Volver a la piel
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Volver a la piel - Gerardo Horacio Porcayo
metamorfosis
CAPÍTULO I
ALEJO abrió los ojos y lo supo de inmediato: algo había salido mal, terriblemente mal en la operación.
Podía sentir todo, pero, como a través de un filtro, las cosas le llegaban atenuadas, disminuidas y hasta como impostadas.
Trató de incorporarse y la primera sensación genuina apareció en su horizonte de experiencias: dolor; un potente dolor subía desde el coxis y a lo largo de toda la columna vertebral hasta los hombros. Ese súbito efecto lo hizo girar hacia un costado. Justo hacia el botón que le permitía llamar a la enfermera. Sus manos se mostraron torpes al sostener el cilindro plástico y más aún al presionarlo.
La llamada de hecho no resultó silenciosa, sino lo contrario. En la cabecera se encendió una torreta con luces giratorias amarillas y en el sistema auricular del cuarto, una breve oración empezó a repetirse como disco rayado.
—Paciente 13, despierto. Esto no es un simulacro. Se requiere unidad de evaluación integral y la presencia de los médicos cirujanos en turno.
Algo había salido más que mal, en definitiva.
Alejo se giró para yacer sobre la espalda. Luego suspiró con algo que sonaba en exceso líquido, algo crepitante en su pecho.
*
Odiaba las esperas, aun más cuando se sucedían dentro de un escáner y todos los movimientos eran monitoreados y restringidos de acuerdo a las necesidades del aparato.
Era un tiempo muerto, en un momento en que él clamaba por vida. Algo seguía mal. No se trataba sólo del filtro mal calibrado que le entregaban los órganos de ese cuerpo. Había más. Una zona muerta, una especie de pausa abismal. Un precipicio entre dos instantes de vida. Uno que lucía insuperable.
Y el ambiente de aquel hospital no lo ayudaba en lo absoluto; todo el personal se había mantenido al margen, detrás de sus máquinas y aparatos. Ahora que lo pensaba, ni siquiera había intentado hablar. Todo su esfuerzo se había ido en apretar el botón de llamada… Y, tras ello, de seguro el desmayo lo alcanzó.
Y esa pausa, ese sector borrado, parecía repetirse… Era como una suerte de memoria flotante, como si enfrentara el día siguiente a una gran borrachera, con destellos que parecían recuerdos sucediéndose de forma desordenada.
Hasta ese instante había acatado todas las indicaciones que le llegaban por el sistema auricular, sin protestas ni confirmaciones.
Se aclaró la garganta. O quiso hacerlo; tardó bastante en encontrar la manera adecuada y, al fin, un gemido surgió de entre sus labios resecos, partidos… Ahora podía identificar la quemadura de la entubación, no sólo en la comisura izquierda de sus labios, sino también en la garganta y más abajo.
—Ayuda —logró articular. Y hubo una pausa en las actividades. Una enfermera abrió la puerta de esa cámara de auscultación y se le acercó.
—¿Puede repetir eso?
—Ayuda… No entiendo… Algo va mal…
—Ahora todo va por buen camino. No se preocupe. Éste era el momento que más nos importaba… ¿Puede decirme su nombre?
—Soy Alejo Saer…
—¿La fecha de hoy?
—Ni idea… pero creo que es martes…
—¿El año?
—Ni idea… tengo todo revuelto… 2025 o 2052… No sé…
—¿Quién es el presidente de este país?
—Esto es una isla, sin presidente…
—Es una isla que pertenece a algún país. ¿Cuál es ese país y cuál su presidente?
—No lo sé…
—No se preocupe, don Alejo… Era de esperar algo como esto. No se angustie. Repose. Descanse mientras terminamos la evaluación…
—Necesito un espejo…
La enfermera giró la cabeza y buscó en un ángulo del cuarto. En el sistema de comunicación se escuchó la respuesta:
—Dale ese espejo, Florencia…
Más que entregárselo, lo colocó frente a él. Era del tamaño de una hoja carta.
Alejo se contempló. Gesticuló. Analizó sus arrugas.
—Por fin —dijo—. Por fin soy yo otra vez.
CAPÍTULO II
LA COSA pudiera quedar en el olvido, si no fuera parte de su vida, si no importara, de manera categórica, lo que ahí se desarrollaba.
Yacer en esa cama de hospital era lo de menos, enfrentado al caos de su memoria, al hecho de que, como se lo explicaran los doctores, sólo las remembranzas antiguas poseían la raigambre y la cronología suficientes para hacer de su memoria una cosa homogénea.
Nada estaba integrado. Todo lucía deshilvanado, desastrado… De pronto era como si muchas de sus historias de vida provinieran de los videojuegos, de películas favoritas, porque todo se disgregaba en cuanto los paralelismos se ponían de manifiesto.
Había periodos en que, según sus recuerdos, tres novias compartían su vida de manera paralela, inequívoca y casi total. Podía recordar cada rasgo, cada peculiaridad amatoria. Cada forma de besar, cada manía o tendencia.
Algo estaba mal. No paraba de decírselo a sí mismo y a cada uno de los miembros de ese hospital que se hubiera puesto a su alcance. Y nadie hacía nada para remediarlo.
El colmo ocurrió con la llegada del hombre de la habitación 14. Apareció ahí una mañana, con la bata mal puesta sobre su segunda piel de vendas que lo cubrían de pies a cabeza.
—Así que decidiste volver al mundo de los vivos. ¿Cómo se siente el rey sin corona? —le dijo, arrastrando con exasperante indolencia una silla de estructura metálica, más apropiada para una oficina que para aquel hospital del tercer mundo (ninguna evidencia parecía