La noche de la peste
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La noche de la peste - Reinaldo Spitaletta
Introito con fantasma
Quedaba sobre la calle Cisneros, en un barrio que entonces tenía tren, fábrica de telas, clínica, monótonas casas de obreros, calles asfaltadas (antes habían sido de piedra), un taxidermista, cafés de tango, dos o tres caserones de tapia de dos plantas, chimeneas de barro y una manga enorme a la que alguna vez llegaron los gitanos con sus tiendas de colores. Una de esas casas de paredes anchas, entresuelo de madera, piso de tabla y ventanales desmesurados era la de nosotros. Allí una vez el árbol de navidad, que estaba forrado de algodón crudo y guirnaldas brillantes con bolas quebradizas, sucumbió en un temblor de tierra; allí, otra vez, la fiebre alcanzó, con su sarampión, temperaturas de caldera de ferrocarril. Y, en otra ocasión, en tenebrosa medianoche, se escuchó un alarido que descendió del tejado y se escondió sin explicación en el piso de tablas curtidas.
Era una casota de paredes pintadas con cal, gruesas, macizas y daban la impresión de durar una eternidad. Desde mi cuarto, un poco retirado de la cocina y el comedor, se escuchaba por las noches un tintineante caer de monedas, un sonido metálico que me despertaba y ponía alerta. Ya mamá había relatado historias de piratas y de baúles repletos de fortunas sin medida. Y la construcción de vieja data había servido para hospedar ingenieros ingleses y de Estados Unidos traídos por el Ferrocarril de Antioquia para reparación de locomotoras y carrileras. Eso se decía en el barrio cuando los viandantes pasaban y se abismaban mirando la casona de puertas y ventanas verdeoscuras, de fachada blanca curtida de vejeces y aspecto señorial.
No sé si fue por causa de la fiebre y cuando mamá salió a la farmacia a buscar un remedio para mitigarla y nadie más había en casa, excepto yo, en mi cuarto calenturiento, sentí pasos procedentes de la cocina, o tal vez del patio, lentos, calculados, sin disimulos, como anunciando que, en efecto, alguien andaba y se dirigía hacia donde yo estaba. Cuando conté el episodio, mamá dijo que era fruto de la febrilidad, que estaba a 39 grados según había marcado el termómetro clínico. En casa, por si acaso, siempre hubo jeringuilla, bolsas para agua caliente, relojes checos con despertador y tarros de galletas inglesas, con paisajes pintados en la tapa, con hilos, dedales, metro de modistería, enhebradores, agujas capoteras y de las otras, manillas, una miscelánea de instrumentos útiles y bisutería.
—¿Cuál espanto? Ha sido la fiebre —me dijo con certeza mientras me daba una cucharada de un jarabe verde, amargo, que por poco me hace trasbocar.
Pero no era la fiebre. Días después, cuando también me hallaba en soledad, todos habían salido no sé adónde, los pasos se sintieron de nuevo, esta vez con más claridad y certeza. Alguien se arrimaba mientras yo estaba acostado con el bombillo apagado, en una especie de penumbroso descanso tras haber hecho tareas de aritmética y geografía.
—¿Quién anda ahí? —pregunté a la nada, como por hacer notar que había gente en casa. Silencio breve. Como si el viniente se hubiera parado. No sé cuánto tiempo pasó para volver a escuchar los pasos, tal vez unos segundos. Debe ser un ladrón
, me dije y recordé cuentos de mamá sobre asaltos y tomas de casas por desconocidos en noches de desesperos y maldad enconada. Atiné a coger el lápiz, de buena punta y esperé. No había más con qué defenderme en caso de que el ladrón irrumpiera.
Ya estaba muy cerca. Lo extraño era que, de haber sido un asaltante, el silencio acompañaría sus pasos, sería como un gato, sí, un gato en la oscuridad y aquí acaecía al contrario; quien quiera que fuese le interesaba hacerse notar. Comencé a sudar. Me atrapó la tembladera. Estaba a punto de pararme a inspeccionar, pero las piernas no respondieron. Me entró una especie de parálisis súbita y se me secó la boca. Los pasos estaban ya encima, junto a la puerta, que tuve la fortuna o quizá la corazonada preventiva de haberle puesto cerrojo. No sé por qué. Quien fuera se acercó, y sentí su respiración y presencia afuera, no sé qué cosa se posó en la madera, tal vez unas manos, y entonces estuve a punto de perder el escaso control y gritar. Ni siquiera atiné a preguntar quién andaba ahí. La puerta chirrió y el mundo estuvo a punto de hundirse.
Instantes después, no lo supe con exactitud, sentí la puerta de la calle y los pasos y la voz de mamá que decía que fuéramos a la función donde doña Margot, que se iba representar una pieza de fantasmas y brujas. No fui. No le conté de mi experiencia, aunque ella notó mi palidez, según dijo. ¿Estás enfermo otra vez?
. Quise decirle que ya había tenido, a solas, una función, una representación terrorífica de no sé qué actores misteriosos.
—No iré. Tengo que hacer tareas —le dije, pero de inmediato me arrepentí. Lo mejor era salir con ella, o, en todo caso, estar afuera. No podía quedarme más ahí.
Cuando en la casa de doña Margot las luces del salón se apagaron y quedamos todos expectantes, en silencio y medio temblorosos, los pasos se sintieron como una presencia maléfica que, de cualquier manera, quería terminar lo empezado, según pensé. Un fantasma blancuzco y aullante cayó del techo y me envolvió con una especie de red luminosa, fosforescente. Cuando desperté, casi todo el vecindario tenía sus ojos puestos sobre mí y algunas personas decían que estaba intoxicado. El vómito estaba por todos los rincones de la sala. El doctor tardó y cuando apareció me dio la impresión de que él era el que había propiciado aquella velada macabra. Sus ojos de fuego se reían de mí y creí ver en ellos la promesa de que la próxima vez la puerta de mi cuarto se abriría, se abriría…
El verdugo y su hija
Juanita Velásquez, a la que se le ocurrían cosas maravillosas, se preocupaba porque su padre, que era carnicero, hubiera sido en vidas anteriores —la expresión es de ella— un verdugo. No sé si lo hubiera querido tanto como lo quiero, no lo veo en esas circunstancias
, decía en sus conversaciones, a las que nos invitaba a varios muchachos del barrio los fines de semana, con el propósito de contarnos historias. Era rara aquella casa de El Congolo, no porque hubiera cuchillos enormes y oliera a carne asada, sino porque Juanita tenía una facilidad poco común para adornar las paredes con cueros de vaca procesados y cornamentas de novillos.
—Si mi papá fuera un verdugo, no me gustaría morir bajo sus manos —decía con una sonrisa de labios delgados y que dibujaban un rictus de amargura. Nos contaba que había tenido sueños en los que veía a su papá, don Silverio, con capucha negra y traje de luto, hacha en la mano derecha y en la otra un candil, avanzando hacia el patíbulo en el que esperaba a alguien que ella no lograba identificar, pero, a veces, creía que eran muchachos del barrio, y en otras ocasiones su papá estaba acompañando a su próxima víctima, a la que abrazaba y consolaba, para después decirle que lo sentía, que ese era un trabajo como cualquier otro y que él tenía que vivir para que otros murieran. Despertaba con agites y sudores, se levantaba, iba a la cocina a buscar albahaca y volvía con una bebida caliente a su pieza. Todos dormían.
Entre las imaginaciones de Juanita estaban las de insistir en que, hoy, los verdugos pudieran ser necesarios solo si ellos, a su vez, murieran de la misma manera en que hacían cumplir las sentencias. Pero, en cualquier caso, no veía a su papá como uno de tales, porque, entonces, sufriría mucho cuando a él lo condujeran a la ejecución. Se frotaba las manos y después se llevaba una al cuello y parecía sentir que el aire le estaba faltando. A veces, cuando ella no estaba, nos preguntábamos por qué su obsesión acerca de si su padre hubiera sido un verdugo; si era que tenía sueños recurrentes al respecto, o si había visto películas relacionadas con su compulsión. Supimos un día que había leído un cuento fantasmagórico de Washington Irving, sobre la Revolución Francesa. Se trataba de un estudiante que se enamoró de una bella muchacha, a la que pocos días antes habían guillotinado. Y fue entonces cuando Juanita —creíamos nosotros— les tomó un odio pugnaz a los verdugos. También nos enteramos de un tío suyo, que tenía libros de temas de reencarnación, karmas, fantasmagorías y otras tribulaciones, y se los prestaba para que ella se informara.
De tanto insistir ella en sus miedos acerca de las vidas remotas de su papá, comenzamos a ver a don Silverio como si, en efecto, se tratara de un verdugo. Pasábamos por su carnicería y las hachuelas, cuchillos y hasta las pesas, nos parecían instrumentos propios para el oficio de matar condenados. El delantal blanco lo veíamos como un sobretodo negro y nos imaginábamos las capuchas, con ojos de crueldad que miraban desde la negrura. Eran ejercicios de regodearnos cada uno con ponerle indumentaria, crearle gestos y escucharles las palabras que les dirigía a los que iban a ser pasados por sus instrumentos mortales. El pobre señor, al vernos tan insistentes en la miradera, en la reidera, y en estar para allá y para acá, se iba poniendo adusto y los clientes, según nos dábamos cuenta, se contagiaban de nerviosismos e inquietudes. Después, le contábamos a Juanita nuestras aventuras, y ella estallaba en risas, primero, y luego en gritos en los que nos señalaba de despiadados y mala gente.
Con los días, nos pareció que Juanita tenía aspecto de hija de verdugo. Su cara tuvo transiciones de la pureza de chica con encanto a la de una amargura que le hacía perder el vigor juvenil. Ella misma lo iba notando, porque, de vez en cuando, salía llorosa a la acera, caminaba hasta donde nos manteníamos sentados, es decir, en la esquina del bar Florida, y nos decía: muchachos, díganme la verdad: ¿me estoy poniendo vieja?
. Soltábamos risas pausadas y luego todas se unían para formar la risotada común, no, Juanita, jamás envejecerás, ni nosotros tampoco, porque no llegaremos hasta allá, tu padre lo impedirá. Y ahí sí era el acabose, Juanita nos insultaba y salía corriendo a su casa. ¡Malparidos!
, decía, y la palabrota nos acrecentaba la risa, un melódico ja, ja, ja.
Hubo días en que nos poníamos a inventarle conductas a don Silverio, que de a poco se nos fue travistiendo. Como Juanita nos había dejado de contar sueños y no nos transmitió más sus temores, nos correspondía hacerlo a nosotros. La madre de Juanita, doña Salomé, cada que nos pasaba cerca evitaba mirarnos y apresuraba el paso. Lo que nos sirvió para pensar que éramos los temidos. Seguro —decíamos— cree que no sabemos que su marido es un verdugo. Cuando estaba a pocos metros, alzábamos la voz: don Silverio tiene hoy una ejecución
. Seguía su andar, como ignorando lo dicho. Despedía (o eso imaginábamos) un olor a carne curada. Debe ser muy horrible ser la mujer de un verdugo
, decía alguno. Otro aportaba: Sí, porque qué tal que le toque ponerle el cuello al marido, y no precisamente para que se lo bese
.
Y en cuanto a don Silverio, le notábamos raros comportamientos, como estar en la carnicería y ponerse a cortar carne de un modo desesperado, casi que arruinando las postas y los solomos. Creímos que estaba poseído por alguna alma en pena, y que no podía ser otra que la de algún verdugo medieval. Era como si estuviera implorando no quiero ser verdugo
o algo similar y lo empezamos a compadecer, más que por él, por Juanita. Ella, que la conocimos usando ropas coloridas, inició una transformación que nos conmovió. Se vestía de negro y se tocaba la cabeza con una boina oscura. No volvió a contarnos nada sobre sus sueños y aprensiones. Ni siquiera nos dirigió más la palabra, lo que para todos fue una pérdida, una especie de desgracia. Se alejó de todos y cuando menos pensamos, no la volvimos a ver.
Jacinto, el de la ciega serenata
La calle del Calzoncillo tiene, como mangas, a Argentina y a Barbacoas, y como zona en la que debían estar las verijas, a la