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El tulipán negro
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Libro electrónico321 páginas8 horas

El tulipán negro

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Mientras Cornelio van Baerle trabaja por descubrir el tulipán negro, un envidioso enemigo lo acusa de ser cómplice de los hermanos de Witt, culpados de traicionar al pueblo de Holanda. Condenado a pasar el resto de sus días en prisión, Van Baerle conoce a Rosa Gryphus, la hija del carcelero, quien se convertirá no sólo en su consuelo ante la injusticia, sino en la esperanza de encontrar la flor nunca antes vista. Sólo el amor y la lealtad serán capaces de destruir las murallas de odio que impiden que la verdad y la belleza resplandezcan entre tanto infortunio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2020
ISBN9786071669148
El tulipán negro
Autor

Alexandre Dumas

Alexandre Dumas (1802-1870) was a prolific French writer who is best known for his ever-popular classic novels The Count of Monte Cristo and The Three Musketeers.

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    El tulipán negro - Alexandre Dumas

    COLECCIÓN POPULAR

    783

    EL TULIPÁN NEGRO

    Revisión de la traducción

    FAUSTO JOSÉ TREJO

    ALEXANDRE DUMAS

    El tulipán negro

    Traducción

    ANDRÉS RUIZ MERINO

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición en francés, 1850

    Primera edición, FCE, 2020

    [Primera edición en libro electrónico, 2020]

    D. R. © 2020 Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel.: 55-5227-4672

    Título original: La Tulipe noire

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-6914-8 (ePub)

    ISBN 978-607-16-6898-1 (rústica)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

             I. Un pueblo agradecido

            II. Los dos hermanos

           III. El discípulo de Jean de Witt

           IV. Los asesinos

            V. El aficionado a los tulipanes y su vecino

          VI. El odio de un cultivador de tulipanes

         VII. El hombre feliz conoce la desgracia

        VIII. Invasión

          IX. El cuarto de la familia

            X. La hija del carcelero

           XI. El testamento de Cornélius van Baerle

         XII. La ejecución

        XIII. Lo que ocurría en aquellos momentos en el alma de un espectador

        XIV. Las palomas de Dordrecht

         XV. El ventanillo

       XVI. Maestro y discípula

      XVII. El primer bulbillo

     XVIII. El pretendiente de Rosa

       XIX. La mujer y la flor

        XX. Lo que había ocurrido durante ocho días

       XXI. El segundo bulbillo

      XXII. Floración

     XXIII. El envidioso

     XXIV. Donde el tulipán negro cambia de dueño

      XXV. El presidente Van Systens

    XXVI. Un miembro de la Sociedad de Horticultura

    XXVII. El tercer bulbillo

    XXVIII. La canción de las flores

     XXIX. Donde Van Baerle, antes de abandonar Loevestein, arregla sus cuentas con Gryphus

      XXX. Donde empieza a sospecharse qué suplicio le aguardaba a Cornélius van Baerle

     XXXI. Haarlem

    XXXII. Última súplica

    Conclusión

    I. UN PUEBLO AGRADECIDO

    EL VEINTE de agosto de 1672 la ciudad de La Haya, tan risueña, tan blanca y tan coqueta que se diría que en ella todos los días son domingo; la ciudad de La Haya, con su parque sombreado, sus grandes árboles inclinados sobre las casas góticas, con los anchos espejos de sus canales que reflejan sus campanarios de cúpulas casi orientales; la ciudad de La Haya, capital de las Siete Provincias Unidas,¹ tenía todas sus arterias repletas de una oleada negra y roja de ciudadanos presurosos, anhelantes, inquietos que, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o bastón en mano, corrían hacia el Buitenhof, prisión formidable de la que aún hoy se enseñan sus ventanas enrejadas y en la que languidecía Corneille de Witt,² hermano del ex gran pensionario del Consejo de Holanda, desde la acusación presentada contra él por el cirujano Tyckelaer.

    Si la historia de aquellos tiempos, particularmente la del año a mediados del cual empezamos nuestro relato, no estuviera ligada de manera indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, tal vez estarían fuera de lugar las pocas líneas explicativas que siguen; pero debemos prevenir al lector, viejo amigo al que siempre prometemos solaz en nuestras primeras páginas y con el cual cumplimos mal que bien en las que siguen, de que dicha explicación es tan indispensable para la claridad de nuestra historia como para la mejor comprensión del acontecimiento político en el que se encuadra.

    Corneille o Cornélius de Witt, ruart³ de Pulten, es decir, el inspector de diques del país, ex alcalde de Dordrecht, su pueblo natal, y diputado de los Estados de Holanda,⁴ tenía cuarenta y nueve años cuando en el pueblo holandés, cansado de la república tal como la entendía Jean de Witt,⁵ gran pensionario del Consejo de Holanda, se encendió una pasión tempestuosa por la magistratura suprema, abolida para siempre en Holanda en virtud del edicto perpetuo que impuso Jean de Witt a las Provincias Unidas.

    Como es raro que, en sus evoluciones caprichosas, el espíritu público no advierta al hombre detrás de cada principio, así detrás de la república el pueblo veía las severas figuras de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, que desdeñaban adular el gusto nacional y eran amigos inflexibles de una libertad sin licencia y de una prosperidad sin excesos; como veía detrás de la magistratura suprema la frente inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, a quien sus contemporáneos bautizaron con el nombre, que la posteridad hizo suyo, de el Taciturno.

    Los dos De Witt no le escatimaban miramientos a Luis XIV,⁷ cuya autoridad moral veían crecer por toda Europa y cuya influencia material sobre Holanda habían percibido hacía poco con el éxito de la maravillosa campaña del Rin. Tal campaña, ilustrada por aquel héroe de novela que se llamó el conde de Guiche⁸ y cantada por Boileau,⁹ acabó en tres meses con el poderío de las Provincias Unidas.

    Luis XIV era de tiempo atrás enemigo de los holandeses, que lo insultaban o se burlaban de él lo mejor que podían, y lo hacían casi siempre, en efecto, por boca de los franceses refugiados en Holanda. El orgullo nacional hacía de él el Mitrídates¹⁰ de la república. Había, pues, contra los De Witt el doble motivo de animosidad que resulta de una vigorosa resistencia suscitada por un poder en pugna con el gusto de la nación y del cansancio que se apodera de los pueblos vencidos cuando esperan que otro jefe los salve de la ruina y de la vergüenza.

    El otro jefe, presto a comparecer y a medirse con Luis XIV, por muy gigantesca que pareciese su fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II y nieto, por Enriqueta Estuardo, del rey Carlos I de Inglaterra; muchacho taciturno cuya sombra, como ya dijimos, se dibujaba detrás de la magistratura suprema.

    El joven tenía veintidós años en 1672. Jean de Witt, su maestro, lo educó con el propósito de hacer de él un buen ciudadano. Más firme en él era el amor a la patria que el que sentía por su discípulo, así que lo despojó, por el edicto perpetuo, de toda ilusión de llegar a ser magistrado supremo. Mas Dios, que se ríe de la pretensión de los hombres de hacer y deshacer los poderes en la tierra sin consultar al rey de los cielos, explotando el terror que inspiraba Luis XIV y el capricho de los holandeses, decidió cambiar la política del gran pensionario del Consejo y abolir el edicto perpetuo, restableciendo el cargo de la magistratura para Guillermo de Orange, sobre quien tenía Sus designios, hasta entonces ocultos en las misteriosas profundidades del futuro.

    El gran pensionario del Consejo se inclinó ante la voluntad de sus conciudadanos, pero Corneille, más obstinado, rehusó firmar el acta que restablecía la magistratura suprema, a pesar de las amenazas de la plebe orangista, que había sitiado su casa de Dordrecht.

    Firmó, por fin, a instancias de su llorosa mujer, aunque añadió a su nombre estas dos letras: V. C., o vi coactus, que quiere decir: obligado por la fuerza.

    El que ese día pudiera escapar a los golpes de sus enemigos se debió a un verdadero milagro.

    A Jean de Witt no le funcionó gran cosa su adhesión rápida y fácil a la voluntad de sus conciudadanos, ya que pocos días más tarde fue víctima de un atentado. Sin embargo, aun cuando fue cosido a cuchilladas, no murió de sus heridas. No era esto lo que los orangistas necesitaban. La vida de los dos hermanos era un obstáculo permanente para sus proyectos, así que decidieron momentáneamente cambiar de táctica, en espera de coronar en un momento dado la segunda por la primera, y consumaron con ayuda de la calumnia lo que no habían conseguido por medio del puñal.

    Generalmente es difícil encontrar al hombre que ha sido destinado por Dios para la gran acción y, debido a esto, cuando la combinación providencial se produce, la historia registra de inmediato el nombre de la persona elegida y lo recomienda a la admiración de la posteridad. Pero cuando el diablo se mezcla en los negocios humanos, para destruir una vida o para aniquilar un imperio, es raro que no encuentre enseguida a algún miserable, a quien basta soplar al oído una palabra para que se ponga de inmediato en acción.

    El miserable que en aquellas circunstancias estuvo dispuesto a servir de agente al genio del mal se llamaba, como ya creemos haberlo dicho, Tyckelaer y era cirujano de profesión. Declaró que, desesperado Corneille de Witt por la derogación del edicto perpetuo —como lo probaba su misma apostilla— y lleno de odio contra Guillermo de Orange, le había encomendado a un asesino que librara a la república del nuevo magistrado supremo, y que el asesino designado era él mismo, quien, abrumado por los remordimientos ante la tarea que se le había encomendado, prefería revelar el crimen a cometerlo.

    Júzguese ahora la indignación de los orangistas al conocer la noticia del complot. El fiscal ordenó detener a Corneille en su casa el 16 de agosto de 1672, y el ruart de Pulten, noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de Buitenhof la tortura preparatoria que debía arrancarle, como a los criminales más viles, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.

    Pero Corneille no sólo tenía una gran inteligencia, sino también un gran corazón. Pertenecía a esa estirpe de mártires que en posesión de una fe política, como sus antepasados tenían una fe religiosa, sonríen ante el tormento; así pues, mientras duró su tortura, recitó con voz firme y dando a los versos su medida justa la primera estrofa del Justum et tenacem, de Horacio,¹¹ no confesó una palabra y agotó las fuerzas y el fanatismo de sus adversarios.

    A pesar de ello, los jueces absolvieron por completo a Tyckelaer y en cambio terminaron por dictar contra Corneille una sentencia que lo despojaba de todos sus cargos y dignidades, lo condenaba a pagar las costas del proceso y lo desterraba a perpetuidad del territorio de la república.

    Suponía algo para la satisfacción del pueblo, cuyos intereses había defendido constantemente Corneille de Witt, aquel decreto que hería en la misma persona a un inocente y a un gran ciudadano. Sin embargo, como vamos a ver, no era suficiente.

    Los atenienses, que dejaron en la historia una sólida reputación de ingratitud, quedaron por debajo de los holandeses, puesto que a Arístides¹² se contentaron con desterrarlo.

    A los primeros rumores de la acusación lanzada contra su hermano, Jean de Witt se había apresurado a dimitir de su cargo de gran pensionario del Consejo. También él se veía así dignamente recompensado de sus sacrificios por el país. Al retirarse lo acompañaban a su vida privada sus enemigos y sus heridas, únicos beneficios que, por lo general, se otorgan a los honrados, cuya sola culpa es la de trabajar por su patria con olvido de sí mismos.

    Durante aquel tiempo Guillermo de Orange, apresurando los acontecimientos por cuantos medios disponía, esperaba que el pueblo, que lo idolatraba, hiciera del cuerpo de los dos hermanos los dos escalones que necesitaba para subir al cargo de magistrado supremo.

    Pues bien, como dijimos al comienzo de este capítulo, el 20 de agosto de 1672, la ciudad entera corría a la cárcel del Buitenhof para presenciar la salida de la prisión de Corneille, quien debía partir al exilio, y ver las señales dejadas por la tortura en el noble cuerpo de aquel hombre, que tan bien conocía a Horacio.

    Apresurémonos a añadir que aquella multitud que se dirigía al Buitenhof no lo hacía solamente con el propósito inocente de asistir a un espectáculo, sino que también muchos de ellos intentaban representar un papel o, si se quiere, desempeñar con creces un empleo que, a su juicio, no se había realizado de la manera debida.

    Nos referimos al oficio de verdugo.

    Otras, es verdad, acudían al lugar abrigando intenciones menos hostiles. Lo único que ellos pretendían era asistir al espectáculo, siempre atrayente para las multitudes porque halaga su orgullo instintivo, de ver rodar en el polvo al que por largo tiempo se había mantenido en pie.

    Este Corneille de Witt, el hombre sin miedo, según se decía, ¿no había estado encerrado y había quedado debilitado por la tortura? ¿No se le iba a ver pálido, ensangrentado y avergonzado? ¿No suponía eso un hermoso triunfo para la burguesía —aún más envidiosa que el pueblo—, al que ningún burgués de La Haya debía dejar de asistir?

    Y luego —se preguntaban los agitadores orangistas, hábilmente mezclados entre la muchedumbre a la que presumían manejar como instrumento a la par tajante y contundente—, ¿no se presentaría en el tránsito del Buitenhof a las puertas de la ciudad una pequeña ocasión de arrojar lodo e incluso algunas piedras contra ese ruart de Pulten, que no sólo se rehusó a dar la magistratura suprema al príncipe de Orange salvo con la reserva del vi coactus, sino que además trató de asesinarlo?

    Ello sin contar, añadían los envalentonados enemigos de Francia, con que, si se llegaban a hacer bien las cosas en La Haya, no se dejaría partir al destierro a Corneille de Witt, pues éste, una vez allende la frontera, no tardaría en reanudar sus intrigas con Francia, viviendo, con el bandido de su hermano Jean, a costa del oro del marqués de Louvois.¹³ En tal estado de ánimo es natural que los espectadores corran en vez de andar. Tal era la razón de que los habitantes de La Haya corrieran con prisa hacia el Buitenhof.

    Entre aquellos que más se apresuraban, lleno de rabia el corazón e incapaz de tener en mente un proyecto definido, se hallaba el honrado Tyckelaer, ensalzado por los orangistas como un héroe imbuido de honestidad, de honor nacional y de caridad cristiana.

    Embelleciendo el relato con las flores de su ingenio y con los más variados recursos de su imaginación, contaba el atrevido bribón las tentativas de asalto que emprendió Corneille de Witt contra su virtud, las cantidades que le había prometido y la infernal maquinación preparada de antemano para allanarle a él, a Tyckelaer, las dificultades que se presentaran para el asesinato. Ávidamente recogida por la multitud, cada frase de su discurso provocaba gritos de entusiasmo en favor del príncipe Guillermo y alaridos de furia contra los hermanos De Witt.

    El vulgo no cesaba de maldecir a aquellos inicuos jueces, cuya sentencia permitía que escapara, sano y salvo, un criminal tan infame como Corneille.

    Y no faltaban instigadores que repetían en voz baja: ¡Va a marcharse! ¡Se nos escapa! A lo que otros agregaban: Hay un barco que le espera en Scheveningen. Es un barco francés. Lo vio Tyckelaer.

    —¡Viva Tyckelaer, el honrado Tyckelaer! —gritaba a coro la multitud.

    —Sin contar —se escuchaba decir a una voz— con que, mientras se lleva a cabo la fuga de Corneille, se fugará también el gran traidor de su hermano Jean.

    —¡Y los dos tunantes irán a devorar en Francia nuestro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales y de nuestros astilleros, vendidos a Luis XIV!

    —¡Podemos impedir que se escapen! —incitaba la voz de un patriota más avanzado que los demás.

    —¡A la cárcel, a la cárcel! —repetía el coro.

    Y a la par de aquellos gritos corrían más los burgueses, se preparaban los mosquetes, salían a relucir las hachas y flameaban los ojos.

    Sin embargo, aún no se había cometido violencia alguna, y la fila de caballeros que guardaba los alrededores del Buitenhof permanecía fría, impasible, silenciosa, más amedrentadora con su flema que la multitud burguesa con sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, un capitán de caballería de La Haya que tenía la espada desenvainada pero baja, con la punta formando ángulo con su estribo.

    Aquellas tropas, única muralla que defendía la prisión, contenían con su actitud no solamente a las masas populares desordenadas y chillonas, sino también al destacamento de la guardia burguesa que, colocado frente al Buitenhof para defender a medias el orden con las tropas, daba ejemplo a los perturbadores al proferir gritos sediciosos:

    —¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!

    La presencia de Tilly y de su caballería constituía, hay que decirlo, un freno saludable para los soldados burgueses; aunque, a poco, exaltados éstos por sus propios gritos y sin entender que también hay valor en la calma, tomaron como timidez el silencio de los de a caballo y dieron un paso hacia la cárcel, arrastrando consigo a la turba.

    Pero entonces el conde de Tilly se adelantó sin compañía a su encuentro y, levantando la espada y frunciendo las cejas, exclamó:

    —¡Veamos, señores de la guardia burguesa! ¿Por qué avanzan? ¿Qué quieren?

    Los burgueses agitaron sus mosquetes y volvieron a gritar:

    —¡Viva Orange! ¡Mueran los traidores!

    —El ¡viva Orange! me parece bien —respondió Tilly—, por más que yo prefiera las caras alegres a los rostros desabridos. ¡Mueran los traidores! no está mal, siempre y cuando no pasen de los gritos. Así pues, griten ¡Mueran los traidores! cuanto les plazca; pero si quieren ponerlo en ejecución, aquí estoy yo para impedirlo… y lo impediré.

    Acto seguido, se volvió hacia sus soldados y les ordenó:

    —¡Preparen las armas!

    Los soldados de Tilly obedecieron la orden con tranquila precisión, lo que inmediatamente obligó a retroceder a la guardia burguesa y al pueblo, en confusión tal que hizo sonreír al oficial de caballería.

    —¡Vaya, vaya! —dijo con el acento burlón propio del guerrero—. Tranquilícense, burgueses. Mis soldados no encenderán sus mechas, pero ustedes no darán un paso más hacia la prisión.

    —¿Sabe, señor oficial, que también nosotros tenemos mosquetes? —dijo irritado el comandante de los burgueses.

    —Por todos los cielos, ya veo que los tienen —dijo Tilly—, pues no hacen más que exhibirlos ante mi vista. Pero observen también que nosotros tenemos pistolas, las que alcanzan perfectamente a cincuenta pasos, y ustedes están apenas a veinticinco.

    —¡Mueran los traidores! —gritó exasperada la compañía burguesa.

    —¡Bah, estoy cansado de oírles decir lo mismo! —gruñó el oficial.

    Y volvió a tomar el puesto a la cabeza de su tropa, en tanto aumentaba el tumulto en torno al Buitenhof.

    Mientras, el pueblo irritado ignoraba que en el mismo momento en que olfateaba la sangre de una de sus víctimas la otra, como si tuviese la intención de anticiparse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza, por detrás de los grupos y la caballería, y luego se dirigía al Buitenhof.

    En efecto, Jean de Witt acababa de descender de una carroza acompañado de un criado y atravesaba tranquilamente el patio frente a la prisión.

    Dio su nombre al carcelero, que por lo demás lo conocía ya, diciendo:

    —Buenos días, Gryphus. Vengo a buscar a mi hermano Corneille de Witt, condenado a destierro, como sabes, para sacarlo de la ciudad.

    Y el carcelero, especie de oso encargado de abrir y cerrar la puerta de la prisión, lo había saludado y dejado entrar en el edificio, cuyas puertas se cerraron detrás de él.

    A diez pasos de allí, Jean de Witt encontró a una hermosa joven de entre diecisiete y dieciocho años, ataviada con un vestido frisón, que le hizo una encantadora reverencia. Jean le devolvió el saludo y le acarició la barbilla:

    —Buenos días, mi buena y bella Rosa. ¿Cómo está mi hermano?

    —No temo, señor Jean, por el mal que le han hecho, que ése ya pasó.

    —¿Qué teme, pues, la hermosa joven?

    —Temo el mal que le quieren hacer, señor Jean.

    —¡Ah, sí!… El populacho, ¿verdad?

    —¿Lo escucha?

    —Está muy revuelto, en verdad. Pero cuando nos vea es posible que se calme, porque nunca le hicimos más que bien.

    —Por desgracia, ésa no es una razón —dijo la joven, quien se alejó ante un signo enérgico de su padre.

    —No, hija mía, no. Es verdad lo que dices.

    Y después, mientras continuaba su camino, murmuró:

    —He aquí una joven que probablemente no sabe leer, que nada ha leído, por tanto, y que acaba de resumir la historia del mundo en una sola palabra.

    Y con la misma calma, aunque más melancólico que a la entrada, el ex gran pensionario del Consejo prosiguió su camino hacia la celda de su hermano.

    II. LOS DOS HERMANOS

    COMO dijo la bella Rosa, en una duda cargada de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían para alejar a las tropas de Tilly, que los acosaban. Y al ver esto, el pueblo, que apreciaba las buenas intenciones de su milicia, lanzaba a grito herido: ¡Vivan los burgueses!

    Tilly, tan prudente como enérgico, parlamentaba con la compañía burguesa, al amparo de las pistolas montadas de su escuadrón, explicándole lo mejor que podía la orden, dada por los Estados, de que guardase con tres compañías la plaza de la cárcel y sus alrededores.

    —¿A qué viene semejante orden? ¿Para qué resguardar la prisión? —clamaban los orangistas.

    —¡Ah! Me preguntas de pronto mucho más de lo que yo puedo contestar —replicaba Tilly—. Se me ha dicho: Guarda, y yo resguardo. Ustedes, que son casi militares, deben saber que una orden no se discute.

    —¡Es que se te ha dado esta orden para que los traidores puedan salir de la ciudad!

    —Puede que así sea, ya que los traidores fueron condenados al destierro.

    —¿Y quién ha dado esa orden?

    —¡Los Estados, por supuesto!

    —Los Estados nos traicionan.

    —Nada sé y nada tengo que saber de eso.

    —Y tú mismo eres un traidor.

    —¿Yo?

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