Pesadilla editorial
Por Marco Cala
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Marco Cala
Dizque abogado de la UNAB, eso dice el diploma. Ha publicado de manera independiente las novelas: «Matar a Bukowski», «Sexo con extraños» y «Atentado contra Shakira y su vida después del holocausto nuclear» (finalista al Premio de Novela Ángel Miguel Pozanco, España, 2009). Ha sido publicado en México en la antología de cuento breve «Voces con vida» (2009). Le gusta no trabajar, los perros, los gatos, come pescado y cabro en cualquier presentación y practica el boxeo y el Muay Thai.
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Pesadilla editorial - Marco Cala
Bucaramanga, febrero de 2009
Mi primera novela por fin estaba completa, no más predicciones de fechas ilusorias ni plazos incumplidos. Macabros hallazgos acerca de la evolución femenina era un intento de encontrar algo para lo que yo sirviera en la vida. Derecho, la carrera que estudié por imposición, me otorgaba una licencia con repertorio de artimañas incluido para mentir y drenar pecuniariamente a clientes y contrapartes, pero para esa tarea no tuve estómago. Cedí a los caprichos de mi padre, quien decidió que yo iba a estudiar para ser un chupasangre, pues él, mandamás inexorable, decía que, si fuera joven otra vez, esa sería la carrera que estudiaría debido a un montón de razones, perorata que ya me sabía de memoria y prefiero no recordar. Estudié e s a carrera convencido de que lo mantendría contento mientras recibía gratis el alpiste y la dormida, aparte de cualquier extra que lograra sonsacarle. Me gradué y nunca más volví a saber de jurisprudencia. En un cajón, condenado al ostracismo, está el diploma que avala una licencia para engañar sin restricciones, licencia de la cual, para tormento de mi padre, nunca usufructué .
Sin rumbo en la vida y con un título universitario del cual no me ufanaba, sentí la necesidad de alejarme a encontrar mi vocación y emigré al norte del continente, donde fui esclavo de los gringos por cuatro años, hasta que me metieron en la cárcel debido a colombianadas que hice, bagatelas que en mi país no representan ofensas, pero que para el hipócrita sistema de justicia gringo son delitos.
Salí del encierro –setenta y seis días– y sin pensarlo regresé a Colombia. Trabajé como profesor de inglés y durante tres meses aguanté mulas que se hacían pasar por estudiantes. Traté de vender finca raíz; trabajar por comisión resultó una condena dantesca.
Quería ser alguien en la vida y acostarme con mujeres hermosas, sueños inalcanzables para mí, hasta que leí una entrevista hecha al escritor español Vila-Matas –que luego se convertiría en uno de mis autores de cabecera– en la cual declaraba haberse hecho escritor porque anhelaba una mujer fantástica y sofisticada y una vida como la que tenía el escritor protagonista de un filme de Antonioni: La noche, en el que Jeanne Moreau interpretaba a la esposa del escritor. Yo comencé a escribir porque quería acostarme con mujeres hermosas, ser reconocido y respetado. Esas eran mis razones, del todo extraliterarias, para escribir novelas; cada quien es dueño de sus motivos que no tienen que obedecer de manera canónica al engrandecimiento de la cultura y la lengua. En una entrevista publicada en el periódico francés Libération –fundado por Sartre–, Manuel Vásquez Montalbán declaraba que su motivación para escribir era llegar a ser alto, rico y guapo…
Demasiado bombo le había dado al hecho de estar escribiendo una novela. Era un medio de defensa ante la interrogativa de todos los vejetes conocidos de mi familia, quienes no fallaban en preguntar una y otra vez, al encontrarse conmigo, a qué me dedicaba, queriendo saber si uno estaba haciendo algo ‘productivo’ o si vivía lo que para ellos era todo lo opuesto a la productividad: la vagancia. En mi caso, la vagancia no era del todo improductiva, ya que muchas vivencias de los tiempos de desempleo sirvieron de inspiración para varios pasajes de Macabros hallazgos acerca de la evolución femenina, novela que me decidí a escribir a raíz de una necesidad personal de catarsis y desahogo, y como la última opción de ocuparme en algo que pudiera tolerar.
Contrario a la realidad por la que sería golpeado, estaba convencido de haber realizado la tarea más difícil: escribir la novela, mi hija. Por ella estaba corriendo el riesgo que acecha a cualquier padre, que la hija le salga vagabunda, o enferma, o que desaparezca para siempre. Y fui víctima del vaticinio de Cioran, «toda obra se vuelca contra su autor, el poema termina aplastando al poeta, el sistema al filósofo», ya que, al intentar lograr la publicación de mi novela, estuve a punto de perder la vida. Y no es exageración, en realidad casi me matan, estuve cerca de fallecer, pailas, marcar calavera, tuqui lulú…
Si mi casi desaparición perpetua no es de suficiente relevancia en el mundo literario, sí lo es el descubrimiento que realicé en este trágico sendero de los libros, un secreto sórdido y ejemplar del odio, la envidia y el resentimiento propios de nosotros los seres humanos. Dicha odisea merece ser contada, así como leída. Macabros hallazgos acerca de la evolución femenina, aparte de constituir una obra de entretenimiento singular, es a su vez un documento filosófico.
Un mes antes del comienzo de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, leí en un periódico un artículo que resaltaba la labor realizada por editoriales colombianas al apoyar el género de la novela, a raíz del gran pedido y aceptación que los autores colombianos estaban ganando en el exterior. Tomé nota de las cuatro editoriales reseñadas por el periódico: Ediciones Z, Jiménez Editores, Suma Editorial y Editorial Marte. Solo hasta ese momento escuchaba noticias de las dos primeras, las otras eran reconocidas, con representaciones a nivel de muchos países de habla hispana y organizaban concursos literarios con premios de cientos de miles de dólares que siempre, sin excepción, se ganaban los autores que ya habían publicado con ellos.
Navegando en la red, siempre con el peligro latente de naufragar, pues la tecnología nunca fue ni será mi principal interés, investigué cómo registrar mi novela. El formulario se encontraba disponible en la página web de la Dirección Nacional de Derecho de Autor. Envié una copia de mi obra y el formulario, tal como se indicaba en la página web. Me pareció curioso, en la oficina de correo, la joven que me atendió preguntó si quería asegurar el contenido del paquete por algún valor. Respondí que no y le consulté acerca de los riesgos existentes en los envíos.
—Por lo general el sistema es muy seguro y confiable, pero nunca se sabe lo que pueda pasar —dijo.
No pagué el seguro, pero me quedó la espinita bien clavada en la cabeza. Me imaginé que podía suceder lo siguiente: alguien abría el paquete, leía mi novela Macabros hallazgos acerca de la evolución femenina, se apadrinaba de ella cambiándole el título y la registraba como suya. Sabía que estaba exagerando, pero cualquier experiencia primitiva conlleva implícito el temor a lo desconocido, y yo soy un ser paranoico por naturaleza.
El trámite demoraba quince días y el certificado tenía que ser reclamado en persona. Una semana antes de cumplirse el plazo, hice algunas llamadas a las editoriales a las que decidí enviar mi novela. Jiménez Editores en primer lugar. Me contestó la recepcionista.
—Hágame el favor, para poner una obra a su juicio para su publicación, ¿quién me puede informar?
—Un momento, ya lo comunico —dijo con amabilidad.
Contestó el individuo y me limité a repetir:
—Hágame el favor, para poner una obra a su juicio para publicación, ¿qué debo hacer?
Dijo él:
—Mandarla impresa y argollada —Su tono de voz era imponente, como asumiendo que al otro lado de la línea había un indefenso ser pidiendo favores, suplicando atención.
—¿Me puede decir a qué dirección la envío?
Con la misma arrogancia, me dictó su nombre y la dirección.
Preparé la copia, la metí en un sobre de manila y fui a la oficina de correo más cercana a mi residencia. Pagué seis mil pesos por el envío. Conservé el tiquete de pago para tener presente la fecha, la respuesta tenía que llegar pronto.
Envié otra copia a Suma Editorial, reconocida empresa con sucursales en muchos países de habla hispana; cualquier autor que lograra publicar con ellos podía considerarse afortunado. Me dediqué a esperar el cumplimiento del plazo estimado para el trámite de los derechos de autor y así viajar a la fría y pretenciosa capital, donde me dispondría a reclamar mi certificado y visitar las dos editoriales a las cuales envié copias de mi novela. Ingenuo respecto a los tejemanejes de la industria literaria, creía haber escrito una obra maestra que llamaría la atención inmediata de los editores que la leyeran.
Una semana después de haber enviado los manuscritos a la Dirección Nacional de Derecho de Autor y a las editoriales, un jueves a las ocho de la mañana, tras fumarme un porro y desayunar, me senté frente al computador y entré a la página web de la Feria del Libro de Bogotá, que ya terminaba. Tremenda sorpresa me llevé al ver en un artículo sobre nuevos escritores colombianos el nombre del empleado aquel de Jiménez Editores. Había publicado un libro de cuentos y una novela. Era nieto de un periodista, novelista y ensayista reconocido, fallecido hacía un par de años. Otro ‘talento’ más de la rosca. Afortunado, no era su culpa pertenecer a esa familia. Me atormentó pensar, lo cual disparó al cielo el estado de paranoia permanente en que vivía, que este individuo con ínfulas de gran escritor evaluaría mi novela.
Sin ocupación alguna para