que ella conciba escenas, diálogos, los temperamentos de sus protagonistas, sus itinerarios, sus miedos, sus anhelos, sus torpezas, sus aciertos. Pero también es verdad que las diferencias entre nuestro tiempo y el de la epístola no son tan notorias como de antemano podríamos pensar, y que esto nos ofrece, si no los hechos, sí los parámetros dentro de los que nos es permitido especular. Sus tres protagonistas, de eso podemos estar seguros, buscaron, como nosotros, respuestas y esperanza en medio de un mar de incertidumbres; vacilarían, y a menudo obedecerían el dictado de sus instintos más inconfesables; otras veces acertarían a seguir los consejos más nobles de sus conciencias; ellos, como nosotros, eran el resultado de sus deseos y heridas, y de aquellos que con su ternura o dureza los habían moldeado desde el día en que nacieron. Tuvieron que asumir, como nosotros, la certeza de que en la vida todo, incluso el agravio más nimio, puede convertirse para algunos en una llaga incurable, en la razón última de una malevolencia feroz; y que todo, a su vez, hasta la injuria más humillante, puede sanarse y ofrecer a quienes logren liberarse de su hechizo una paz inédita, casi incomprensible. Ellos, como nosotros, buscaron el amor y probaron el veneno del desprecio. Ellos, como nosotros, tuvieron que aprender a convivir con sus dudas. Fanatismo y tolerancia se disputaron sus corazones, como siguen disputándose los nuestros. Y ellos, como nosotros, fueron tentados por el lustre engañoso de verdades acabadas, definitivas, demasiado perfectas.

    Podría ser, en resumidas cuentas, que tuviésemos en las similitudes entre su mundo y el nuestro el mejor instrumento para tratar de desentrañar los secretos de esta carta fascinante.

    Equipados con semejante esperanza, atrevámonos, ahora, a asomarnos a las vidas de Onésimo y Filemón, de Arquipo, de Apia y de aquellos que los rodeaban: remotas en el tiempo, devienen sorprendentemente cercanas cuando descubrimos los dilemas y conflictos que sus protagonistas tuvieron que enfrentar.

    3

    ONÉSIMO RECUERDA: CHIPRE

    Salamina. Junio del año 46

    La carta. La última copia, la que Apia me confió, la que yo había salvado de la cacería, la que guardaba bajo llave en el pequeño cofre de cedro: destruida, convertida en un suspiro de ceniza, perdida para siempre. Quisiera gritar, pero me duelen demasiado la boca, los labios y la garganta. Llorar sí puedo, y lloro, y no es desagradable el efímero frescor de las lágrimas descendiéndome por las mejillas y mojándome el cuello, imagino que buscando una ruta entre las espantosas quemaduras que me arrugan la carne. Me han dicho que no me mueva. Tampoco creo que pudiese, aunque quisiera: moverme equivale a sentir una punzada de dolor insoportable. Estoy quieto, postrado boca arriba, en este lecho al que llega una suave fragancia de alhucema. Llevo una venda sobre los ojos, pero si entreabro los párpados logro adivinar, por el tono de la luz que se cuela a través del tejido, la hora del día. Lo que no sé es cuánto tiempo ha transcurrido desde el incendio. Ignoro cuánto tardé en despertar. Lo primero que recordé fue el bosque de fuego impidiéndome llegar hasta el cofre. Creo que traté de incorporarme, y una mano delicada me retiró el paño de lino que me tapaba la visión, y pude ver, medio deslumbrado, a Tulio, el tracio, y a su esposa, la etíope Alemnesh, de pie junto al catre. Ambos me miraban sin esconder su angustia, y él, ensayando algo parecido a una sonrisa, me dijo que tratase de reposar. Me acercaron un vaso con agua a los labios, y después de que hube bebido me instaron a recostarme otra vez y me cubrieron de nuevo los ojos.

    Me van cambiando las gasas que tengo colocadas por todo el cuerpo, y me untan la piel tres y cuatro veces al día con una pomada de olor fuerte, difícil de identificar: percibo en ella el aroma de cebolla, de miel, de vinagre y de alguna substancia más que no reconozco. El ungüento me refresca, y tal vez ayude a cicatrizar el destrozo que las llamas hicieron en mí. Quizá mi carne se sane, pero nada puede hacerse ya por la carta, y este pensamiento me retuerce las tripas y me causa tanto dolor como mis llagas y heridas.

    Creo, no sé si lo soñé, que minutos antes de que el humo me desvelara yo ya me había despertado un instante, y que me pareció haber escuchado movimientos en el piso inferior, donde empezó el fuego. Abajo no había ningún candil prendido, ni tampoco quedaba ningún rescoldo en el fogón de la cocina. ¿Podría ser, entonces, que...?

    Tal vez. Quizá sí, quizá al final me encontraron y ellos ganaron la partida. Sea como sea, han conseguido lo que querían, lo que él quería: que ya no quede en el mundo copia alguna del escrito que detestaba. Todas perdidas, aniquiladas. Me costará mucho aceptar sin furia esta verdad desgarradora. Acaso nunca lo consiga.

    Entreabro los ojos. La luz que flota en el cuarto y traspasa mi venda es rosada: debe atardecer.

    Me doy cuenta de que con este desenlace aciago ha concluido la historia que daba sentido a mis días, y que hoy llego al final de un camino que empezó con otro atardecer, hace más de veinte años, en Chipre, cuando bajo la sombra de unos pinos, cerca de la playa, nos encontramos con Pablo. Él y yo apenas intercambiamos miradas y alguna palabra, sin sospechar que pasado el tiempo volveríamos a vernos, en circunstancias muy distintas. Lo más memorable de mi vida (si es que en la vida de un esclavo puede haber algo memorable) ha transcurrido entre estos dos atardeceres. Aquella tarde chipriota yo tenía veinticinco años, pero en mi alma era todavía un niño, sin luces ni horizontes.

    Trato, con sumo cuidado, de mover los dedos de mi mano derecha, que reposa inerte sobre el camastro. Primero flexiono las falanges, en un intento de cerrar el puño, pero el dolor me impide completar el movimiento. Luego junto muy lentamente el índice con el pulgar, imitando el gesto de sostener una pluma. Me cuesta, y me punza el roce de las dos yemas quemadas. Espero que un día la piel sana me permita realizar de nuevo lo que más he hecho en la vida, lo que me ha definido a los ojos de los hombres, la actividad que ha sido a la vez mi orgullo y mi perdición: coger el cálamo, mojar con delicadeza su punta en la tinta y levantarlo, dejar que una gota impaciente se escurra de nuevo hasta el pequeño receptáculo circular de la paleta, llevar el instrumento hasta el papiro y, con la agilidad que da la práctica, llenarlo con letras, palabras y frases. Saber escribir desde muy joven ha sido la piedra angular de mi existencia, el eje sobre el que ha girado todo: lo bueno y lo malo, lo sublime y lo funesto.

    Si un día tuviese la salud y el tiempo para ello, volvería a escribir: pero ya no las tediosas cartas que me dictaban mis amos («Honorable Aurelio, rezo a los dioses por tu salud. Me es grato comunicarte que el cargamento de cebada llegó intacto y sin problemas al puerto de...»; «Respetado Simeón: quiero hacerte saber que en la próxima primavera tengo pensado ir a Cesarea para cerrar allí un negocio...»), ni sus inacabables cuentas, ni sus aburridos contratos comerciales. Lo que me gustaría describir, si pudiese, serían los laberintos por los que he transitado, a veces feliz (sí, he saboreado la dicha), a veces horrorizado, otras humillado, casi siempre en silencio, desde aquella tarde primaveral de Chipre hasta esta de hoy, triste y veraniega. Escribiría mis recuerdos y mis dudas, mis caminos, escribiría todo lo que ahora rememoro con pausada claridad, inmóvil y casi intoxicado por el fuerte perfume de miel, vinagre y cebolla que me embarra la piel.

    El imprevisto encuentro con Pablo aconteció durante el primer viaje que hice con Filemón. Hasta entonces yo había permanecido plantado como un pobre ciprés en Colosas, la ciudad que me vio nacer. En veinticinco años jamás había salido del valle del Licos. Mi mundo eran sus suaves colinas, los olivares, los viñedos, el río y sobre todo la pequeña ciudad, sus calles de piedra y de tierra, su mercado, su teatro, el ajetreo constante de toda clase de gente y la elegante residencia de mis dueños en el barrio alto, en la que yo había nacido y en la que pasábamos la mayor parte del año. Al final del verano, en época de la vendimia, nos trasladábamos durante algunas semanas a una de las dos haciendas que la familia tenía en el campo, ambas ubicadas a poca distancia de Colosas. Mi madre, de origen parto, esclava como su madre, había pasado toda su vida al servicio de los Grodia, que se vanagloriaban de ser los comerciantes más célebres de Frigia. Cuando ella nació todavía vivía el abuelo de Filemón, que al parecer gobernó la dinastía con sabiduría, pues fue durante su tiempo cuando la familia se enriqueció y su nombre cobró prestigio en la región. Aquel abuelo sagaz, que yo no conocí, empezó a dedicarse a la cría y el comercio de caballos, los célebres Caballos Grodia que tan buscados serían con el paso de los años. Cuando yo vine al mundo ya era su hijo, el severo Androcles, padre de Filemón y Arquipo, quien regentaba los negocios y la vida doméstica, y lo hacía con eficacia, pero sin alegría. Ensimismado, no despertaba la admiración que rodeó a su padre, y en cambio todos en la casa temíamos sus puntuales estallidos de cólera, que a menudo resultaban peligrosos para el que estuviera cerca del volcán en el que el hombre se convertía por momentos. Más tarde regresaré a mis recuerdos de Androcles: él y su dureza, tan fría y calculada, se diría que ensayada, junto con la amenaza permanente de sus explosiones de ira, explican, creo, algunas de las cosas que sucedieron después.

    Mi madre, que murió de unas fiebres cuando yo apenas contaba doce años, nunca me quiso hablar demasiado de mi padre. Supongo que no había mucho que decir. «Era bueno», me aseguraba, sin entrar en detalles, y añadía: «Un hombre bueno, que no se pudo quedar con nosotros». Parece, por lo que más tarde me refirieron algunos sirvientes de la casa, que era un fenicio que

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