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El remanso de los desmemoriados
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El remanso de los desmemoriados
Libro electrónico255 páginas3 horas

El remanso de los desmemoriados

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Información de este libro electrónico

«El remanso de los desmemoriados» narra la historia de un geriátrico, localizado en la Bogotá de antaño, especializado en atender a pacientes de la tercera edad con afecciones mentales. La trama pone el reflector sobre el drama de desaprender lo aprendido y, en últimas, de perderse de sí mismos. Capítulo a capítulo, una narradora omnisciente y
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2021
ISBN9789585162891
El remanso de los desmemoriados
Autor

Natalia Rojas Rubio

Natalia Rojas es una mamá primeriza de 32 años, nacida y criada en la capital colombiana. Tras graduarse de Comunicación Social con énfasis en Editorial, se ha desempeñado como editora, traductora y redactora para varios medios e industrias. Además de su oficio como generadora de contenido, esta bogotana ha volcado sus intereses hacia el arte, explorando también el mundo del canto y la locución. «El remanso de los desmemoriados» es su primer libro publicado y el que considera su segundo bebé.

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    El remanso de los desmemoriados - Natalia Rojas Rubio

    Contenido

    El remanso no siempre es sinónimo de descanso

    El Remanso

    El síndrome del vagabundo

    El Desencuentro

    De nueve a cinco

    La Botella de Oro

    De vuelta a la senilidad de los últimos días

    Angelitos de luz

    De cinco a nueve

    El Divino

    El Manco murió del espanto

    De impaciente a paciente

    Apología al achaque

    Difícilmente se podrá conciliar con lo preconciliar

    Emma la quimera

    Los gozos, en efecto, son tan solo para los gozosos

    Relato de los frenocomios

    Acompañada por sí misma

    En dirección al extravío

    El arca de El Remanso en pleno diluvio

    El circo de los primos Araya

    Historias entrelazadas por el tiempo y el espacio

    1941 en los libros de historia

    Un nuevo capítulo

    Una impostora más en el cosmos

    De remordimiento en remordimiento, escasea el aliento

    Agüita pa mi gente.

    La perfecta sincronización del destino

    La afección del enfermero

    La virtud de ser mujer

    Arqueadas de amor

    La bruma gris es contagiosa

    Inspiración divina

    El purgatorio se lleva por dentro

    Dos o tres escalones de más

    Las mariposas en la panza también producen náuseas

    Un turista en su propia ciudad

    Es mejor muerto que mal acomodado

    Un epílogo abrupto y un discurso interrumpido

    Entre rima y rima se alucina

    La tierra también se contonea y vaya si lo menea

    Tres perlas preciosas

    El diario de caradelapida

    La última de las tonadas

    Entre el aroma de la melaza tricolor

    Los desatinos del destino

    Una fe heredada

    Una poesía final

    El velo de las apariencias

    Y vivieron infelizmente felices para siempre

    La profecía

    El olvido está lleno de memoria

    Mario Benedetti

    El remanso no siempre es sinónimo de descanso

    Aquel portón rojo y carcomido por el tiempo las invita a pasar a lo que alguna vez fue El Remanso. Un penetrante olor a moho les da la bienvenida y les sugiere indagar en los vestigios de ese lugar abandonado por el tiempo, mientras que un silencio sepulcral les señala en dirección a la aldaba. Absortas, se preguntan cuántos habrán tocado aquella aldaba que, con algo de suerte, en el pasado procuró ser dorada y reluciente. En el suelo reposan piedras añejas y sobre ellas se asienta la sombra de un robusto árbol que, como el viento que las peina, es testigo silente de lo que alguna vez fue Santa Fe de Bogotá y que ahora es Bogotá -así- a secas. 

    El aroma las aturde. El polvo estremece sus inquietudes y, claro, sus alergias. Un letrero descolorido y un tanto oxidado yace a tan solo unos metros. «Centro Geriátrico El Remanso», deletrea aquella placa. Sí, definitivamente es ahí. Han llegado. Es ahí donde la memoria y la cordura de su consanguínea -no una sino tantas veces- se dieron a la fuga. Es inevitable. Las ruinas de ese lugar logran aflorar en ellas su más íntimo temor. Se cuestionan si alguna vez -por obra y gracia de su legado, más que del destino- repetirán la historia, terminarán por perderse de sí mismas. La tímida lluvia capitalina las espolvorea como arenilla, esponjando, una a una, las largas extremidades de sus pelos rubicundos. Catatónicas y aferradas de gancho, dan un paso más en dirección al umbral del pasado.

    Una vez adentradas en aquella estructura colonial, se darán a la tarea de escudriñar olvidados y mortecinos historiales clínicos para dar con el nombre de su ascendencia. Los expedientes de Leonor Barco de Rubio, su nona, esperan por ellas al otro lado del portón. Es momento de tocar a la aldaba.

    El Remanso

    No hay nada más difícil que narrar los afectos en otro tiempo verbal mientras se escarba, como chulo, en lo más recóndito de la memoria –aquella caprichosa a quien siempre se le encuentra tan maja, tan llevada de su parecer y tan oportunamente atarugada de olvidos–. Es así como, ante la pena, solo queda hacerle frente a lo certero: que desprenderse de lo que fue, de aquello que ya no es, resulta inviable sin antes hacer las paces con lo expirado. Y es que, y así es, todo organismo viene con fecha de caducidad.

    No hacen falta hostigantes ni enmarañados preámbulos para dar paso a esta, su historia; pues el epílogo final de su vida ya se encuentra plagado de confusiones sin editar. Leonor Barco de Rubio, aquella misma que alguna vez fue una distinguida y coqueta damita de la capital colombiana, tiempo después se encontraba irremediablemente presa de sí misma. Y es que está de más decir que en la vida no existe adversario más poderoso que los propios pensamientos ni peor verdugo que el olvido.

    Fueron muchas las religiones y filosofías que lograron colársele entre pecho y espalda a la Nona –apodo por el que siempre se le reconoció a Leonor– durante aquellos años vitales que, con tanta dignidad y decoro, atesoraba en su almanaque. Sin duda alguna, ninguna fe, credo o doctrina podría haberla preparado ante el alboroto de toparse, de nariz y sin anestesia, contra lo ingrato de la vejez y lo desgarrador de aquella mala manía de desaprender lo aprendido. Y es que, como bien dicen por ahí las buenas y sabias lenguas, a esta vida se llega chicos y con pañales y, con el pasar de los años, se regresa al origen –achicados y, vuelve y juega, con pañales–.

    —Bienvenida a El Remanso —expresó con voz tosca y un tanto afónica Consuelo, una enfermera auxiliar, encorvada y de aspecto grisáceo, de 53 años, que trabajaba en el turno diurno y quien, más que disfrutar de la labor social, resentía la soledad que desde hacía ya varios años la despellejaba con sigilo.

    Consuelo, aquella mujer resquebrajada por su devoción inquebrantable al tabaco, buscaba compañía en las ajenas y desdibujadas caras de ancianos consumidos por el alzhéimer y la demencia senil. Bien dicen que la depresión es exceso de pasado y que la ansiedad es exceso de futuro; pues bien, Consuelo sufría de ambas.

    Leonor pisó El Remanso por vez primera un fatídico 23 de noviembre de 1941. No hacía mucho que su compañero de viaje había partido, sin retorno, para embarcarse en nuevas y más palpables aventuras espirituales, pero ella aún no se daba por enterada y, de hecho, nunca lo haría.

    Para sorpresa de todos, menos de ella, su tan venerado Rober se le había ‘adelantado’ de forma repentina; así no más y –como él mismo lo diría– sin dársele nada. Por fortuna, por entre el pastizal, la boñiga y los solemnes y agrietados epitafios, se rumoraba que su espíritu había trascendido a un lugar libre de ataduras, de gastritis, de reflujos y de nefastos retorcijones. Y es que, en todo caso, ¿qué sería del ego humano si no se tuviera que pasar por aquellos penosos pero necesarios apuros corporales?

    Hacía ya más de 50 años que Roberto Rubio se había convertido en su perfectamente imperfecto amor. Entiéndase por amor aquel que, en virtud del cariño, logra anteponerse a la tediosa monotonía de lo cotidiano. Lejos, muy lejos, se situaba su lazo frente al ya plasmado de forma tan melodramática por las novelas de antaño. Poco o nada tenía que ver su historia con el famoso lema o patraña de «hasta que la muerte los separe»; y es que, a decir verdad, a ellos la muerte jamás logró separarlos.

    Tan solo unos días antes de aquel lunes negro –en color y en simbolismo–, su gran amor habría pasado a formar parte del selecto y lúgubre catálogo de los muy afamados fantasmas de La Candelaria. Pero de eso hablaremos más tarde, si me lo permiten.

    Siguiendo con nuestra línea de tiempo –la cual será quebrantada cuando así apetezca–, Consuelo dio la bienvenida a tan delicada y particular protagonista a aquel modesto pero respetable centro geriátrico, donde Leonor vería extinguir sus últimos cartuchos en medio de hermosos delirios y de exquisitas alucinaciones.

    Una Consuelo lánguida, ojerosa y torpemente adornada por una adusta sonrisa –expresada con gesto neurótico debido a la abstinencia a la nicotina–, logró abrir las puertas de aquel universo cómico, mágico, musical y, por demás, triste a Leonor Barco de Rubio y –sin saberlo– a Roberto Rubio Ramírez, su fiel e impalpable compañero.

    23 de noviembre de 1941

    Bogotá, barrio La Candelaria

    La nostalgia estaba suspendida en el aire templado de aquella vieja casona capitalina, en la que las paredes parecían adornarse con pinceladas de demencia senil. Sus rincones daban la sensación de estar plagados de recuerdos, difuntos y espíritus –buenos, malos, medio malos, medio buenos, ilusorios y perversos–. Sus ventanas eran el único escape a la realidad y sus puertas enajenaban a quienes permanecían cautivos, no de esas cuatro paredes, sino de su ahora juguetona y escurridiza memoria. En medio de aquella casa colonial, pintada de un rojo sangre y de blanco esperanza, yacía una fuente que coreaba al son del viento una canción tenue, pero a la vez milenaria. ¿Cuántos habrán pasado por aquí?, se preguntaba Marianela Rubio, una hermosa y voluptuosa mujer de 1.65, fruto del caprichoso amor profesado por Leonor y Roberto; la misma que ahora debía darse a la penosa tarea de acudir a El Remanso para ver la vida de su madre escurrirse cual reloj de arena.

    —Él es Felipe Santamaría, nuestro médico de cabecera —dijo Consuelo, algo fatigada, a Marianela, para luego retirarse.

    —Es un placer, doctor —aseguró Marianela.

    —El placer es todo mío, señora…

    —Marianela —contestó ella.

    —Señora Marianela. Asumo que ella es su madre, ¿verdad? —preguntó Felipe.

    —Así es. Ella es Leonor Barco de Rubio, mi señora madre.

    —Es un gusto, señora Leonor.

    Las normas de ingreso eran claras:

    —Aquí solo ingresan pacientes de la tercera edad que padezcan de alzhéimer, demencia senil o ambas. No soy amigo de los abandonos, así que mi condición es que a nuestros pacientes se les visite como mínimo una vez por semana. Las visitas tienen lugar de lunes a domingo entre las 9:00 a. m. y las 5:00 p. m., únicamente. En El Remanso contamos con cinco comidas diarias, un personal capacitado, enfermeras diurnas y nocturnas, recreaciones, manualidades, ejercicios al aire libre, entre otros servicios —afirmó Felipe sacando pecho.

    Y es que Felipe –aquel hombre robusto que poseía un corazón proporcional al tamaño de su imponente cuerpo– había dedicado su vida entera al servicio de la vejez y lo hizo de la mano de su padre, su guía y gurú, Marco Antonio Santamaría. Ambos, distinguidos médicos capitalinos, habían volcado su vocación hacia el servicio de los ancianos en aquel geriátrico, ahora un tanto desgastado por el gorgojo. Sin embargo, la fascinación de Felipe por entender la mente humana en sus últimas etapas no comenzaría a florecer sino hasta que Marco Antonio perdiera la cabeza y, con ella, sus memorias de antaño, sus conocimientos en el campo de la biología, sus tics aprendidos, su independencia e incluso su capacidad para pronunciar aquellas frases que antes salían expedidas de su boca con tan poco esfuerzo, pero con tanta fluidez y contundencia.

    Así las cosas, El Remanso pasó de ser un centro geriátrico común para convertirse en un espacio destinado a personas de la tercera edad aquejadas por tristes y, hasta el momento incurables, aflicciones mentales.

    Tras aquellos largos años de trabajo, empeño y dedicación que acontecieron al fulminante deceso de su padre, si de algo estaba seguro Felipe era de que, en definitiva, con el alzhéimer se pierde la memoria, pero jamás la esencia. Y es que Marco Antonio, muy a pesar de su condición final, jamás dejó de ser terco y obstinado. Por su parte, Leonor jamás abandonaría su coquetería, su excelente sentido del humor, su vanidad y, por sobre todas las cosas, su orgullo –pues, si se lo preguntaban, a ella jamás le dolió ni incomodó nada, ella se sentía «divinamente», afirmación que era irrefutable–. Así, regia y muy pinchada, se presentó Leonor siempre ante aquella Bogotá de ojos vidriosos e inquisidores que escudriñaba a todos y a todas por entre los barrotes.

    —Esta enfermedad es muy dura —aseguró Marianela con tono melancólico, a través de una voz entrecortada.

    —El Alzheimer, señora, es como una gripe que, si no se trata, empeora muy rápido —aseguró Felipe—. Para empezar, existe una primicia que debe usted tener muy en cuenta para así no hacerse falsas ilusiones: aquí no hay vuelta atrás, no hay cura ni milagro que valga. Ella terminará por olvidarla a usted y a todos quienes alguna vez formaron parte de su existencia en su paso por esta tierra hostil. Ella incluso terminará por olvidarse de sí misma. Lamento ser tan directo, pero creo que es mi deber. Estando aquí, al menos podremos controlar sus ataques de delirio o paranoía, sin embargo, Leonor no mejorará, solo empeorará. Tristemente, así funciona esto.

    Marianela rompió en llanto y –tal como quien se aproxima a la sombría muerte– vio su vida junto a su madre pasar frente a ella a través de lo que le parecían selectas imágenes suspendidas en el aire. Su memoria voló entonces en dirección a sus primeras clases de piano dirigidas por Leonor y, claro, acompañadas por Bronco, su perro de infancia. Pero las imágenes no cesaron allí. Atolondrada por la pena y la incertidumbre, recordó las veces en las que su madre le había enseñado a cepillarse el pelo correctamente, las múltiples historias para dormir que ella, en vez de leerle, le cantaba; aquella ocasión en la que se raspó las rodillas luego de un extenuante día de correteos –heridas que luego mamá cuidaría con jabón, agua, besos y afecto–.

    No es posible. Ella no puede olvidarme, no a mí, pensaba Marianela mientras miraba al espacio con ojos lánguidos y algo febriles. Y es que, sin importar qué tantos años constaran en su registro de bautizo; Marianela siempre tuvo el espíritu de una niña y, por lo mismo, ahora no era más que una indefensa huerfanita, sola, en medio de lo inhóspito del desprendimiento.

    —¡Consuelo! ¡Consuelo! Ven, quiero que le muestres a Marianela y a su madre nuestras instalaciones. Muéstrales también cuál será el nuevo cuarto de la señora Leonor. Debo decirles que su nuevo cuarto es, en particular, mi favorito, ya que desde aquella ventana se pueden presenciar los mejores atardeceres bogotanos. Ya verán. El cuarto solía estar ocupado por la señora Teresa de Uribe, hasta hace pocos meses —dijo Felipe.

    —¿Y, acaso, ella murió? —preguntó Marianela intrigada.

    —No, Teresa no murió, y vaya, sí que está viva. Sucede que Teresa fue mal diagnosticada. No fue sino un mes después que nos vinimos a dar cuenta de que ella no padecía, precisamente, de demencia senil, sino de esquizofrenia; un tipo de afección mucho más severa y, por lo mismo, violenta. No estábamos en condiciones de tenerla aquí y por eso tuvo que ser trasladada a una institución mental ubicada a las afueras de la ciudad. Fue lamentable —contestó Felipe.

    —Es una lástima. Pobre familia. Aunque he de aceptar que me deja un poco más tranquila saber que no murió en el cuarto que ahora pertenecerá a mi madre.

    —¿Acaso es usted de aquellas personas que les temen a los espíritus? —preguntó Felipe con una sonrisa socarrona.

    —Bueno, no lo sé. Pero de que los hay, los hay —contestó Marianela, luego de secar los vestigios de sus lágrimas y sin percatarse de la compañía, ahora omnipresente, de su padre.

    —Pero claro que los hay. Este lugar está repleto de ellos. Consuelo, por favor indícales dónde queda el cuarto. Te lo agradezco.

    Poco a poco, Consuelo, Marianela, Roberto y una distante Leonor fueron adentrándose en los espacios de aquella rústica casona, que no por ser rústica era menos decorosa. El patio central se encontraba rodeado por al menos 15 habitaciones. Cada habitación parecía contener un particular universo estático en el que yacían las camas y mesas de noche que, alguna vez, formaron parte del pasado glorioso –o tortuoso– de aquellos personajes ahora arrugados y mermados.

    En el ala izquierda de la casa se encontraba el cuarto de Lucila Valderrama; una mujer aristocrática, estirada y de abolengos, quien se empeñaba en tratar a Consuelo y a las demás enfermeras como sus esclavas –habiéndose paralizado en otra época, o mejor, en otro siglo–. Sobre su mesita de noche, ahora un tanto roída por los años, se exponían sus retratos a blanco y negro que daban cuenta de un mejor pasado repleto de faldones, abrigos, sombreros, turbantes, pipas, guantes y elegantes vestidos.

    Desde siempre, Lucila había dedicado su energía vital –la misma que ahora se le escapaba– a las apariencias. Por eso, no era extraño ni poco usual oírla referirse a sus múltiples y refinados viajes a Europa –continente que jamás visitó– o a su capacidad para entender el latín a la perfección –cosa que, de ser cierta, le hubiera ahorrado más de un aburrimiento en plena misa–. Pero ya ahondaremos más adelante en Lucila y en su mundillo burgués, el cual resultaba igual o más fantasioso, ilusorio y demente que El Remanso mismo.

    Hacia el fondo, se divisaba una amplia y vaporosa cocina que, de manera constante, expedía un penetrante y a la vez desmedido olor a ajo. Junto al fogón siempre se podía divisar a una sudorosa y ruborizada cocinera, que había trabajado allí desde los años de Matusalén. Gladis –aquella mujer pequeña, robusta y adicta al trabajo arduo– era la encargada por ese entonces de preparar cinco comidas para lo que parecía un batallón.

    El comedor se encontraba en el cuarto contiguo. Allí no había espacio más que para una delgada y tambaleante mesa de madera rojiza que parecía no tener fin. Cabe destacar que aquella mesa, como la vida misma, basaba su lógica en torno a marcadas jerarquías que parecían reforzar la idea de que, así como la billetera y las arrugas, todo puede estratificarse.

    Unos pocos metros más adelante, al otro lado de la cocina, se hallaba un pomposo salón de baile. Aquel espacio en particular pareció cautivar la resbaladiza atención de Leonor, quien ahora aparentaba estar siendo invocada por difusos recuerdos de su juventud. En medio del salón se destacaba un hermoso y reluciente piano de cola al que Leonor miró con detenimiento, como quien siente a un objeto tan suyo, pero a la vez tan ajeno.

    —La música es lo único que ellos no olvidan. Por eso siempre procuramos tocar para ellos. Eso los pone felices, o al menos eso parece —aseguró Consuelo mientras que interrumpía

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