Asesinar en la pequeña Europa
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Óscar Emilio Alfonso
Óscar Emilio Alfonso (1977) es docente y escritor. Ha publicado cinco libros: Mujer nada fácil (en coautoría con Edgar Fuentes), El rector es un detective, Morir entre tus piernas, Diario en ausencia de Beverly y La muerte enamorada, este último con la guía de Pedro Badrán durante el taller de escrituras creativas de Idartes. Asimismo, ha publicado cuentos en revistas y antologías en distintos lugares del mundo. Ahora, presenta Asesinar en la pequeña Europa, novela que estuvo entre las tres finalistas del concurso de Novela Ciudad de Bogotá, de Idartes en 2016.
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Asesinar en la pequeña Europa - Óscar Emilio Alfonso
UNO
¿Por qué de un tiempo para acá, luego de algunos güisquis, mis pensamientos se van al lugar del hoyo negro? Los signos de interrogación, junto a las palabras, navegan en el cerebro del Gordo Márquez. Intenta abrir los ojos. En la oscuridad de sus pupilas cabe la claridad de un enigma personal. Una pregunta cualquiera. A menudo se hace cualquier pregunta o un montón de preguntas. El problema está en encontrar alguna respuesta, si es que llegara a existir. En muchos momentos de la vida preguntar es fácil, responder no alcanza tal nivel, lo sabe la humanidad. Fuera de casa, Bogotá no es más que la ciudad de los vientos augustos; a su barrio llegan los últimos soplos de Eolo¹. La pesadez postrera que el alcohol deja en su cuerpo regresa de nuevo. ¿A quién quiero engañar si ya olvido todo? De mí se ha ido hasta eso que llaman la memoria a corto plazo. Lo que es orgullo de muchos, para él no es más que una razón plus para aumentar los niveles de decepción, o de desesperanza, o como se quiera adjetivar si se trata de pesimismo. Nada le está funcionando; quizás nada le ha funcionado, aunque se ha esforzado por creer que su vida se conduce por el sendero de lo adecuado. Resquicios de una formación religiosa que lo han infectado de forma mortal. Se lo demuestran ahora los periplos de seis años apostando a decisiones cuyas consecuencias no lo han llevado a algún lugar. Los presentes continuos permiten llegar a esta clase de conclusiones.
¿En dónde está, cómo llegó hasta aquí, qué sucedió antes, por qué le cuesta abrir los ojos? Las preguntas, siempre las preguntas. Mueve su brazo izquierdo en busca del reloj, golpea la lámpara y la tira al suelo. Sin convicción, logra que su ojo derecho quede a medio abrir para enterarse de que son las diez de la mañana y algunos minutos de más. El efecto posalcohol lo incomoda. Un vicio, el único, que ya hace parte de su vida. No ha podido y no podrá dejarlo. En la oscuridad de nuevo. Una imagen fugaz pasa por su mente para transportarlo frente a la puerta de la casa en donde tiene arrendada esta habitación, con las llaves puestas en su lugar y su mano dando los tres giros acostumbrados al pasador esperando que el tic le indique que basta con empujar, continuar su camino por el pasillo directo a la habitación, tantear el lecho, destender las cobijas, quitarse la ropa y dejarse caer en un sueño profundo. ¿Y el recorrido, el antes? De eso no hay ni la menor imagen en su cabeza.
Abre los dos ojos. Con ayuda de la parte interna de sus manos se restriega los párpados, algunas escamas húmedas quedan pegadas a sus crestas papilares. ¡Pichas! ¿De dónde habrá salido esa palabra grotesca? Muy coloquial su uso. Prefiero decir caspa en las pestañas, a pesar de todo hay que conservar el estilo. Claro que, por respeto a la cultura general, habría que pensar en la secreción de las glándulas sebáceas. En sus labios se dibuja un gesto de satisfacción. Con un movimiento rápido logra apoyarse al borde de la cama para mantenerse sentado. Bosteza. Toma del suelo la lámpara, la regresa a su lugar y se percata del celular que está en el mismo punto donde lo ubica todas las noches. ¡Mierda! Algo de sensatez debe haber en mi cabeza que, sin ser consciente, ejecuta su costumbre con total destreza y regresa los objetos al lugar que les corresponde. El inconsciente del consciente, para eso sirven los libros. Lee en la pantalla que ha recibido doce llamadas del número que identifica al capitán Mendieta. Sonríe. Deja el aparato en su lugar, camina hasta la ventana, abre la cortina y siente el golpe del rayo de luz en sus ojos, movimiento que lo tira de nuevo en la cama. Ante la ausencia de vecinas en el lavadero, nadie se incomoda por su desnudez, tan propia de su esencia. Desnudo nací y desnudo viviré. Algo de nadaísta corre por mi sangre, ni idea de dónde proviene.
¿Por qué le cuesta abrir los ojos? El cansancio propio del cuerpo luego de tantos tragos encima y severas horas despierto. Eso no representa un problema sin solución, encontrar la explicación no es más que un ejercicio de eso que algunos llaman la lógica, facultad tan mal repartida en la condición humana. Quiere recordar, le pide a su cerebro que recuerde. Nada. No hay claridad en lo acontecido entre el primer trago y la llave puesta en su lugar, así que sobreviene de nuevo el enigma personal: ¿por qué de un tiempo para acá, luego de algunos güisquis, mis pensamientos se van al lugar del hoyo negro? No tiene idea de cuál es la explicación de ese movimiento oscuro que considera voluntario por parte de sus neuronas, mucho menos puede armar alguna idea de aquello que sucedió antes; al parecer, poco a poco ha ido perdiendo el interés por rebobinar lo que se ha marchado al hoyo negro. Con las manos bajo su cabeza, se ubica en busca de algo de comodidad. Cierra los ojos. Cansancio de mierda. Una vez más, espero que sea la última vez que me deje seducir por esa bebida. Aunque voy perdiendo la esperanza, este vicio es como el amor: no tiene regreso. A punto de partir al mundo de los sueños siente el golpe del celular contra la mesa de noche, su vibración aguda es perceptible para su oído estropeado.
—¿Está ahí? —Escucha la voz ronca de una garganta tabeada por algo más de medio siglo de vida.
—¿Dónde más voy a estar si le contesto?
—Pues llevo marcándole toda la mañana y no aparece.
—Necesitaba descansar, estoy agotado.
—De qué, si usted no hace nada en la vida. A veces quisiera pensar que se trata de un investigador de verdad —Se escucha una sonrisa socarrona—, pero recuerdo que no sirve ni siquiera para indagar lo más simple. No creo que tenga muchos trabajos, que es lo que se supondría lo tiene cansado.
—Si marcó para señalar, como tienen por costumbre las almas puritanas de esta sociedad, se equivocó de número. Deje de perder su tiempo. Podrá ser todo un capitán, pero no soy su chúcaro. No estoy de ánimo para recalar en los insultos de siempre. Búsquese a un sabio como usted. Yo sé qué hago de mi vida, usted intente descubrir qué debe hacer con la suya. Un uniforme con medallas no indica nada. Y menos en un gremio como el suyo, que nos tiene jodidos. Está bien jodido y ya no le sirve a la sociedad.
Cuelga. Pone el móvil de nuevo sobre la mesa. En ese movimiento se percata de una huella escarlata en dos de las cinco uñas que se alargan al final de los dedos de su mano izquierda. ¿Y esto? Inclina un poco su cabeza para buscar en su piel el origen de esos restos de sangre; entre las costumbres extrañas que lo diferencian del resto de los mortales, está la de rascarse hasta verter sangre del punto que le ocasiona picazón. En ninguna parte de su piel encuentra la cicatriz que le indique el lugar de la entretención. Muy raro. Decide acomodarse de medio lado para respetar las costumbres de su sueño. Dormir le suele funcionar para derrotar el cansancio, aunque con el alcohol en el cuerpo la continuidad del descanso no le va más allá de las tres horas. Una vez más la vibración que golpea la mesa.
—Pues déjese hablar. Parece mujercita resentida, intocable. Demuestre su temple masculino, si es que lo tiene, o si no opérese y vuélvase vieja. De eso ya hay harto en esta sociedad. ¡Como que los curas le franquearon la fortaleza de sus rodillas! —La estridencia de la carcajada lo hace alejar un poco del equipo.
—¿Qué quiere?
—Que me ayude con un morraco de su barrio, le debe quedar fácil.
—Será occiso.
—La misma vaina, no me venga con discursos vacuos.
—No son discursos, es el respeto al lenguaje. Soy de los pocos que aún respeta el recorrido histórico de la humanidad. Usted con ese cargo y habla como cualquiera de barriada. Claro que no debería sorprenderme, en este país ser policía es sinónimo de ser ignorante.
—Y estamos en la cima, en la cumbre que llaman. Para eso se hizo esta linda nación. Aprenda a entender su país. Lo suyo son pendejadas de mojigatos. En fin, ¿ayuda o no?
—¿Dónde?
—Como siempre, proponga en dónde nos vemos y le explico.
—¿Ha escuchado hablar de una zona en Suba que llaman El Alto de la Virgen?
—¿La que queda cerca al monumento ese de los Veintiún Ángeles que dejó la construcción del sistema por allá y con eso creyeron que resucitaban a sus muertos?
—Esa misma. Su ironía no suena bien, usted pertenece al poder y el poder nunca ironiza con sus errores. Es más, los defiende a capa y espada, así sean claros.
—Pertenezco, mas no me identifico con él. Por algo soy capaz de hablar con alguien como usted.
—Son cosas suyas. Después del puente vehicular, como quien va para el norte, hay una tienda pequeña, ahí nos podemos encontrar.
—Ahí nos vemos a las cinco. Si me demoro no vaya a empezar a llamar, yo le llego. Váyase tomando algo.
—¡Hasta luego!
Regresa el celular a su lugar. Abre el primer cajón de la mesa de noche y recuerda que lleva bastantes días sin dejar que su filosofía fluya en aquellas viejas hojas amarillas, la misma cantidad de tiempo que lleva sin encontrar una nueva encomienda. Se sienta. Busca al azar en una página cualquiera. Sonríe ante lo que encuentra en esas líneas. Había olvidado ese caso, el primero que quiso poner por escrito para ir elaborando un esquema de trabajo en sus indagaciones, un intento de ‘Manual del investigador privado’, cosa absurda porque, si en este arte cada cual encuentra su manera de proceder, no hay un canon determinado de acciones para seguir, ni siquiera en la buena literatura. Otro salto en las páginas. Ahora una reflexión amorosa en medio de pesquisas por algunos burdeles. ¡Es verdad! Entre el amor y la mentira no existe mayor distancia. Quizá sea el amor la mentira por excelencia. Lo escribió González en La Reina y el Anillo
: «El amor es vulgar. Es como el fútbol, le pega en la mitad del alma a los ignorantes, a los más brutos, a los más ásperos». Continúa pasando las hojas en busca de una
