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Verónica
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Libro electrónico236 páginas5 horas

Verónica

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Información de este libro electrónico

Verónica invita a sus seis mejores amigos a una cena en una casa en Soacha. Sabe que les parecerá extraña una cena fuera de Bogotá, pero no le cabe duda de que llegarán. Todos llevan un buen tiempo experimentando unos sueños extraños en los que se ven a sí mismos como si fueran otras personas y, al despertar, son asechados por criaturas monstruosas
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2021
ISBN9789585107410
Verónica
Autor

Alvaro Vanegas

Alvaro Vanegas, escritor bogotano. La mayor parte de sus historias se enmarcan en el terror y el suspenso. Autor, hasta el momento, de once novelas –«Mal paga el Diablo», «No todo lo que brilla es sangre», «Virus», La trilogía infantil y juvenil Mostruología: «Sebastián y los metamorfos», «Infectados» y «El llamado de las brujas»; la trilogía de Mujeres poderosas: «Virginia», «Violeta» y «Verónica»–, «Mesías» y «SEIS»; y dos antologías individuales de cuento –«Despertares Atroces 1 y 2»–, dos colectivas –«13 Relatos infernales», «Te amaría pero ya estoy muerta»–. Autor de varias obras de teatro. Ha escrito y dirigido seis cortometrajes, y una serie animada llamada Despertares Atroces, basada en sus microcuentos.

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    Verónica - Alvaro Vanegas

    PARTE I

    AL FINAL TODOS MUEREN

    UNA PERSONA ACECHADA POR SOMBRAS SIN ORIGEN A LA QUE LE ATERRA DORMIRSE

    Se soñó en un campo infinito. Atrás de ella árboles, millones de árboles cubiertos por un manto negro que le causó un miedo profundo, primitivo. Adelante solo veía el césped que parecía recién podado y se extendía hasta muy lejos, tanto como para ver a la tierra curvarse al final de lo que su vista alcanzaba a divisar. Si quería moverse debía tomar alguno de esos caminos. Uno la llevaría a una casa y el otro a una iglesia. No tenía idea del origen de aquella certeza, pero así era, estaba segura. Y claro, existía una tercera opción: quedarse quieta y eso, de alguna manera, le causaba más miedo que cualquier otra cosa. Decidió que lo mejor era esperar, aunque, muy dentro de sí, algo le gritaba que estaba soñando, le gritaba que en ese sueño tenía que enfrentarse a algo, y le gritaba, en especial, que ese algo no aguardaría a que ella tomara la iniciativa, ese algo la buscaría y la haría trizas. Sería una muerte lenta y dolorosa. Pudo escuchar los pasos de ese algo, se aproximaba a toda velocidad y entonces lo vio, aún muy lejos como para saber qué era, pero lo suficientemente cerca como para convencerse de que no tendría escapatoria.

    Despertó.

    Una criatura peluda del tamaño de un perro pequeño la observaba desde el mueble del televisor. Más que oscura, parecía opaca, y la ausencia de luz impedía deducir que la estaba mirando, pero Verónica estaba segura de ello, casi podía sentir el peso de sus ojos. No lucía como algo particularmente amenazante, pero el hecho de que hubiera logrado traspasar la barrera onírica y permear su realidad, ya era bastante como para sentir un profundo temor. Verónica tuvo tiempo de incorporarse y un instante después la criatura se abalanzó sobre ella. Verónica lanzó un alarido que nació desde lo más profundo de su vientre, pero la criatura se desvaneció ante sus ojos y ella se quedó ahí, con la respiración entrecortada, un leve dolor en la garganta y la sensación de bochorno consigo misma por haberse convertido en eso que era ahora: una persona acechada por sombras sin origen a la que le aterraba dormirse.

    A las seis de la mañana sonó la alarma de su celular. El inicio de un día más. ¿Cuánto llevaba encerrada en esa casa?, ¿semanas?, ¿meses tal vez? Se estremeció al considerar la posibilidad de que fueran años y ella no hubiera notado el paso del tiempo. No, no puede ser tanto, pensó.

    Como casi todas las noches, era muy poco lo que había dormido y se sentía agotada, pero tenía mucho que hacer, ya dormiría después, tal vez durante la tarde si le quedaba algo de tiempo y se animaba, aún a sabiendas de que tendría de nuevo una de esas pesadillas que siempre terminaban por involucrar una casa y una iglesia.

    Se levantó luego de mirar el techo durante unos minutos, en los que se dedicó a reflexionar en las razones por las cuales llevaría a cabo su plan y si en realidad sería capaz de llegar hasta el final con todo; si de verdad era tan importante como creía, si no era solo un gran entramado imaginario creado en la mente de una mujer perturbada… y es que aún estaba a tiempo de cancelarlo todo. Pero una persona perturbada, de verdad trastornada, no era consciente de serlo… ¿o sí? No tenía idea y, por otra parte, entregarse al convencimiento de que estaba loca era, a todas luces, la opción más sencilla; había verdades de las que no se hubiera querido enterar y odiaba la posición en la que estaba, no lo merecía, no lo había pedido y, en especial, no lo quería.

    Sí, lo mereces, sabes que lo mereces.

    Se bañó con agua muy fría. Al alquilar aquella casa en Soacha, un municipio al sur de Bogotá, se había asegurado de que por lo menos el baño principal contara con agua caliente y, de hecho, al preguntar le habían asegurado que los tres baños tenían ducha eléctrica. Pero ella jamás lo había comprobado, nunca había entrado a los otros dos baños. Llevaba un buen tiempo en aquella casa enorme, ¿cuánto tiempo?, y había días en los que ni siquiera salía de su habitación. En las noches solía escuchar ruidos inexplicables: pisadas, crujidos, incluso lamentos que sonaban lejanos pero muy presentes, como si la persona que se estuviera quejando tapara su boca con todas sus fuerzas para no ser escuchado. Verónica, en un principio, atribuyó esos ruidos al hecho de estar tan cerca de las montañas, el viento fuerte que solía rodear a La Sabana y, tal vez, animales que durante el día preferían esconderse. Luego comprendió a qué se debían y aquella verdad la golpeó con fuerza en la cara, tanto que la mayor parte del tiempo procuraba no pensar en ello, aunque le bastara abrir una puerta cualquiera –tal vez la nevera para buscar algo de tomar o el armario de su habitación cuando buscaba un abrigo más grueso en las noches especialmente frías– para encontrarse de frente con la realidad que circundaba su nuevo hogar.

    Siempre se había bañado –cuando lo hacía– con agua muy caliente, pero ese día necesitaba despertarse y su cuerpo reaccionó de inmediato al agua fría. Agradeció el impacto helado en su piel, era algo en qué pensar, algo a lo que aferrarse durante unos minutos.

    Vestida con un sencillo pantalón de sudadera y una camiseta blanca que tenía impresa la palabra LOSER, pero con una V sobrepuesta en la S, como forzando la palabra LOVER; se preparó tres huevos revueltos con cebolla y tomate que puso en un plato junto a dos panes hojaldrados, un gran trozo de queso doble crema y una taza rebosante de chocolate caliente. No era una mujer de comer tanto, se preciaba de ser una persona contenida, que cuidaba su alimentación, pero en aquella casa las cosas funcionaban distinto y su cuerpo le pedía alimento constante. Los primeros días pensó que era producto de la tensión y la soledad, más de una vez se imaginó atrapada en una obesidad mórbida de la que sería casi imposible retornar, pero luego entendió, de repente, a qué se debía tanta hambre y aquel entendimiento le llegó del aire, casi como si fuera magia, como le llegaban todas las certezas desde que vivía en Soacha.

    Terminó la comida, toda, pero se dio cuenta de que seguía hambrienta, así que buscó en la nevera y vio un tamal que llevaba ahí guardado dos o tres días. Recordaba con claridad la expresión del domiciliario cuando le entregó el pedido. El hombre, primero, la miró de arriba abajo con expresión lasciva e incluso hizo un par de comentarios subidos de tono que Verónica decidió ignorar, pero, mientras recibía el dinero, su expresión cambió de repente. Ella estaba segura de que había visto ‘algo’ dentro de la casa, pero el tipo ni siquiera tuvo la entereza para verbalizarlo. Intentó sin éxito disimular su turbación y se fue a toda velocidad sin verificar si el dinero estaba completo. No, Verónica no necesitaba pedir un domicilio y hacerlo conllevaba el riesgo de que alguien notara algo raro en la casa, como, en efecto, sucedió, pero ese día necesitaba ver a otro ser humano y no pudo resistirse.

    Se quedó mirando el tamal con expresión idiota y cierta sensación de culpa, pero al final se decidió. Lo calentó y lo engulló con la misma avidez desplegada para comerse todo lo anterior. Acompañó el tamal con otro par de panes y dos vasos de Coca Cola. Terminó, soltó un sonoro eructo, se río de sí misma y entonces notó que seguía teniendo hambre. No puede ser, pensó, tiene que ser mi mente jugándome una mala pasada. Se levantó de la mesa y se dispuso a seguir con los preparativos. Por su mente cruzó la idea de buscar algo más de comer, finalmente, al otro día, ya nada le haría falta y a esas alturas preocuparse por engordar hubiera resultado ridículo, pero al final la persuadió el hecho de tener tantos preparativos por delante. Ya comería algo más tarde.

    Y en efecto comió. Durante todo el día. Cada vez que pudo. Arrasó con las frutas, el arroz, la leche, los huevos, el jamón, casi todo el pollo, gran parte de la carne de cerdo, casi una libra de queso, todas las galletas que le cupieron y un par de latas de fríjoles con tocino.

    A eso de las seis de la tarde volvió a bañarse con agua fría, se puso el vestido que había comprado solo para esa noche, constató que todo marchara bien con la cena y se sentó frente a la mesa arreglada con esmero tres cuartos de hora antes. Destapó una botella de vino tinto, se sirvió una copa, la elevó con aire teatral, suspiró y sonrió nerviosa.

    —Brindo por el fin de toda esta mierda —dijo en voz alta y se tomó de un tirón todo el contenido de la copa. Volvió a servirse y se preparó para esperar, no tardarían en llegar.

    LUIS

    Mientras besaba con urgencia a ese hombre de brazos fuertes y abdomen marcado, sintió, durante un instante, que estaba a punto de cometer un error garrafal, pero su erección se interpuso al buen juicio y siguió besando a su objeto de deseo, al protagonista de sus fantasías inconfesables, a quien siempre lo miraba de manera amable, pero distante, al final era su jefe.

    El tipo era casado, lo que podría equivaler a un gran problema, además era mayor que él, para alargar otro poco la lista de razones por las cuales todo aquello era una mala idea. Pero besaba como los dioses y, ahora, con cada embestida de aquella verga grandiosa dentro de su humanidad, esas razones se transformaban, poco a poco, en nimiedades. Todo lo que importaba por el momento era ese placer exquisito que lo embriagaba y la seguridad, por absurda que resultara, de que aquello no sería algo de una noche, que perduraría.

    Los dos estaban a punto de prorrumpir en un éxtasis compartido, cuando, de la nada, la esposa de su jefe apareció en la habitación y empezó a gritar como una energúmena. Pero las embestidas no se detuvieron y Luis no tuvo ni la fuerza ni la entereza para obligar a su jefe a parar. Mientras tanto, la esposa no dejaba de observarlos y su rostro, antes furibundo, empezó a transfigurarse en alguna clase de monstruo. Luis estaba viviendo la dicotomía más extraña de su vida: por un lado, le rogaba al cielo que aquella verga que lo taladraba no se detuviera nunca y, al mismo tiempo, empezaba a inundarlo un pánico mortal. Pero la mujer en realidad no era un monstruo, nada parecido, solo era una mujer humillada y presa de una ira inconmensurable que ahora, sin que Luis supiera de dónde la había sacado, tenía un arma en la mano y le apuntaba a la cabeza.

    Su jefe eyaculó con una fuerza desmedida y al mismo tiempo la mujer disparó. Placer y dolor. Vida y muerte. Eros y Tánatos. Todo convivió en perfecta armonía dentro de Luis durante sus últimos segundos.

    Luego despertó y lo que vio en su habitación le pareció tan real que lo obligó a gritar y la mayor parte del sueño que acababa de tener, se disolvió en la bruma del olvido.

    Después de unos minutos de concentración pudo recordar la dimensión del miembro erecto que se había introducido por su ano una y otra vez; un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Luis no era gay, ¿de dónde había salido ese sueño? Porque claro, había sido un sueño y no… un recuerdo. Las imágenes en su cabeza se hicieron cada vez más claras: la ansiedad antes del primer beso, el temblor en sus manos mientras recorría aquel cuerpo masculino, el placer desbordante mientras lo penetraba, el miedo contradictorio cuando estuvo seguro de que moriría, pero no le importaba. Sí, estaba seguro de que solo había sido un sueño. Pero él, de eso estaba seguro, jamás se atrevería, por ninguna razón, a siquiera darle un beso a un hombre. La sola idea le causaba asco y no se trataba de homofobia, era una cuestión de gustos, por lo menos eso era lo que quería creer. Sacudió su cabeza como para volver del todo a la realidad y fue al baño presuroso para desocupar su vejiga. Optó por no continuar indagando en aquel sueño.

    Volvió a su cama con intención de volver a dormir, pero al cabo de unos cuantos minutos desistió, su mente insistía en recordarle que su carrera como actor iba en picada y que llevaba varios meses sin que lo llamaran por lo menos para asistir a un casting. Tal vez había llegado la hora de convencerse de que no servía para aquello, que todos esos años persiguiendo sus sueños de grandeza habían sido en vano, tal vez no era tarde para estudiar alguna ‘carrera de gente seria’ –como decía su padre– y enderezar el camino. No todos pueden ser Al Pacino. Desistir no siempre era signo de cobardía, a veces, solo a veces, era un claro síntoma de sensatez.

    Pero ya se ocuparía de eso, por ahora quedaba claro que no podría seguir durmiendo.

    Salió de las cobijas, de nuevo con una idea fija en su cabeza, pero al instante olvidó para qué se había levantado. Se sentó a los pies de la cama, frente al televisor apagado. Ahí estaba su reflejo, lucía cansado, aunque tal vez fuera el efecto de la pantalla plana que confería a todo un velo oscuro. Se quedó mirando a su versión en la pantalla apagada, mientras buscaba en su mente la idea que se le acababa de escapar. ¿Preparar desayuno? No, no era eso. ¿Meter la ropa en la lavadora? Era algo que tenía que hacer, pero no era eso lo que lo había impulsado a levantarse de la cama.

    —¡Vida hijueputa! —exclamó—. ¿Y así pretendo ser actor?, mi memoria es un desastre. Soy una puta vergüenza.

    Su propia voz, tan segura, tan mezquina en ese momento, le resultó agresiva y optó por callar y seguir concentrado en su pensamiento. ¿Qué era eso que quería hacer?... Las imágenes del sueño pugnaron por abrirse paso en su mente una vez más. Se obligó a desecharlas e hizo otro esfuerzo por recordar qué era eso tan urgente que debía hacer. ¿Tenía que ver con Verónica?... Sí, era eso.

    Entonces vio algo detrás de él. Era una mujer de pelo largo, desnuda, arrodillada a tan corta distancia que habría bastado que estirara su brazo izquierdo para alcanzarla. Luis volteó su mirada con rapidez, muerto de miedo, pero atrás de él no había nadie, por supuesto. No obstante, se puso de pie y examinó en detalle toda la habitación, incluso, muy a pesar de sí mismo, buscó dentro del clóset y bajo la cama. Su mente le gritaba que no encontraría nada fuera de lo usual, pero, aun así, su corazón estaba acelerado. Por algún motivo estaba seguro de que, si no encontraba a la mujer que creía haber visto detrás de él, se encontraría con la esposa de ese jefe al que ni siquiera conocía y ella, como en el sueño, le volaría los sesos.

    Poco después se reía ante su actitud asustadiza y el gritito patético que le había provocado la visión de aquella mujer a la que ni siquiera conocía, agradeció en silencio que aquel sueño le pareciera cada vez más los vestigios de alguna mala película que hubiese visto años atrás, décadas tal vez.

    —Muy bien, Luis —Levantó la voz a propósito, como para asegurarse de que en realidad estaba solo—, vas a dejar la pendejada en este preciso instante.

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