21 GRADOS: Mil historias en una sola copa
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Juan Manuel Hernández
Juan Manuel Hernández Torres. Nació en Bogotá el 24 de abril de 1992, en el seno de una familia bogotana. Es abogado egresado de la Universidad Militar Nueva Granada. Ha escrito artículos para el blog ‘El Sancocho Trifásico’. Sus textos están influenciados por autores como Charles Bukowski, Andrés Caicedo y John Fante. La mayoría de sus manuscritos se podrían encasillar en lo simple, absurdo, y visceral que encarna el realismo sucio. Aunque su género favorito es el cuento, no descarta entrar en el mundo de la novela.
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21 GRADOS - Juan Manuel Hernández
©2018: Juan Manuel Hernández Torres Reservados todos los derechos Calixta Editores S.A.S Primera Edición Octubre 2018 Bogotá, Colombia Editado por: ©Calixta Editores S.A.S Editor: María Fernanda Medrano Prado.Asistente de Edición: Natalia Garzón Camacho Celular: 316 373 1419 E-mail: miau@calixtaeditores.com Web: www.calixtaeditores.com ISBN: 978-958-5481-17-6 Corrección de estilo: Alejandro Ferrer Nieto – Natalia Garzón Camacho Maqueta e ilustración de cubierta: David Andrés Avendaño Diseño y diagramación: David Andrés Avendaño Primera edición: Colombia 2018 Impreso en Colombia – Printed in Colombia Impreso por La Imprenta Editores S.A Todos los derechos reservados:Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.
A mi padresín, mi madresita y Tutú. Porque no me perdonaría no dedicarles mi primer libro a ellos, que son la razón de mi existencia.
A Kristian Zamora, por ser el gato alcohólico que nunca me permitió dejar de escribir.
Esencia
Es extraño, no sabía que este tipo de cosas se presentaran a esta edad. Pensaba que nacías con ellas o no. Pero nunca se cruzó por mi cabeza que podían aparecer de un momento a otro; nunca me imaginé que un día te acuestas a dormir y al día siguiente estás totalmente jodido. No tiene sentido. ¿Cuándo fue la última vez que tuve esa sensación durante tantos días seguidos? Tenía la certeza de que me había sentido así antes. El vacío en el estómago, el insomnio, la angustia, la tristeza, el estrés, el desespero, el calor sofocante, el sudor, rezar para que el reloj parara y nunca amaneciera; nada de eso era propiamente nuevo para mí, pero esas sensaciones no recorrían mi cuerpo hace muchísimos años y en algún punto simplemente desaparecieron. Se fueron con esos malos recuerdos, recuerdos de una vida de momentos deplorables.
¿En qué punto de mi vida fui tan miserable como ahora? La respuesta vino a mi mente tan rápido como yo me había venido en esa mujer unos minutos atrás: mi infancia. La época más nefasta y despreciable de mi existencia. Miedo incalculable a casi todo, claustrofobia, ansiedad social, problemas de pubertad, matoneo constante, insomnio y rechazo.
Estudiaba en un colegio de niños ricos, yo no era pobre, pero los ingresos económicos de mi familia ni se acercaban al del 95% de los que estudiaban allí y eso era una razón suficiente para ser un marginado. No era por lo único que me molestaban. Me jodían la vida por llevar la camiseta dentro del pantalón, por el tamaño de mis zapatos, por ser casi raquítico, por mis dientes de conejo, por mi corte de pelo idiota, por sacarme los mocos, por mi olor, porque según ellos no sabía nada de la vida, por la música que escuchaba o por cualquier vaina que se les ocurriera. Yo fingía que no me importaba, nunca respondí sus agresiones. Cuando mis padres me preguntaban cómo me había ido en el colegio, yo respondía: bien y me encerraba en mi cuarto a jugar videojuegos o ver televisión. El único que sabía la verdad era mi hermano menor, pero ¿qué podía hacer él? Obviamente nada, además nunca le hubiera pedido que hiciera algo, no era su problema.
Mi infancia fue una real mierda. Uno no necesita una infancia trágica llena de violencia y abusos físicos para sentirse infeliz. Cualquiera pensaría que llegar a casa significaba un descanso para mí, y en cierta medida lo era. Recuerdo que llegaba a mi apartamento, comía sándwich de huevo y milo, veía Cartoon Network y jugaba Playstation con mi hermano. Todo bien hasta ahí. Cuando arribaba la noche se empezaba a manifestar la ansiedad. Mi madre llegaba y preguntaba si ya había hecho mis tareas, la respuesta siempre era no: odio con mi vida los deberes de cualquier índole. Entonces ella me obligaba a hacerlos, detestaba eso. Por ahí a las nueve de la noche mi papá nos decía que era hora de dormir y nos teníamos que acostar en nuestras respectivas camas. Ahí, en ese preciso momento, todo se volvía oscuro y mi ansiedad se disparaba. Mi miedo a dormir solo y la negativa de mi viejo a dejarme pasar la noche en el cuarto junto a ellos solo empeoraba las cosas. Cerraba los ojos con todas mis fuerzas para obligarme a dormir, pero solo conseguía acalorarme y sudar… desesperante. El vacío en la boca del estómago hacía acto de presencia, empezaba a ver el reloj esperando que no pasara mucho tiempo para alcanzar a dormir un poco, volvía a mirarlo y me daba cuenta de que solo faltaban cuatro horas para ir a estudiar. Pasaba de un infierno a otro, un loop interminable de estrés, tristeza y odio. De alguna manera, en algún punto de la madrugada lograba dormirme, solo para que un par de horas después me despertara una alarma con un pitico de mierda; me levantaba cansado y con la sensación de haber dormido solo unos minutos.
Pasé de esa manera más o menos seis años de mi infancia, a veces me hacía el enfermo para no ir al colegio, pero mi vieja nunca me creía; de hecho, me mandó un par de veces estando realmente enfermo. Solo tenía descanso los fines de semana. Lo único malo es que los domingos me obligaban a ir a la iglesia, tenía que pasar mis mañanas en un ritual que no entendía, escuchando historias que no me interesaban, aguantándome un sermón de un señor que seguramente no era mejor que las personas a las que sermoneaba y haciendo las paces con todas las personas que estuvieran cerca de mí. Todo eso para que mis padres pelearan media hora después, dejando a un lado todas las enseñanzas, para mí nulas e innecesarias, que les había dejado esa mañana de catolicismo. Lo otro malo del séptimo día era, obviamente, la noche, que me recordaba que al día siguiente tenía que volver al paredón de fusilamiento.
El último mes del octavo grado decidí que ya era suficiente. No fue que algo específico me hiciera decir no más
, simplemente un día me desperté cansado y pensé: ya estuvo bien, hijos de las mil putas
. Les dije a mis señores padres que quería cambiarme de instituto, ellos eran muy buenos y comprensivos, si les hubiera dicho la verdad habrían aceptado de inmediato, pero me daba mucha vergüenza que supieran que su hijo era débil, que era un perdedor, que prefería huir de sus problemas en vez de enfrentarlos.
Ni siquiera al día de hoy me perdonaría haberles dicho la verdad, mi sufrimiento era mío y no sería justo que fuera de ellos también. Tras largas charlas, aceptaron cambiarme. Mi hermano pidió que lo dejaran irse conmigo, creo que tampoco la pasaba bien en esa cárcel de ricos.
Terminamos en un colegio mucho más económico, la pensión costaba diez veces menos que en el otro lugar. Antes de iniciar el año escolar, empecé a salir con unos tipos duros de mi barrio, todos mayores que yo. Con ellos tomé un curso de ‘cómo dejar de ser un idiota para dummies’, y me gradué con honores. Aprendí a tener confianza en mí mismo, al final del día todo se resume en eso: confianza y autoestima. La ansiedad empezó a desaparecer poco a poco.
Entré a mi nuevo colegio con la mentalidad de que nadie nunca más iba a volver a pasar por encima mío. Y así fue. En mi nuevo entorno empecé con mi faceta de niño rudo. Es increíble que la gente se creyera esa mierda, un ratoncito actuando como un león, increíble, pero funcionó. Más adelante el roedor ya no tendría que actuar como el cazador, simplemente se convertiría en él. Durante el año que estuve allí, pasé la mayor parte del tiempo con otros ‘niños malos’, los seguía a todas partes, tomaba con ellos, fumaba marihuana con ellos, escuchaba la misma música que ellos. No me importaba hacer algo que no me gustara, como robar, con tal de que no descubrieran que yo era un perdedor. El único aspecto en el que no mejoraba era mi desempeño con las niñas. Hablaba con ellas, no tenía mayor dificultad con eso, pero nunca tuve ningún acercamiento importante con alguna, y mucho menos de tipo sexual, lo único que logré en ese tema fue besar a una marginada que me llevaba dos años. Seguía siendo virgen.
Terminé el año, ya tenía cierto renombre en el colegio. La gente sabía quién era, pero yo no era una de las cabecillas visibles; estaba seguro de que el próximo año eso cambiaría.
Mi ansiedad desapareció por completo, no quedaba rastro de ella, ni